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viernes, 23 de septiembre de 2011

La piscina

A Mily, que murió ahogada

La vi llegar a la piscina. Era delgada y menuda. Tenía los cabellos negros, largos y lacios, la piel pálida como si recién saliera al sol. Llevaba un jean que alguna vez fue azul, un polito blanco y sandalias. Unos lentes oscuros cubrían sus ojos. Entró a los vestidores y unos minutos después salió enfundada en un bikini verde. Tendió su toalla sobre la baldosa. Untó su piel con bloqueador. La piel pálida que el sol tostaría en un par de horas.
Era uno de los días más calurosos del último verano. La piscina rebosaba de concurrentes.
Se echó sobre la toalla.
–Al agua, patos –dijo Verito.
–Vayan nomás –dije.
–¿Agustín, has venido a bañarte o a pensar en la eternidad de los mosquitos, ah? –me preguntó Galia.
–Voy a broncearme un poco.
No insistieron.
Después de un rato de tostarse la espalda, la chica se dio la media vuelta y quedó de cara al sol. Sus pequeños senos apuntaban hacia el cielo como queriendo derribar al astro rey.
¿Estaría esperando a alguien?, me pregunté, sin dejarla de mirar.
Mis amigos chapoteaban en el agua, nadaban de un extremo a otro de la piscina, buceaban hasta agotar el aire de sus pulmones.
Salieron.
–¿Vamos por una Cristal al polo, Agustín? –propuso César–. Las chicas están que se mueren de sed.
–Después.
–Caramba, este hombre ha venido a mosquearse como un plátano. Anda, vamos –Verito tiró de mi brazo–. No seas aguafiestas, Agustín.
–Después.
–Lo que te pierdes, amiguito.
La chica se paró, se acercó a la piscina, remojó un pie como tanteando la temperatura del agua. Pareció desanimarse. Fue al quiosco, pidió una Pepsi. Bebió casi media botella en el trayecto de regreso. Se echó de nuevo sobre la toalla. El sol seguía quemando implacable su piel.
–Vamos, Agustín, una chelita no te hará daño –era Verito, la piel colorada, el rostro lleno de pecas–. Qué calor, ¿no?
–Bueno.
Los brindis, las risas, los planes para pasar un largo fin de semana en la playa como despedida del verano.
–¿Almorzamos, chicas?
–Claro, de una vez –dijo Galia–. Tengo un hambre feroz. Nadar abre el apetito.
–¿Está bien un arroz con mariscos?
–Claro, y también un cebichito con harto ají.
–Y otra chelita más, porfis –dijo Verito–. ¡Qué calor, Dios!
La chica se puso otra vez de pie, se sacó los lentes y caminó en dirección al trampolín. Empezó a subir. Un paso, otro paso y otro paso hasta llegar a la cima. El cielo quedó al alcance de sus manos. Parecía la estatua de alguna diosa marina.
–Yo ni loca me tiraría desde allí. Me moriría de vértigo –dijo Galia, señalando a la chica con un gesto–. A menos que tenga paracaídas.
–Tampoco exageres, Galia –le dijo César–. No es tan alto como parece.
–¿A ver, damos un ejemplo? –le dijo Verito–. Queremos verte volar.
–Primero las damas.
–Chistoso. Ni tú te atreves.
Risas.
Me distraje por un segundo siguiendo con la mirada a una chica con un aire a Vanessa Tello. Los gritos de los bañistas rompieron el encanto.
–¡La chica se ahoga! –gritó Verito.
Corrí, me arrojé a la piscina. La saqué desfalleciente. Los párpados cerrados, la boca torcida en una mueca de desesperación, el terror dibujado en su rostro pálido, los cabellos revueltos como algas. Tuve que hacerle respiración boca a boca. Sus labios yertos, mis manos presionando su vientre. Arrojó toda el agua que había tragado. El agua y la Pepsi.
Volvió en sí. Se echó a llorar. Ya pasó, le dije. Solo fue un susto. Pero igual seguía nerviosa.
–Vamos, te acompaño a tu casa –le dije.
–Provecho con el plan –me susurró Galia.
–Nos cuentas después, salvavidas –dijo Verito, con ironía.
–Con todos los detalles –otra vez Galia.
–Tontas –les dije.
Se llamaba Lisette, vivía en La Realidad.
–No debí de arrojarme del trampolín –dijo, ya en la combi, aún con temblor en la voz.
–No eres la única a la que le pasa eso.
–Es que yo no sé nadar. Hasta ahora no sé por qué me subí al trampolín. ¿Te das cuenta la locura que hice?
–Ah, bueno, ahí sí fue una imprudencia entonces.
–Mis padres se iban a volver locos si me moría.
–Ya pasó –le repetí. Le tomé las manos: seguían heladas–. Si quieres, puedo darte clases de natación. Aunque me imagino que ni querrás bañarte nunca más, menos en una piscina, ¿no?
Sonrió. Había tristeza en su sonrisa, en sus ojos.
–En casa tenemos una piscina…
–Mucho mejor entonces. Un par de lecciones, y nadarás mejor que Sirenita.
–Para no hacer el ridículo la siguiente vez, ¿verdad?
–No digas eso, Lisette. Nadar es fácil, ya lo verás.
Bajamos en el paradero de los Álamos, subimos a lo largo de la avenida, doblamos a la derecha y llegamos a los Eucaliptos 141.
