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martes, 31 de marzo de 2009

Marzo

Se va marzo, el mes más triste de este año. En marzo nació y murió papá. Dicen que la vida es así. Debe ser cierto.

Ya no están

Ya no están
las personas a las que tanto quise;
ya no volverán
y por eso estoy triste.

Los he llorado
como no volveré a llorar;
los he amado
como no amaré jamás.

Me dieron todo ese amor
que nadie me ha dado,
por eso mi corazón
está destrozado.

Se han ido,
solo me han dejado;
un corazón herido,
un llanto ahogado.

domingo, 29 de marzo de 2009

El cazador

He visto morir a las dos personas que más he amado en el mundo: mis padres. Cuando murió mamá, la noticia me dejó con la mente en blanco, sin saber qué hacer mientras mi hermana Carolina gritaba como una loca y mi cuñado sollozaba. Cuando vi el cadáver de mi madre, tendida sobre la camilla, con el rostro apasible con el cual recibió la muerte, todavía no lo podía creer. ¡Mi madre estaba muerta! Lloré. Vi morir a mi padre, consumido por el cáncer. Lo lloré. Lloré por los siguientes meses. Un día mis ojos se secaron. Prometí que nunca más lloraría. Que se destruyera el mundo y a mí que. Empecé a odiar a todo y a todos. Una noche, salí de "cacería". Tenía una pistola con silenciador. Vagué por las calles de La Realidad buscando mi presa. Estaba allí, entre la maleza, mirando con sus grandes ojos la penumbra, ajeno al mundo, a las fieras. Hola, le dije. Gruñó algo inentiligible, quizá en otro idioma. Su olor fétido -suciedad, semen- casi me asfixia. "Ya no sufrirás", le dije. Gruñó algo. Solo cuando vio la pistola entró en pánico. Quizá estuvo en el servicio militar. Buscó con qué defenderse, pero a su alrededor solo tenía ramas delgadas y hojas de palmera. El tiro le entró en medio de la frente. Se desplomó sin un quejido. Por seguridad, le metí un tiro de gracia. La segunda presa si fue algo complicado. Era una vieja amiga que se había dedicado a la vida alegre. La encontré en un parque haciendo tiempo. Quise llevarla a una calle oscura. No quiso. Saqué la pistola y echó a correr como una loca, gritando como loca. Puta que ahoritita aparece el serenazgo y me jodo, pensé. El miedo le había puesto alas en las patas. Disparé y erré. Eso me llenó de furia. Cuando la alcancé, al final de una calle, vacié toda la cacerina en ella. La tercera presa fue sencillo. La recogí en la calle. Estaba en pleno felatio, cuando le solté un tiro en la nuca. Ni siquiera se dio cuenta que se estaba muriendo. Lo mismo pasó con las siguientes presas. Ninguno sufrió. ¿Los lloraron? No lo sé. Tampoco me importa.

El tiempo


El tiempo de tu ausencia sigue creciendo
solo queda recordarte
recordar los almuerzos de cada domingo
con todos los chicos:
Nacho, Diego, la Bere,
y la vieja.
La vieja que partió antes que tú.
En esos domingos
no existían las visitas al cementerio.
Esos almuerzos eran largos,
llenos de bullicio.
Hoy son callados.
Hoy ya no están.
La casa está poblada
solo de recuerdos.
Cuarenta años no son un día,
es la mitad del tiempo que viviste.

viernes, 27 de marzo de 2009

Ocho días sin papá

Son ocho días sin mi padre, ocho días de su ausencia. Ahora ya no hay papá, ahora ya no hay mamá. Los recuerdo en esta casa vacía donde estuvimos juntos tantos años. A la hora del desayuno, del almuerzo, de la cena. La familia se desintegró, nunca más volvermos a compartir nada. Ahora todo ese tiempo es recuerdo. Hace cuatro años quién me diría que todas las desgracias iban a venir juntas. Todo ese tiempo de felicidad se terminó. Los chicos han crecido, los viejos se han ido, yo soy el único que vive anclado en el pasado.

jueves, 26 de marzo de 2009

Piensa que estoy a tu lado


Hoy que la tristeza habita en tu corazón,
hoy que lo nuestro pertenece al pasado,
piensa que estoy a tu lado
cuando tengas momentos de dolor.

No me guardes rencor,
jamás te quise hacer daño,
no pienses que contigo he jugado,
a mí también me duele este adiós.

Si un día te sientes sola,
si tus ojos por mí lloran,
piensa que estoy a tu lado.

Si aún me invocas,
si aún por mí lloras,
piensa que estoy a tu lado.

Seca esos ojos,
piensa que estoy a tu lado,
piensa que aún te amo,
piensa que aún te adoro.



martes, 24 de marzo de 2009

Quinto día

Anoche, y durante la madrugada de hoy, le celebraron el Quinto Día a mi padre. Es una costumbre de la sierra. Según esta, solo al quinto día la persona se da cuenta que ha muerto, entonces vuelve a su hogar. Los deudos tienen que esperarlo preparándole la comida que más le gustaba. La encargada del rito fue mi tía Teodosia Palomino, prima de mi madre. Ella hizo un muñeco con las ropas de mi papá. Lo tendió en una mesa, le puso flores y encendió velas. Según ella, el alma de mi papá vendría a las cuatro de la mañana en forma de mariposa. A las once me venció el sueño y me fui a dormir. Desperté a las tres de la mañana y volví a la sala donde se estaba realizando el rito. Casi todos se habían ido a dormir, menos mi tía, con quien al final me quedé hasta las seis de la mañana hablando de fantasmas, jarjachos, desaparecidos. Mi padre no creía en estas cosas del quinto día ni nada, pero siempre he respetado las decisiones ajenas.

domingo, 22 de marzo de 2009

Triste


Ando triste. Ayer enterramos a mi padre. Ya no tengo padre ni madre. Me quedé huérfano. A mi madre la tuve conmigo 37 años, a mi padre 40. Ellos estuvieron juntos 46 años. La muerte los separó y la muerte los volvió a unir. ¿Los volveré a ver algún día? No lo sé. No soy creyente. Papá sí creía en Dios, aunque Dios no le dio los años de vida que había pedido. Ahora está muerto. No diré ojalá volviera el ayer. No. Traté de hacer felices a mis padres, de ser un buen hijo, de no darle dolores de cabeza a ninguno de ellos, de darles lo mejor que pude. Que ambos descansen en paz, sus recuerdos vivirán conmigo siempre, siempre los tendré en mi corazón, siempre los amaré.
***Esta imagen está bajada del blog de Adagio. Espero que no se disguste, son hermosas y la tentación de utilizarlas es grande, jeje.

viernes, 20 de marzo de 2009

Mi padre ha muerto

Ayer, a las ocho de la noche, dejó de existir mi padre. El último ocho había cumplido 82 años. Fue un gran hombre, de él aprendí a ganarme el pan con el sudor de mi frente. Siempre recordaré que me enseñaba a leer con la Biblia. ¿Dónde estarán esas vacaciones en Huachipa? ¿Esos días en la Casona? ¿Ese verano en Cocachacra? Estuvo con mi madre 46 años. Solo la muerte los separó, solo la muerte los ha vuelto a unir. Era un hombre que se mantuvo fiel a su Dios hasta el último momento de su existencia. Recuerdo que últimamente decía que le había pedido a Jehová cuarenta años más de vida porque tenía que llevar su Palabra por el mundo. Ese pedido no se le cumplió. También decía que ya sabía dónde iba a vivir en el Paraíso: un lugar cerca al mar, lleno de vides, de árboles frutales. Estoy seguro que este último deseo sí se le cumplió. Ahora ya está libre del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad. Ahora ya es eterno.
¡Descansa en paz, papá!

