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miércoles, 21 de septiembre de 2011

Muelitas, la hija del vampiro


LA PLAYA

–Escuchen –dijo Susy.

Nos detuvimos en el primer escalón.

–Rachmaninoff –dije–. Concierto número 3.

La música salía del salón como una bandada de mariposas de múltiples colores.

Subimos los últimos escalones con pasos casi imperceptibles. Llegamos a la puerta, nos detuvimos en el umbral.

Una mujer, vestida de negro y de rubia cabellera, era la que tocaba el piano. Sus dedos, largos, delicados y albos, parecían danzar sobre las teclas.

–Toca bonito –susurró Susy, acomodándose los anteojos.

–Mmm –asintió Carol–. Debe ser la nueva profesora de música.

Entonces la pianista volvió el rostro, dejó de tocar, apartó el mechón de cabellos que le cubría media cara, y nos sonrió. Tenía unos ojos azules grandes, profundos.

–Hola, chicos –dijo–. ¿Están en mi curso?

Dijimos que sí.

–Entonces, pasen, sean bienvenidos –dijo–. Soy la profesora Lisitza, ¿y ustedes?

–Yo soy Agustín –dije.

–Yo, Susy –dijo Susy.

–Y yo, Carol –dijo Carol.

–¿Son hermanos?

–Primos –dijimos.

–Ah, qué bien –sus manos se arrastraron sobre el teclado.

Nos sentamos junto a un ventanal. Una mosca trataba, inútilmente, de atravesar el cristal. Él índice derecho de Susy empezó a moverse sobre ella. Allá, a lo lejos, cruzando el río y el bosque, estaba la montaña con sus picos escarpados cubiertos perpetuamente de nieve. De una de ellas se desprendía una fumarola difuminándose con las oscuras nubes que cruzaban el cielo anunciando una lluvia como el de la víspera. Las hojas de los árboles estaban más verdes que nunca y los tejados estaban rojos como la sangre.

El índice de Susy cayó, certero, sobre la pobre mosca.

–¿Tocan la guitarra?

–Agustín –dijo Carol –Yo aplaudo, y Susy mata moscas.

La profesora soltó una leve carcajada. Era joven, no tendría ni veinte años.

Se desató la lluvia y un tropel de alumnos entró al salón. El ruido de sillas se mezcló con el golpeteo de las gotas de lluvia sobre los cristales.

La profesora Lisitza empezó a tocar el piano mientras allá afuera la lluvia se hacía más intensa. Los truenos retumbaban en el bosque. Música y lluvia se hicieron uno solo. Los dedos de la profesora caían sobre las teclas como la lluvia sobre los tejados.

Aplaudimos.

La profesora se puso de pie, era alta y delgada, dijo su nombre, dijo que había estudiado piano y dirección coral en el Conservatorio de Kiev y guitarra en la Escuela de Música de Madrid y yo me imaginé las estepas rusas, los cosacos, imaginé a don Quijote y a Sancho Panza cabalgando por La Mancha.

Más aplausos.

–Bueno, chicos, yo ya me presenté, ahora les toca a ustedes.

Conocía a todos los del salón. La Realidad es un pueblo chico.

–¿Alguien más, aparte de Agustín, sabe tocar la guitarra?

Todos me miraron.

–Yo, un poquito –dijo Niurka.

–Aprenderemos –dijo la profesora–. Y también aprenderemos a cantar.

Volvimos a aplaudirla.

La profesora Lisitza tomó asiento, abrió el estuche de su guitarra y sacó el instrumento. Era una guitarra antigua, tenía el barniz opaco.

Empezó a tocar. Ese era el Concierto de Aranjuez. Sus dedos hacían maravillas con las cuerdas.

–Es una genia –dijo Carol –Yo, ni practicando un siglo, tocaría así.

–Menos yo –dijo Susy.

–Ni yo tampoco –añadí.

Cuando terminó, la aplaudimos por un par de minutos.

La profesora sonreía.

–Primera lección: afinación de la guitarra –dijo la profesora–. Pero antes, un consejo para que puedan obtener un buen sonido de sus guitarras. Miren las uñas de mi mano izquierda –nos mostró su mano izquierda–. Están cortas. Esto es para que las uñas no piquen el mástil de sus guitarras como el pájaro carpintero. ¿Vieron?

