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lunes, 30 de abril de 2012

Fin de mes

Se acabó abril, el cuarto mes del año. A pesar de la infinidad de problemas, puedo decir que me ha ido bien porque aún conservo mis facultades mentales intactas, y eso es lo más importante. Los problemas ya se solucionarán y vendrán tiempos mejores, hasta entonces, a seguir nomás.
Un 30 de abril de 1986 escribí por primera vez un poema. Era un poema de despedida para Paola, nunca se lo pude entregar, pero ese fue el germen de lo que escribo ahora. Lástima que Paola no sabe que sigo escribiendo por ella.

sábado, 28 de abril de 2012

Marina




Te gustaba caminar descalza por la arena,
cantar como las sirenas
mientras yo te acompañaba con la guitarra.
Soñabas con tener alas
y surcar los cielos como las gaviotas,
ser un barquito de papel y navegar sobre las olas.
Te gustaba escribir nuestros nombres
dentro de un inmenso corazón,
hacer el amor todas las noches,
despertar en la orilla del mar
para recibir los primeros rayos del sol,
de vez en cuando una lágrima derramar,
una lágrima de alegría, de amor.
Te gustaba que el viento jugara con tus cabellos,
tus cabellos tan suaves, tus cabellos color trigo,
darme un beso, muchos besos
casi siempre sin ningún motivo.
Soñabas con que tu vientre creciera,
querías una recua de hijos
para que construyeran un gran castillo de arena,
para batirse en duelo
con los piratas que la atacaran,
para matar filibusteros
y cazar ballenas,
llenarte de nietos
para que te dijeran abuela,
cuéntanos un cuento.
Tus sueños se hicieron míos
pero un día desperté solo y herido,
te habían crecido alas y volaste lejos
al lugar donde habitan los sueños.

La muerte se confiesa

libro de cuentos de Eduardo González Viaña que también releo de vez en cuando. Las buenas obras están hechas para leerse una y otra vez, y nunca te cansan, no como esas obras de algunos "sabios" que dan sueño y apenas lees un par de hojas y las tiras al tacho. Me gustan sobre todo los primeros cuentos, de apenas un par de páginas pero extensas en significados, complejas en su brevedad como "Muerte de Dimas", "El pacto" y "Toro".

La fiesta del Chivo

Novela de Mario Vargas Llosa. Después de doce años, releo esta extensa obra de nuestro Premio Nobel y he vuelto a sentir el mismo estremecimiento que sentí al leerla por primera vez. Es un descenso a los infiernos, al horror. La República Dominicana está en manos de Rafael Trujillo Molina, el Jefe, el Benefactor, el Salvador de la Patria y otros calificativos más con que este hombre, que se cree enviado de Dios, es conocido. Mismo Fujimori. Pero el Salvador es un hombre como cualquier otro, hasta le falla la pichula cuando quiere tirarse a Urania Cabral, la hija de uno de sus lameculos favorito caído en desgracia. El final del Jefe es el mismo de la de muchos dictadores, Gaddafi el último: muere cosido a balazos por unos hombres que sí tienen los huevos puestos en su lugar.

jueves, 26 de abril de 2012

El mal

Salgo de una, y caigo en otra. Quizá es la edad y el cuerpo empieza a pasarme las facturas de los excesos cometidos en la juventud. Ahora me ha aparecido un bultito en la cabeza, así que el otro jueves tengo cita en neurocirugía. Desde hace cuatro, o cinco meses me vengo paseando en el Seguro sin saber a ciencia cierta cuál es el mal que me aqueja. Quizá la muerte ya me quiere dar su zarpazo. Lo único bueno del Seguro es que le digo a las que sacan las citas para que me den los días jueves, que es cuando descanso, y acceden. Lo demás es esperar, esperar hasta que te mueras...

Diez años

El 17 de abril, si la memoria no me falla, cumplí diez años como profesor nombrado. Después de una odisea como contratado, al contratado en esa época lo trataban como a un perro, al fin logré el ansiado nombramiento, para lo cual tuve que irme hasta Villa María del Triunfo, una trayectoria diaria de cuatro horas. Estando en Vallecito perdí a mi madre y el último año me mudé a vivir allá porque era difícil cambiarme de colegio con los pocos años de servicio que tenía. Nunca olvidaré el frío polar que hacía en ese sitio, ni tampoco a amigos como Abel, Wilber y un par más. Después de tres intentos y estar cinco años en la Ugel 01, al fin me pude venir a un colegio cercano a mi lugar de residencia. Llegué al Inei 46 donde también estuve cinco años. Ese colegio era un infierno, parecía un penal, la sucursal de Lurigancho. Hasta que al fin me cambié de cole y ahora estoy en Chosica, feliz de la vida, sintiendo de nuevo esas ganas de enseñar y de aprender de l@s alumn@s que había perdido en el Inei.
He tratado de aprovechar la tranquilidad que te da el ser nombrado -ya no tienes que dar exámenes cada año y aguantar las pendejadas de algunos huevones que se creen dueños del colegio, ejemplo Benites, la Vargas y otros huevones más que he conocido en todos los colegios por los que he pasado- para hacer las cosas que me gustan como pintar, dibujar, tocar la guitarra, escribir, dormir. Donde me ha ido mejor ha sido en la escritura, he ganado un puñado de concursos -entre ellos cinco veces el Premio Horacio (dos veces el primer lugar, un segundo lugar y dos menciones de honor) el máximo galardón del magisterio peruano, cosa que no han logrado, ni intentado, muchos huevones con más años de servicio que yo.
Yo siempre he pensado que es bueno cambiar de aires para no caer en la tentación de creerte el papá del colegio, y no me he equivocado.

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira...

y de su abuela desalmada, de García Márquez. Este libro me lo robé hace años mientras cachueleaba para mantenerme en la universidad. Antes tenía prejuicios de leer al Premio Nobel 1982 porque en la universidad, o eras garciamarquizta, vargasllosiano o borgiano y eso me llegaba, incluso leí "Cien años de soledad" al vuelo, pero nunca es tarde para rectificarse y leer a un clásico vivo, a un maestro de las letras del cual se puede aprender bastante ahora que abundan los escritores y se publica en abundancia, casi siempre basura que lo único que han hecho es prostituir la escritura. Nada como leer a los maestros por cuestiones de higiene mental, para no caer en la tentación del facilismo. El cuento que más me gusta de este conjunto es el titulado "Muerte constante más allá del amor". Este es un libro al cual volveré uno de estos días.

Pálido cielo

libro de relatos de Alonso Cueto, uno de los mejores escritores peruanos después de Vargas Llosa, Bryce y Ribeyro. Libro que he leído durante los veinticinco minutos que dura el trayecto a mi nuevo trabajo, o durante las horas libres que tengo durante los lunes y martes. Cuentos escritos con un lenguaje sencillo, preciso, donde nada sobra ni nada falta. El relato más extenso es el que le da título al libro, y cuyo tema principal es la época de violencia política que vivió el Perú entre 1980 y 1992. Ah, este libro lo leí y releí durante mi último viaje a Ayacucho, y me sigue gustando.

domingo, 15 de abril de 2012

¿Quién mató a Palomino Molero?



de Mario Vargas Llosa, nuestro Premio Nobel. Más que policial, esta novela es de humor, creo yo, por la obsesión de teniente Silva hacia doña Adriana, una gorda que lo tiene loco y a quien espía bañándose en una playita de Talara. La otra obsesión es la que Lituma siente por Palomino Molero, a quien han matado salvajemente -capándolo, ensartándole un palo por el culo, quemándolo con cigarrillos-. El criminal no es otro que el enamorado burlado de Alicia Mindreau, hija del coronel del mismo apellido, jefe de la base de avioneros de Talara, una chilla que mira de arriba abajo a los demás, igual que su papito, quien también está obsesionado por su hija y termina matándola y matándose.

Esta novelita de Vargas Llosa la leí hace unos años y la he vuelto a leer con la misma emoción de la primera vez y me he reído como la primera vez. Sin duda que la volveré a leer porque leer a Vargas Llosa es aprender. En lugar de estar escuchando tanto blabla insípido e inutil de los coloquios literarios que, por cierto, detesto, prefiero leer una buena novela de nuestro Nobel donde aprendo más.

Esta novela es de 1986, pero aún mantiene una frescura como si recién la acabaran de publicar, no como otras novelas que salen a la luz y un año después nadie las recuerda.

sábado, 7 de abril de 2012

La agonía de Juan de Dios

Es la historia de mi padre. Yo siempre le decía a mi papá que escribiera su historia, que pusiera por escrito su vida, pero nunca se animó a hacerlo. En su lecho de enfermo, mandó pedir con mi hermana que le llevara hojas y lapicero. Pensé que quizá al fin se había animado a escribir su vida, pero ya era tarde. Dos años después de su muerte, me decidí a escribir su vida. Utilicé como material todas las cosas que él me contaba, así que nada de lo que está en esta novela es invento, como soy malo para los nombres y las fechas, decidí obviarlas para no traicionar el recuerdo de mi padre. No sé si a él le hubiera gustado este libro, pero siempre decía a sus amistades que su hijo era escritor, así es que espero que le guste de todas maneras.

Con esta novela obtuve el Premio Horacio 2011. Con el dinero le mandé hacer un nicho como a él le hubiera gustado. Ojalá que, esté donde esté (todavía tengo la esperanza que hay algo más allá de la muerte), disfrute de esta novela que lo hemos escrito los dos, él contándomelo y yo poniéndolo en el papel.

La agonía de Juan de Dios

117 pp

Edición de la Derrama Magisterial

La agonía de Juan de Dios (1)



Polvo eres y a polvo volverás,
Génesis 3:19


Pruébate fiel hasta la misma muerte,
y yo te daré la corona de la vida.

Revelación 2:10


Aprendió entonces que la vida nos envejece frenéticamente,
que el tiempo no siempre discurre en una cadencia regular,
sino a veces de golpe: que podemos envejecer
-meses, años, décadas- en un solo día,
incluso en una sola hora.
Daniel Alarcón, Guerra a la luz de las velas


La vida vuela y desciende anochecida
la voz se abre en canto y se ahonda en llanto
al saberte hombre vencido por la muerte
algo así como se abate toda flor
en senil amanecida.
Yolanda Westphalen, Universo en exilio