miércoles, 18 de marzo de 2009

La puerta secreta

Estábamos en la playa, en la clase de arte. La profesora había llevado su caballete y nos explicaba la forma en que deberíamos hacer un paisaje marino. Margaux estaba sentada a mi lado, sobre la arena. Habíamos vuelto a la playa en que nos conocimos.
-Soy pésima dibujando –se quejó mi amiga.
-Dibuja así, primero traza una línea horizontal…
-Creo que más fácil es dibujar en la arena –dijo.
Nunca le había contado que yo fui el que hizo ese dibujo en la arena aquel día en que nos conocimos y a la cual ella le había puesto su nombre. Menos le había contado que había vuelto a la playa en la noche.
-Mmm. Sobre todo corazones.
Se puso colorada. Me miró. La miré.
-Voy a mojarme los pies –dijo-. Cuida mis cosas.
Se acercó a la orilla, se sacó los zapatos y las medias y estuvo allí mojándose los pies mientras yo la dibujaba en su cuaderno de dibujo.
-Oh, qué bien dibujas –exclamó, al regresar y ver su cuaderno-. Eres Leonardo da Vinci.
Me hizo reír.
-Me tienes que enseñar a dibujar –dijo.
-Ya –le dije.
Regresamos al colegio.
A las tres, tocaron la puerta de mi casa.
-Te busca tu compañera de salón –me dijo papá.
Pensé que era Pamela, pero no, era Margaux.
-¿Me puedes acompañar a la playa, Agustín? –me dijo-. Se me ha perdido una cadenita.
-Vamos pues.
Echamos a andar en dirección hacia la playa. Era una cadenita que me regaló alguien especial por mis quince años, dijo. ¿Un enamorado tuyo? Sonrió. Fuese bueno, dijo, pero no, fue mi abuelita, así que esa cadenita tiene mucho valor para mí. Ya verás que lo encontraremos. Ojalá. Lo tenía en el bolsillo de mi falda, no sé cómo se me cayó.
Llegamos a la playa. Habían pocos veraneantes. Un domingo en la tarde, una chica contemplando el mar.
Fuimos al lugar donde estuvimos sentados. Mira bien, por allí debe estar. Nada de la cadenita. Quizá se hundió en la arena. Hincamos las rodillas en la arena y empezamos a removerla. Nada de la cadenita.
-Para mí que se te cayó cuando fuiste a mojarte los pies.
-De repente.
Empezamos a buscar la cadenita por donde ella había caminado para llegar al mar. No, no estaba. Seguro se cayó al agua.
-Bucea y búscala.
-Tonto –dijo, y me echo agua.
También la mojé. Parecíamos niños jugando al carnaval.
-¡¡Ay, mi pie!! –gritó Margaux.
Se apoyó en mí y fuimos a sentarnos en la arena. Tenía clavada una espinita en el pie derecho.
-Yo pensé que una piraña te había comido el pie –le dije.
-Gracioso. ¿Me la sacas?
Tomé en mis manos su pie. Era pequeño y suave como un durazno.
-Se parece al pie de la Cenicienta –le dije.
-Chistoso –dijo, y me revolvió los cabellos.
Le saqué la espinita y me senté al lado suyo.
-Me gustaría vivir en el mar –dijo.
-¿En el fondo?
-Sí, en Atlantis.
-Mucho Sirenita estás alucinando feo –le dije.
-Tonto –dijo.
Nos miramos. El mar en sus ojos. Las gaviotas volando en ella. Una isla.
-¿Te gustaría que vivamos los dos en Atlantis?
-Sí –dijo.
Las olas llegaban, besaban la arena y se marchaban. Sus cejas pobladas, su naricita, sus labios perfectamente dibujados.
Acerqué mi rostro al suyo. Nuestras narices chocaron. Nuestros labios se rozaron por una fracción de segundo. Una chica contemplando el mar.
Mi corazón latía como un tambor.
-Tienes que pedirme que sea tu enamorada para que me beses –dijo, seria.
-¿Quieres ser mi enamorada, Margaux?
Se puso de pie y se echó a correr después de decirme si me alcanzas, te doy una respuesta.
Corrí tras ella llevando sus sandalias.
-Ahoritita te alcanzo –le grité.
Corrió con más ganas. Corrió como una liebre. El viento despeinaba sus cabellos. Sus cabellos parecían un cometa negro.
Las gaviotas echaban a volar ante nuestro paso.
Corrí y corrí hasta que la alcancé.
La abracé. Estaba agitada.
-Mira cómo late mi corazón –dijo, con la voz entrecortada-. Parece que se me quisiera salir.
-¿Late por mí? –le pregunté al oído, quedito.
-¿Tú qué crees?
-Que sí.
-¡Respuesta correcta! –dijo.
-¿Eso significa que me aceptas?
-Me estás abrazando sin mi permiso y no te he metido tu cachetada, ¿por qué será? –dijo.
La abracé con más fuerza.
-¡Te quiero, Margaux! –le dije.
-Yo también, Agustín –susurró.
Volvió el rostro y nuestros labios se rozaron por un segundo eterno. Temblé al contacto de sus labios. Ella también. Nos pusimos colorados.
Una chica contemplando el mar. Una pelotita rozando mi cabeza. El último domingo de vacaciones. Y ahora nos habíamos dado nuestro primer beso.
-¿Vamos a ver el Muelle? –dijo.
Echamos a andar hacia el Muelle tomados de las manos.

lunes, 16 de marzo de 2009

La dama del retrato

Entré al cuarto del piano y la sorpresa, al mirar el cuadro que la presidía, me dejó congelado por unos segundos.
Allí estaba la profesora de guitarra, pintada de perfil, tocando el piano. No, no era ella exactamente, porque la del cuadro, se notaba, era un poco mayor. Pero tenía los mismos rasgos que la profesora, el mismo perfil, el mismo color de cabellos, aunque la del retrato tenía el pelo ondeado. Las manos eran las mismas, las recordaba.
Por eso tenía la sensación de haberla visto en algún lugar.
¿Ella era la duena del Palacio Olvidado?
-¡Nacho, Alessandra, Bebe, Gordo, vengan! –llamé.
Vinieron corriendo.
-Miren el cuadro.
-¡Diablos, es la profesora María Luisa! –exclamó el Gordo.
-Se parecen, pero no es ella, esta es mayorcita –dijo Alessandra-. Fíjense bien.
-Quizá sea su abuela –dijo Nacho.
-O su bisabuela –dijo la Bebe.
-Eso significa que es la dueña de todo esto –dijo el Gordo.
-¿Y entonces qué hace dando clases de guitarra a tantos pulgosos? –preguntó la Bebe.
-Quizá ni sepa que este lugar existe –dijo Diego.
-Cómo no lo va a saber si es la dueña –dijo Nacho.
-Quizá no sepa que es la dueña –dijo la Bebe.
-Habría que preguntarle –dijo Diego.
-¿Eres tonto, o qué? –le espetó la Bebe-. ¿Quieres que nos descubra y bote?
-Tarde o temprano lo hará –dijo Nacho.
-Adiós, Palacio Olvidado –dijo el Flaquito.
-Adiós, caballitos –dijo Bere.
-Tienes que casarte con ella –dijo la Bebe.
-No hay más remedio –agregó Alessandra.
-Vamos a estudiar guitarra gratis –dijo Nacho.
-Ya, no se hagan los payasos –les dije-. Saben que eso es imposible.
-Para el amor no hay imposibles –suspiró la Bebe.
-El amor todo lo vence –agregó Alessandra.
Tecleé las primeras notas de Vivo por ella y me reí con ganas.
-Así sepa que exista este lugar, no creo que se imagine en qué condiciones está –dije.
-Agustín tiene razón –dijo el Gordo-. Y para que llegue aquí tiene que cruzar todo el bosque.
-Y nunca hará eso, a menos que le prenda fuego –dijo Nacho.
-Con un tractor nada es imposible –dijo la Bebe-. Fácil se habre camino tumbando los árboles.
Quizá las siguientes vacaciones ya no vendríamos a jugar al Palacio Olvidado, solo la contemplaríamos desde el Mirador o desde el río.
-Mejor que ni se le ocurra venir porque nos disfrazamos de fantasmas y la hacemos asustar –dijo la Bebe.
-Esa es una buena idea –dijo el Gordo-. Hasta que al fin piensas algo interesante.
Nela empezó a lloriquear.
-Los fantasmas son para esa bruja –la Bebe le señaló el cuadro-, no para ti. No llores por gusto.

domingo, 15 de marzo de 2009

El bosque del gato


Desde el Mirador, todo era un manto verde. Árboles, árboles y más árboles. Y flores de buganvillas, flores de diversos colores. Quién iba a adivinar que debajo de esa montaña de buganvillas estaba el Palacio Olvidado. La llovizna había limpiado las hojas dejándolas relucientes.
-Vamos –dijo el Gordo.
Empezamos a descender por la pendiente, pisando con cuidado por los escalones para no resbalar.
Parecía una expedición de Indiana Jones.
El Gordo llevaba sobre los hombros a Bere, yo a Nela.
Un escalón, otro escalón, hasta que al fin estuvimos abajo.
Cruzamos el arroyo y nos internamos en el Bosque del Gato. Árboles, árboles y más árboles. Sauces, eucaliptos, molles y otros árboles cuyos nombres ignorábamos. Ese es un álamo, decía la Bebe. No, es una ponciana, le refutaba Alessandra. Árboles y enredaderas. Árboles, enredaderas y mosquitos que nos atacaban sin piedad. Hasta nosotros llegaba el rumor del cercano río.
Llegamos hasta la mata de chilco. El Gordo la apartó. El último la cierra, dijo. Se puso en cuatro patas y empezó a reptar por el sendero abierto en el monte. Le siguio Alessandra que arrastraba a Nela y la Bebe que jalaba de la mano a Bere. Luego Diego, seguido por el Flaquito y Nacho. Yo cerraba la fila.
Así, yendo a gatas, parecíamos un ciempiés.
-Cuidado con las arañas –dijo el Gordo.
Sobre nuestras cabezas pendían diversas arañas.
Un paso, otro paso y otro paso sobre las humedecidas hojas. Cuando el sendero se inundaba, era imposible avanzar, entonces no había más remedio que regresar.
Maullaron. Recordé al gato que le daba nombre al bosque. La encontramos colgada en un viejo molle. Parecía viva, parecía que solo estaba durmiendo. Buscamos un palo largo y la tanteamos. Ante nuestros ojos, el gato se hizo polvo. ¿Hace cuánto estuvo colgado? ¿Quién lo hizo? Ese bosque está igualito a como lo encontramos cuando llegamos a La Realidad, decía el abuelo. Dicen que el dueño era un ex presidente que había muerto hace más de medio siglo.
El Gordo sacó la tijera de podar que llevaba en la cintura y cortó unas ramas de buganvilla que habían crecido impidiéndonos el paso.
Otro maullido. El bosque estaba habitado por gatos salvajes, aunque nunca habíamos visto uno. El tío Carlos contaba que cuando era niño también venía de excursión por esta zona a jugar al Planeta de los Simios con sus amigos, pero nunca nos comentó nada de una enorme casona oculta entre los árboles. Esas expediciones habían sido por lo menos hace treinta años, cuando ninguno de nosotros existía aún.
Otro paso, y otro paso y otro paso hasta que el Gordo dijo llegamos. ¡Al fin! Ya me dolían las rodillas.
Abrió una pequeña puerta y uno por uno empezamos a entrar en el Palacio Olvidado.