Le dijimos que sí.

–Ahora miren las uñas de mi mano derecha –levantó la mano derecha–. Las uñas están un poco largas. Esto es para poder rasgar mejor las cuerdas. ¿Vieron?

Dijimos que sí.

–Para la siguiente clase, todos con las uñas así, ¿de acuerdo?

Asentimos.

–Primera cuerda al aire, mi –dijo la profesora. Pulsó una y otra vez la primera cuerda–. ¿Escucharon, chicos?

–Sííí, profesoraaa.

–Ahora intenten sacar el mismo sonido.

El salón se convirtió en un loquerío: parecía llena de cuervos graznando. Un par de cuerdas se rompieron, una uña voló por los aires.

Y la lluvia que seguía cayendo.

–Ojalá que termine pronto la clase para ir al bosque –dijo Susy–. Hoy tuve un sueño medio extraño…

–Cuéntanos –la instamos.

–Llovía, estaba en el bosque, iba por un pasadizo oscuro e interminable.

–¿Qué más?

–Se veía una luz al final pero, por más que caminaba, no llegaba nunca…

–¿Y?

–Y en eso me desperté. ¿Qué significará?

–Quizá encontremos un tesoro –dijo Carol.

–O la muerte –dije yo–. Quizá esa luz al final del pasadizo sea el cielo.

–Tonto –dijeron ambas.

–La segunda cuerda al aire es sí –dijo la profesora Lisitza–. Escuchen, chicos.

Pulsó la segunda cuerda. Otra vez el loquerío.

Una mosca, algo torpe, intentaba inútilmente atravesar la ventana.

–Susy, aplástala para que no sufra –le pidió Carol.

El índice derecho de Susy, certero como siempre, hizo polvo a la pobre mosca.

–Agustín, algún día tienes que componer una canción llamada Susy matamoscas –dijo Carol.

Reímos.

A la segunda cuerda siguió la tercera, a la tercera la cuarta, a la cuarta la quinta.

–La sexta cuerda es mi, igual que la primera, pero grave –dijo la profesora–. Escuchen, chicos.

Escuchamos.

En las montañas retumbó un trueno. Los perros de La Realidad aullaron, asustados.

–Esta lluvia me gusta –dijo Susy.

–El bosque debe estar hecho un pantano –dije.

–¿Afinaron su guitarra, chicos?

Era la profesora. No la habíamos sentido llegar.

–Sí, profesora.

–¿A ver?

Rasgué las cuerdas, hice un par de acordes.

–Perfecto –dijo la profesora Lisitza–. ¿Me puedes ayudar a comprobar la afinación de las guitarras de tus compañeros?

–Claro, profesora.

Estuvimos así hasta que tocó la campana anunciando el receso de media mañana.

Fuimos corriendo a la cafetería sorteando los charcos que se habían formado en el empedrado.

Pedimos café caliente.

–¿Se fijaron en las manos de la profesora? –preguntó Carol.

–Por supuesto –dijo Susy–. Son casi transparentes. Un poco más, y se nota cómo la sangre circula en sus venas.

–Lo único en que yo me fijé es en que toca bien –dije, sorbiendo mi café–. ¡Es una genia! Ya quisiera tocar como ella.

–No sé por qué me da mala espina –dijo Carol.

–Porque nunca tocarás como ella –le dije.

–No es eso, es otra cosa.

–Ella es Mozart y tú, Salieri.

–Gracioso.

–Shitss –dijo Susy, señalando la puerta con un gesto.

La profesora entró a la cafetería. Nos sonrió al pasar por nuestro lado y se sentó en un rincón al lado de una ventana.

–Parece que no volverá a salir el sol en La Realidad –dijo Carol.

–Mmm –dijo Susy, el índice derecho acercándose sigilosamente, como una serpiente, sobre un trío de moscas que revoloteaban sobre un poco de azúcar derramada sobre el mantel.