Don Juan de Dios parece un patito, me dice la enfermera.
Mmm, murmuro.
Los ojos amarillos, la piel amarilla como la de los Simpson. Se rasca. La picazón debe ser insoportable, me imagino. Es como si tuviese un ejército de hormiguitas caminando debajo de mi piel, me ha dicho. Caminando debajo de mi piel y navegando en mi sangre.
¿A ver, don Juan de Dios, le voy a medir la temperatura?
¿Qué, señorita?, pregunta el viejo.
Abra su brazo que va a empollar un huevito, le dice la enfermera. El viejo sonríe. Cualquiera lo haría ante tanta amabilidad. Esta enfermera no parece un ogro como las otras. Le pone el termómetro bajo la axila izquierda. Con cuidadito que se le caiga porque me descuentan…
Y lo tendré que pagar yo y ya no le podré invitar una Inca Kola, le digo. Ella sonríe. ¿Qué tendrá, señorita?
Para mí, por el colorcito, debe ser cirrosis.
¿Cirrosis? El hombre no toma ni agua, señorita. Es hermano.
¿A qué iglesia pertenece?
A la de los Testigos de Jehová.
¿Son esos que no aceptan sangre así se estén muriendo y andan los domingos de casa en casa asustando a la gente con el cuento de que el fin del mundo se acerca?
Mmm. Me río. Pero si hay que hacerle una transfusión, hágasela nomás, claro que sin avisarle, o la excomulga.
La chica sonríe mientras le coloca el tensiómetro en el otro brazo. Al menos tiene su gracia, no es como las otras que parecen cachacos.
Cuando nos den los resultados de los análisis sabremos con certeza qué es lo que don Juan de Dios tiene, me dice. Quizá comió algo que le ha caído mal y nos estamos alarmando por gusto.
Eso es lo más probable. Desde que mamá murió, el viejo come lo que encuentra, lo que buenamente le prepara Mariana si tiene tiempo, lo que a veces le alcanza Flora de mala gana. Muchas veces come la comida fría o a deshora pues no sabe prender la cocina a gas. Los Apestegui le mandan un plato de comida a las cuatro, a esa hora almuerzan, que el viejo se guarda para su cena. ¿Qué les costará mandárselo a las seis, como se los he pedido tantas veces? Tienen microondas: un minuto de calentada, y el viejo no tendría que comer la comida fría. Parece que es pedirles demasiado. Con mamá se comía a las doce y a las seis, ni un minuto menos ni un minuto más. Quién sabe cómo prepararán los alimentos en el comedor popular donde a veces almuerza cuando no hay nadie en casa. Cuánta falta le hace mamá. Nos hace. Seguro que con el tiempo yo también terminaré con el estómago o el hígado cagados por comer en la calle, en esos restaurantes de mala muerte. Si hasta cucarachas han encontrado en el quiosco del Inei. Por eso solo tomo un cafecito. Me imagino que el agua hervida matará a esos bichos, ¿no?, ¿o serán indestructibles como los ineínos?
Qué fregada es la edad, qué frágil se vuelve uno con los años. Del hombre fuerte que era, de ese hombre a quien John y yo ayudábamos a construir casas cuando éramos chiquillos, hace tantos años ya, solo queda la sombra, el recuerdo, un ser asustado, temeroso, ¿ante la inminencia de la muerte?, el llanto por cualquier motivo.
Se aburre. Se acaba enero y este calor de desierto es insoportable pese a que su cama está a un paso de la ventana que da a la calle, al parque del frente. Extrañará sus películas del Viejo Oeste, seguro; los clásicos mexicanos que veíamos en las tardes tomando gaseosa, comiendo fruta y bizcocho con mermelada, las películas de guerra. Extrañará La movida de los sábados. Extrañará a la Jeanette Barboza, su amor platónico. Uno de sus vicios, aparte de la Biblia, es la televisión, las películas. Y en esta sala no hay ni un televisor viejo. Las horas se le harán interminables, eternas.
Extrañará ir al Salón del Reino para reunirse con sus hermanos espirituales.
Está harto de estar conectado al suero sin obtener ningún alivio.
¿Por qué no me llevan al otro hospital?, me pregunta. Se refiere a la clínica geriátrica San Isidro Labrador de Lince, donde estuvo en noviembre cuando tuvo un ligero derrame cerebral. Estará harto de compartir su habitación con cinco personas, hombres y mujeres, enfermos como él. Le gusta estar solo en lo posible. Ni con mamá dormía, seguro para no escuchar sus ronquidos. En el San Isidro Labrador tenía un solo compañero, tenía la ducha a un paso, podía bañarse a cualquier hora. Aquí las enfermeras no se lo permiten. Cómo va a ducharse a las cuatro de la mañana, me han dicho. Interrumpe el descanso de los demás pacientes. Podría caerse.
Te tienen que hacer más análisis, le digo, pegando mi boca a su oreja izquierda para que me escuche.
En su rostro amarillo se dibuja una mueca de disgusto.
Don Juan de Dios es bien especial, me dice la enfermera, nunca está contento con nada.
Él es así, señorita. Téngale paciencia o le saldrán canas verdes. Aunque creo que con el pelo verde se la vería más bonita de lo que es, ¿verdad?
La chica sonríe, el rubor se apodera de su rostro.
Será por la edad, ¿no?, dice.
Seguro. Qué fregado es llegar a viejo. Yo, por eso, cuando cumpla sesenta años, lo celebraré con un combinado de pisco y racumín.
Ella ríe con ganas. ¿Y si le digo para tomarnos una gaseosa? Es joven y bonita. Tiene un aire a Kim Kardashian. En el Inei se morirían de envidia si me vieran con una chica así. Pero mejor no, esos pirañitas se la devorarían con todo y zapatos.
¿Le puedo ayudar a bañarse antes de irme? Está que se muere de calor.
Claro. Le voy a quitar el suero un rato. Su presión está normal, igual su temperatura.
Gracias, señorita.
De nada.
La enfermera le saca la sonda del suero y le cubre la vía con espadrapo. Ahora sí puede bañarse todo lo que quiera, don Juan de Dios, le dice, levantando la voz. Ya sabe que papá no escucha muy bien con el oído izquierdo, que el derecho lo tiene sellado como por un corcho.
Lo ayudo a bajar de la cama y vamos a la ducha.
Se quita la piyama y el short que usa en lugar de calzoncillo. Su piel amarilla está lleno de rasguños. La picazón debe ser terrible como para rascarse así. En el pecho y en los brazos tiene las cicatrices que le dejó la explosión del horno cuando trabajaba en una panadería en Pisco. Su espalda se ha curvado tanto que parece una joroba. Apenas se le nota el pipilí, oscuro, arrugado, cubierto de vellos grises.
De la pinta y el porte de Pedro Infante que tenía, según viejas fotos, no queda nada. La piel amarilla, la cabeza calva, la boca desdentada, la espalda encorvada. Un poco más y se parece a Gollum/Sméagol. Dentro de cuarenta años estaré así, pienso. Si llego a vivir todos los años que él ha vivido, lo cual dudo.
¿Y cómo estará él dentro de cuatro décadas?, me pregunto. Le ha pedido cuarenta años más de vida a su Dios, me ha dicho. ¿Le escuchará?
Abre el grifo y el chorro de agua fría cae sobre su magullado cuerpo. Me pide que le jabone la espalda. Le paso el jabón como alguna vez lo hizo él cuando John y yo éramos niños e íbamos a acompañarlo a Medialuna.
Se queda un buen rato bajo el agua. Parece una criatura disfrutando de un duchazo en este verano insoportable.
Me saco los zapatos y las medias y aprovecho para refrescarme los pies. Me arden como si estuvieran sobre brasas. Tengo ampollas en el dedo gordo del pie derecho y en los talones. ¿Serán mis riñones? ¿Los cálculos estarán reapareciendo? Últimamente estoy orinando cargado. ¿Será por el trajín de estos últimos días?
Mejor báñate también, Arolín, me dice.
En la casa, le digo, aunque ganas no me faltan: siento la ropa pegoteada a la piel, mis huevos están que se sancochan.
Se afeita, se cepilla los dientes, los pocos dientes que aún le quedan.
Se pone la piyama limpia que le ha mandado Mariana.
Las enfermeras se van a enamorar de ti, le digo. Provecho con las conquistas. Déjame a la enfermera amable.
Sonríe. Ojalá lo hiciera siempre.
Volvemos a la sala. Se para al lado de la ventana. Yo me siento en la silla que hay para las visitas.
¿Cuándo iremos a Chincho?, me pregunta.
En julio, le digo, pensando ¿de dónde sacaré plata si el sueldo de mierda me alcanza con las justas para sobrevivir? Siempre digo este mes empezaré a ahorrar cincuenta solcitos para viajar, pero nada, no se puede, siempre hay gastos extras. Si al menos Vinces me hubiese dado la mitad del premio que gané en su pseudo concurso…
¿Cuándo te va a pagar Vinces?, me pregunta, como leyéndome el pensamiento.
En cualquier momento, le digo. ¿Para qué decirle que hace unos meses el tipo ese me dijo qué tal con la plata que te debo coeditamos tu siguiente libro en vez de que te lo gastes en cualquier otra cosa? No ha publicado aún la novela con la que gané el premio Alpamayo y ya quiere publicarme otro libro. Gracioso el puta, ¿no? Paciencia…
Deberías denunciarlo para que no siga estafando a la gente. ¿Cuándo va a publicar tu novela?
Más adelante, todavía la estoy corrigiendo…, le digo, sintiendo que las orejas me empiezan a arder. Busco el Perú.21 que le he traído para darle una hojeada.
¿Tanto se demora? Ya va a ser un año desde que ganaste ese concurso.
Así es ese asunto…, le digo. No es como el Premio Horacio. Si quieres, podemos ir a Pisco cuando te den de alta. Tengo unos ahorros…, le miento, pensando que puedo pedir un préstamo a la Derrama Magisterial y dar clases particulares para pagarlo o, si termino a tiempo Tú que miras el mar, mandarlo al Premio Horacio y ganar algo. Tengo cuatro meses para pulirlo bien.
