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jueves, 30 de abril de 2009

Adiós, abril

Se va abril, el primer mes completo sin papá. Hoy fui a Chosica con Diego y Bere. Fuimos al chifa y después a dar vueltas por el Parque Central. A veces imagino que son mis hijos. No lo son, pero parece que lo fueran. Nacho se me está escapando de las manos. Entre más crecen, los chicos ya quieren volar.
Hace 23 años pasó algo que quizá me lleve a la tumba. Es mi secreto, el único que no he compartido con nadie.

martes, 28 de abril de 2009

Un día negro

Hoy fue un día de mierda en el colegio, zutano y mengana me dijeron que fulano les había dicho que los chicos andan estropeando las guitarras que utilizo para dar mis clases, que si siguen así, mejor que se compren cada uno sus instrumentos, yo me pregunto con qué se van a comprar si no tienen ni para una flauta dulce, ellos prefieren que las guitarras se llenen de polvo y terminen llenos de polillas a que lo usen los otros. Bueno, faltan pocos días para que terminen el primer bimestre y ya veré qué enseño en el segundo, que sus guitarras se las metan en el culo.

La rosa negra

I.M. María Eugenia


–Señor, ¿puede prestarme la escalera?
Miré hacia abajo. La mujer era joven y bonita. Llevaba un vestido negro de modelo antiguo. En las manos tenía un ramo de rosas blancas.
–Un momento y termino –le dije.
Estaba visitando a mi madre. Terminé de ponerle sus flores. Era el atardecer del 31 de octubre. Al día siguiente el cementerio se iba a convertir en una feria. Detesto las aglomeraciones, la música y las muestras de euforia en un lugar que yo considero para el recogimiento y la paz.
–Espero –dijo ella.
Chau, mamá, pasado mañana vengo, cuídame, murmuré.
–La escalera es suya, señorita.
–¿Podría ayudarme a llevarla hasta el nicho de mi difunto? –pidió. Tenía la voz suave como el susurro del viento entre las flores del camposanto.
–Claro. No faltaba más. ¿A qué pabellón?
–Al San Martín de Porres.
Me puse la escalera sobre los hombros y eché a andar tras ella. El pabellón San Martín de Porres estaba en el lado antiguo del camposanto. El ceñido vestido dibujaba su figura estilizada. A su paso dejaba una estela de perfume añejo. ¿Quién se te murió?, solía ser la pregunta con que empezaba yo mis diálogos cuando alguien me interesaba. Había obtenido buenos resultados en un par de ocasiones. Generalmente en los camposantos las personas están con ánimos de contar sus vidas, sus pesares después de haber sufrido una pérdida y necesitan oír unas palabras de consuelo. ¿Quién se te murió, amiga? Esta vez se me hacía difícil emplear mi fórmula. Temía que notara mi apresuramiento. Poco a poco se llega al cielo, Agustín, me dije.
Llegamos al pabellón indicado. Habíamos recorrido medio cementerio. Tenía los hombros adoloridos. Así debió de estar Cristo después de cargar su cruz, pensé.
–Mi finadito está allí –dijo ella, señalando un nicho de la última fila–. ¿Podría ponerle sus flores? Yo no llego.
–Sostenga bien la escalera porque no quiero visitar a San Pedrito antes de tiempo.
–No se preocupe –dijo, con una sonrisa.
Empecé a subir rogando que mi peso no venciera la fuerza de la chica –se la veía tan frágil– y rodara escaleras abajo. ¿Por qué construirán pabellones tan altos? ¿Para que las almas lleguen más rápido al cielo?