La profesora tenía la vista fija en la montaña. ¿En qué estaría pensando? Dime en quién estarás pensando, / con quién estarás soñando, dice una canción de Leo Dan que habla de un café, de la lluvia. ¿Viviría en La Realidad o vendría de la capital los fines de semana para dar clases en el Centro Cultural? Era lo más probable.

–Está pensativa –dijo Carol, señalando con los ojos a la profesora.

–Debe estar componiendo una sinfonía –dijo Susy. Su índice cayó sobre el trío de moscas. Una de ella saltó y cayó en la taza de Carol.

–Tonta –dijo Carol.

–Sorry –dijo Susy–. Me tomó tu café, si quieres.

La profesora nos miró. Apartó el mechón de cabellos que le caía sobre un lado del rostro. Era bonita.

Un trueno retumbó en las montañas.

La profesora sorbió su café. Su mirada se perdió en el horizonte otra vez.

Tocó la campana anunciando el fin del recreo.

–¿Se quedan, chicos? –preguntó la profesora Lisitza al pasar por nuestro lado.

Salimos con ella.

–Qué lluvia –dijo.

–Nuestro abuelo dice que no ha visto una lluvia igual en sus ochenta años –dijo Susy.

–Ni yo –dijo la profesora–. Lluvia, truenos, relámpagos, rayos.

–¿Le gusta La Realidad al menos? –le preguntó Carol.

–Sí –dijo la profesora.

–Seguro que la inspira –le dijo Susy.

–Ajá –dijo la profesora, apartando el mechón rebelde que siempre le caía sobre el rostro.

Íbamos esquivando los charcos formados en el empedrado.

–¿Hace cuánto que ese volcán no hace erupción? –preguntó, señalando con la mano las montañas.

–Uff, hace siglos –le dijo Susy –Así que no tema.

La profesora sonrió.

Entramos al salón.

–Bueno, chicos, ahora haremos acordes –dijo la profesora. Dibujó en la pizarra un par de acordes.

Vuelta el salón se llenó de graznidos.

–¿Te gustaría acompañarme en una canción, Agustín? –me preguntó la profesora–. Para que tus compañeros se motiven.

Le dije que sí. Escogimos La playa, de La Oreja de Van Gogh.

No sé si aún recuerdas, / nos conocimos al tiempo, / tú, el mar y el cielo / y quien te trajo a ti. La profesora tocaba el piano y cantaba y yo tocaba la guitarra. Abrazaste mis abrazos, / vigilando aquel momento, /aunque fuera el primero, / y lo guardaras para mí. Sus dedos caían sobre las teclas del piano como la lluvia sobre La Realidad. Si pudiera volver a nacer, / te daría cada día amanecer, / sonriendo como cada vez, / como aquella vez. Todo el salón cantó el coro: Te voy a cantar la canción más bonita del mundo, / voy a escribir la canción más bonita del mundo

–Gracias, Agustín –me dijo, cuando terminamos la canción.

Me dio la mano.

Estaba helada. Debe ser por el frío, pensé.

EL ABUELO JUAN

–¿Y qué tal la nueva profesora de música? –preguntó el abuelo Juan.

–Es una genia –dije, hundiendo la cuchara en el arroz–. Toca la guitarra y el piano, uff, es lo máximo.

–¿Dónde ha estudiado? –preguntó la abuela María.

–En Kiev y en Madrid –dijo Carol.

–Tendrá sus años –dijo el abuelo, echando un poco de sal en su plato.

–Es joven –dijo Carol –Tendrá veinte o veintiún años, nada más.

–Habrá nacido con un piano bajo el brazo –dijo la abuela.

–Seguro –dije.

–¿Cómo se llama? –preguntó la abuela.

–Lisitza –dijo Susy.

Estaba concentrada en una mosca que revoloteaba alrededor del plato de papas.

–Qué nombre tan raro –dijo la abuela.

–Ajá –dije–. Quizá le iban a poner Maritza y el registrador se equivocó.

–Seguro. ¿Se quedará a vivir en el pueblo? –preguntó el abuelo Juan.

–No sé –dije–. No dijo nada.

–Quizá venga y vaya nomás –dijo la abuela–. Aunque el trayecto es largo, le convendría quedarse el fin de semana.

–Claro.