Sonríe. Seguro está recordando lo que nos pasó hace dos años cuando fuimos a Palpa en busca de las huellas del mítico Prudencio Luján. Mejor vamos a Chincho, dice. Allá me voy a sanar, el clima es bueno, el agua es pura. Con la plata que te den, podemos comprar un terrenito en Huanchuy para criar chanchos. Nacho y Diego ya están grandes; que vayan con nosotros.
Es buena idea, le digo, imaginándome vestido de pastor, tocando mi quena, cantando en quechua como Manuelcha Prado. De repente puedo reasignarme a Julcamarca y estudiar primaria para después enseñar en nuestro pueblo.
Claro. Allá seguro consigues esposa.
Me imagino con mi cholita, con una recua de hijos.
¿Para terminar como John? Gracias, así estoy bien. No quiero joderme la vida, pá.
Ese se jodió por estúpido. No creo que tú lo hagas, Arolín. Tú eres demasiado inteligente como para hacer lo que hizo tu hermano.
Hasta que una cholita me la mueva bien y me saque conejos…
Reímos.
Pero siempre es bueno tener esposa e hijos que velen por ti cuando estés viejo.
Algún día, pá. Por el momento estoy bien así, le digo. ¿Quién me asegura que esos hijos no saldrán como mi hermano, como mis hermanas?, pienso.
Podríamos ir a Iribamba a buscar el tesoro del Rey Chiquito, dice. Clarito se nota dónde está enterrado el tapado. La tierra es más blanca…
El Rey Chiquito. Tantas veces he escuchado esa historia que ya me la sé de memoria. Igual la del regreso de Blas Alva. Y la del fantasma que cargó sobre sus hombros mi abuelo Ignacio. Y la de los jarjachos que persiguió a balazos en Cangari. Y la de la cabeza voladora…
Vamos, le digo. Con esa plata podemos comprarnos la hacienda Luján con todo y doña Elena, casarme con Paris Hilton y largarme del Inei.
Ríe.
Vibra mi celular. Es Mariana. ¿Cómo está mi papá?, pregunta. Más o menos, está que se queja de todo, le digo. Mañana tengo que ir al Almenara a recoger los resultados de unos análisis y a sacarle cita para que le hagan una tomografía. Acabo de ayudarle a bañarse, estaba que se moría de calor, agrego, para que mi hermanita sepa que no he venido solo a sentarme o a mirarles las tetas y el culo a las enfermeras.
Le pasó el teléfono al viejo. Lloriquea. Pregunta por los chicos, por Nela, por Bere. Cuidado que los chicos estén jugando en mi cama, rebuscando mis cosas. Saludas a todos, hija… Chau.
Me devuelve el celular. Mariana ya ha cortado.
Le ayudo a subir a la cama. Abre su vieja Biblia de pasta verde que le hemos traído y me habla de Dios. Existe la vida eterna para todos los justos, me dice. Deberías de estudiar la Palabra de Jehová aunque sea cinco minutitos al día, Arolín.
¿Para terminar como John?, me dan ganas de repetirle, pero no lo hago recordando nuestras discusiones de antes cuando me espetaba que yo no fuera como mi hermano: un verdadero siervo de Jehová. Y miren cómo terminó el siervo…
Siempre habla de Jehová, me dice la paciente del frente, una viejecita con el pelo completamente cano. Así habría tenido su cabello mi mamá si John no le hubiera venido con sus problemas desde el día que se casó a la loca con Emilia, pienso, si Mariana no hubiera convertido en infierno la vida de mi madre por culpa de ese mal matrimonio. ¿Es evangelista?
Testigo de Jehová, le digo. ¿Y usted, señora?
Católica.
Ni se lo diga porque él le tiene bronca a los católicos, le digo, sonriendo. Va a pedir que la cambien de sala.
La viejecita también sonríe. Tiene una sonrisa tierna. Nunca veré a mi madre con sus cabellos como algodón, con una sonrisa así pese a la enfermedad…
Jehová no te exige demasiado, Arolín.
¿Qué decirle? ¿Cómo que no te exige demasiado? Mira cómo terminó John…
Otra vez vibra mi celular. Es Carolina. ¿Cómo está mi papá?, pregunta. Bien, le digo, pensando deberías de venir a cuidarlo siquiera un rato, mandar a Apestegui aunque sea una horita. Acaba de bañarse, ahora está hablando hasta por los codos de Dios.
Si habla así, es que está bien, me dice Carolina.
Mmm. Te paso con él. Le doy mi celular al viejo. Es Carolina, le digo.
Menos mal que no lloriquea esta vez. ¿Cómo están los chicos, Jonás?, pregunta. ¿Cuándo vienes?
El viejo habla y habla y habla. Ahora sé que saldrá bien librado de este percance. En noviembre estaba peor, creíamos que no se salvaría, que terminaría como mamá, o quedaría hemipléjico. Se recuperó rapidito, hasta su cara, que estaba media chueca, volvió a la normalidad. Igual el 2006, en que incluso lo operaron. Esa vez sí pasé las de Caín: estaba trabajando y viviendo en Vallecito. Ni bien terminaba mi hora, me venía volando para cuidarlo. El viejo estaba con un humor insoportable. Una vez se arrancó el suero porque no le curaba nada, alegó, les jaló los cabellos a las enfermeras, insultó a todo el mundo. Llamaron a la casa y de la casa me llamaron a mí. Llegué al hospital y lo encontré como Túpac Amaru, atado a su cama, lloriqueando, maldiciendo a las enfermeras, a los médicos. Cuántas noches me quedé acompañándolo, durmiendo en la silla, o en un costadito de su cama, muriéndome de sueño al día siguiente. ¿Y el resto de sus hijos? Nada, solo Mariana y yo, dejando a un lado nuestros odios, nuestras disputas, nuestros rencores.
Esa vez le extirparon un tumor maligno de las vías biliares. Pienso: ¿y si el tumor reapareció? Imposible. El doctor me dijo tiene otro tumorcito que no hemos tocado pues tardará unos veinte años en crecer, antes se morirá de otra cosa. ¿Si ese otro tumorcito también era maligno?
No creo que me hayan engañado.
Me asomo a la ventana. Son casi las seis pero todavía brilla el sol. Por la calle pasan las chicas ligeramente vestidas exultando vida por todos los poros, los chicos haciendo malabares en sus skates. Los envidio. A esa edad yo también pensaba que mis padres eran inmortales. La muerte no existía. Los viejos estaban llenos de vida.
¿Dónde estarán esos veranos en que íbamos a acompañarlo a Medialuna y nos servía un cerro de comida que arrojábamos a la sequia, que pasaba al lado de la casa, en un descuido suyo porque no podíamos terminarlo? ¿Dónde estarán esos veranos en que con Viejo, Pelusa, Lube y John nos bañábamos tempranito en la sequia de La Realidad o en el río ajenos al dolor, a la muerte?
¿Dónde?
Hace dos veranos estuvimos en Chincha, Pisco, Ica, Palpa, disfrutando de las playas, de la Huacachina, comiendo y bebiendo hasta el hartazgo gracias al primer lugar que obtuve en el concurso de cuentos de la Feria del Libro de Trujillo.
Y ahora estamos aquí, medio cagados.
Chau, hija.
Me devuelve el celular. Le doy su cena y voy a la casa, le digo a Carolina. Que coma todo. Ya. Chau. Chau.
Me alcanza la Biblia.
Lee un poco, Arolín, me dice. No todo es leer novelas. Voy a descansar un rato.
Cierra los ojos y empieza a roncar casi en seguida. Hojeo esa vieja Biblia que debe ser la misma con la cual nos repasaba la Palabra a John y a mí en Medialuna cuando éramos chiquillos. Entonces soñaría que sus dos hijos serían superintendentes de la Organización, que estudiarían en Betel, que sus hijas serían un modelo a seguir, que formaríamos una gran familia de creyentes, los únicos en La Realidad, y que estaríamos todos juntos en el reinado de los mil años de Cristo. Antes íbamos toda la familia al Salón del Reino, hasta que Carolina y Mariana crecieron y se sublevaron a la autoridad paterna y mamá empezó a asistir a la iglesia Pentecostal. John y yo pagamos pato: los sábados que papá no podía ir a las reuniones nos mandaba a los dos. Y no podíamos hacerle el avión porque teníamos que comprarle La Atalaya y Despertad. ¿Cuántos años teníamos entonces, diez, doce? Quizá menos. Eso fue antes de 1980, cuando trabajaba en la KAR. Puso todas sus esperanzas en nosotros dos. Pero un día John y yo también crecimos y empezó a ir solito a las reuniones. Eso debe de haberle dolido bastante: que de sus seis hijos ninguno siguiera sus pasos. Se alegraría cuando John volvió a la Organización, cuando se casó con una hermana espiritual. Al menos uno de sus hijos sería salvo, pensaría. Sus nietos, criados con la bendición del Dios Verdadero, perpetuarían su memoria, la historia de ese hombre a quien Jehová curó de sus males derrotando a las fuerzas oscuras que quisieron destruirlo. Pero fue una alegría efímera. El puntillazo final se lo daría su hijo favorito al ser expulsado de la Organización.
Quizá debiera de volver al redil aunque sea para darle gusto, pienso, para verlo contento los últimos años que le restan por vivir. Pero eso sería traicionar la memoria de mi madre, avalar todo el sufrimiento que padeció por culpa de John y Emilia. Traicionarme a mí mismo.
Y eso nunca lo haría. Yo no soy el hijo pródigo.
Traen la cena. Cierro la Biblia. Lo despierto. Apenas prueba el caldo.
No tengo apetito, me dice. Come tú, Arolín. Seguro en la casa no encontrarás nada.
Tienes que comer para que estés fuerte, pá, le digo.
No me hace caso.
Me como su comida para no desperdiciarla.
¿Cómo va la escritura de Tú que miras el mar?, me pregunta.
Ahí, avanzando, le digo. En la mañana escribí bastante. Tú deberías de escribir tu historia, pá.
Hazlo tú, hijo, me dice. Tú eres el Vargas Llosa de la familia. Quizá algún día te den el Premio Nobel a ti. Yo apenas soy un siervo de Jehová.
Bueno, algún día lo haré.
Solo te pido una cosa, hijo…
Dime, pá.
Hazlo después de yo haya muerto.
¿Dentro de cuarenta años?
Ajá.
Qué pendejo eres, pá. Sabes que no voy a vivir mucho.
Reímos.
Ya no es hora de estar aquí, señor, me dice un guachimán. ¿Puede retirarse?
Chau, pá, mañana vengo.
Chau, Arolín, vaya con cuidado.
Me da cinco soles para que lo reparta entre los chicos.