Dulce de guayaba

El abuelo Juan dormitaba bajo el toldo de ramas y hojas que había construido para protegerse del sol y la lluvia. Sobre el pecho tenía el periódico del día.
-¡¡Hola, abuelo!! –le dijimos en coro.
Abrió un ojo, nos dijo hola, chicos, y siguió roncando.
Bere y Nela jugaban en el columpio que el abuelo había hecho en una rama del viejo molle. Saltaron al vernos. Nos pidieron las guitarras y se pusieron a cantar.
En la cocina, la abuela María estaba a punto de terminar el almuerzo.
-Sirvo dentro de cinco minutos –dijo-. Así que todo el mundo a lavarse las manos y los pies.
-Ay, abue, ¿acaso vamos a comer con los pies? –alegó Alessandra.
-Lavarse manos y pies significa bañarse –dijo la abuela.
-Habla así pues, abue. ¡Quién se gana la ducha y las toallas!
Corrimos empujándonos al baño. Si estuviéramos en el Palacio Olvidado, cada uno tendría su propio baño, su propia tina, tendríamos una piscina. ¿Y si limpiáramos la piscina? Ya no tendríamos que bañarnos en el río. ¿Pero cómo sacar semejante tronco? ¿Avisarle al tío Carlos y al abuelo para que nos ayuden? Teníamos prohibido acercarnos al Palacio Abandonado.
-Avísenle a su abuelo que el almuerzo está listo.
Nela, Bere y el Flaquito se encargaron de eso.
Nos sentamos en la inmensa mesa. En las cabeceras, los abuelos, las chicas en un lado y los chicos en el otro. En nuestra fila estaba el tío Carlos.
-¿Y cómo les fue en sus clases, chicos? –preguntó el tío.
-A que no saben… -dijo la Bebe.
-¿Qué cosa? –dijo la abuela María.
-¡Agustín sedujo a la profesora de guitarra!
Risas.
-¿De qué se ríen? –preguntó el abuelo Juan, que no escucha muy bien.
El Gordo aprovechó el pánico para robarle una papa al Flaquito.
-¿Cómo es eso? –preguntó la abuela.
Yo estaba colorado como una manzana bañada en dulce.
-Solo la acompañé en una canción –dije.
-¿Y eso no es amor? –preguntó la Bebe.
-Quizá –dijo Alessandra-. Imagínense que la profesora le ha pedido que ensaye Vivo por ella para que la canten juntitos la próxima clase.
-O sea que tendremos boda uno de estos días –dijo el tío Carlos.
Risas.
El abuelo pidió que le dijeran por qué nos andábamos riendo. El Gordo le robó otra papa a su hermano. Nacho le dijo al abuelo que la Bebe se había caído de la bicicleta sobre un charco.
-Maneja con cuidado, hijita –le dijo el abuelo a la Bebe.
Más risas.
-Será joven la profesora, ¿no? –preguntó la abuela.
-Es una vieja horrible –dijo Alessandra.
-Quizá vivió en el Pal… ¡¡Ayyy!!
Le metí un ligero puntapié en las canillas a la Bebe por debajo de la mesa.
-¿Qué pasó?
-Nada –dijo la Bebe-. Me atoré con un huesito.
Me miró. La próxima que vayamos al Palacio Olvidado, allí te dejamos, le dije con los ojos.
-¿Me puedo yapar un poco más, abuela? –dijo el Gordo.
-Claro –dijo la abuela María-. Para que dejes de meter la mano en plato ajeno.
-Me prestas tu disco de Bocelli –le pedí al tío Carlos.
-Ya –dijo él.
-¡Uy, qué rico huele esto! –dijo el Gordo, abriendo una olla.
-Ni metas el dedo –le advirtió la abuela.
-Ya pues, abue, un poquito –suplicó el Gordo.
-Ni un poquito ni un bastantito. Espera a que te sirva yo.
-Mientras tanto, podrías recoger los platos –dijo Alessandra, quien no había comido casi nada.
-Llévate el mío también –dijo la Bebe.
El Gordo dejó ambos platos más limpios que si los hubiesen lavado.
La abuela María nos sirvió el dulce de guayaba. Estaba súper rico.
Terminamos de almorzar. Las chicas se quedaron a lavar los platos y los chicos fuimos a limpiar el jardín.
A las tres iríamos al Bosque del Gato.
Me puse a ensayar Vivo por ella hasta que llegara la hora de ir de excursión.

sábado, 14 de marzo de 2009

La profesora de guitarra

-Soy María Luisa Flores, la profesora de guitarra.
Era joven y bonita. Tenía un rostro de ángel, albo como un copo de algodón. Tenía los cabellos castaños, lacios y largos. Llevaba jean celeste, blusa blanca y sandalias marrones de cuero.
-Bienvenidos a mi curso, chicos y chicas –añadió.
-Gracias, profesora –murmuró todo el salón. Éramos unos treinta alumnos, por lo menos-. Tóquese algo.
Ella sonrió.
-Paciencia –dijo-. Durante estos dos meses aprenderán a acompañar canciones y a tocar melodías.
El salón le volvió a pedir que cantara.
-Bueno, ya que insisten.
La profesora abrió un estuche, negro como un cajón de muerto, y sacó una reluciente guitarra. Esa sí era mejor que la de mi tío Carlos.
-¿Habéis escuchado La playa de La oreja de Van Gogh? –preguntó la profesora imitando un dejo español.
-¡¡Sí!! –dijimos-. ¡¡¡Cántela!!!
La profesora tomó asiento. Hizo la introducción y empezó a cantar: No sé si aún me recuerdas… Yo estaba atento al movimiento de sus manos sobre las cuerdas. Nos conocimos al tiempo… Tenía las manos blancas, los dedos largos, frágiles; llevaba recortadas las uñas de la mano izquierda para que no picotearán el mástil, las de los dedos de la derecha eran algo largas. Tú, el mar y el cielo… La menor, Mi menor, Fa menor sostenida y Re menor. Fácil. Y quien me trajo a ti… Tenía bonita voz. Su voz era como el canto de diversos pájaros. Le ganaba cantando a la Bebe. Te voy a escribir la canción más bonita del mundo… La Bebe cantaba canciones de Jeannette, una cantante española del siglo pasado que cantaba con una vocecita de niña. Yo la acompañaba. Cantábamos cuando íbamos de excursión al Palacio Olvidado. El Palacio Olvidado estaba en medio del Bosque del Gato. Voy a capturar nuestra historia en tan solo un segundo…
-¡¡Otro!! ¡¡¡Otro!!! ¡¡¡¡Otro!!!!
-¿Han escuchado Dulce ironía de Damaris? –preguntó la profesora María Luisa.
Dijimos que no.
-Bueno, ahora la escucharán.
Hizo unos arpegios con La menor, Mi menor y Re mayor. Fácil. No encuentro formas para explicar el dolor que llevo en mi alma… Sus dedos parecían danzar sobre los trastes. Solo será un día más que no podré decir nada… ¿Estaría enamorada? ¿Habría sufrido una decepción? Yo seguía con mis dedos el movimiento de sus dedos. Miénteme y dime que dejarás de ser mi amor ajeno…
La aplaudimos.
-¿Sabes tocar la guitarra? –me dijo-. Vi que me acompañabas en silencio.
Me puse colorado.
-Un poco nomás, profesora –le dije.
-Qué bien –dijo-. Entonces serás mi ayudante.
-¿Le ayudará a llevar su guitarra? –dijo el Gordo.
Risas. La profesora también rió.
-¿Cómo te llamas?
-Agustín, profesora.
-Ya, hablaremos, Agustín.
Nacho me pellizcó. El Gordo me guiñó un ojo.
-Lo primero que haremos, será aprender a afinar nuestra guitarra –dijo la profesora-. La primera cuerda al aire es la nota mi. Escuchen –tocó la primera cuerda al aire-. Ahora todos muevan la primera clavija hasta obtener la nota mi.
El salón se convirtió en un loquerío de sonidos. Por allí se rompieron un par de cuerdas. ¡Pero si era tan fácil afinar una guitarra!
-La segunda cuerda al aire es si.
-¿Qué habrá cocinado la abuela? –preguntó el Gordo.
Él solo pensaba en comer.
-No sé –le dije.
-¿Por qué no vas a ver y nos avisas? –le dijo Nacho.
-Eso –dijo Diego.
-¿Ustedes creen que la profesora me dará permiso?
-La tercera cuerda al aire es sol.
-Dile profesora, quiero ir a ver qué ha preparado mi abuela porque me ha dado un hambre feroz –le dijo Nacho.
Nos reímos.
-¿Terminaron de afinar sus guitarras? –nos preguntó la profesora.
-Sí, profesora –le dijo Nacho.
-¿A ver?
Nacho rasgueó las cuerdas al aire.
-Bien –dijo la profesora.
Siguió dando vueltas ayudando a los demás a afinar sus guitarras.
-Ahora aprenderemos los acordes de La playa –dijo la profesora.
Nos entregó una copia.
Otra vez el salón se convirtió en un nido de cuervos. ¡Qué feo era escuchar tantas guitarras desafinadas! Por allí volaron un par de uñas y se rompieron otro par de cuerdas. Mis primos y yo éramos los que tocábamos más o menos. En realidad, ellos menos y yo más. Pero me había costado mis ampollas y callos en los dedos. Y tantos dolores de cabeza de la abuela María.
La profesora iba de silla en silla corrigiendo la posición de los dedos, indicando la forma en que debíamos de rasguear las cuerdas, comprobando la afinación.
-¿Te salió La playa, Agustín? –me preguntó la profesora.
Le dije que sí. Ella pidió silencio.
-¿A ver, tócala? –me pidió.
Lo toqué.
-¿Me podrías acompañar? –preguntó.
Me puse colorado. Le dije que sí.
Pidió silencio. Y allí, parada a mi lado, volvió a cantar La playa, esta vez acompañada por mí. Era como si escuchara a un ángel. Su voz era un arroyo de cristalinas aguas bajando desde las montañas, era un ruiseños cantando en mi ventana. ¡Ah, si yo tuviera veinte años!
Nos aplaudieron cuando terminamos de cantar. ¡¡Otra, otra, otra!!
-La siguiente clase –dijo la profesora María Luisa-. Y espero que no solo Agustín me acompañe, sino todos ustedes.
Fue a su escritorio, buscó entre sus papeles y regresó con una hoja.
-Esta es Vivo por ella –me dijo, entregándome la copia-. ¿Podrás sacarla para el miércoles?
Vi los acordes y le dije que sí.
Terminaron las clases y fuimos a buscar a mi hermana Alessandra y a la Bebe al salón de canto.
-¿Y qué tal las clases de guitarra, chicos?
-A que no saben, chicas –dijo el Gordo.
-¿Qué cosa?
-Parece que la profesora de guitarra se ha enamorado de Agustín.
-Mentiroso.
-En serio –dijo Nacho-. Cantaron juntos La playa.
-¿Es cierto eso, Diego? –le preguntaron las dos a Diego.
-Es cierto –dijo Diego.
Si lo decía Diego, es que era cierto. Diego nunca decía una mentira. No era como nosotros que, desde que encontramos el Palacio Olvidado, solíamos exagerar las cosas.
-Allá viene la profesora –dijo Nacho.
Allí venía la profesora, en dirección al cafetín como nosotros.
-¡¡No me agarren que a esa le arranco los ojos como a Edipo!! –dijo la Bebe.
-Duelo de pesos plumas –dijo Nacho.
Nos matamos de la risa.
Nos sentamos en una mesa y pedimos una Pepsi gigante y el paquete más grande de galletas saladitas que vendían allí.
La profesora pasó por nuestro lado, nos miró y me sonrió. La Bebe me dio un pellizcón que casi salto hasta el techo. La profesora se sentó solita en un rincón, escuché que pedía una agua mineral. ¿Y si me le acercaba para preguntarle cómo debía de rasguear Vivo por ella? No me atreví a hacerlo.
Empezó a lloviznar. La profesora agarró una servilleta y se puso a escribir algo sobre ella y yo me acordé de esa canción de Leo Dan que dice El radio está tocando tu canción, y yo estoy solo en la mesa de un café, por la ventana afuera estoy viendo llover pensando en ti, mi amor. En una servilleta dibujé, mientras la lluvia no ha dejado de caer…
---
Y el video de la Oreja de Van Gogh, La playa