–Tiene unas manos casi transparentes –dijo Carol–. Poco más, y se le nota la sangre de las venas.

–Serán manos de pianista –dijo el abuelo.

El índice de Susy se fue acercando sigilosamente a la mosca que se había posado sobre una papa.

–¡¡Susy!! –le dijo la abuela–. ¿Quieres ir a cenar con Cachorro?

Susy hizo una mueca de fastidio.

–Podríamos pedirle que dé un recital por el aniversario del pueblo –dijo el abuelo.

–No es mala idea –dijo la abuela.

–Un dúo con Agustín, como el de hoy –dijo Carol.

Me puse colorado.

–Canta bonito –dijo Susy.

–Habrá que escucharla –dijo el abuelo.

Terminamos de cenar. Carol recogió los restos para Cachorro.

El abuelo atizó el fuego de la chimenea, puso un leño más. El ambiente tenía un aroma a eucalipto.

La abuela puso un LP de Tchaikovsky en su viejo tocadiscos. La melodía de Capricho italiano empezó a brotar por los parlantes.

Afuera llovía.

–Parece que la lluvia no parará nunca –dijo el abuelo, acercándose a la ventana. Las gotas de lluvia, impelidas por el viento nocturno, golpeaban los vidrios–. Si el cielo se sigue desaguando así, habrá que pensar en construir un arca.

–Hombre, tampoco exageres –le dijo la abuela.

–Es la primera vez, en mis ochenta años, que veo llover así –dijo el abuelo, llenando tabaco en su pipa.

–Es por el cambio climático –dijo Susy–. En otros lugares hay sequía e inundaciones.

–¿Pero llover todo el día? –dijo el abuelo, arrellanándose en su sillón junto a la chimenea.

–Mientras la casa no se caiga, no te preocupes, Juan –le dijo la abuela.

–¿Así llovía cuando Alejandro vio a los diablos, abuelo? –preguntó Susy.

–Quizá –dijo el abuelo, dándole una calada a su pipa. Botó el humo por boca y nariz–. Alejandro había ido al bosque. Llovía. De pronto, escuchó un rugido. Un puma, pensó. Antes había pumas en el bosque. Se subió a lo alto de un árbol. Estaba en esas, cuando vio llegar a un ser deforme, con cola y cachos. Es un diablo, pensó, asustado. Y más se asustó cuando vio llegar a otro diablo más, y a otro y a otro. El que parecía ser el jefe empezó a hablar. De pronto, olisqueando el aire, dijo noto una presencia extraña. Alejandro estaba a punto de orinarse del miedo. Empezó a rezar…

–Y un rayo cayó en medio de los diablos y estos se hicieron humo –dijo Susy.

–Ajá –dijo el abuelo. Las volutas de humo se perdían en la penumbra del techo.

–¿Y el arroyo de oro?

–Alejandro había llegado al pie de la montaña del cual bajaba un arroyo de agua espesa como el barro y dorada. Parece oro, se dijo. Al oro solo lo conocía por nombre. Llevaré un poco para enseñarle a mi papá, dijo, e hizo una especie de pelota. Llegó a su casa y le enseñó a su papá. Era oro. Al instante todo el pueblo lo supo. Fueron en busca del arroyo, pero no encontraron nada.

–Sería su suerte –dijo la abuela.

–Ajá –dijo el abuelo.

–¿Y el castillo olvidado? –preguntó Susy, moviendo los leños de la chimenea.

–Dicen que una vez, hace siglo, vivió en La Realidad un príncipe –dijo el abuelo, aspirando su pipa. El tabaco se puso rojo.

–¿No era un vampiro, abuelo Juan? –le dijo Susy.

–Hay tantas versiones sobre los habitantes de ese inexistente castillo –dijo el abuelo, estirando las piernas–. Vampiros, príncipes, princesas, hadas. Cada quien le pone los habitantes que quiera.

–Habrá sido un príncipe, o una princesa –dijo la abuela María–. Porque los vampiros ni las hadas existen.

–En Transilvania vivió el Conde Drácula –dijo Susy.

–Esa es una novela nomás –dijo la abuela–. Y todas las novelas cuentan historias imaginarias.