La agonía de Juan de Dios (2)



Tenía la barba blanca como el penacho que corona el Razuwillca, blanca y larga, bien larga como si nunca se hubiese afeitado, mamá. Se parecía al Diosito que hay en la iglesia. ¿Cuántos años tiene, señor?, le pregunté. Ochenta y ¿cuánto…?, dijo, poniendo una de sus manos sobre mi cabeza. ¿O no fue ochenta? Quizá dijo noventa, o ciento veinte. Desperté y le conté a mi mamá lo que había soñado. ¿Ochenta y cuánto, Juan de Dios? No me acuerdo, mamá, no se le entendía muy bien, parecía que no tenía dientes. Hasta la edad que te dijo vivirás, Juan de Dios, así que acuérdate. Hasta ahora me acuerdo de ese sueño, pero nunca pude entender qué edad dijo que tenía el viejito. ¿Cuántos años tendría yo cuando tuve ese sueño?, ¿cinco, seis? Estaría como la Nela, o como la Bere. Pero ellas ni sueñan. O no se acuerdan cuando lo hacen. Tal vez tendría ocho o nueve años. Faltaba poco para la cosecha, de eso sí me acuerdo muy bien, los maíces casi se doblaban por el peso de los choclos, el sol quemaba cada día más, los campos amarilleaban, el cielo estaba límpido. Han pasado más de setenta años desde ese sueño. He vivido más que mis padres. Mamá murió en 1954, ¿a qué edad?, era joven todavía, estaría como Mariana, le hicieron daño. Papá falleció en 1960, a los cincuenta y nueve años. Era de 1901, como Agustín Lara. Hoy tendría ciento ocho años. Estaría viejito como el anciano de mi sueño. He vivido veintidós años más que él, ya casi veintitrés, unos treinta años más que mi madre. Si nos encontráramos, serían como mis hijos. No enterré a ninguno de ellos. Yo estaba en Chosica cuando mamá murió. Lo supe como un mes después. Antes no había ni teléfono para comunicarse. Las cartas eran lentas. Ya para qué iba a viajar. Papá murió dos veces. La primera vez casi muero también. Padre ha muerto, urgente viajar, decía el telegrama que me mandaron a la FAM. Salí volando. Ticlio, Huancayo, Mejorada, Huanta. Lloré todo el trayecto. Ya no tenía papá ni mamá. Llegué a Huanta y ahí mismo emprendí el camino a Chincho. Ojalá que llegara siquiera a su entierro. Cruzando el río Cachi, el mismo río que mi padre cruzó un día con un fantasma sobre sus hombros, hice un alto donde mama Bini para echarme algo al estómago. Me esperaba un largo trayecto cuesta arriba. Luego seguí mi camino por Huaripata. Subí, subí y subí. Por Qqasi me empecé a sentir mal, la cabeza parecía que me iba a estallar, las piernas se me doblaban. Ya estaba oscureciendo. Para llegar a Chincho faltaba todavía un buen trecho, siempre en subida. Ya no podía dar un paso más. Respiraba con dificultad, sudaba. Me senté, vencido, a esperar la muerte. Cuándo encontrarían mi cadáver, quién me encontraría. Ojalá que fuera antes que los buitres me picaran los ojos y me dejaran irreconocible. Seguro me enterrarían junto a mis padres. Lástima que yo no tuviera mujer ni hijos para que me lloraran. Faltaban todavía unos años para que conociera a María. Pero justo se aparecieron dos chinchinos. ¡Juan de Dios, a los tiempos!, me dijeron… ¿quiénes eran?, ¿por qué he olvidado sus nombres? ¿Qué haces acá, Juan? ¿Qué te ha pasado?, ¿por qué vienes así?, me preguntaron. ¿Ya han enterrado a mi padre? ¿De qué murió? Taita Ignacio está vivo, me dijeron. ¿Quién te ha dicho que ha muerto? Me mandaron un telegrama… Te estarían haciendo broma, el Soqqta está más vivo que tú. Era cierto: encontré a mi viejo calentándose ante al fogón, tocando su arpa. También se había quedado viudo como yo. Solo lo acompañaba Lauro. Lauro estaba como la Bere, o un poquito más grande. Te mandé ese telegrama para que te acordaras de tu padre, ingrato, me dijo. Eso fue en 1957 o 1958. Estuve en Chincho como un mes, aquejado por la fiebre. Me había dado veta. Cuando murió de verdad, en agosto de 1960, ya no fui. ¿Con qué cara iba a pedir permiso de nuevo? Además, María estaba embarazada. El viejo no llegó a conocer a Juan Ignacio, que nació el 20 de febrero de 1961. Días antes de su verdadera muerte, lo soñé: iba de prisa por mama Bini; Julia, Griselda, Lauro y yo íbamos tras él queriendo alcanzarlo, pero llegó a la orilla del río, se desnudó y cruzó para el otro lado. Cuando nosotros llegamos a la orilla, aumentó el caudal y ya no pudimos cruzar. Mi viejo se fue sin volver la vista atrás por el caminito que lleva al cementerio de Cascabel. Era su despedida. Ni bien salimos de su luto, murió Juan Ignacio, el 28 de setiembre de 1961. Apenas vivió siete meses, una semana y un día mi hijito. Su abuelo se lo ha llevado, decía la gente, era un angelito, su lugar está en el cielo. Mentira, Jehová no necesita angelitos, murió porque le chocó el daño que me hizo mi tía María Villanueva, esa bruja de mierda que ahora debe estar achicharrándose en el infierno. Ella, su hija y su nieta. Su nieta todavía debe estar viva, ¿cómo se llamaba la arpía esa?, ¿por qué he olvidado su nombre? Debería decirle a Arolín que la busque… Allí está la enfermera con sus pastillas y agujas. Buenas noches, señorita. Mueve los labios, ¿saludándome, preguntándome cómo estoy? No me siento muy bien, señorita. ¿Para qué me ponen suero si no me cura nada, señorita, si me sigue picando el cuerpo? Me da una pastilla, lo trago. Me pide mi brazo, me ajusta una liga, alista su aguja. ¿Me va a sacar sangre, señorita? ¿Qué dice? ¿Para unos análisis? ¡Ay, carajo, con cuidado! ¿Por qué es tan bruta, ah? Usted no es tan amable como la señorita Grace que se lleva muy bien con mi hijo. Sorry, don Juan del diablo, está tan viejito que sus venas están más duras que una manguera vieja. ¿Qué dice, señorita? ¿Me ha dicho zorro? Hable más fuerte que no escucho bien. Que me disculpe, no volverá a suceder. Ojalá, ¿o quiere que me queje a mis hijos? Su hija la gordita es bien jodida, ¿no?, por cualquier cosa reclama. ¿Qué dice, señorita? ¿No le dije que no escucho muy bien? ¿Que cuántos hijos tiene usted, don Juan de Dios? Seis, señorita. Vaya, usted sí que le ha hecho trabajar bastante a su señora. Jajajá. ¿Ve que nos comprendemos mejor si usted está de buen humor, don Juan de Dios? Hasta nombre de picarón tiene. ¿Usted es soltera, señorita? Sí, ¿por qué?, ¿acaso se quiere casar conmigo? Tengo un hijo soltero también. ¿Cuál de ellos, el crespo o el que tiene barba y es pelado como usted? El que tiene barba. Es profesor, trabaja acá cerca, en el Inei. ¿En ese colegio de pirañitas que se paran matando a pedradas con los de la Común? Mi hijo no vende piñatas, es profesor, también escritor. ¿Sí? Sí. El año pasado ganó un concurso, pero parece que lo han estafado porque todavía no le dan su plata. Entonces debe ser un mal escritor. Cómo va a ser mal escritor si ha ganado el Premio Horacio de la Derrama Magisterial donde le dieron un montón de dinero con el cual le hizo una lápida bien bonita a su mamá. ¿Pero tendrá su enamorada, verdad? No, es soltero. Uy, ¿no será cabro? ¿Qué es lo que no abro, señorita? Nada, nada, don Juan de Dios, mejor me caso con usted. Pendeja, quiere quedarse con mi pensión, ¿verdad? Viejo estúpido, ¿me cree tan puta? ¿Qué dijo, señorita, que solo debo comer fruta nomás? Que listo, don Juan del diablo, un permisito que voy a llevar esta muestra al laboratorio. Ya vuelvo. Siga nomás. Sanaré, me levantaré de mi lecho, andaré, llevaré la Palabra de Jehová durante los próximos cuarenta años de vida que me quedan. Le he pedido a Jehová cuarenta añitos más de vida. ¿Qué son cuarenta años para Él? Para el Señor mil años son un día. Cómo me hubiera gustado que me acompañaran mis hijos, pero todos me salieron torcidos. John parecía que iba a ser un buen cristiano, pero es un sinvergüenza, un conchudo, hasta un hijo botado tiene; Mariana dice que el otro día trajeron una citación de la Demuna donde le reclaman alimentos para una criatura. Yo pensaba que con Emilia iba a ser feliz, que iban a constituir un buen matrimonio, pero me equivoqué. María tenía razón cuando decía que esa mujercita iba a hacer infeliz a nuestro hijo, y a nosotros. Yo nunca le he debido a nadie ni un solo centavo, y John le debe a todo el mundo, a todo el mundo le pide prestado porque no tiene para su pasaje, porque todavía no le pagan en el colegio, porque debe la mensualidad de sus hijos. Cuántas veces me ha pedido cien soles y nunca me ha pagado. Solito se buscó su infierno por no hacernos caso cuando le dijimos con qué iba a mantener una familia si no había terminado su carrera, si no tenía una profesión, si no tenía un trabajo estable. Me voy a hacer hombre, dijo. Bien que se hizo hombre. Se casó para estar jode y jode con sus problemas. Yo nunca iba a molestar a nadie. Cuando me casé con María, trabajaba en la FAM, tenía mis cositas, estaba a punto de comprarme mi terrenito en Tahuantinsuyo. Ese no tiene ni dónde caerse muerto. A María la conocí en casa de mama ¿Agripina se llamaba? Era su madrina. Me daba pensión. María iba los fines de semana a quedarse allí, trabajaba donde unos japoneses en Santa Clara. ¿Quién es esa gordita simpaticona, mama Agripina? ¿No la conoces? No. Es María Palomino Ceras, hija de don Julián Palomino Quispe, el Uchu Mayor, y de doña Felicitas Ceras Gonzáles. También es chinchina. Es que yo salí jovencito del pueblo. Después recordé que cuando era chico la había visto una vez. Iba yo con mi padre por el camino que va a Villoc y pasamos frente a la chacra del Uchu Mayor y una gordita le saludó a mi papá: allinllachu, taita Ignacio. Buenos días, hijita. Sería como la Nela, yo estaría como Diego, faltaba poco para que me vaya a Huanta donde la bruja María Villanueva. ¿Quién es esa gordita, papá? Es María, la hija de don Julián Palomino, el Uchu Mayor. Quién iba a pensar que unos veinte años después nos íbamos a enamorar, casarnos, tener hijos, estar cuarenta y seis años juntos. Mi mamá siempre me decía Juan de Dios, si un día te casas, hazlo con tu paisana, no busques mujer de otro lado, peor una limeña, esas solo saben pintarse como payasos e ir a fiestas. Pero no fue fácil conquistarla, era media chúcara, desconfiada. Nos hicimos enamorados pero un día peleamos porque alguien le fue con el chisme de que yo tenía mujer en Pisco. Fui a buscarla a su trabajo con el pretexto de que me iba a Chincho, he venido a despedirme de ti, María, te he traído este corte de tela como regalo por el tiempo que estuvimos. Gracias, no necesito nada de ti, me dijo, amarga. ¡Cholita orgullosa! Después me contó que la japonesa le había dicho qué sonsa eres, María, le hubieras recibido siquiera para que te hagas tu falda. ¿La telada la regalé a Zenobia o a la mujer de Estanislao? Ya ni me acuerdo, han pasado unos cincuenta años de eso. Pero insistí porque la amaba. Le mandé a mi sobrino Juan Cuba para que le dijera que si no iba ya mismo a mi cuarto vendría mi otra enamorada y se quedaría a vivir conmigo. Y cayó en la trampa. En el amor y en la guerra todo vale, ¿no? Empezamos a convivir. Recién nos casaríamos el 24 de febrero de 1965 en el consejo de Vitarte. María también había venido de la sierra buscando progresar en la vida. Ella no sabía leer ni escribir, era la hija mayor y tenía que ayudarle en la chacra a su papá, buscar leña, pastear las cabras, ir a hacer trueque por los pueblos de las alturas. Me contaba que siempre iba con su tío Antonio Palomino, el papá de Plácida. Por dónde no habrá andado mi María antes que nos conociéramos. Un día estaba pasteando sus cabras cuando fue a buscarla su amiga Lucila Borda. María, vámonos a Lima, le dijo. ¿Quién le va a