Los floreros contenían unas rosas resecas por el tiempo. Por lo visto, al difunto venían a visitarlo una vez al año. El nicho estaba cubierto de polvo y tela de araña. Saqué los floreros. Me dispuse a bajar. Miré hacia abajo: un esqueleto sostenía la escalera. Me miró con sus cuencas vacías. Era una mirada penetrante. Sonrió. Tenía los dientes amarillos, largos. Dioses. Sentí un desvanecimiento. Me sostuve fuerte para no caer. Quise gritar, pero ningún sonido brotó de mi garganta. Me restregué los ojos y volví a mirar: la chica me sonreía mientras sostenía la escalera con ambas manos y un pie. Debe haber sido una mala jugada de mis sentidos, me dije. ¿No había escuchado la semana anterior el aullido de un perro y el arrastrarse de unas cadenas? En los cementerios pasan algunas cosas que escapan a la razón.
–¿Le pasa algo? –preguntó la chica.
¿Contarle lo que acababa de ver para que me tildara de loco?
–No. Nada. No se preocupe.
Volví a subir para limpiar el nicho. El polvo que se levantó casi me asfixia. Creo que lo mejor es que a uno lo incineren y tiren sus cenizas al mar para no causar más molestias a los vivos.
Bajé y volví a subir llevando los floreros que la chica había lavado con las rosas frescas. Sin querer, me pinché un dedo con una espina.
–¡Oh, se ha lastimado! –dijo, tomando mi mano.
Tenía las manos heladas como una lápida. Eran unas manos blancas, casi transparentes, se notaban las venas que la recorrían. Tenía las uñas largas y pintadas de rojo como la sangre que no cesaba de brotar de mi dedo.
Ella sacó de su escote un pañuelito de seda y me envolvió el dedo. El pañuelo blanco se puso rojo al instante. ¿Tanta sangre brotaba de un pinchazo?
Presionó mi dedo un buen rato. Sus manos se mancharon. Al fin cesó la hemorragia. Se las lavó.
Oscurecía. Los últimos deudos abandonaban el camposanto.
–¿Nos vamos, o se queda?
–Nos vamos. Ya llegará el día en que me quede aquí para siempre.
Sonrió.
–¿Un cafecito? –le ofrecí.
–Si no es mucha molestia. Gracias.
Ahora estábamos sentados frente a frente ante dos humeantes tazas de café.
–¿Cómo te llamas? –le pregunté.
–Camila –dijo ella.
–¿A quién vienes a visitar?
–A mi padre. ¿Y usted?
–A mi madre.
Sus ojos brillaron. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
La muerte de un ser querido es el dolor más profundo que un hombre pueda padecer, pensé mientras acariciaba sus heladas manos. Tantas cosas que compartí con mamá. Tantos sueños que se quedaron truncos ante su repentina partida.
Lloró por un buen rato. Llorar es bueno. Llorar libera tu corazón de un gran peso. La vida es así. Todos vamos a morir algún día. A mamá la lloré meses. La lloré todos los días. Fue la mujer más buena que haya conocido. Mi único consuelo es saber que ahora, esté donde esté, está en paz.
Poco a poco se fue calmando.
–¿Vienes mañana a visitar a tu mamá, Agustín?
Le iba a decir que no, ¿no te parece patético que la gente baile, cante, se emborrache perturbando la tranquilidad de los muertos?
–Sí –dije–. Un rato. ¿Tú?
–También –dijo Camila–. A ver si nos encontramos.
–¿A qué hora?
–¿Te parece tempranito? Hay menos gente que en la tarde.
Nos despedimos quedando encontrarnos a las nueve de la mañana.