Silencio. Afuera llovía con más furia aun. Un trueno retumbó en algún lugar de la montaña y Cachorro aulló, asustado.

–¿Además, qué podría hacer un vampiro en La Realidad? –preguntó la abuela María.

–Eso –dijo el abuelo, bostezando–. Creo que ya es hora de dormir.

–¿Nadie ha visto ese famoso castillo olvidado? –preguntó Susy.

–Nadie –dijo el abuelo.

–¿Pero por qué lo mencionan si nadie lo ha visto?

–Quizá existió –dijo el abuelo–. Y el bosque se lo tragó. Bueno, hasta mañana, chicos.

EL CASTILLO OLVIDADO

Nos abríamos paso a través del enmarañado follaje. En unos cuantos días, los helechos casi habían devorado el sendero que conducía al río. La vegetación parecía crecer ante nuestros ojos: una flor se habría y un instante después ya estaba marchita, las semillas caían al suelo al mismo tiempo que las plantitas empezaban a brotar.

Susy encabezaba la marcha, la seguía Carol y yo cerraba la fila. Parecía una expedición de Indiana Jones.

Los sapos, gigantes y de variados colores, saltaban a nuestro paso para no ser aplastados. Los mosquitos se lanzaban sobre nosotros como cazas suicidas. Las serpientes pendían de los árboles. Hubo un tiempo, contaba el abuelo Juan, en que en el bosque hubo plantas carnívoras.

Ya no llovía pero el agua acumulada en el follaje a veces, cuando había viento, caía sobre nuestras cabezas.

Susy tropezó y lanzó una maldición. La ayudamos a ponerse de pie.

–Deberíamos viajar como Tarzán –dijo, señalando las lianas mientras se acomodaba los anteojos.

–Sería lo ideal –dije, y lancé un grito como el del Hombre Mono.

Una bandada de pájaros levantó vuelo, los monos chillaron y alguna fiera rugió.

Reanudamos la marcha. Subimos una cuesta y llegamos a la explanada.

–¡¡Miren!! –el índice derecho de Susy señalaba la montaña de buganvillas que había cruzando el claro.

–¿Qué?

Un vértice hecho de piedra volcánica parecía brotar de entre la buganvilla achatada por la lluvia continua.

–¡¡El castillo olvidado!!

–Qué va, el castillo olvidado no existe.

–Allí está –dijo Susy, y se lanzó a la carrera cuesta abajo–. ¡¡¡La encontramos!!!

La seguimos a trompicones. Cruzamos el claro. Ante nosotros se levantaba una montaña de buganvillas imposible de penetrar. Despejarla nos tomaría tiempo, y quizá nunca lo lograríamos.

–¿Cómo no nos dimos cuenta antes? –dijo Susy–. Fíjense bien: la buganvilla tiene forma de castillo.

Susy siempre estaba viendo formas en todas partes: en las nubes, en las estrellas. Observen, allí está la Constelación de Tauro, decía, cediéndonos el viejo telescopio del abuelo Juan que a veces montábamos en el techo. ¿Dónde? Esa aglomeración de estrellas en forma de toro que hay a la izquierda. Nosotros, por más que nos rompiéramos los ojos escudriñando el universo, no veíamos ninguna figura de toro en ella ni algo que se le pareciera.

–¿Y cómo llegamos a ella?

–Fácil: rampando por entre el colchón de hojas como lo hacíamos cuando éramos más chicos, ¿se acuerdan?

Claro que nos acordábamos. Era uno de nuestros juegos favoritos para ocultarnos de nuestros amigos.

–Entonces manos a la obra, chicos.

Fuimos tras ella. A veces nos topábamos con una rama gruesa, llena de garras, y teníamos que bordearla.

Unas arañas gigantes colgaban de las ramas.

De pronto, Susy lanzó un alarido y desapareció de nuestros ojos como tragada por la tierra.

–¡¡Susyyy!!

–¡¡¡Susyyyyy!!!

–¡¡¡Aquííí!!!

Estaba en el fondo de un pozo. Menos mal que las hojas habían amortiguado su caída. Buscaba sus anteojos.