ayudar a mi papá, Lucila? Tus hermanos, ellos ya están grandes, ¿hasta cuándo vas a estar en la chacra pasteando cabras, buscando leña, andando sin calzón? En el campo ni siquiera se conocía ropa interior, vivíamos casi como salvajes. Lucila trabajaba en Lima. Vas a trabajar y ayudar a tu familia. María fue a decirle a su mamá que se iba a Lima con Lucila. ¿Quién le va a ayudar a tu papá?, le dijo mama Felicitas. Mis hermanos, ellos ya están grandes. El Uchu Mayor estuvo de acuerdo: no vas a estar toda la vida en la chacra, como nosotros, hija. Para su pasaje vendió sus cabras. Y así llegó a Lima, sin hablar castellano, con sus polleras como lo haría Eva más de treinta años después huyendo de la guerra. Primero trabajó en Jesús María, después en Santa Clara. Al principio no se acostumbraba, paraba llorando nomás, extrañaba a su familia. Cuando nos conocimos tenía veinticuatro años, yo treinta y tres. John se casó a los veintitrés años, igual Carolina. Todo iba bien hasta que nos tocaron la puerta las Villanueva. Yo me había criado con ellas en Huanta desde que mi tío me llevó después que le saqué la mierda a uno de los García. La vieja me sacaba la mugre: todas las mañanas, antes de irme al colegio, tenía que llenar dos cilindros de agua para que preparara la chicha que vendía en el mercado. Yo estaría como Nacho por lo menos. Me ganaba el pan con el sudor de mi frente. No vivía gratis. ¿Por qué me odiaría entonces? ¿Qué hubiera pasado si no le dábamos alojamiento? ¿Igual me habría hecho daño? María algo sospechaba porque me dijo no le recibas a tu tía y yo me amargué con ella: si quieres, puedes irte, allí tienes la puerta, le dije. ¿Cómo iba yo a saber que la vieja era bruja si era mi tía? Cómo se preocupaban por María cuando estaba embarazada, cómo querían a Juan Ignacio cuando nació. Fingían nomás. Es que muchas veces Satanás se presenta como ángel de luz. Lástima que entonces yo no conocía todavía la religión verdadera. Todo iba bien hasta que la tía me habló de las setenta y ocho escrituras con la firma del rey de España que supuestamente me había dejado mi padre: Juan, como hijo mayor, vaya a Chincho y reparte los terrenos entre toda la familia. No tengo tiempo, tía, le dije, mi mujer acaba de dar luz, ¿quién la va a cuidar a ella y a mi hijito? Además, esas escrituras las debe tener Julia, a mí mi papá no me ha dejado ningún papel, jamás he escuchado hablar de esas setenta y ocho escrituras con el sello del rey de España, vaya usted, y arregle con Julia y que le dé lo que crea que le corresponde. Para qué le dije eso, la vieja de mierda se molestó, paraban todo el día en la calle, venían solo a dormir. Hasta que un día se fueron dejándome un regalito. Sería abril: Juan Ignacio ya tenía más de un mes de nacido, Lauro estaba en el colegio. Yo siempre que llegaba del trabajo me echaba en la cama de mi hermanito para no molestar al bebe. Un día me eché y me pasó como electricidad. Salté de la cama. Pensando que sería un resorte, tanteé el colchón y de nuevo sentí esa descarga. Pero no era de electricidad porque nos alumbrábamos con vela, todavía no teníamos luz. ¿Qué sería? Le avisé a mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo? Era también medio aficionado a las artes ocultas. Vino con su librito de San Cipriano y, mientras hacía unas oraciones, iba tanteando el colchón con un cuchillo. Toc, un golpe seco, el cuchillo chocó con algo. Más oraciones mientras mi primo abría el colchón. Encontramos una piedra de río, redonda, lisa, que quemamos con kerosene y tiramos a la sequia y nos olvidamos del asunto hasta que unos días después Lauro llegó del colegio gritando y corriendo como loco, diciendo que lo estaban persiguiendo los cachacos y los curas. María estaba en la casa con Juan Ignacio. Del susto se encerró en un cuarto. Lauro se desesperó más porque quería ver a Juan Ignacio: ¡quiero ver al bebito, quiero ver al bebito!, gritaba, golpeando la puerta. Estaba tan furioso que agarró un cuchillo y lo clavó hasta el mango en la puerta de madera. ¿De dónde sacó tanta fuerza si era apenas un niño como Nacho? Me avisaron y fui corriendo a la casa: los baldes de agua estaban volteados, las cosas tiradas, rotas. Con mi primo lo agarramos a la fuerza y lo llevamos al Seguro pero los médicos no le encontraban nada a pesar de todos los análisis que le hacían, de repente usted lo hace estudiar mucho y no lo alimenta bien, me decían. Cómo no le iba a alimentar bien si en la casa sobraba la comida. Yo ganaba bien en la FAM, trabajaba a destajo, sacaba más de mil quinientos soles a la semana. Criábamos gallinas, patos, pavos. Las gallinas daban tantos huevos que no había quién los coma y los tirábamos a la sequia. ¿Qué tendría mi hermanito? Hasta que mi primo me dijo Juan, ¿por qué no lo llevamos al curandero?, de repente le han hecho daño, ¿te acuerdas de la piedra que había en su colchón? Eso había sido: en su casa estuvieron alojadas tres mujeres, la mayor le habló de unas herencias y usted le dijo que no tenía ningún interés y ellas pensaron que usted se quería quedar con todo y por eso le han hecho daño, me dijo el curandero. Le dejaron la cochinada en la cama de su hermano para que no le chocara al bebito porque lo habían llegado a querer. Era para usted, pero le chocó a su hermanito porque siempre le choca a los más débiles. Menos mal que el daño está fresco y tiene cura. Esa noche Lauro se quedó con don Quispe. Al día siguiente fui tempranito y Lauro estaba mirando al curandero mientras este labraba sus ladrillos. Era curandero y ladrillero el hombre. Anoche matamos a los curas y a los cachacos, ¿verdad, don Quispe?, le decía. Sí, hijito, le decía el curandero, esa gente mala ya no te volverá a molestar. Lauro volvió el rostro, seguro sentiría mi presencia, me vio, y vino corriendo y nos abrazamos: papá, anoche matamos a los curas y a los cachacos, me dijo. Me decía papá. Lloré. Ya no llores, papá, esa gente mala no nos volverá a hacer daño. Ah, pero se equivocaba mi hermanito. Don Quispe me dio una botellita con un brebaje: los ataques se van a repetir un par de veces más, don Gastelú, cuando eso suceda, usted le da de beber el contenido de esta botellita y se le pasará. Así sucedió. Pero su madrina se enteró y se lo llevó a Chincho. Allí le dio otra vez la locura, o el encanto más bien. Dicen que estaba pasteando sus cabras en las afueras del pueblo cuando empezó a llover y un rayo reventó a su lado y vuelta se volvió loco. Lo curaron, pero no se sanó del todo. Una época vivió conmigo en Medialuna. Paraba metido en la casa nomás, le tenía miedo a las mujeres, sus camisas las cortaba en flecos como los apaches. En agosto de 1980 lo vimos por última vez cuando fuimos a Jiljarajay con María, Flora y Dora. Paraba con una chalina en el cuello que le tapaba media cara. Desapareció en 1984 después de la muerte de Anacleto, ¿lo matarían los terrucos o los soldados?, ¿se escondería en el monte para escapar de esos criminales? Nunca más supimos de él, aunque algunos dicen que lo han visto en San Francisco, la selva de Ayacucho, que está gordo y se ha casado y tiene hijos. ¿Cómo se va a casar si les tenía pánico a las mujeres? Ojalá que un día regrese. Ya debe estar viejo como yo. Tendrá unos sesenta años por lo menos. Pero no solo a Lauro le chocó el daño, sino también a Juan Ignacio, a pesar que las brujas no querían eso. Empezó a enfermarse de todo mi hijito. El 28 de setiembre de 1961, siete meses, una semana y un día después de haber nacido, murió. Habría cumplido cuarenta y ocho años este 20 de febrero. Cómo sería, alto, fuerte, inteligente. María lo lloró toda su vida. Hasta que nació Carolina íbamos casi todos los días al cementerio. Ya ni queríamos tener más hijos. ¿Qué habrán dicho las brujas cuando se enteraron que mataron a una criatura inocente? Nunca más las volví a ver a esas mierdas. Cinco años después de la muerte de Juan Ignacio, cuando ya teníamos a Carolina y Mariana, me empecé a sentir mal: me daba vértigos y caía al suelo sin sentido. Los médicos del Seguro no me encontraban nada. ¿Qué tiene este hombre?, se preguntaban, ¿por qué se hace el loco, ah? Hasta que mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo?, ¿por qué he olvidado su nombre?, fue el mismo que me ayudó con Lauro, me dijo Juan, estoy llevando a mi señora al curandero, ¿vamos para que te vean? Fuimos. Era otro curandero, don Quispe ya había muerto. Usted tiene la cochinada hace años, señor, lo peor es que no cree en la maldad, me dijo, pero el daño existe, don Juan. ¿En su casa no estuvieron alojadas tres mujeres? ¿La mayor no le habló de unas herencias y usted le contestó mal? Por eso le han hecho daño. Me sentenció: a usted lo botarán de su trabajo, perderá su casa, morirá. Lo siento, pero no puedo hacer nada por usted, el daño está pasado. Pero no solo las brujas me querían ver muerto, sino también un primo, hermano del que me estaba ayudando. ¿Quién le dijo Juan, piensas hacer casa?, ¡nunca lo harás! ¿Cómo se llamaba el hijo de puta ese? ¿Por qué he olvidado su nombre? Yo estaba haciendo zanja con mi sobrino Juan Cuba y pasó ese desgraciado y me dijo eso. Haré lo que pueda, le dije. La segunda vez que me dijo lo mismo, pensé que estaba borracho, o loco. Quién iba a pensar que también era brujo. ¿Pero por qué me envidiaría si yo nunca le hice nada? A las brujas tampoco les hice nada. Le han hecho daño para volverse loco, para andar desnudo en la calle, para no sentir amor por nadie, para morirse. Entré en pánico: ¿qué sería de mi esposa y de mis hijas? Carolina tenía tres años, Mariana uno. ¿Quién velaría por ellas si la familia estaba lejos? Iríamos a Chincho, pondríamos un negocio para que pudieran pasar su vida cuando yo muriera. En Chincho estaban mis suegros, mi familia. Renuncié a la FAM, vendí la casa, y marchamos a la sierra. Pero, antes de irme, se me acercó don Pedro Vargas, un vecino que se llamaba igual que el cantante mexicano, por eso será que nunca he olvidado su nombre. Era Testigo de Jehová. Me dio una Biblia: es bueno leer siempre la Palabra del Señor, don Juan, me dijo. Cuando uno está con Jehová, nadie puede estar en contra de uno. Lea su Palabra y lo comprobará. Y eso es lo que he hecho hasta ahora. Poco a poco mis males fueron desapareciendo. En 1970 regresamos a Lima. Y, aunque las brujas no pudieron matarme, sí nos arruinaron: de la urbanización donde vivíamos, con agua y luz, pasamos a un cerro junto a las lagartijas y culebras. A vivir en una choza, a ganarme el pan con el sudor de mi frente. Pero siempre estuvimos juntos, en las buenas y en las malas. Esto no aprendió John pese a que les contaba mi historia hasta el cansancio. Allí está la enfermera de nuevo. ¿Me pregunta qué hago despierto a estas horas? Hable más fuerte que soy un poco sordo, señorita. Shits, don Juan del diablo, ¿no ve que los demás pacientes están durmiendo? Se lleva un dedo a los labios. ¿Por qué no se duerme usted también? Es que hace calor y me pica todo el cuerpo, señorita, ¿puedo ir a darme un baño? ¿Qué dice? ¿Qué es muy temprano? Ya son las cuatro de la mañana, señorita, a esta hora en mi pueblo todo el mundo está en pie. Pero no estamos en su pueblo, don Juan del diablo. ¿Qué dice, señorita? Ya le he dicho que no escucho muy bien. Que después se bañará. ¿Usted sabe quién es Jehová, señorita? Ay, don Juan del diablo, ahora no estoy de humor para hablar de Jehová ni de Alá. Vuelvo después, trate de dormir un poco.