Sandy & Junior

Un video de este dúo brasileño. Sandy & Junior, interpretan Endless love, original de Lionel Ritchie y Dianna Ross. No lo hacen tan mal.
http://www.youtube.com/watch?v=w7SjDVPXwrI

viernes, 13 de marzo de 2009

Viernes 13

Hoy me eligieron presidente del comité de aula del salón de Diego, hoy saqué por primera vez dos guitarras para enseñarles a los chicos, hoy otras vez me vine temprano, hoy terminé el primer capítulo de Vacaciones, hoy John fue a visitar a papá y lo encontró muy débil, hoy caminé bajo la lluvia, hoy vi Valquiria, hoy terminé de leer Pedro Párano.

jueves, 12 de marzo de 2009

Vuelves

Madre: vuelves a la tierra, a esa dulce tierra de tu infancia.
Vuelves al río, al río cuando era savia. Tierra y río se fundieron.
De allí fuiste tomada, tú, María Palomino Ceras.
Vuelves al sueño, al sueño que te llevará a las estrellas.
Tus negros y ondeados cabellos se vuelven constelaciones.
Tu luz perdurará. La luz de tus ojos. Esa luz que veré
mientras yo exista, mientras mis pies dejen sus huellas sobre la arena.
Vuelves al origen de la vida. Cuando la vida no era vida.
Cuando el horizonte no sabía de miradas.
Cuando el silencio no sabía de otras voces que no fueran
de los pájaros. Cuando el cielo no sabía de otros vuelos
que el de las aves y las abejas. Vuelves al principio. Cuando el agua
no sabía de recipientes. Cuando la música no sabía de instrumentos.
Cuando la sangre fluía en total libertad.
Madre: vuelves a la tierra. A la semilla.
Cuando tierra y semilla eran un solo cuerpo.
Cuando el maíz brotaba alegre ante el llamado de la lluvia.
Vuelves a la tierra, Madre. Y los pájaros cantan alegres.
El río serpentea entre las pulidas piedras.
Los huesos se cubren de carne, las rosas se llenan de espinas.
Las cuencas de tus ojos se llenan de luces.
El girasol gira en busca del astro rey.
Renaces.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Llevas

Llevas en el vientre
una estrella, una luz
que dirá mamá
y crecerá
y será hermosa como tú,
inteligente como papá.
Llevas en el vientre
el fruto del amor,
el futuro,
la esperanza de un mundo mejor.
Tu vientre crece,
se hace prominente,
será hombrecito, vaticinan las vecinas,
ojalá que sea mujercita, desean las amigas,
¿ya sabes qué nombre le pondrás?,
te preguntan.
Tus pasos se hacen lentos,
calzas zapatos de taco bajo,
tus vestidos son amplios,
tienes antojos,
hay una nueva luz en tus ojos,
un brillo especial en tu rostro.
Pronto serás mamá,
pronto una nueva luz se encenderá.

Cumpleaños de Nacho

Hoy Nacho cumple 13 años. Ya está jovencito. ¡Feliz cumpleaños, Nacho!

lunes, 9 de marzo de 2009

Quiero dormir cansado

Hoy empezaron las clases, las de verdad, y estoy súper cansado, solo quiero dormir

domingo, 8 de marzo de 2009

Lapsus

Acabo de darme cuenta que la entrada anterior es una repetida, la del fantasma.
Aquí está Ignacio Yanasiqui.
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–Ignacio yanasiqui –escuchó el abuelo que le decían. Se puso de pie, se subió el pantalón, miró para todos lados, la luna llena alumbraba como si fuera de día.
No había nadie. Habré escuchado mal, pensó. Estaba solo en el descampado.
Se bajó el pantalón y volvió a ponerse de cuclillas.
–¡Ignacio yanasiqui! –oyó de nuevo.
El abuelo lanzó una maldición, se subió el pantalón y, machete en mano, se puso a buscar a quien lo estaba insultando.
–Ignaciucha, aquí –escuchó que lo llamaban desde lo alto de un huarango.
–¿Quién?
–Yo, mama Teodora.
Entre las ramas del huarango había una cabeza enredada por su larga cabellera. Una uma. El abuelo se asustó, sabía que la vieja Teodora era bruja, pero nunca había visto una cabeza voladora. Parecía una enorme araña, negra y peluda.
–Ayúdeme a salir de aquí, Ignaciucha.
¡La bruja le estaba pidiendo ayuda! Claro, ya iba a salir el sol, si la cabeza no se unía a su cuerpo, perecería.
–¡Te voy a matar, bruja de mierda! –amenazó el abuelo, blandiendo su machete en el aire.
En los ojillos de murciélago de la uma se dibujó el terror.
–¡No, por favor, don Ignacio! –la vieja suplicó por su vida–. Si me ayudas, te sabré recompensar.
–¿Cuánto vale tu vida, ah?
–Te daré cinco vacas.
El abuelo, que no era tonto, aceptó. Para que la bruja no olvidara su promesa, le marcó el rostro con la punta de su machete.
Una vez libre, la cabeza se elevó por los aires y se perdió en el horizonte.
Ya estaba amaneciendo.
–Por si acaso, vaya –le dijo la abuela Isidora al abuelo cuando este le contó lo que le había pasado con la uma.
Así lo hizo el abuelo.
La vieja Teodora se estaba peinando la larga cabellera negra sentada en la puerta de su casa.
–Vengo a que me cumpla su palabra, mama Teodora –dijo el abuelo.
–Pero no tengo tantas vacas –dijo la vieja, mirando a mi abuelo con sus ojillos de roedor. Tenía la mejilla lastimada–. ¿Qué le parece si le doy una vaquita cada año, ah?
Peor es nada, pensó el abuelo, aceptando.
Volvió a casa con una vaca.

Ignacio yanasiqui

Esta historia la contaba mi padre, le sucedió a mi abuelo Ignacio. Mi abuelo nació en 1901, este año hubiese cumplido 108 años, pero solo vivió sesenta años.
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Era una madrugada. El abuelo Ignacio se dirigía a Huanta.
Estaba al final de Pauca, cuando vio que un hombre se acercaba y alejaba del río como dudando en si cruzarlo o no.
En esa época del año el caudal del río Cachi era bajo. ¿Quién sería? ¿Algún borracho madrugador?
No parecía cristiano. La ropa que llevaba parecía mortaja.
Los burros se espantaron, no querían seguir avanzando.
Al abuelo se le escarapeló el cuerpo. Los pelos se le pusieron de punta. El hombre seguía tanteando en si cruzar el río o no. Dicen que los fantasmas le temen al agua.
Siguió caminando, jalando a los burros para que no escaparan. A las seis tenía que estar en Huanta.
–Señor, ¿podría ayudarme a cruzar al otro lado? –le preguntó el hombre con gutural voz cuando llegó junto a él.
El abuelo temblaba a pesar suyo. Los burros rebuznaban como si estuvieran delante del mismo diablo.
–No temas, no te voy a hacer nada –le dijo el hombre, adivinando su miedo–. Solo ayúdame a cruzar. Por favor.
Le estaban pidiendo un favor. El abuelo aceptó.
–Súbase a mi espalda –dijo.
El hombre de un salto se le prendió en la espalda. Pesaba menos que una pluma. El abuelo se encomendó al Señor.
Se metieron a las heladas aguas del río Cachi. Las piedras estaban resbalosas. Las veces que el abuelo trastabillaba, sentía temblar al hombre, escuchaba el castañeo de sus dientes. ¿Tanto miedo le tendría al agua?
Al fin llegaron a la otra orilla. Nunca cruzar un río le había causado tanta angustia al abuelo.
El hombre saltó a tierra, le dio las gracias y se fue en dirección al cementerio de Q’ello Q’ello con apurado paso.