–A tu derecha –le dijo Carol mientras yo desenrollaba la cuerda que llevaba en la cintura.

La cuerda era muy chica.

–Esto no parece un pozo de agua –dijo Susy, limpiando el musgo que cubría las paredes–. Ni una trampa para fieras. Hay figuras en relieve.

–¿De?

–Parecen escenas de batallas… Quizá haya una puerta por aquí, alguna salida. ¿Recuerdan mi sueño?

Claro que la recordábamos.

Movió las hojas que había bajo sus pies. Volvió a tantear las paredes.

De pronto, una de las paredes empezó a deslizarse a un costado con un chirrido de fierro oxidado.

–¡¡Una puerta!!

–Tírame tu linterna, Agustín.

Se la pasé.

–Hay unas gradas y un pasadizo –dijo Susy, alumbrando el interior de la puerta–. Vamos, vengan.

Carol y yo nos descolgamos.

Escudriñamos el interior. Parece que el pasadizo doblaba a la izquierda unos treinta metros más allá.

–Vamos –dijo Susy–. Exploremos.

–¿No será peligroso? –alegó Carol.

–Aparte de alguna araña y una que otra culebra, no creo que haya mayor peligro –dijo Susy–. Vamos, andando.

–Holaaa –dijo Carol, no muy convencida–. ¿Hay alguien por ahí?

–Holaaaaa –repitió el eco–. ¿Hay alguien por ahííííí?

–No hay nadie –dijo Susy–. Vamos.

Descendimos tanteando los escalones, quizá habría trampas. Después continuamos por el pasadizo que estaba cubierto de musgo. Más allá, doblaba a la izquierda y había otro escalón que descendía y otro pasadizo más y otro escalón y otro pasadizo más que siempre doblaba a la izquierda y era menos largo y más húmedo, incluso había charcos en el suelo de piedra.

–Yo creo que esta es una trampa –dijo Carol.

–Si no hay nada, nos regresamos y se acabó –dijo Susy.

Nos topamos con un muro hecho de piedra negra que tenía grabado los rostros de un hombre y una mujer cuyos rasgos el musgo no permitía distinguir con claridad.

–Esta debe ser la entrada al castillo olvidado –dijo Susy, tanteando la pared.

–O al reino de ultratumba –dijo Carol.

–No seas pesimista.

La pared empezó a girar sobre sí misma con un chirrido de goznes oxidados. Había una habitación no muy grande con una escalera que se elevaba hacia lo alto al final del cual había una losa.

–Subamos –dijo Susy.

Empezamos a trepar. Yo iba primero linterna en mano iluminando el agujero. Llegamos al final. Quise levantar la losa, pero no pude.

–También debe de tener algún mecanismo que la mueva –dijo Susy–. Búscala.

Le pasé la linterna y empecé a palpar los bordes de la losa.

–Apúrate que me caigo, Agustín –dijo Carol.

–Parece que no hay nada…

Escuchamos un chirrido y la losa se empezó a mover a un costado. Hojas de buganvillas cayeron sobre nuestras cabezas.

Subimos.

–¡¡Diablos!! –exclamamos.

Estábamos en un patio con los techos cubiertos por cuyos vidrios rotos por el peso de sus ramas se introducían las buganvillas. Había una fuente de mármol estropeada, estatuas con los miembros por los suelos, descabezados, rajados. De algún lugar brotaba una música de piano que hizo que me acordara de la profesora Lisitza.

–Es La caza –dije–. Franz Liszt.

Liszt: Lisitza.

–Estamos en el castillo olvidado –dijo Susy–. El famoso castillo olvidado.

–¿Creen que acá vivió un vampiro? –preguntó Carol.

–¿Y por qué no? –dijo Susy–. En sus tiempos este debe de haber sido un castillo imponente.

–Puede que haya vivido una princesa –dije.

–La princesa del bosque –dijo Carol, con ironía.

Dejamos el patio y nos internamos en un largo pasadizo a cuyos lados había puertas de madera que el tiempo, y las polillas, habían reducido casi a polvo. Todo estaba lleno de telas de araña, de hojas, de pedazos de techo que se habían venido abajo.