La agonía de Juan de Dios (3)



La cola avanza tan lenta que parece un cortejo fúnebre.
El viejito que está delante de mí me pregunta de qué estoy enfermo, ¿tan joven y ya mal? La chica que me sigue sonríe.
Mi padre es el enfermo, digo.
¿Sí?, dice la chica. ¿Qué tiene?
Qué tendrá. Está amarillo como un Simpson y le pica todo el cuerpo.
¿No será hepatitis?, conjetura la chica.
Pero ¿por qué la picazón?
¿Es alérgico?
Eso es lo que recién vamos a saber.
¿Cuántos años tiene?
Dentro de un mes cumplirá ochenta y dos años.
Ay, tienen que tener mucho cuidado, se alarma la chica. Añade, en voz baja, como para que no la escuche el abuelo: dicen que a los viejitos los matan en el Seguro. Si puedes, llévalo a una clínica.
¿Con qué plata?, le digo, tocándome los bolsillos. Soy profesor, no gano mucho.
¿Cuántos hermanos son?
Seis. Pero algunos están con las justas.
Eso es lo malo. Deberían de hacer un pozo entre todos para llevarlo a una clínica.
Mmm, sería lo correcto, pero mis hermanas que tienen plata, son bien duras. ¿Y tú de qué estás mal?
Parece que la neoplasia que tenía en las mamas ha reaparecido, me dice la chica, con voz compungida.
Recién me fijo en que le falta el pecho izquierdo.
Pero eres joven…
Lo mío es hereditario, dice. Mi mamá, una tía y una prima murieron con cáncer a las mamas, así que ya sé lo que me espera.
Pucha que es terrible.
Ajá, qué se hace, dice. Así es la vida.
¿Y usted de qué está mal?, le pregunto al abuelo, para cambiar de tema.
El viejito dice que el domingo le dio un derrame cerebral a su señora. Va a recoger los resultados de la tomografía que le han hecho. Hablamos de la presión alta. Les digo que mi mamá murió de un derrame cerebral. Seguro le darían cólera, dice la chica. Mmm, murmuro, un hijo se le casó a la loca, una hija se metía en la vida de todo el mundo, la otra la repudiaba.
Tu casa era una sucursal del infierno.
Mmm.
Eso es lo malo de tener muchos hijos, dice el viejito, llegando a la ventanilla. Entrega su DNI. Algunos salen chuecos.
Cría cuervos y te sacarán los ojos, filosofa la chica.
Ajá. Por eso, cuando una chica me dice que está esperando un hijo mío, me escapo, digo.
Risas.
La impresora empieza a funcionar, le entregan una hoja al viejito. Nos dice hasta luego y se va.
Ahora es mi turno. Entrego el DNI del viejo, la que atiende busca en la computadora, teclea, la impresora empieza a funcionar. Me entrega una hoja.
Chau, le digo a la chica. Suerte en todo.
Chau, me dice. Cuídalo. Hagan un esfuerzo y llévenlo a una clínica.
Trataré. Gracias.
Leo la hoja mientras salgo de Patología:
ESSALUD Fecha: 06/02/2009
HOSP. II VITARTE Hora: 10:33:46
SERVICIO DE DIAGNÓSTICO POR IMAGEN Usuario: Clelia Guzmán
N°. Examen: 00152526
RESULTADO DE ECOGRAFÍA
Procedencia: Emergencia
Citado el: 23/01/2009 Viernes Autogenerado: 2703081GTLAJ007
N°. Acto Médico: 4021705 N°. Historia: 153324
Paciente: Juan de Dios Gastelú Luján Edad: 81 Sexo: Masculino
Servicio: Servicio no registrado Cama: No registrado
Médico: No registrado N° Ubicación: No registrado
Examen solicitado: Ecografía abdominal (Mañana)
Diagnóstico (CIE):
Informe de Ecografía
Hígado: Con incremento moderado de su ecogenicidad parenquimal. No se aprecian lesiones focales. Se evidencia dilatación de vías biliares intrahepáticas.
Vesícula biliar: Ausente por antecedentes qx.
Colédoco 20.8 mm.
Vena porta 10 mm.
Páncreas: Ecogénico no se evidencia lesiones focales.
Aorta: De disposición, calibre y pared dentro de límites normales.
Bazo: Homogéneo. Dimensiones dentro de límites normales.
Cavidad abdominal: No se aprecia líquido libre.
Conclusión:
1. Dilatación de vías biliares intra y extrahepáticas.
2. Hepatopatía difusa moderada.
Código Resultado: Ver texto.
Registrado por: RVallejos 23/01/2009
Modificado por: RVallejos 23/01/2009
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Dr(a). Lisette Ruiz Rivera
¿A quién le podría pedir que me “traduzca” este diagnóstico? Me acuerdo de la enfermera Lucía Pari que conocí mientras estuve hospitalizado. Ella podría ayudarme. ¿Pero se acordará de mí?
Voy a Urología. En las puertas de los consultorios hay largas colas de pacientes. Hay tanta gente mal de salud que pareciera que el país entero estuviese enfermo.
¿María Malpartida? Un enfermero empuja una silla de ruedas donde va una mujer de unos cuarenta años, o un poquito más, que se parece demasiado a esa secretaria de la Navarrete que conocí hace veintidós años en la Línea Uno que nos llevaba a nuestros trabajos. Los mismos ojos oscuros y grandes de entonces, los cabellos lacios y castaños ahora lleno de canas como el mío, el rostro de muñeca ahora demasiado pálido y con una mueca permanente de dolor. Está conectada al suero.
Doy la media vuelta y los sigo. Ella vuelve el rostro. Quizá me ha reconocido a pesar que ya no llevo el cabello como los Soda Stéreo de los ochenta, a pesar de la barba que cubre parcialmente la cicatriz de mi mejilla izquierda.
Cómo hemos cambiado con los años. Cómo ha cambiado todo. ¿Recordará esos días en que hacíamos malabares para movilizarnos por culpa de los paros armados y la continúa huelga de transportistas? ¿Recordará esas interminables colas detrás del Coliseo Amauta para tomar el micro de regreso?
Un sábado 23 de setiembre de 1989, hace casi veinte años ya, a la 1:07 p.m., todavía me acuerdo del día y de la hora exacta, nos vimos por última vez. Siempre pensé que quizá había muerto en un atentado, que las fuerzas de seguridad la habían desaparecido, que quizá se había marchado al extranjero, como tantos otros peruanos, para huir de la debacle. Entonces el país se caía a pedazos por culpa de Sendero Luminoso y del primer Alan García.
Llegan al ascensor, la puerta se abre, entran. La puerta se cierra.
Me quedo allí, mirando los números de los pisos que se van encendiendo de rojo.
¿Y si no era María? María le habría dicho al enfermero que se espere…
Regreso sobre mis pasos.
Para ir donde la enfermera Lucía Pari, le digo al guachimán que cuida el ingreso a Urología.
Salió de guardia a las ocho, me dice. ¿Algún encargo?
Ninguno. Vuelvo otro día.
Salgo del Almenara. En la avenida Grau tomo la combi para ir al hospital de Vitarte.
Dilatación de vías biliares intra y extrahepáticas debe significar crecimiento, expansión, inflamación de las vías biliares por dentro y por fuera, ¿no?, pienso en el trayecto, leyendo una y otra vez ese diagnóstico. Hepático es algo relacionado con el hígado. ¿Tendrá cirrosis?
De hepatopatía difusa moderada solo entiendo difusa y moderada. Difuso puede significar vago, impreciso, también abundante, dilatado, ancho. Moderado es no excesivo, según los recuerdos de mis clases de RV.
No está en la conclusión, sino en el informe: Hígado: con incremento moderado de su ecogenicidad parenquimal. ¿Qué será ecogenicidad parenquimal? Incremento moderado debe ser crecimiento moderado del hígado. ¿Por qué razón le habrá crecido el hígado?
¿Por qué no lo dirán en cristiano? Si los médicos escriben en jeroglífico, sus diagnósticos parecen estar en chino.
Le saco una copia antes de entregarlo a la enfermera. En el hospital de Mariana le pueden ayudar.
¿Qué tendrá mi papá, señorita?
No sé, me dice la enfermera, sin mirar la hoja siquiera. No es amable como la otra. El médico nos lo dirá.
Si ella no lo sabe, peor yo que de medicina no sé nada.
¿Puedo ver a mi papá?
Solo un ratito, dice, poniendo su cara de poto. ¿Estará con su regla? No es hora de visita.
El viejo apenas ha probado su almuerzo. Dice que no tiene apetito.
¿Cuándo iré a la casa?, me pregunta, con un gesto de fastidio en el rostro.
El doctor lo dirá, le digo. Ten paciencia.
En el parque del frente los chicos juegan carnaval, se corretean globos en mano. Sus chillidos, gritos destemplados llegan hasta nosotros.
No es hora de visita, me dice un guachimán. ¿Puede retirarse?
Hijo de puta, pienso. Ojalá que tu padre nunca se enferme.
Me voy, pá, le digo al viejo, acariciándole la calva, que también está de color amarillo. Mañana vengo.
Lloriquea.
Pronto te darán de alta, le digo. Ten un poco de paciencia nomás. Come, para que estés fuerte y te sanes.
En la casa, Mariana está con un humor peor que el de la enfermera: ha llamado la vieja Angélica para decir que John no se preocupa por sus hijos, que no tienen nada para comer, ¿Qué hace metido aquí en lugar de buscar trabajo para alimentar a su familia, ah? Me entrega una citación de la Demuna de San Juan de Lurigancho donde una chica denuncia a John pidiéndole manutención.
Para llenarse de hijos ese sí es bueno.
¿Y yo qué puedo hacer?, le digo, alegrándome para mis adentros: entre más jodida esté Emilia, mi madre estará más feliz en el lugar donde se encuentre. Si es cierto lo del hijo, es el fin de ese mal matrimonio con el cual los viejos nunca estuvieron de acuerdo.
Eso es problema de ellos. Tampoco lo voy a botar diciéndole vaya a trabajar, ¿no? ¿Por qué esa mujer no trabaja aunque sea de puta en lugar de estar esperando que solo el marido la mantenga?
Es lo mismo que le dije a John en el verano del 2005 y este fue a contarle a su mujer y desde entonces Emilia no me pasa.
Mariana me mira con rabia. Seguro esperaba que estallara en cólera, fuera donde John y lo botara. Pues el tiro le salió por la culata. Ni le doy la copia de los resultados. A veces pienso que es mejor que mamá se haya muerto, sino hasta ahora la seguirían atormentando. Han pasado casi cuatro años de su deceso y John sigue cagado, sigue viniendo en las vacaciones buscando un lugar para dormir, un plato de comida. ¿Para eso se casó a la loca? Qué huevón fue.
Después de un duchazo y descansar un poco, me pongo a limpiar la choza del viejo. Parece un anticuario: está lleno de cachivaches. Todas las cosas que nosotros desechábamos, él las guardaba. Encuentro el diploma que me dieron en 1981 cuando terminé la primaria. Encuentro los diplomas que recibía John en aprovechamiento y conducta cuando todas las esperanzas de los viejos estaban puestas en él. Encuentro la autorradio a batería que utilizaba yo cuando no teníamos luz en el barrio. Encuentro esa chaquetita roja que mamá decía esto te ponías cuando eras bebito. Es tan chiquito que no le entraría ni a un muñeco. Encuentro el calzón que alguna vez le robé a Pía Vittery. Ya no huele a chucha sino a humedad, abandono, olvido. Lo echo al costal para quemarlo con el resto de cosas inservibles. ¿Para qué guardaría papá esos cachivaches? ¿En qué momento se pondría a rebuscar la basura para ver si había algo que podía conservar?
Encuentro un maletín lleno de papeles, documentos, cartas. Están en buen estado a pesar que la humedad ha carcomido partes de algunas hojas. Me la llevo antes que alguien se dé cuenta. Estos papeles son un verdadero tesoro.
A la primera ojeada encuentro una carta de mi padre dirigida a mi madre. Está escrita a máquina.
Vitarte, 14 de Octubre de 1,968
Señora María.
Me siempre querida y inolvidable esposa, les deseo que la presente carta que les halle gozando de lo más perfecta estado de salud en unión de nuestras hijas y el pibe, y más familiares que les rodea en esa.
Después, de saludarte con singular afecto de siempre, comunico con emotivo sentimiento y nostalgia, siempre añorando nuestro terruño que, por qué realmente siento el calor del hogar, tu sabrás comprender querida esposa María no puedo vivir más tiempo alejado de Uds. por qué mis hijas las quiero como se fueran las niñas de mis ojos, espero que todos Uds. que estén bien y sin extrañar el Domingo 20 de este més salgo de viaje se Dios nuestro salvador así lo dispone, como vuelvo decirte no se preocupen por mi, por que nuestro divino es muy bondadoso el sabrá apiadarse de nosotros.
Querida esposa hé recibido tu cariñosa carta con la fecha 11 del presente més, en la cual me dices que están bien todos por la divina providencia de nuestro salvador, lo único me extraña mucho tu no me dices nada tanpoco de la carta que mandé con el portador don Julio Viveros con $. 400.00 soles, ahora que ha regresado mi sobrino Ignacio Villaroel, mi a dicho que te ha entregado delante de el, tu no mi mandas ninguna noticia al respecto, yo recibí la primera carta que mi mandastes con la Agencia E.T.A.S.A. y la respuesta iba mandar con la misma Agencia, que resulta el dia siguiente llegó mi tio Antonio Villanueva de Chincho, y mi dijo que iba regresar enmediato, lo hice la carta y le entregue, por supuesto por motivos de fuerza mayor no pudo y habia postergado su viaje una semana más total 2 semanas, de modo ambos hemos cometido herrores, posiblemente don Victor Riveros ya va llegar para preguntarle a el mismo.
María dice el Doctor Humberto Tineo está de acuerdo que yo vaya a trabajar a la Hacienda Santa Rosa, el espera que hagamos buenos areglos con el Sr. Teofaldo Tineo, ya estos dias voya estar allí para areglar conmigo mismo al respecto de negociación, poco a poco haremos todo por que hay que tener un poco de pasencia, tambien tengo otros proyectos por adelante yo ya veré juntamente contigo a cual de ellos vamos a enclinarnos, ó mejor dicho en cuál de ellos vamos a trabajar ya se verá, si no nos conviene ningunos juntamente nos regresaremos a Lima, comido ó no comido juntos con nuestras hijas pasaremos la vida para eso soy su padre.
Reciben mis saludos cordiales de una manera muy especial todos Uds. lo mismo mi tio Teófilo Bendezú, mi tia Satornina Bendezú, Irene, Odilia, Wince, Nestor Faustino y familia, mis suegros, mi papá Julián, mi mamacita Félicitas, Anaco y familia, Teófilo, Teodora, Susana e hijos, y Antoquita que no deben olvidar.
Me despido sin más que decirte tu esposo que te quiere de todo corazón, ancioso de vertes y estrechartes muy pronto entre mis brazos.
Atte. y S.S. Juan de Dios Gastelú Luján
Recibe $ 100.00 soles oro por el portador don Antonio Villanueva.
Esa es la carta que mi padre, con muchos errores ortográficos y “motes”, le escribió a mi madre hace casi cuarenta y un años. Supongo que yo soy el pibe, ¿no?, aunque después no me vuelve a mencionar, solo a mis hermanas. Quizá todavía no se había familiarizado con mi presencia. Ese 14 de octubre de 1968 yo tenía cuatro meses de nacido. La carta está sin sobre, ¿mamá, mis hermanas y yo estaríamos en Cangari, donde yo había nacido, o en Huanta?, y no puedo saber hacia dónde la remite. ¿Ya habían devuelto la chacra que arrendaron a los Rivero? No, no, la chacra la devolvieron cuando Velasco dio la ley de la Reforma Agraria, o sea en 1969. ¿Qué hacía el viejo en Lima? ¿Estaría buscando trabajo? Menciona la posibilidad de trabajar en la hacienda Santa Rosa, ¿ya estaría curado de sus males?
Si estábamos en Cangari, ¿quién nos acompañaba? ¿O estábamos solos en la chacra? Mamá siempre se quejaba porque papá paraba en Lima. Una vez se llevó el susto de su vida estando embarazada de mí. Una noche, la despertaron los ladridos del perrito que tenían. Afuera rugían. León, pensó, asustada, recordando que los leones, o pumas más bien, solían abrirle la barriga a las embarazadas para comerse el feto. La vieja aseguró puertas y ventanas, que eran de calamina, y se puso a rezar para que al león no se le ocurriera subir al techo, que fácil hubiera cedido a su peso. Parece que los ladridos del perrito espantaron al animal porque los rugidos cesaron. Al día siguiente, la vieja encontró en la tierra fresca unas enormes huellas. Menos mal que ese día mi abuelo Julián llegó de visita y después mandó a mi tío Teófilo para que nos acompañara.
¿Saturnina Bendezú sería algo de los negros Bendezú que le hicieron brujería a mi madre cuando llegamos a La Realidad? Por culpa de ellos murió Eva Cristina. Antoquita debe ser mi tía Antonia, hermana menor de mi mamá, que murió jovencita y está enterrada en el cementerio de Cascabel, en Cangari. Le dio el abuelo, o algo así.
Encuentro una carta de mi abuela Felicitas, escrita hace cuarenta y siete años, dirigida a mi madre.
Chincho, 27 de agosto de 1962
Señora María Palomino
Lima
Querida hijita:
Deseo que al recibir la presente te encuentres bien de salud. Por ésta nos tienes sin novedad.
Para comprar la chacra tenía que vender un novillo pero como tú habías dicho que no venda, te suplicaría que me mandes entre Anacleto la suma de dos mil soles.
He recibido todo lo que me has mandado más 80 soles de lo que te agradezco bastante.
Sin más por ahora tu mamá que te quiere
Felicitas Ceras
Disculpa que esto te mande a la ligera.
Al reverso hay unas líneas dirigidas a mi tío Anacleto:
Señor Anacleto Palomino
Querido hijito:
Esta te escribo muy a la ligera con el objeto de decirte que para la chacra me mandes $2.000, porque yo tenía que vender el novillo y en vista de que Uds. no quieren te suplicaría para que me mandes.
También te suplico para que le digas a ese (no se entiende) Valenzuela para que le pase su manutención a su hijo que hasta ahora sólo le ha dado $100.00 (cien soles) y no recuerda más, ya en esa Uds. arreglen.
Sin más por ahora tu mamá que te quiere
Felicitas Ceras
Reciban saludos de tu papá
¿Sabía leer y escribir mi abuela? La carta está escrita a mano con buena letra y sin errores de puntuación ni tildación. Si mi abuela era letrada, ¿por qué no dejó que mi madre aprendiera? ¿Por qué la mandó desde chica a trabajar en la chacra?, ¿solo porque era la hija mayor?
Con estas cartas, documentos, podría reconstruir la historia familiar, escribir una novela. Si han sobrevivido a tantas mudanzas hasta llegar a mis manos, debe ser por algo, no por simple casualidad, ¿no?
Mientras pienso en la mejor manera de utilizar estos papeles inesperados, continúo escribiendo Tú que miras el mar, la historia de amor entre Marina y Harol en Pisco. Ojalá que gane el Premio Horacio de este año.