82 años

Hoy mi padre cumple 82 años. Está internado en el hospital desde el martes en la noche. Del hombre fuerte que era, solo queda el recuerdo, un cuerpo disminuído pero unas ganas intensas de vivir, un cerebro lúcido, un corazón fuerte que ha sobrevivido a tantas impresiones, enfermedades, calamidades. Allí está mi viejo, el hombre que me enseñó a leer y escribir con la Biblia, el hombre cuyos consejos he tratado siempre de cumplir, un hombre al que nunca vi borracho, menos fumando un cigarrillo, el hombre que estuvo con mi madre durante cuarenta y seis años. Ojalá que también supere este percanse y esté pronto con nosotros, que todos los años que ha pedido vivir se le cumplan, que derrote a esa enfermedad como siempre lo ha hecho a lo largo de estas ocho décadas. ¡¡¡Feliz cumpleaños, papá!!!
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Para mi viejo, esta canción clásica de Piero
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Y esta de Roberto Carlos: Mi querido, mi viejo, mi amigo

sábado, 7 de marzo de 2009

Hoy

Hoy cociné, lavé, reparé las goteras, cambié un zoquet. Estoy mejorando mis platillos, sobre todo mi sopa, pues los chicos repitieron, hasta Diego, que siempre come como un gatito, hoy se yapó un par de veces y Nacho en la tarde estuvo dando vueltas alrededor de la olla. Creo que debí de haber sido chef, pero en mis tiempos no se estudiaba para ser cocinero, sino, lo hubiera estudiado. Trabajé un tiempo en el Centro Vacacional como ayudante de cocina, aprendí a preparar pollo a la brasa y ceviche, pero no había futuro allí para mí -no tenía padrino- y tuve que marcharme. En fin, la vida es así, yo sigo experimentando en la cocina y, mientras los chicos estén contentos con mis potajes, yo también lo estaré.

viernes, 6 de marzo de 2009

It's A Heartache

Un clásico de Bonnie Tyler en el estilo particular de otros cantantes:
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Lorrie Morgan
http://www.youtube.com/watch?v=LRdX6aap3hg
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Trick Pone
http://www.youtube.com/watch?v=3qwoKWQ1vHE
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Heidi Newfield
http://www.youtube.com/watch?v=eCNExCkSYXI
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La misma Heidi Newfiel, pero en versión completa
http://www.youtube.com/watch?v=r8HCvZq9Xj8
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Y no podía faltar el dueto formado por Bonnie Tyler y la bella Kareen Antonn
http://www.youtube.com/watch?v=HEEskkMflR8
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Una interpretación en vivo de la gran Bonnie Tyler
http://www.youtube.com/watch?v=zUITszmR7GA
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Un dueto de Bonnie Tyler y Imca Marina
http://www.youtube.com/watch?v=qUZ1FG6zL9c
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Bonnie Tyler interpreta su clásico tema
http://www.youtube.com/watch?v=oQVWbpcKMWQ
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Y no podía faltar la versión de Rod Stewart
http://www.youtube.com/watch?v=GJ9I2BErSwo

Triaje


-¿Está en la cola? -me preguntó la mujer.

-Sí -le mentí. En realidad, yo estaba haciendo tiempo esperando que el guachimán se descuidara para colarme y ver a mi padre.

Era el verano y el sol nos achicharraba sin piedad alguna.

La mujer se sentó a mi derecha. Me empezó a contar que hace poco le habían operado de la cabeza, que le habían puesto los puntos sobre la venda, que había empezado a supurar pus.

-Mi hija hizo un chongo -dijo-, porque no me querían atender. Amenazamos con llamar a RPP.

-Eso estaba pensando hacer yo -le dije., porque a mi papá lo están tratando peor que a un perro, y todo porque reclamamos una mejor atención.

-Este hospital es una cochinada -dijo ella-. Por ellos (los médicos) que nos muramos todos.

-Mmm.

-Ahora estoy con un dolor terrible de espalda -dijo-, anoche ayudé a bajar las escaleras a mi suegra y ahora estoy así.

-¿Cuántos años tiene usted? -le pregunté.

-48 -dijo la mujer.

Para su edad, estaba bien matada: pálida como una muerta, flaca, sin tetas ni poto. Pobre mujer, pensé.

Justo en ese instante se le acercó una chica bonita, de unos veinte años, de buen cuerpo. Llevaba un jean y un polito y la pancita al aire. Le dijo que acababa de hablar con un médico, que había llamado al colegio para preguntar cómo estaba su hijita.

-Siéntese -le dije. Y a su mamá-: Voy a ir a ver a mi papá.

-Ah, ya -dijo la señora.

Las dejé allí, esperando ser atendidas en triaje.

El fantasma


Era una madrugada. El abuelo Ignacio se dirigía a Huanta.
Estaba al final de Pauca, cuando vio que un hombre se acercaba y alejaba del río como dudando en si cruzarlo o no.
En esa época del año el caudal del río Cachi era bajo. ¿Quién sería? ¿Algún borracho madrugador?
No parecía cristiano. La ropa que llevaba parecía mortaja.
Los burros se espantaron, no querían seguir avanzando.
Al abuelo se le escarapeló el cuerpo. Los pelos se le pusieron de punta. El hombre seguía tanteando en si cruzar el río o no. Dicen que los fantasmas le temen al agua.
Siguió caminando, jalando a los burros para que no escaparan. A las seis tenía que estar en Huanta.
–Señor, ¿podría ayudarme a cruzar al otro lado? –le preguntó el hombre con gutural voz cuando llegó junto a él.
El abuelo temblaba a pesar suyo. Los burros rebuznaban como si estuvieran delante del mismo diablo.
–No temas, no te voy a hacer nada –le dijo el hombre, adivinando su miedo–. Solo ayúdame a cruzar. Por favor.
Le estaban pidiendo un favor. El abuelo aceptó.
–Súbase a mi espalda –dijo.
El hombre de un salto se le prendió en la espalda. Pesaba menos que una pluma. El abuelo se encomendó al Señor.
Se metieron a las heladas aguas del río Cachi. Las piedras estaban resbalosas. Las veces que el abuelo trastabillaba, sentía temblar al hombre, escuchaba el castañeo de sus dientes. ¿Tanto miedo le tendría al agua?
Al fin llegaron a la otra orilla. Nunca cruzar un río le había causado tanta angustia al abuelo.
El hombre saltó a tierra, le dio las gracias y se fue en dirección al cementerio de Q’ello Q’ello con apurado paso.

Vivir

¿Cuánto debe vivir un hombre? ¿Hasta cuándo?

jueves, 5 de marzo de 2009

Kiosko

En la reunión los colegas se quejaron de la atención que les brinda el kiosko. Que las cucarachas, que la mesera me mira mal, que la comida tenía mucha sal... qué asco, la misma queja de siempre, la misma queja de hace veinte años. Yo no pienso estar muchos años en el magisterio, estoy trabajando para que, dentro de veinte años, no siga escuchando las mismas quejas.

Hospital

Anteanoche trasladamos a papá al hospital de hemergencia: la sonda se le había salido. Ayer en la tarde me escapé del trabajo para visitarlo. El pobre viejo estaba botado, la cama estaba sucia con la bilis que se le salía por el hueco que le hicieron para ponerle la sonda. ¿Los doctores de mierda se estaban vengando porque mi hermana les había dicho su vida en la víspera? Parece que sí. La técnica me dijo está en observación. ¿Así observaban a un paciente, dejando que sus tripas se llenen de bilis? Vi que una paciente se quejaba a una señorita que tomaba nota de eso. Me le acerqué, recién el personal se puso mosca, hasta el doctor se acercó a hablarme. Doctor de mierda. Algún día también tendrá ochenta años y estará cagado.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Tú que miras el mar