Al siguiente día la esperé inútilmente durante todo el día soportando el barullo de la gente.
Busqué una escalera. Subí. Los floreros llenos de sangre contenían unas relucientes rosas negras.
Agustín Vidal: 06 junio 1868 – 31 octubre 1945, decía allí. Recuerdo de su hija Camila.

lunes, 27 de abril de 2009

La felicidad

Hoy he encontrado una razón para sonreír, para mirar el futuro con optimismo.

domingo, 26 de abril de 2009

La casa vacía


Agustín lanzó una maldición. Trató de encender una y otra vez el motor del auto, pero todos sus intentos fueron inútiles. Afuera la lluvia arreciaba. ¿Dónde encontraría un mecánico a esa hora? Era casi la medianoche en su reloj. Las casas de La Realidad estaban todas con las luces apagadas. El alumbrado público apenas iluminaba lo indispensable como para saber que allí, al frente, se levantaba un pueblo. ¿Quedarse a dormir en el vehículo? Podría ser, pero si el cielo seguía vaciándose así, pronto habría otro diluvio universal, y precisamente su auto no era ni de lejos el arca de Noé. A un par de metros de la carretera pasaba el río Rímac arrastrando en su fiero y lodoso caudal piedras, árboles arrancados de raíz y sabe Dios qué cosas más. En cualquier momento podría desbordarse y allí sí lo lamentaría. La carretera estaba solitaria, ni un vehículo a la vista, ni siquiera un grifo donde pedir ayuda. Tal vez habría caído un huayco en las alturas interrumpiendo el paso. Cómo saberlo si hasta la radio no funcionaba. Era mejor buscar un lugar donde pasar la noche antes de que las cosas se pusieran color hormiga. En La Realidad debía de haber aunque sea un rincón donde estar seguro hasta el día siguiente.
Bajó del vehículo y cruzó la carretera en dirección al pueblo caminando bajo la copiosa lluvia. Las calles estaban convertidas en un lodazal, el agua se metía por sus zapatos y ni una sola casa con las luces encendidas. Dobló una calle, y otra, y otra. Todo el mundo parecía dormir. No debió de haber viajado tan tarde, debió de haber esperado el día siguiente, pero cómo iba a saber él que iba a llover de esa manera. Esa lluvia era inusual. Por aquí llovía en verano, nunca en julio. Mañana era veintidós de julio. Treinta años atrás, su madre todavía estaba viva. Treinta años atrás, su madre estaba viviendo su última noche de existencia. Al día siguiente moriría, culminaría su paso por la tierra.
Cruzó la plaza y vio una casa con las ventanas iluminadas. Se alegró. Era la única con las luces prendidas en ese pueblo fantasma. A ella se dirigió de prisa sintiendo cómo el frío le calaba los huesos, el alma.
Cruzó un jardín lleno de geranios. ¿Beethoven? Alguien tocaba el piano. En medio del golpeteo de la lluvia y el rumor del río reconoció La patética de Beethoven. Cuántas veces lo había tocado su madre. Se abrió una puerta en su memoria y vio las manos, blancas, bien cuidadas, de largos y finos dedos, de su madre cayendo como esta lluvia sobre las teclas del viejo piano que ahora estaría apolillándose en algún rincón de la antigua casona familiar.
Los Eucaliptos 141, decía la placa sobre la puerta de madera recién barnizada. Los Eucaliptos 141, repitió bajito. Vaya coincidencia: esa era la misma dirección de su casa. En todos los pueblos había una calle llamada Los Eucaliptos, por lo visto.
En lugar de timbre había un reluciente puño de bronce.
Llamó. Nadie.
Insistió. ¿Y si alguien se había quedado dormido escuchando un disco de Beethoven? La lluvia se intensificaba. Llamó otra vez. Dejaron de tocar el piano, o apagaron el tocadiscos. Escuchó unos ligeros pasos acercándose a la puerta.
–¿Quién? –preguntó una voz de mujer.
–Mi auto se ha malogrado cerca de aquí. No sé si podría…
La puerta se abrió.
–Buenas noches, señorita, disculpe que la moleste tan tarde, es que mi auto…
–Pase, pase –dijo la joven–. No vaya a pescar una pulmonía con este clima.
–Gracias.
Ella lo condujo a una salita. En una chimenea ardían los leños llenando de calor el ambiente. En un rincón estaba un viejo piano. Parecía el mismo piano que había pertenecido a su mamá.
–¿Era La patética lo que tocaba?
La chica dijo que sí.
–Para no aburrirme.
Alimentó el fuego con otro leño.
Era bonita. El fuego le daba unos matices rojos a su albo rostro. Tenía los ojos grandes y oscuros. Su negra y ondeada cabellera estaba atada en una larga cola de caballo.
–Mamá también tocaba el piano –dijo Agustín–. Y tocaba La patética. Al escucharla me acordé de ella. Mañana son treinta años desde que murió.
–Lo siento mucho. ¿Cómo se llamaba?
–María Luisa.
–Qué coincidencia, yo también me llamo igual.
Agustín hizo un gesto de incredulidad.
–En serio –dijo ella–. María Luisa es un nombre común.
María Luisa era joven. A lo mucho tendría unos veinte años. ¿Qué habría estado haciendo su mamá a esa edad? El viejo la conoció a los veintitrés, se casaron, lo tuvieron a él.
–¿Una taza de café? Ha quedado un poco de comida. ¿Le sirvo?
–Si no es mucha molestia. Gracias.
–De nada.
Pareces mi mamá, iba a decirle Agustín. Su mamá siempre lo esperaba con la comida caliente.
–¿Qué hacía a estas horas en la carretera? –preguntó ella desde la cocina.