Encontramos una escalera que conducía al torreón. Subimos con cuidado porque estaba a punto de venirse abajo.

Llegamos al mirador cuya punta habíamos visto desde la explanada. A través de los vidrios rotos y el follaje, se podía ver el bosque.

–¿Por qué nadie lo descubrió en tantos años? –¿se preguntó?, ¿nos preguntó? Susy.

–Por qué será pues –dije.

–Ahora iremos con la noticia y el pueblo entero vendrá y se develará el misterio –dijo Carol.

–No seas tonta –le dijo Susy–. Quizá hay algún misterio por descubrir aún, ¿no creen? Tenemos que explorar con calma cada rincón, cada resquicio.

–Mmm.

–Hora de regresar –dijo Susy–. Se hace tarde. La noche no nos vaya a pillar aquí.

EL RÍO

Había dejado de llover. Salí a dar unas vueltas en bicicleta. Pedaleé hasta las afueras del pueblo.

Iba a cruzar el puente, cuando vi a la profesora Lisitza en la orilla del río, sentada sobre una piedra.

Levantó el rostro, me miró, sonrió y me dijo hola moviendo una mano.

Me detuve, bajé de la bicicleta y descendí al río.

–Buenas tardes, profesora Lisitza.

–Hola, Agustín –me tendió la mano. Al tocarla, me estremecí: estaba helada como un trozo de hielo como el día que cantamos La playa–. ¿Paseando?

–Sí –dije, lo más natural que pude–. ¿Y usted?

–Conociendo La Realidad –dijo–. Siéntate.

Me senté a su lado. Tenía los pies desnudos, se había quitado los zapatos. Sus pies eran pequeños y blancos como la nieve. La surcaban unas venas azul verdosas como raíces.

–¿Y le gusta?

–Sí. No hay nada como vivir en contacto con la naturaleza, cerca del río y del bosque.

Cogió una piedrita, la tiró al agua. La piedrita rebotó tres veces y saltó a la otra orilla.

Las aguas del río estaban turbias. Estaría lloviendo fuerte en las alturas.

Un par de camiones pasaron por la carretera.

–¿Sabe?: este río la cruzó mi bisabuelo Ignacio con un fantasma sobre los hombros.

Volvió el rostro, me miró, apartó el mechó de cabellos que le cubría media cara: allí estaban sus ojos azules donde se reflejaba mi cara.

–Cuéntame.

–Fue hace muchos años, cuando La Realidad era un pueblo pequeño y aislado y ni siquiera había un puente de troncos sobre el río. Mi bisabuelo se dirigía a la ciudad conduciendo una piara de burros. Era de madrugada. Casi llegando a la orilla, los burros se negaron a dar un paso más. Un hombre se había plantado delante de ellos. Al bisabuelo se le escarapeló el cuerpo. Fantasma, pensó, con los pelos de punta.

–¡Oh, qué miedo! –exclamó la profesora.

–El bisabuelo saludó al hombre y este le contestó con una voz que no era de este mundo. Le pidió que lo ayudara a cruzar al otro lado. Usted sabe que los fantasmas le tienen terror al agua.

–Así dicen –dijo la profesora. Sus manos jugaban con una piedrita–. ¿Y tu bisabuelo aceptó?

–Sí. El bisabuelo Ignacio era valiente. Una vez atrapó la cabeza voladora de una bruja.

–Caramba, era como Juan Sin Miedo.

–Ajá. De un brinco, el fantasma trepó sobre los hombros del bisabuelo. Pesaba menos que una pluma pero cómo le castañeteaban los dientes cuando el bisabuelo trastabillaba en una piedra resbalosa amenazando darse un chapuzón con todo y fantasma.

La profesora Lisitza sonrió. Sus dientes, blancos como perlas, reflejaron el pálido sol que descendía sobre las montañas del oeste.

En el sur, unas nubes oscuras surcaban el cielo como jinetes. En cualquier momento se desataría la lluvia.

–Hasta que llegaron a la otra orilla. El fantasma saltó a tierra, le dio las gracias y se fue apurado al antiguo cementerio de Cascabel –mi índice apuntó en dirección al antiguo camposanto.