MARZO

DOMINGO 4:
Miraba extasiada el mar, ¿embrujada por la agonía del sol en un manto púrpura? En el cielo azul planeaban las gaviotas esperando el momento propicio para lanzarse en picada, como los arpones sobre el lomo de una ballena, y salir con un pez aleteando entre sus picos. A lo lejos pasaba un barco ¿rumbo al Callao, a Guayaquil o al Canal de Panamá? Estaba sentada sobre una toalla verde, con las piernas recogidas. Llevaba ropa de baño color azul y, atado alrededor de su cintura, un pareo amarillo. ¿En quién estaría pensando? ¿Estaría recordando otros veranos, otras playas? ¿De dónde vendría? Nunca la había visto en Pisco. Tenía los cabellos negros, lacios y largos.
Parecía una sirena contemplando el atardecer.
La dibujé en la arena. Le puse cola de pez. De fondo, el Muelle, unas palmeras movidas por la brisa marina. Dibujé el sol herido con una gaviota dentro. Me dibujé en un extremo contemplándola.
Una mujer de la edad de mamá salió del agua. Se le acercó.
-¿No te bañas, Mar… -¿dijo Margó, Margot?
-Dentro de un rato –dijo Mar… ¿gó o got?-. ¿Jugamos tenis?
-Ya pues.
La chica sacó unas raquetas y una pelotita de su mochila y se pusieron a jugar.
Me metí al mar. Nadé, buceé contando los segundos que podía resistir debajo del agua. Mañana empezaban las clases. Este era el último día de las vacaciones de verano, mis últimas vacaciones de verano. Faltaba la de julio y nunca más tendría vacaciones escolares. Esquivé las olas, busqué piedritas, conchitas, las guardé en mis bolsillos como recuerdo de este día del verano. ¿Habrían venido de paseo a Pisco? ¿Habrían venido a visitar a algún familiar? ¿Pero por qué estaban solas? Tendría unos dieciséis o diecisiete años. ¿Estaría todavía en el colegio? Quizá ya habría terminado. Si venían de Lima y mañana empezaban las clases, no estarían acá, ¿no? Tal vez eran de Ica.
La pelotita pasó a un milímetro de mi cabeza como un cometa amarillo.
Las dos se acercaron corriendo a la orilla. La pelotita se alejaba sobre la cresta de una ola como un barquito de papel. Di la media vuelta y nadé tras ella. Mover los brazos como aspas, los pies como aletas, no te vayas, pelotita, ¿a dónde quieres ir?, ¿quieres terminar en el vientre de una ballena?, ¿llegar a una isla? Ya te atrapé… Un olón me la arrebató de la punta de los dedos. Ah, pero no te me escaparás. Ya, déjala, escuché que decían. No te vayas a ahogar. Allí estaba otra vez la pelotita. ¡Te atrapé! ¿Creíste que te me ibas a escapar? Pues te equivocaste.
Nadé de regreso a la playa.
Se la entregué a la chica mientras la señora decía no debiste de arriesgarte tanto.
-Muchas gracias, amigo –me dijo ¿Margot, Margó?
Por un segundo rocé la punta de sus dedos. Temblé.
Tenía los ojos azules, azules como el mar, como el cielo de Pisco en el verano. Los puntitos negros parecían gaviotas volando en sus pupilas.
-De nada –le dije.
Agarré mis cosas y empecé a alejarme de la playa. ¿Quedarme? Me dio un poco de roche. ¿Pero acaso te conocen, Agustín? Me detuve en el Malecón y las observé. ¿Margot, Margó? me miró y, a pesar de la distancia, pude ver sus ojos tan azules, las gaviotas volando en ellas.
Regresé a mi casa.
Mi papá estaba tipeando su programación, mamá me dijo dúchate de una vez para subirle la basta a tu pantalón.
-¿Y cómo te fue en la playa?
-Bien.
-¿Alguna sirena que te haya impresionado con su canto? –preguntó papá.
Me puse colorado. Todavía estaba de día. Quizá ¿Margot, Margó? todavía estaba en la playa. No debí regresarme.
-Muchas –dije, recordando los ojos de la chica, su voz diciéndome gracias.
Me metí a la ducha. Podía haberle preguntado ¿cuál es tu correo? ¿Pero de buenas a primeras quién da su correo? ¿Tienes hi5? ¿Y a ti qué te importa? No te conozco. No le doy mi correo a desconocidos. ¿Le dijo Margot o Margó? Margó no es un nombre. ¿Cuántas Margots tienen hi5? Seguro que millones. Me jaboné. Mañana otra vez al colegio. Adiós, vacaciones de verano.
Me sequé y bajé.
Mamá me midió el pantalón. Afuera había oscurecido. La playa ya estaría vacía. La marea borraría nuestras huellas, mi dibujo, deshacería los castillos de arena, taparía los hoyos. Mañana otras huellas ocuparían las nuestras; pasado, otras. Se terminaría el verano, vendrían otros veranos. ¿Margot, Margó se acordaría de aquel verano del 2007 en la playa de Pisco en que un chico atrapó su pelotita de tenis que se escapaba para conocer otros mares? ¿Alguna vez se acordaría de este domingo cuatro de marzo?
Quizá nunca.
-Sirvo la cena en cinco minutos –dijo mamá.
-Voy a darme un duchazo –dijo papá-. Uff, qué calor.
Le pedí que me prestara la computadora.
Entré a hi5. Habían 14453 Margots y 721 Margós. O sea que Margó también era un nombre, un nombre raro, no conocía a ninguna Margó en Pisco.
Cenamos hablando del próximo cumpleaños del abuelo Juan. Cumplía ochenta años el jueves. Ese día vendría con mis primos Nacho y Diego. La abuela María hubiese cumplido setenta y un años el pasado veintiocho de febrero. En julio serían dos años desde que había muerto. Solo una vez la abuela había estado en Pisco.
-¡Se acabaron las vacaciones! –dijo mamá-. En mis tiempos descansábamos enero, febrero y marzo.
-Y también en los míos –dijo papá-. Tan tío no soy.
Reímos con ganas. Seguro Margot o Margó ya había acabado el colegio, sino estaría en su casa alistando su uniforme para regresar mañana al colegio. O tal vez postularía en marzo a la universidad y había venido a relajarse un poco antes de dar el examen de admisión. Ah, si me hubiese quedado, de repente me decía para jugar tenis mientras su mamá nadaba de nuevo. Qué tonto, ¿por qué no me quedé? Tarde para los arrepentimientos. Ahora sí la playa estaría vacía. Pedirle su correo, decirle si quieres te enseño Pisco. ¿Ya han ido a la bahía de Paracas? ¿Han visto la Catedral?
Tocaron el timbre. Era José. Me dijo para salir a dar una vueltas.
-Lleva tu guitarra.
Fuimos a la Plaza de Armas. Habían algunos turistas.
¡Margot, Margó! Mi corazón empezó a latir como loco. Estaba sentada en uno de los bancos.
Pasaría por su lado, le diría hola, ¿te acuerdas de mí?, fui el que rescató tu pelotita.
-¿Vamos para allá?
Le pediría su correo, chatearía con ella.
No, no era ella. Como no veo bien sin lentes, la confundí. Sentí una desazón del tamaño del universo en mi corazón. Menos mal que no me le acerqué y le dije hola, amiga, ¿te acuerdas de mí?
-¿Buscas a alguien? –me preguntó José.
-No. ¿A quién podría buscar?
-¿Vamos a la playa? Acá no se puede cantar, van a pensar que estamos locos.
-Y nos arrojarán monedas.
-Ajá.
Reímos.
La playa estaba en penumbra. Las olas seguían yendo y viniendo desde tiempos inmemoriales y seguirían así por toda la eternidad. La marea todavía no había subido tanto, aún había huellas en la arena.
-Escucha esta canción.
Afiné la guitarra y me puse a cantar: Vuelan al viento las olas, / los álamos dicen adiós / a este verano marchito / que nuestro amor contempló. Hice una pausa. Toqué unos acordes. Margot o Margó todavía tendría la sal del agua en la piel, la piel ardiendo por culpa del sol. Continué: Hoy es la última noche, / mañana tú partirás hacia destinos extraños, / quién sabe si volverás. Nunca más la volvería a ver en mi vida. Un día, cuando tuviese la edad de mi abuelo, volvería a la playa y me acordaría de Margot o Margó. El verano termina ya, / y con él mi amor se va, / adiós, verano, adiós, amor. Nunca más vería sus ojos de mar. La noche despliega su manto, / el pájaro enmudeció, / la fuente paró su canto, / no quiere decir adiós.
-¿Cuándo grabamos un disco?
-Algún día. Ya tengo el título: Tú que miras el mar.
-Buen título para un disco de canciones de amor.
-Mmm.
¿Mi dibujo? Allí estaba mi sirena. Alguien le había puesto un corazón alrededor de ella. No solo un corazón, también habían puesto un nombre. Margaux, leí. Era un nombre francés, ¿cómo se pronunciaba? ¿Margú o Margó? Mi corazón latía como un mar furioso. Debajo escribí Te amo.
Cantamos canciones de amor que hablaban del mar: Puerto Montt, Fuiste mía un verano, La playa.
Regresamos.















LUNES 5:

Sonó el despertador y abrí los ojos y los volví a cerrar: el sol golpeaba con furia. Eran diez para las seis de la mañana. Ya había clareado. Me lavé la cara, me puse mi buzo y zapatillas y partí al Malecón. Margaux, ¿dónde estaría? ¿En Ica, en Lima, en otra parte?
José y Pamela me estaban esperando. Hola, Agustín, hola, Pamela, hola, José.
-¿Listo para volver al cole? –preguntó Pamela.
-Casi. ¿Tú?
-Ya quisiera que estemos en diciembre.
El viento sopló desde el Muelle y nos trajo un fuerte olor a pescado fresco. Escuchamos las voces de los pescadores, de los comerciantes, las voces agudas de las mujeres nombrando a las diversas clases de peces que sus maridos habían capturado durante toda la noche.
-Quince minutos de ida y quince de vuelta –dijo José, mirando su reloj-. Son las seis y tres.
Empezamos a trotar en dirección a la playa. La marea la había dejado limpia de huellas, de castillos pero, ¿milagro?, allí estaba mi dibujo, el corazón, Margaux, Te amo. Ni Pamela ni José se fijaron. ¿Dónde estarás? Las gaviotas y pelícanos huían a nuestro paso. Yo escribí anoche te amo en la arena y ni el mar furioso pudo borrarlo. Nunca te olvidaré. Estás muy pensativo, Agustín, dijo Pamela. Se acabaron nuestras últimas vacaciones, le dije. Faltan aún las de julio. Esas duraban apenas dos semanas. Nacho y Diego también se estarían alistando para volver al colegio. También mi prima Bere. Nela era muy chiquita, pero de repente la tía Dora la mandaba al jardín. Faltaban tres días para que el abuelo cumpliera ochenta años. La abuela apenas vivió sesenta y nueve años. ¿Karina y Janeth se habrán quedado en el cole? No sé, dije, no las he visto para nada. Si repito, me cambio de cole, dijo José. Qué roche. El que no estudia que no espere milagros, ¿no? Cruzamos frente al Muelle. Tiempo. Regresamos. Margaux, ¿por qué no puso su apellido, su correo? ¿Para qué? Nos metimos al mar. Ya estaba en quinto año. No, todavía no, todavía faltaba más de una hora para volver al colegio. Si pudiera retroceder el tiempo. ¿Para qué? ¿Para nadar de nuevo detrás de la pelotita? ¿Cuántos años tendría? ¿Cuándo sería su cumpleaños? Margaux, Margó. ¿Qué música escucharía? ¿Tendría enamorado? Cuánto ignoramos de las personas a las que solo conocemos de vista.
Salimos chorreando agua. Un baño matinal en el mar era excelente para quitarte la pereza.
-¿Dónde estaremos el cinco de marzo del 2008? –preguntó Pamela.
-Cómo saberlo –dijo José-. Quizá Agustín y yo estemos cantando en el Madison Square Garden de New York.
-¿No necesitan una corista?
-Cantas horrible –le dijo José.
-Tonto –Pamela le echó agua.
José echó a correr.
¿Dónde estaría yo, dónde Margó?
-¿Te quedas, Agustín? –me gritaron.
Me apuré. En el Malecón nos separamos. Nos vemos en el cole, chicos.
Llegué a casa. Mamá me dijo báñate de una vez para que tomes tu desayuno, ya van a ser las siete.
Me duché, me afeité, me vestí. Con el pelo corto y con el uniforme parecía un cadete de las fuerzas armadas.
-¡Qué guapo estás, Agustín! –me piropeó mamá.
-Mi hijo ha salido a mí –dijo papá.
-A mí –dijo mamá-. Por algo no fui Miss Universo, ¿no?
-Miss Pisco, dirás –dijo papá.
Reímos con ganas. RPP informaba que más de seis millones de alumnos volvían a las aulas. ¿Entre ellos estaría Margaux? ¿Cómo se pronunciaba Margaux?
-¿Qué quieren que les prepare de almuerzo? –preguntó mamá.
-Escoge, Agustín –dijo papá-. Ya que por fin llegaste a quinto año.
-Ají de gallina –dije, recordando a mi abuela María: ella me preparaba un rico ají de gallina en las fechas especiales.
-Bueno, trataré de que me salga igual a como lo preparaba tu abuela –dijo mamá-. Aunque lo dudo, tu abuela tenía su secreto.
-Igual cocinas rico, mamá, y me gusta tu sazón.
-Doy fe de ello –dijo papá.
-Apúrense que ya van a ser las siete y media.
Terminamos de tomar el desayuno. Papá partió a su colegio y yo al mío. Mamá trabajaba en la tarde. Ambos trabajaban en el mismo colegio.
Fui por las mismas calles por donde había ido los últimos cinco años de mi vida. El sol ya estaba en lo alto, empezaba a quemar con furia. ¿Dónde estaría Margaux? ¿Aquí mismo? De repente habían venido a descansar un par de días. Eso significaría que volvería a ir a la playa. Saliendo del colegio me iría a la playa. ¿Y si iba temprano? Pero ayer fue en la tarde. Quizá llegaron a las diez, a las once, mientras buscaban un hotel pasó una hora, almorzaron, pasearon un poco y recién fueron a la playa. ¿Faltar? ¿Hacer guardia en la playa? ¿Y si no venía? Me iba a achicharrar por gusto.
Un mar de alumnos vestidos de blanco y azul se dirigían al colegio Abraham Valdelomar, cuyo nombre refulgía sobre el portón. Algunos llevaban sus mochilas, otros un solo cuaderno.
En la entrada, una estatua recién pulida, como una moneda acabada de acuñar, del autor de Tristitia nos daba la bienvenida. A sus pies había un gallo, ese era el Carmelo, protagonista de uno de los más hermosos cuentos que jamás había leído.
-¡Apúrense, apúrense! –nos instaban los auxiliares-. ¡Al patio principal que ya va a empezar la formación!
-¡Agustín! –me pasó la voz mi amigo Hernando.
-Hola, Hernando, ¿qué tal vacaciones?
-Bien, ¿y tú?
-También bien.
Allí estaban mis compañeros del año pasado: Rubén, Bryan, Jefersson, Toño, Jonathan, Miriam, Pamela, Cinthya, Carmen, Marcela. Nos saludamos, hola, hola, ¿qué tal vacaciones? ¿Viajaron? Uy, cómo has crecio. Y tú, nada, ni un milímetro. Ya te estirarás.
El auxiliar Pablo tomó el micro y nos pidió que nos formáramos de acuerdo a nuestra estatura. Tú más atrás porque estás muy alto, tú adelante, oye, pero yo le gano por un poquito, fíjate.
Una tarde en la playa, una pelotita que pasa a un milímetro de tu cabeza, una chica de ojos azules que te dice gracias, amigo, un nombre en la arena, un corazón, un Te amo que borraría las olas. ¿Dónde estarás, Margaux, Margó?
-¿El 5° A? –preguntó una voz que había escuchado no sé dónde.
-Sí –esa era la voz de Cinthya, primerita en la fila.
¿Margaux? ¿Estaba viendo visiones? ¿Me estaba volviendo loco?
-Gracias. Entonces acá me quedo.
-¿Eres nueva?
-Sí –dijo Margaux.
Mi corazón palpitaba a mil. Un paso, otro paso, Margaux avanzaba buscando dónde ponerse. Toc, toc, toctoctoc. ¿Era ella? Estaba con el uniforme del colegio, nuevo, impecable, tenía los cabellos recogidos en una redecilla, anudados con la cinta azul que se ponen las chicas.
Se puso detrás de Carmen, a un alumno de mí. El mismo perfil, las mismas manos.
El auxiliar ordenó distancia. Entonces quedamos en la misma fila. Volteó hacia su derecha. Me miró. ¡Era ella! Allí estaban sus ojos azul cielo. Hizo un gesto de sorpresa.
-Hola –dijo-. ¿Te acuerdas de mí? Nos conocimos en la playa.
-Sí –le dije-. Tú eres la chica de la pelotita.
Sonrió.
-Vaya, vamos a estar en el mismo salón –dijo-. No te había reconocido sin lentes.
-Mmm –murmuré.
Sí que el mundo era pequeño. Si hubiera adivinado que íbamos a estar en el mismo salón, me habría ahorrado tantos pensamientos, ¿no?
El auxiliar ordenó silenico.
-Después hablamos –susurró Margaux-. ¿Cómo te llamas?
-Agustín. ¿Tú?
-Margó, pero se escribe Margaux.
-¿Margaux?
-Sí, después te cuento.
-Ya.
Era para no creerlo. ¿Tanta coincidencia podía existir? ¿O existía telepatía entre nosotros? Te llamé y por eso viniste. Escribí Te amo en la arena y viniste para corresponderme. Una tarde en la playa, una chica jugando tenis, una pelotita que se le escapa, un chico que la rescata. Dos que se encuentran en el colegio.
Por lo visto, existían las casualidades.
El profesor y los profesores subieron al tabladillo. La profesora Lina, de Religión, tomó la palabra y dirigió la primera oración del año para agradecer al Señor por habernos traído de vuelta al colegio con salud. Rezamos el Padrenuestro. Margaux hizo la señal de la cruz, inclinó el rostro y rezó. Agucé los oídos para escuchar su voz. Parecía un sueño, pero era verdad, allí estaba ella, me había dicho hola, me había dicho después hablamos, después te cuento. Rezamos el Salve, y lo cantamos también: Salve salve cantaba María, que más pura que tú solo Dios… Margó, pero se escribe Margaux, cantaba como los ángeles. ¿Y si yo estaba en el cielo?, ¿si ayer me había muerto mientras rescataba su pelotita? ¿Pero cómo voy a estar muerto si allí estaban todos mis compañeros, mis profesores, el director, los auxiliares? Amén, dijo la profesora y todos lo repetimos.
El auxiliar Pablo tomó de nuevo el micrófono. Ahora las sagradas notas de nuestro Himno Nacional, dijo. Saludo al frente, ¡saludo! Margó cantaba con ánimo, no como algunos de mis compañeros que lo hacían como si no hubiesen tomado desayuno. ¿De qué colegio vendría? ¿Qué habría pasado si ayer no hubiese ido a la playa? ¿Si ayer no hubiese nadado en pos de su pelotita? Hoy ni me habría mirado. Solo a mí me dijo hola. Margaux, o sea que ella escribió su nombre debajo de mi dibujo, o sea que ella hizo ese corazón, ¿por qué? Si supiera que volví a la playa en la noche. ¡Margaux! Una tarde en la playa, una chica jugando tenis con su mamá, una pelotita que vuela a la velocidad de la luz y pasa por mi cabeza. ¡Viva el Perú! ¡¡Viva!! ¡Firmes, descanso, atención!
El director tomó la palabra. Nos dio la bienvenida. Dio la bienvenida a los alumnos de primero y también a los alumnos nuevos que se unían a la gran familia valdelomarina. Margaux sonrió. Me gustaba pronunciarlo tal como se escribía: Margaux. Su frente brillaba. El sol reverberaba en sus oscuros cabellos. El director habló de la educación en valores, todos teníamos que vivir en valores para ser mejores personas, para hacer de nuestro querido Perú un país grande, digno heredero de sus hijos no solo ilustres, sino de todos aquellos hombres y mujeres humildes que habían abierto carreteras, trabajado en las chacras, de aquellos hombres que todos los días se internan en el mar, en las minas. Que todo no quede en el papel, en la teoría, ¿de qué nos sirve saber el concepto de honestos si no somos honestos?, ¿de qué sirve que sepamos el concepto de responsabilidad si no somos responsables? También hay que cuidar la naturaleza. Qué suerte la de nosotros el de vivir cerca del mar, ¿no?, ¿pero qué pasaría si no pudiéramos poner ni un pie en sus aguas? Pensemos en eso, reflexionemos, jóvenes alumnos y alumnas. Margaux volvió el rostro, me miró y sonrió. ¡Qué hermosos eran sus ojos! Eran dos mares, dos lagos, dos cielos. Algún día tenía que escribir una canción a sus ojos mismo La malagueña. Nos habíamos conocido en la playa, en el mar.
Un chico de primero se desmayó. Los auxiliares y un par de profesores corrieron en su auxilio. Se desató el bullicio.
-Hace mucho calor acá, ¿no? –me dijo Margaux.
-Mmm. Tú no eres de acá, ¿no?
-No. Vengo de Lima.
-¿De tan lejos?
-Sí, por motivos de trabajo de mi mamá –sacó una botella de agua y bebió, luego me lo ofreció-. ¿Quieres? Es limonada.
-Gracias –le dije.
Tomé la botella y bebí un sorbo. ¿Si no hubiese atrapado su pelotita, me habría convidado?
-Gracias. Está rico.
-De nada –dijo-. Lo preparé yo.
Sonrió. Le iba a decir tienes buenas manos para preparar refrescos, pero no lo hice.
Se reanudó la formación. El director presentó a cada uno de nuestros profesores. Cuando presentaron al profesor Palomino, le dije a Margaux él es nuestro tutor. Qué bien, dijo ella.
Después de eso, terminó la formación, pero aún nos quedamos en el patio para que los auxiliares nos indicaran nuestras secciones, aunque ya sabíamos que a los de quinto nos tocaba en el tercer piso del pabellón nuevo.
-Qué calor –dijo Margaux, sacó un pañuelo blanco, pulcro, doblado, y se limpió la frente, las mejillas, el mentón, la naricita.
-Ah. Ya te acostumbrarás.
-Ojalá.
Nuestro auxiliar era Enrique. Nos dijo que al 5° A le tocaba el último salón del tercer piso. Suban en perfecto orden, nos dijo. Al primer escandaloso, lo mando de regreso a su casa, ¿ok?
Cruzamos el patio, los salones antiguos.
-¿De qué colegio vienes? –le pregunté a Margaux. Ella caminaba a mi lado.
-Del Josefa Carrillo –dijo.
-¿Y dónde queda?
-En Chosica –dijo. Subíamos las escaleras lentamente-. ¿Conoces?
-Más o menos –le dije-. Mis abuelos viven en La Realidad.
-Eso está cerca de mi casa –dijo-. A veinte minutos.
Los techos de las casas vecinas empezaban a aparecer a medida que subíamos los peldaños. La voy a ver durante diez meses, pensaba, hasta diciembre. Iremos al paseo de promoción, a la fiesta de promo.
-¡Mira, el mar! –exclamó Margaux.
Estábamos en el pasadizo de los quintos.
Allí estaba en mar, desde tiempos inmemoriales, el mar que había admirado Abraham Valdelomar, el mar por el cual había llegado el general José de San Martín. Un mar esmeralda en las mañanas, oscuro en las tardes. Un mar en cuyo cielo volaban cientos de gaviotas.
-Somos privilegiados con esta vista –añadió.
-¿Te gusta el mar?
-Sí –dijo-. Siempre he querido vivir cerca del mar.
-Tus sueños se han hecho realidad –le dije.
Margaux rió con ganas.
Llegamos al 5° A. Entramos. El salón estaba pintado de celeste, las carpetas de color marrón. Todo estaba impecable. Había una pizarra acrílica nueva. Habían escrito con plumón Bienvenidos al año escolar 2007, alumnos del 5° A.
-¿Dónde nos sentamos, Agustín? –me preguntó Margaux.
¡Me estaba pidiendo que escogiera el lugar donde nos sentaríamos los siguientes meses! ¿Nos sentamos en la última carpeta para plajear y hacer chacota?
-¿Nos sentamos en la primera carpeta, cerca del escritorio de los profesores?
-Claro –dijo Margaux-. Para escuchar mejor las clases.
Eso significaba que era una chica inteligente.