La agonía de Juan de Dios (4)



Como un gato me sostuve en el marco de la puerta para no caer de bruces sobre el profesor Epifanio García. Me volví, y le metí un derechazo a Ángel Huamán por chistoso. Rodó al suelo sin decir ni ay. Ni Mohamed Alí. Menos mal que nadie se dio cuenta. Entré al salón, me senté en mi carpeta y esperé. Un minuto, otro minuto y otro minuto. Carajo, ¿y si lo maté al huevón ese?, pensaba, asustado. Todavía me dolía la mano como si hubiera golpeado una piedra. ¿Y si ese maricón fue a su casa a quejarse y viene con su mamá? Señora, ¿para qué me mete cabe su hijo pues?, le diría a la vieja. Yo solo me defendí… Tocaron la puerta, ya me fregué, pensé; mejor le hubiera dicho al profesor que Huamán siempre me jodía. El profesor fue a ver quién era: ahí estaba Huamán, todo cochino, todavía medio atontado. ¿Estas son horas de llegar, ah?, le espetó el profesor, ¿así se viene al colegio? Segurito te has ido a jugar por ahí, ¿no? El matón estaba mudo, ni siquiera tuvo el valor de acusarme. Pensaría Juancho me va a sacar la mierda de nuevo. Por tardón recibió un par de azotes en el poto con el tres puntas y lo mandaron al rincón de los castigados. Se puso a llorar y hasta se orinó. Jajá, me reía para mis adentros. Eso te pasa por abusivo, huevón, quería decirle, pero me aguanté. Mi papá me enseñaba a boxear. Te tienes que cuidar las pelotas y la boca del estómago, Juan, me aconsejaba, son los puntos más débiles del cuerpo. Además, las pelotas las vas a utilizar cuando seas mayor. Lo mejor es meterle un derechazo en la sien a tu enemigo para terminar la pelea lo más rápido posible. Hasta me cortaba cocobolo para que los mariquitas no me jalaran de los pelos. Una vez el profesor Epifanio hizo un campeonato de box y yo noqueé a todos mis rivales. Me pasearon en hombros por el pueblo, ¡tres hurras por el campeón!, ¡jijip rra!, ¡jijip rra!, ¡jijip rra! Justo nos encontramos con mi mamá. ¿Por qué lo cargan así a mi hijo, don Epifanio? Es el campeón de Chincho, doña Isidora. La otra semana se va a pelear a Villoc, y después a Julcamarca, y de allí a Lima, y de Lima se va a boxear a Nueva York en las ligas mayores. Pero mi mamá no quiso: te van a malograr la cabeza, Juan de Dios, alegaba. ¿Cuántos años tendría yo? Estaría como Nacho, por lo menos. Eso fue antes que me llevaran a Huanta por noquear a uno de los hijos del profesor. Eran tres. Uno de ellos era Julio, estudioso como Dieguito, que con el tiempo sería mi compadre. Los otros eran unos matones de mierda que paraban abusando de los chiquillos amparados en su papá. Ya ni me acuerdo cómo se llamaba al que le rompí la nariz. Juancho, a ver si a mí me haces orinar como a Huamán, me retaba, buscándome la bronca. No sé cómo se enterarían que fui yo quien le pegó a Huamán. Pelea pues, Juancho, ¿o me tienes miedo? Era mi mayor, sería como el Gordo. Un día que su papá se fue a Julcamarca a cobrar su sueldo me estuvo jode y jode: pelea pues, Juancho, hazme orinar como a Huamán, sácame la mierda si eres tan machito. No me molestes, ¿quieres?, le decía. A mí sí me tienes miedo, ¿verdad, cholo conchetuma…? Un solo puñetazo en la nariz y la sangre le empezó a salir como de un caño. El marica ese se fue corriendo a avisarle a su mamá: ¡mamá, mamá, Juancho me ha pegado! La vieja vino y me agarró a varillazos: cholito del diablo, ¿quién te crees que eres para pegarle así a mi hijito, ah? Le aventé el libro que nos daba el gobierno y me fui a mi casa. Justo estaba allí el hermano de mi papá, ¿se llamaba Germán mi tío?, el que era marido de la bruja María Villanueva. Ahora me va a escuchar esa mujer, carajo, dijo, ¿cómo le va a pegar así a un alumno? Se fue al colegio, furioso. ¿Qué hablarían? ¿Qué le diría la vieja de mí? ¿Le diría que también le pegué a Huamán?, ¿que yo era un abusivo? Juan, nos vamos a Huanta, me dijo mi tío, cuando regresó. Allá seguirás estudiando. Mis padres estuvieron de acuerdo: en la ciudad estarás mejor, hijito. Era la despedida de Chincho. Volvería, pero a las quinientas. ¿Otro habría sido mi destino si no le pegaba al García ese? Cómo saberlo. En Huanta la vieja María Villanueva me trataba peor que a su sirviente. Cada pan que comía me lo ganaba a pulso. Y así todavía tuvo la concha de hacerme daño. Ni bien crecí, me largué a Pisco donde mi mamá tenía familia. Empecé a trabajar en las haciendas Chongos, Manrique, Independencia, primero pañando algodón, después controlando a los jornaleros, repartiendo la tarea del día. No estás para pañador, me dijo el capataz de la hacienda Manrique, un morenito que conocía a mi tía Juana Luján. Mientras los demás se hacían tres, cuatro arrobas de algodón al día, yo apenas uno. ¿Sabes leer y escribir? Sí, señor, tengo mi primaria completa. Antes así nomás nadie tenía su primaria completa. Ahora hasta para ser chofer tienes que tener tu secundaria. Ser controlador era un trabajo más suave, ya no me estropeaba las manos y ganaba más. Tenía mis amigos negros con los cuales me iba a las fiestas los fines de semana. Parecían mis guardaespaldas. Así que tu tatarabuelo fue don Prudencio Luján, el que se casó con una chinchana a quien la jeta le colgaba hasta el ombligo, ¿no? Ajá. Prudencio Luján había venido de España para comprar unos viñedos. Se enamoró de una negrita. Se casaron y se fueron a Palpa. Uno de sus nietos fue mi abuelo Marianito, un enorme mulato que fue militar. Lo destacaron a Ayacucho donde se enamoró de la sobrina del cura Cabrera, mi abuela Cristina. Desertó durante la guerra con Chile y escapó a Chincho para no ser fusilado por traidor. Allí nació mi mamá. Los Gastelú llegaron del País Vasco con los conquistadores. Eran almagristas. ¿A ellos el rey de España les daría las setenta y ocho escrituras con su sello y firma que tanto ansiaba la bruja María Villanueva? Manuel y Antonio Gastelú fueron capitanes de Túpac Amaru y huyeron a Huancavelica después del fracaso de la rebelión. ¿Cómo así llegaron a apoyar a Túpac Amaru? Le voy a pedir a Arolín que investigue eso, hasta podría escribir un libro sobre los Gastelú. Yo salí prieto y con los cabellos crespos, no como mis hermanas que eran bien blancas, Julia hasta tiene los ojos claros. Mi papá decía siempre ese negro qué va a ser mi hijo cuando yo hacía alguna de mis palomilladas. La que me adoraba era mi abuela Cristina: eres igualito a mi Marianito, Juancito. Pero los negros también me envidiaban, hasta quisieron hacerme daño, me dijo Tuna, que ahora vive con la mujer de Carapacho, uno de mis mejores amigos. Los negros seguro me envidiaban porque tenía suerte con las mujeres. Cuántas se quisieron casar conmigo. Dejé la hacienda y me puse a trabajar como ayudante de panadero donde los Rojas. Allí me accidenté. Una noche llegó borracho el patrón, Juan, prende el horno, me ordenó. Pero, patrón… Carajo, ¿tan bruto eres que hasta ahora no has aprendido a prender el horno? Serrano tenías que ser… Metí un fósforo, y salió una bola de fuego que me envolvió como un remolino. Desperté tres días después en el hospital San Juan de Dios, lleno de vendas, hinchado como una pelota. Menos mal que no me quemé la cara, solo el pecho y los brazos, sino iba a quedar como ese monstruo con dedos llenos de cuchillos que los chicos miran en la tele. Estuve internado tres meses. Estando allí llegué al Reino de los Cielos. Dos ángeles me condujeron ante la presencia de nuestro señor Jesucristo. Era un poquito más alto que yo, con una barba inmensa. Me llevó a conocer el Paraíso Celestial; era un lugar lleno de verdor. Después le pidió a un ángel que trajera un bizcocho. Lo partió y me dio la mitad. Todavía no es tiempo que estés aquí, Juan de Dios, me dijo. Regresa a casa por ese caminito, añadió, señalando un sendero que iba por el medio de una pampa. Fui comiendo mi bizcocho. Iba sin zapatos pero no sentía las espinas que se clavaban en mis pies. Llegué a Ñaña. Allí me encontré con mi tía ¿Juana o Alejandra? Nos pusimos a esperar el tren. Primero pasó uno lleno de muertos. Los llevan al purgatorio, dijo mi tía. En el siguiente nos vamos nosotros. Escuchamos el pitido de la locomotora. De pronto se levantó la tranca para dar paso al tren y me levantó por los aires del cuello. Desperté gritando. ¿Pero por qué tuve ese sueño si yo todavía no era Testigo de Jehová? En otro sueño estaba yo tocando la guitarra y cantando tangos como Gardel. Llovía, y como tenía sed, miraba al cielo para recibir en la boca las gotas de lluvia. Unos aplausos me despertaron. Cantas bonito, Juan, me dijo el doctor Lira. Gracias a él me atendieron bien porque era amigo de Juan Bailete, esposo de mi prima… ¿cómo se llamaba mi prima? El doctor hizo las gestiones para que el Seguro asumiera los gastos del hospital, incluso me dieron un dinero que me permitió sobrevivir los primeros meses hasta recuperarme para volver a trabajar. Cuando llegué a la pensión, solo encontré en mi cuarto una camisa vieja y unos zapatos que ya no usaba. Hemos regalado tus cosas porque pensábamos que te ibas a morir, Juan, me dijo la casera. Quizá eso hubiese sido mejor para no padecer todo lo que sufrí después. Mi mamá me escribió para pedirme que regresara a Chincho pero no lo hice: iba a sufrir al ver mis brazos y mi pecho lleno de llagas. Cuando me sacaron las vendas, tenía los brazos unidos. Tuvieron que operarme para separarlos. Poco a poco me fui sanando. Volví a la panadería, pero como vendedor de pan nomás. Recorría Pisco con mi canasta de pan en un burro. Antes no había triciclos. Han pasado más de sesenta años desde entonces. ¿Dónde estarán Constanza, Goya, Tomás, Alfonso? Goya murió en el terremoto del 2007, ahora que lo recuerdo. Tenía mi edad pero ya no podía caminar, paraba en la cama nomás. Meses antes del terremoto fuimos a visitarla con Arolín y los chicos. Murió aplastada por los adobes porque todos salieron corriendo olvidándola. Tanta plata que tiene Constanza y no fue capaz de construirle siquiera una casita a Goya. Si no se acordaba de su hermana, peor de mí, y eso que gracias a mí tiene todo lo que posee hoy. Era una mocosa cuando el ingeniero ¿Leandro Pérez se llamaba?, le propuso matrimonio. El hombre era un poco mayor y estaba enamorado hasta los huesos de ella. Constanza me dijo ¿qué hago, primo, no es muy viejo para mí? Aconséjame, por favor. No tenían padre. Cásate nomás, le dije, será mayor, pero tiene buenas intenciones, ¿o quieres un mocoso que no tenga ni dónde caerse muerto? Y se casó. Bien por ella, si no hasta ahora estaría en San Andrés andando sin zapatos, con una recua de hijos, sobreviviendo como sus hermanos. Ahora vive en Surco, tiene su hacienda en Cañete, viaja a los Estados Unidos cuando quiere, solo tiene un hijo. Ya no se acuerda del resto, pero también debe estar vieja, tendrá setenta y seis, setenta y siete años. Cualquier rato estira la pata. La última vez que nos vimos fue en 1992 en el matrimonio de Nancy, la hija de mi primo hermano Maximiliano Luján. Ella también es Villanueva, pariente de la bruja María Villanueva. Hasta debe ser familia de Bendezú, ese otro brujo de mierda, porque estuvo en el entierro de Tolín, ahora me acuerdo. De Pisco marché a Chosica, donde mi tía Alejandra Luján. Ella me recomendó para trabajar en el Centro de Salud de Moyopampa. Era un trabajo sencillo, ayudaba a las enfermeras, llevaba y traía las placas de rayos x, movilizaba a los pacientes, ayudaba en los partos. Cada fin de mes bajaba a Lima a cobrar mi sueldo. Ese día entraba al cine Metro a ver una o dos películas mexicanas, me paseaba por la Plaza San Martín, por el Jirón de la