–A mí me daría un infarto –dijo la profesora. Tiró la piedrita con la que estaba jugando. La piedrita se hundió en las oscuras aguas–. Esta noche no voy a poder dormir.

–Eso ocurrió hace más de un siglo –le dije.

–Igual me da miedo –dijo–. ¿Nos vamos?

–Claro. Parece que va a llover –dije, mirando el cielo.

Justo en ese instante vimos que del agua salía como una burbuja en dirección nuestra. La profesora me empujó a un lado y caímos sobre la arena.

Escuchamos un ruido atronador en la pista. Un camión se había detenido con una llanta reventada.

–¿Qué pasó?

–No sé… –dijo la profesora–. Mejor vámonos ya.

Vi que escudriñaba los matorrales al otro lado del río.

Subimos a la pista. Le di la mano para ayudarla. De tan fría que estaban sus manos, ardían.

En la pista, el camionero miraba perplejo la llanta reventada. Había un agujero en el costado.

–Qué raro –dijo–, parece que le hubiese caído un balazo. ¿Hay cazadores por aquí?

–Quizá –dije.

Empezó a llover con inusual intensidad.

Montamos en la bicicleta. Ella se sentó detrás de mí, se agarró de mi cintura. Sentí sus manos como garras queriendo atravesar mi piel, triturarme los huesos.

Pedaleé en silencio. Cuando espiraba, sentía su aliento helado en mi nuca como una espada a punto de rebanarme el cuello.

Llegamos al pueblo. Las calles estaban convertidas en riachuelos. Había oscurecido de golpe.

Me pidió que la dejara en la Plaza.

Así lo hice: la dejé bajo la lluvia.

AULLIDOS

–¿Las manos heladas? –preguntó Susy.

–Sí.

–¿Qué tan heladas?

–Como el hielo.

Carol entró trayendo chocolate caliente. Era casi la medianoche. Los abuelos dormían en su habitación. Afuera llovía. Aticé el fuego. Los leños crepitaron.

–Esas manos me han dado malo espina desde que las vi –dijo Carol–. Tienen un aire… no sé, a ultratumba.

–¿No estaremos exagerando? –dije.

–¿Y quién arrojaría esa piedrita del río? –preguntó Susy.

–¿Y con qué intenciones? –dijo Carol.

–O temieron que le dijeras a la profesora algo del castillo olvidado –dijo Susy, después de beber un sorbo de su chocolate–, o la profesora tiene enemigos muy poderosos.

–Creo que…

–Tenemos que explorar bien cada rincón de ese castillo –dijo Susy–. Por allí debe de haber algo que nos dé pistas sobre quiénes la habitaron. Una persona no deja una casa como si la hubiese habitado el aire.

–Para mí que la profesora no está de casualidad en La Realidad –dijo Carol–. Ha venido por algo.

–¿Pero qué?

Cayó un rayo en el bosque. Entonces lo escuchamos: largo, prolongado, agudo como la punta de un cuchillo.

Eran aullidos.

–¿Lobos? –dijo Carol.

–¡No es posible! –dijo Susy.

Los lobos nunca bajaban al bosque, vivían al pie de la montaña, donde pocos se aventuraban a llegar.

–Quizá la lluvia continua les ha espantado a sus presas –dije.

–O puede que vengan por otra cosa –dijo Carol.

–¿Por el castillo olvidado? –dije.

–Quizá –dijo Susy–. Quizá sean sus guardianes.

–Son animales –dije.

–Algo les habrá dicho su instinto –dijo Susy.

Dejó su taza en la mesilla, se acercó al ventanal, corrió la cortina. Allí, en el horizonte, se recortaban las montañas detrás de un velo de lluvia. Había luna llena.

Otra vez los aullidos, esta vez cerca de los linderos del bosque. Cachorro ladró. Cruzarían la carretera, entrarían al pueblo.

–Por si acaso hay que defenderse –dije, descolgando la escopeta del abuelo Juan.

Hacía un par de años, una manada de pumas estuvo diezmando el ganado del pueblo y el abuelo nos enseñó a usar su escopeta.

Me eché un puñado de balas en los bolsillos y subimos a nuestras habitaciones.

Esa noche no pegué ojo.

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