CONTINÚA

martes, 3 de marzo de 2009

El trabajo

Ayer volví al trabajo, y como dice un escritor, es la misma huevada de siempre. ¿Cuándo me ganaré el Planeta, o la Luna, al menos, para mandar a la eme toda esa vaina?

domingo, 1 de marzo de 2009

La madre de la lupuna (leyenda selvática)

El campamento guerrillero quedó atrás. Ahora Zenón y Tobías, quien llevaba a Nachito sobre los hombros, se habrían paso entre la enmarañada vegetación. El sol se colaba por entre las copas de los árboles. La marcha era lenta. Zenón seguía pensando que había sido mala idea traer con ellos al uchuicha. El mocoso les complicaría la fuga. ¿Acaso Carla, el mando senderista, dejaría ir a su hijo así nomás? Personalmente se encargaría de darles cacería. ¿Ya se habrían dado cuenta de su fuga? Ojalá que no, que pensaran que habían ido por agua, por fruta. Apúrate, Tobías. Espérame. Hubieran dejado al uchuicha. Por lo visto, pesaba un montón, pues su compañero de fuga iba siempre rezagado. En cualquier momento se cansaría y le pediría ayuda, seguramente. Si no fuera por el uchuicha, podrían ir más de prisa. Tenían que llegar cuanto antes al río. Siguiendo el curso del río hallarían alguna base militar, allí pedirían protección, los terrucos tendrían que olvidarse de ellos. Le pedirían a los soldados que les indicaran como llegar a Huanta. Los terrucos nos han secuestrado, queremos volver a nuestras casas.
Siguieron corriendo, siempre mirando hacia atrás para ver si los estaban persiguiendo, con los oídos atentos a algún ruido extraño. ¿Postergarían los cumpas su partida para recuperar al chiquillo? Si los capturaban, eran hombres muertos. El Partido no perdonaba a los traidores, a los desertores. Mejor darse prisa. Podrían esconderse en el monte, ¿pero qué harían con el uchuicha cuando empezara a reclamar por comida? Los cumpas se darían cuenta y los cazarían como a conejos. No debiste traer al uchuicha. Es mi amiguito. Si lo dejaba, iba a morir.
Quizá debió de haberse fugado solo. Pero daba miedo el monte, tantos animales salvajes, culebras. Tantos árboles, plantas desconocidas. Entre dos era más fácil orientarse. ¿Dónde estaría el río? ¿Y si se habían perdido? ¿Nunca volverían a su pueblo?
–¿Me ayudas, Zenón?
¿No decía que el mocoso iba a ser un estorbo?
–Creo que me he torcido un pie. ¿Podemos descansar un rato?
–Mejor llegando al río –dijo Zenón–. Acá nos pueden alcanzar los cumpas. Vamos.
Se puso al chiquillo sobre los hombros y siguió corriendo seguido de lejos por Tobías. Si en vez de traer al uchuicha se hubieran robado un FAL o unas bombas, los cumpas lo pensarían bien antes de emprender su persecución.
Nachito se quejó de sed.
–Espérate que lleguemos al río, uchuicha, allí hay agua hasta por gusto.
El chiquillo sí que pesaba bastante. Zenón ya se sentía cansado. No debieron de haberlo traído. Cruzando el río cada quien podía irse por su camino. Solo llegaría más fácil a Huanta. Solo podía ocultarse en cualquier lado si se complicaban las cosas. Huanta estaba todavía a varios días de camino. Tenía que llegar al río, después a cualquier pueblo. Podría robar un caballo.
Se cansó. Esperó a Tobías.
–¿Cómo está tu pie?
–Me duele un montón. Necesito descansar.
–Pasando el río nos separamos.
–¿No íbamos a ir juntos hasta Huanta?
–El uchuicha pesa un montón. Los cumpas podrían alcanzarnos.
–No creo que lo hagan.
¿Arriesgarse a que lo cazaran por culpa del chiquillo? Claro que no.
–El río no debe estar lejos –dijo Zenón–. Suficiente puedes llegar. Allí esperas a que te pase el dolor.
–Pero, Zenón…
Zenón no dijo nada más y se marchó a la carrera. Corrió, corrió, abriéndose paso entre el follaje, hiriéndose con las espinas, tropezando con las lianas.
Detuvo su carrera en seco: una mujer rubia, hermosa, joven, estaba sentada en la rama de un enorme árbol. ¿Sería una terruca? Pero no tenía arma.
–¿A dónde vas con tanta prisa, chiquillo? –le preguntó. Tenía una voz hermosa.
–Estoy escapándome de los terrucos.
–¿Y tus amigos?
–Se han quedado atrás.
–¿Se han quedado, o los has dejado?
Mejor seguir corriendo. Esta mujer era una terruca, seguramente. Iba a echarse a correr, pero no pudo levantar los pies. Le habían salido raíces que se hundían en la tierra.
–Yo soy la madre de la lupuna –le dijo la mujer–. Y por ser un mal amigo, te vas a convertir en un árbol que crecerá torcido.
Tobías y Nachito llegaron justo en el instante en que Zenón terminaba de convertirse en un árbol todo chueco.
–No temas, yo te ayudaré –le dijo la mujer rubia–. Suban a lo más alto de la lupuna y escóndanse.
Tobías trepó como pudo a la lupuna jalando a Nachito. Ya se escuchaban los gritos de los terrucos pidiéndoles que se entregaran.
Desde lo alto vieron llegar a los terrucos. Estos se sorprendieron al ver a tan bella mujer en medio del monte.
–¿A dónde van? –les preguntó ella, dejando de cantar.
–¿Quién eres tú?
–Yo soy la madre de la lupuna –les dijo ella.
Los terrucos se empezaron a reír. Le apuntaron con sus armas, pero antes de que empezaran a disparar, la mujer los transformó en árboles.
–Por allá está el río –les dijo la mujer a los fujitivos–. No teman, nada les pasará. Caminen por la orilla hasta que encuentren un pueblo.
Ellos reemprendieron su camino.
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Esta es una versión de esa leyenda hecha por mí, con la cual obtuve una mención de honor en el Premio Horacio 2007 en el área de Mitos y Leyendas

Mañana a trabajar


Se acabaron las vacaciones. Dos meses se pasaron volando. Ah, dirán quién como tú que descansas dos meses. Pero después de estar diez meses aguantando a mil demonios, dos meses son pocos, ¿no? No lo disfruté casi nada porque estuve yendo y viniendo del hospital, dirán ¿y la enfermerita? Viendo tantos enfermos, a uno se le quita el ánimo, ¿no? ¿Y el paseíto a la playa? La aproveché para pensar en la eternidad de los mosquitos, como decía mi ex. ¿Y la peluquerita? Caramba, poco a poco, por apresurado ya me han mandado varias veces al tacho, así que desde ahora todo con calma que la prisa es la madre de los fracasos más estrepitosos.
En esa foto estoy yo en Huanchaco, Trujillo, caminando a orillas del Pacífico en uno de los días más recordados del verano, ¿por qué será?