Unión. Iba bien a la telada, antes se entraba al Jirón de la Unión en saco y corbata, con mi cigarrito en los labios y mi sombrero. Por dónde no iba, Lima era chico y se podía recorrer a pie. Por querer ganar más dejé el Centro de Salud para irme a la FAM. Añoro ese sol eterno de Chosica, su clima tan bonito. Siempre iba con mi primo, ¿Antonio o Alejandro era su nombre?, al río Rímac a pescar camarones para que mi tía preparara un rico chupe. Traíamos leña también. Entonces todo era bosque, el río era limpio, no como ahora que está todo lleno de mierda. Me hubiera quedado allí, pero era joven, no pensaba en el futuro, igualito que John. Para entrar a la FAM esperé como medio año. Hasta que al fin me recibieron. Primero ganábamos jornal, después a destajo. Los muchachos no querían, nos van a descontar por cada pieza que salga dañada, alegaban. Yo he sido hornero, les decía; hornear tazas, platos, fuentes, lavatorios es como hornear panes y bizcochos. Me hicieron caso y empezamos a ganar mil quinientos soles, mil seiscientos semanales. Ni los empleados. Tenía razón, don Juan de Dios. Me eligieron Secretario de Defensa del Sindicato. Hubo una huelga, ¿en qué año fue?, con la cual yo no estuve de acuerdo. Vamos a terminar mal, les decía, ¿no estamos ganando bien?, pero ellos huelga, huelga, carajo, ¿o no tenemos pantalones? Allí estaba mi prima Juana Palomino. Las mujeres también tenemos los pantalones bien puestos y nos sumamos a la huelga, compañeros, dijo. Un día que yo terminaba mi turno de noche llegó la guardia de asalto. Me los encontré en la puerta. Los saludé y salí volando. ¡Espere, compañero Gastelú!, me llamaban, ¡no sea cobarde! Ni cojudo para enfrentarme a la policía. Detuvieron a todos los dirigentes. Yo pasé a la clandestinidad: si alguien me busca, diles que he ido a Chincho, le dije a María. Hasta que vino llorando su amiga Lucila Borda porque su esposo, Baltazar Quispe, también estaba detenido. Fui a buscar a mi compadre Julio García Olano, que era abogado. Fue a la prefectura. Allí le dijeron que los detenidos estaban incomunicados hasta que concluyeran las investigaciones. Cuando terminó la huelga, tres meses después, todos los dirigentes fueron despedidos, ni les pagaron sus beneficios sociales. De la que me salvé. Balta también salió bien librado gracias a mi compadre. ¿Hace cuánto que murió Balta? ¿Diez, doce años? Unos meses antes de morir nos visitó con su señora. No nos veíamos desde que nos vinimos a La Realidad. Era la despedida, y no lo sabíamos. Si no me hubieran hecho daño, me habría jubilado con una buena pensión como mi cuñado Porfirio o mi primo Estanis y no estaría sufriendo tanto en mi vejez. Una vez casi le rompo la cabeza a la ¿gerente, secretaria, o al gringo Moll? Fue al gringo Moll, vino con una bacinica desportillada: ¿así trabajan sus ayudantes, Gastelú?, me reclamó, ¿quién va a pagar esto? Yo era jefe de sección. Siempre hay material que se estropea, señor gerente, le dije. Ahoritita te rompo la cabeza por inútil, me amenazó. Rómpame pues, gringo de mierda, le dije, cuadrándome, no soy ningún manco. El gringo se quedó mudo, me saqué los guantes y se los tiré en la cara y me empecé a ir. ¡Venga, Juan de Dios, no sea loco!, me dijo. Era un buen hombre a pesar de todo. Había venido de Alemania casi sin nada después de la Primera Guerra Mundial. Empezó a fabricar ollas a mano y poco a poco fue creciendo su negocio. ¿Qué pasó con la secretaria? También peleamos, pero no recuerdo de qué o por qué. También trabajé en la Granja Azul donde los Schuller. Un amigo me hizo pasar como estudiante de veterinaria. Eso debe de haber sido después de venir de Pisco, antes de trabajar en el Centro de Salud. Fue después de la Segunda Guerra Mundial porque a la Granja llegaron alemanes, yugoslavos, italianos, rusos que habían participado en la contienda. Me acuerdo que también criaban chanchos para producir manteca. Le sacaban la grasa y el resto nos lo daban a los trabajadores. A los exsoldados les gustaba el chicharrón. Allí nos daban diario un litro de leche. Los gringos fabricaban mantequilla. Tenía un amigo yugoslavo que me vendió un reloj de oro. ¿Cómo se llamaba? ¿Por qué he olvidado su nombre? ¿Por qué he olvidado tantos nombres? Con algunos compañeros de la FAM compramos un terreno donde fundamos la Asociación de Vivienda Tahuantinsuyo. Allí empecé a levantar mi casita poco a poco. Para qué lo vendí, para ir a vivir entre lagartijas y culebras, a un lugar lleno de piedras, sin agua ni desagüe. La bruja ni los brujos pudieron matarme, pero sí me arruinaron. Toda la vida andando como gitano en busca de un trabajo, viviendo en una choza. En la KAR también estuve siete años cuidando el terreno de la ladrillera en Medialuna. Esos años repasé como nunca la Palabra del Señor. Eso no le gustó al diablo: un gato negro empezó a atormentarme todas las noches. Estaba durmiendo y yo sentía un peso en mi pecho, abría los ojos y allí estaban unos ojos rojos mirándome, escudriñándome hasta que un día agarré mi Biblia y se la arrojé: ¡fuera, Satanás! Nunca más me molestó. El diablo existe, aunque mucha gente no cree. Alejandro Aguilar los ha visto. Era un lampero que venía de la selva y estuvo en Medialuna un tiempo. Cuando era chiquillo presenció una reunión de diablos. Estaba de cacería y empezó a llover. Se subió a un árbol hasta que escampara cuando de pronto apareció de la nada un demonio, después otro y otro y otro más. Todos eran seres deformes, menos el jefe, que llegó último y era hermoso como un ángel. Iba a empezar la reunión, cuando el jefe empezó a olisquear el aire como un perro de presa. Huele raro, dijo, parece que hay un intruso por aquí. Alejandro se asustó feo, empezó a rezar. De pronto, cayó un rayo sobre los diablos y estos se hicieron humo. ¿Dónde estará Alejandro? Hace casi veintinueve años que no lo veo. En 1980 Belaunde volvió al poder, Isaac Kucler vendió la KAR a los Vattilana, yo renuncié, ¿por qué no continué en la planta principal? No pensé bien, ya tenía cincuenta y tres años, pensé que el tiempo no iba a pasar, que siempre tendría las mismas fuerzas. Ese año empezó la guerra en Ayacucho, las cosas empezaron a ponerse cada vez más difíciles. Por un tiempo trabajé como guachimán en la taza de la Central Hidroeléctrica Huampaní hasta que las cosas empeoraron más y llegaron los repuchos para cuidarla mejor. A mí me habían dado una pistola de fogueo. ¿Qué hago si llegan los terrucos? Escóndase en el monte, me decían. Menos mal que los terrucos nunca atacaron la taza. Seguro me conocerían. En La Realidad habían varios terrucos, le dirían don Gastelú es buena gente, no se mete con nadie, lee su Biblia. También trabajé en la granja El Milagro de los Carrasco. Allí sí comimos bastante pollo. ¿Cómo se llamaba el chino que vivía en El Chaparral con quien robábamos pollos? Un pollo para usted y uno para mí, don Gastelú. El chino también estaba lleno de hijos. Una vez llovía intensamente, el río estaba a punto de desbordarse. Si se salía, me iba a quedar en la calle. Hice una oración y el río se desvió para el otro lado. Es que la fe mueve montañas. Una vez regresaba de Huanta y el río Cachi había crecido. También hice una oración y el caudal bajó y crucé tranquilo con mi caballo. Quizá debimos quedarnos en Cangari, comprar un terrenito. Pero durante la guerra allí también hubo enfrentamientos. Quizá nos hubiesen matado a todos… Íbamos a ir a Chincho, pero la crecida del río lo impidió y terminamos en Cangari. Arrendé la chacra de mi tío Víctor Riveros. Compré vacas, caballos, burros. Empecé a sembrar alfalfa, cebada. En las tardes preparábamos las cargas de alfalfa y yo las llevaba tempranito al mercado de Huanta y a mediodía regresaba trayendo pan, arroz, azúcar, fideos, dulces para Carolina y Mariana. Pero ellas no se acostumbraban, había harta cantidad de mosquitos, tenían las piernas, los brazos y las caras llenas de ronchas. Tío Maxi, llévanos a Lima, le rogaban a mi primo Maximiliano cuando nos iba a visitar. Allí nació Arolín. Yo mismo las hice de partero. De algo me sirvió haber trabajado en el Centro de Salud. John sí nació en el hospital de Huanta. A Flora y Dora también las traje al mundo. Justo cuando Flora nació pasó temblor. Estábamos en Huachipa, era el 31 de diciembre de 1973. Por eso saldría media tarada… Carajo, cómo me pica el cuerpo. ¿Y si los brujos me están atacando de nuevo? Esos desgraciados no se dan por derrotados así nomás. Quizá la bruja… ¿cómo se llamaba esa bruja de Chincho a quien mi papá le marcó la cara con su machete? Una madrugada mi viejo había salido a hacer sus necesidades. Estaba de cuclillas, debajo de un guarango, cuando escuchó que alguien lo insultaba: ¡Ignaciucha yanasiqui!, le dijeron. El viejo se subió los pantalones, miró para todos lados pero no vio a nadie. Pensó que había escuchado mal y se puso otra vez de cuclillas. ¡Ignaciucha yanasiqui!, escuchó de nuevo. ¡Carajo, quién me está jodiendo!, dijo mi viejo, machete en mano. Aquí, don Ignacio, en el guarango, escuchó que lo llamaban. Allí estaba la cabeza de una mujer, enredada en las ramas. La reconoció, era una anciana del pueblo. Entonces era cierto que la vieja era bruja, como murmuraba la gente. ¡Ahorita te mato, bruja de mierda!, la amenazó blandiendo su machete. La vieja le hizo una oferta: le ofreció seis toros por su libertad. La bruja se asustaría porque ya estaba a punto de salir el sol y, si la cabeza no se unía al cuerpo, moriría. El viejo aceptó. Liberó la cabeza que se fue volando. Antes, con el machete le hizo una marca en la cara para que recordara el trato. Mi viejo le contó a mi mamá. Vaya por si acaso, le dijo ella. A mediodía fue a la casa de la bruja. La mujer se estaba peinando su larga cabellera negra. En la mejilla izquierda tenía la marca que le había hecho mi viejo. Hoy te daré un toro, Ignacio, le dijo la bruja, y el otro año otro y así cada año hasta completarte los seis que te he prometido para evitar las habladurías. El viejo regresó con un toro a la casa. Pero esos toros le costarían caro. ¿Acaso la bruja se lo iba a dar a cambio de nada? Lo maldeciría, maldeciría a toda su descendencia. Unos días después yo estaba jugando en un sauce y una rama se me incrustó en la cara marcándome en el mismo lugar en que mi padre le hizo el chuzo a la bruja. Arolín también tiene una marca que se hizo con la puerta de calamina al tropezar cuando estaba aprendiendo a caminar. John también se hizo un chuzo en la sien cuando se cayó una noche en un pozo que Vitaliano había hecho en el camino. Hasta Dora creo que se hizo un chuzo pero en la patilla que apenas se nota. A mi padre también le hicieron daño. Una vez encontró en el patio un atadito donde estaban sus cabellos, la barba que se afeitaba, pedazos de su ropa interior. Mamá murió víctima de la brujería. Quizá esa bruja era amiga de la bruja María Villanueva. ¿Sino por qué me haría daño mi propia tía sin que yo le haya hecho nada? ¿Dónde se ha visto eso? A Arolín le voy a decir que mejor me lleve al curandero porque los médicos no me encuentran nada. Ya estoy casi dos semanas aquí y el cuerpo me sigue picando y este calor es insoportable. ¿Hasta cuándo voy a estar así? Tengo tantas cosas que hacer en la casa. Las plantas se estarán secando con este calor. Si a Arolín le dan su plata, tenemos que terminar de construir su cuarto. También tenemos que hacer el muro para que la gente no invada nuestro terreno. Yo tengo que ponerme a predicar la Palabra del Señor porque falta poco para el fin de este viejo sistema de cosas.