–Aquí vivo –dijo Lisette, ante una casa media vieja.
Me dio las gracias por haberle salvado la vida.
–No fue nada –le dije–. Vengo mañana entonces.
–Sí. Te estaré esperando, Agustín. Ya conoces la casa.
Nos despedimos con un beso en las mejillas.
Al día siguiente estaba yo ante esa misma casa. Toqué una y otra vez. Cuando ya me iba a marchar pensando que no había nadie, al fin me abrieron.
–¿A quién busca, joven? –me preguntó una anciana. Tenía los mismos rasgos de Lisette, pero abatidos por el paso inclemente del tiempo. Será su abuelita, pensé.
–A Lisette, señora. Soy Agustín, su amigo.
–Pasa, pasa, Agustín –me dijo la abuela. Estaba toda encorvada y se ayudaba con un bastón–. ¿Cómo así la conociste?
–En La Portada del Sol, señora. Fue a bañarse y…
¿Decirle que su nieta estuvo a punto de morir ahogada? Mejor no, podría darle un infarto.
–Por lo visto, mi hijita aún no puede descansar en paz –dijo la anciana–. Ya no sabemos qué más hacer para que su alma no siga penando. Siempre le hacemos sus misas, pero parece que es por gusto. ¿Será que tuvo una mala muerte?
¿Qué? ¿Su alma sigue penando? ¿Descansar en paz? ¿Misas? ¿Hijita?
–¿Qué dijo, abuela?
–Lisette murió ahogada hace sesenta y seis años, un diecinueve de marzo como ayer.
La miré incrédulo, sorprendido.
–No tendría por qué mentirte –dijo la abuela, con trémula voz–. Con la muerte no se juega. Ven.
Esta vieja está loca de remate, pensé, mientras cruzábamos un amplio jardín devorado por la maleza. Yo no soportaría vivir ni un solo día en su compañía. En cualquier momento se aparecería Lisette y me diría Agustín, no hagas caso a lo que dice mi abuelita, ¿no ves que sufre de demencia senil la pobrecita? Compréndela, por favor.
Llegamos a una piscina de sucias aguas al borde del cual estaba sentado un anciano. No contestó mi saludo. La abuela loca de remate, el abuelo sordo, bonita familia, pensé. Nunca más vuelvo a esta casa. ¿Quién me manda a dármelas de instructor de natación, ah, de salvavidas? Mis amigos se iban a reír cuando les contara que me había encontrado con una pareja de locos.
–Está así desde que Lisette se ahogó. Se pasa las horas mirando ensimismado la piscina como si quisiera escuchar los gritos de nuestra hijita para acudir en su auxilio y salvarla como no lo hizo hace sesenta y seis años –dijo la vieja, con los ojos arrasados por el llanto.
Se ha tomado muy en serio lo de la hijita ahogada, me dije. Debió de haber sido actriz en su remota juventud. O quizá Lisette les contó que estuvo a punto de ahogarse y se querían divertir a costa mía para olvidar ese hecho tan lamentable.
–Franz, ayer la niña se le apareció a Agustín –le dijo la viejita, tocándole los hombros. El anciano apenas hizo un movimiento para mirarme con unos ojos glaucos carentes de expresión alguna. Eran los mismos ojos de Lisette.
No dijo nada. ¿No tendría lengua? Hedía. Tenía la barba crecida.
–Hasta se ha olvidado de hablar. Su vida es estar sentado al borde de la piscina nomás.
Par de viejos locos, pensé. Qué terrible es la edad. Yo, a los cincuenta años, me ato una piedra en el pescuezo y me arrojo al mar. La vida de Lisette sería un infierno en este pequeño manicomio, ¿no?
–¿Y cómo estaba mi hijita, Agustín?
–Linda, hermosa –decidí seguirles la corriente. ¿Para qué discutir con unos locos?
–Era una niña muy preciosa –dijo la viejita–. Parecía un querubín.
¿En qué momento se aparecería Lisette y me diría mis abuelos te están tomando el pelo, Agustín, no les hagas caso?
–¿Vamos a su cuarto?
–Claro, señora –dije, pensando al fin se acabó la farsa. Lisette estaría durmiendo aún, seguramente. La sacaría de su cama, le jalaría las orejas por no mandar a esos viejos locos al Larco Herrera–. ¿El abuelo se queda?
–Sí. De allí nadie lo mueve hasta que lo llame nuestra hijita pidiéndole ayuda.
–¿Y cómo así se ahogó Lisette, señora?
–Era una niña muy inquieta. Mientras me fui al mercado, se subió al trampolín y se arrojó como lo hacía su papá. Franz dormía aún y no escuchó sus gritos. Cuando nos dimos cuenta, estaba flotando en el agua. Ella no sabía nadar.
Por lo visto, Lisette les había contado lo que pasó en el club y sus mentes enfermas habían trastocado la realidad, ¿verdad?
Volvimos a cruzar el jardín. Entramos a un cuarto de niña cuyas paredes estaban cubiertas de fotos ya amarillas. Reconocí a la chica –con muchos años de menos, claro–, a quien había salvado la vida: los mismos ojos grandes y tristes, la misma cabellera negra, larga y lacia.
Sobre una cama pequeña, estaban los restos momificados de una niña. Parecía recién sacada del agua.

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