–Iba a Chosica. Mañana le vamos a hacer una misa a mamá. Quería limpiar la casa donde vivió.
Alguien empezó a toser en un cuarto cercano.
–Es mi abuelita que está con una fuerte gripe –dijo María Luisa, cruzando la salita–. Ya vengo.
Agustín la vio desaparecer en una puerta al fondo del pasillo. Afuera, la lluvia no tenía cuándo acabar. Las amplias ventanas eran golpeadas por las gruesas gotas de lluvia. A lo lejos el río bramaba como un animal furioso. Qué sería de su auto. Tantos sacrificios para comprarlo para que al final se lo lleve el río. Menos mal que no se quedó a dormir allí. Qué suerte había tenido al encontrar esta casa. La única casa en todo el pueblo con las luces prendidas. El resto parecía dormir placidamente.
María Luisa cruzó hacia la cocina. Agustín escuchó el ruido de tazas, platos y cubiertos. Se acordó del ruido que hacía su mamá en la cocina de su casa.
–Sírvase –dijo la muchacha, alcanzándole una bandeja donde humeaba una taza de café y un plato con saltado.
–Muchas gracias.
–De nada.
–Está rico –dijo Agustín, probando el saltado–. Parece la sazón de mi mamá.
María Luisa sonrió. Tenía una bonita sonrisa. Las lenguas de fuego se reflejaban en su blanca y pareja dentadura.
Desde la otra habitación volvieron a toser y ella se fue corriendo.
–Ya regreso.
La lluvia seguía cayendo con furia sobre el pueblo. Agustín, después de comer, se asomó a la ventana: las calles parecían ríos, el cielo era iluminado por los relámpagos a cada instante. Las casas continuaban con las luces apagadas. Suerte que encontré este refugio, se repitió otra vez, sino, dónde estaría ahora.
–De repente desea descansar –dijo ella al regresar–. Tenemos un cuarto de huéspedes.
–Todavía no –dijo Agustín–. Más bien me gustaría escucharla. Claro, si no es abusar de su hospitalidad.
–Al contrario –María Luisa sonrió, echó otro leño al fuego, y se puso al piano. Sus dedos, largos, delicados, casi transparentes, de uñas recortadas y bien pulidas y sin pintar, empezaron a caer sobre el teclado como la lluvia sobre ese extraño pueblo–. Casi nunca tengo oyentes.
–¿Die schöne müllerin?
Ella asintió.
–Schubert.
–Mamá solía tocarlo siempre –dijo Agustín. Cerró los ojos para disfrutar mejor de ese instante tan especial. Vio a su madre tocando el piano en la sala de la casona familiar. Tenía las manos bien bonitas. Casi no recordaba su rostro. Sus manos sí las recordaba con toda claridad como si nunca las hubiera dejado de ver. Y también recordaba las canciones que tocaba. ¡Mamá! Después de tanto tiempo iba a visitar su tumba. Se sintió culpable de tenerla olvidada, de no llevarle ni un ramo de flores en tantos años. Esa pieza era Das wandern, el lied favorito de su madre, y el suyo también. Cuántas veces lo había tocado mamá. Si no hubiese muerto tan temprano, seguramente él también hubiese sido pianista y hoy estaría dando un recital en algún lugar del mundo y no estaría en ese pueblo donde la lluvia no tenía cuándo acabar. ¿Tanta agua había en los cielos? Pero bien valía un chapuzón el estar aquí escuchando a María Luisa cuyas bien cuidadas manos seguían danzando sobre el teclado como una ballerina. Se miró las manos. No, esas no podían ser las manos de un pianista. Eran feas, sus dedos eran gruesos, torpes. Sintió vergüenza de sus manos. Ahora la chica tocaba Nouvelles pièces fruides. Satie. Otra vez su madre. Volver a la infancia, estar junto a mamá, escucharla tocar todas las tardes. Tocaba divino. Se arrepintió de no haber seguido sus pasos. Él era un músico frustrado. Claro de Luna. Vuelta Beethoven. Ese era el primer movimiento. Otra vez su madre. Afuera el cielo seguía derramando sus lágrimas sobre La Realidad. Los rugidos de ese animal furioso que era el río cada vez se hacían más fuertes. Qué sería de su pobre auto.
Volvieron a toser.
–¡Dioses, ya es tarde! –exclamó la chica como si recién se diese cuenta de la hora que era–. Debes estar muriéndote de sueño.
Agustín asintió aunque no tenía ganas de irse a dormir.
María Luisa fue donde su abuela y regresó al minuto y lo condujo al cuarto de huéspedes.
Mientras el sueño lo vencía, Agustín volvió a escuchar La patética. Beethoven. Su madre, sus manos bonitas y bien cuidadas de largos y frágiles dedos que caían como la lluvia sobre el teclado. Una chica así era lo que siempre había estado buscando.


Una semana después, esta vez de día, un día hermoso lleno de sol y sin lluvia, Agustín estaba de vuelta en La Realidad. Buscó Los Eucaliptos 141. Se sorprendió al encontrar una casa antigua en cuya sucia ventana de lunas rotas un cartel deslucido por las inclemencias del tiempo decía SE VENDE. No recordaba haber visto ese aviso. Los geranios a duras penas sobrevivían en ese jardín devorado por la mala hierba. ¿Esa era la casa donde había sido acogido en esa noche de infernal llovizna? Quizá se había equivocado de dirección, pero allí decía, sobre la vetusta puerta de madera, Los Eucaliptos 141. Hizo sonar el herrumbroso puño de bronce.
Nadie.
Insistió.
–Nadie vive en esa casa hace años –le dijo una señora sacando la cabeza desde la casa vecina.
–¿Nadie dice?
–Así es. Hace años vivía una viejita, viuda ella, que tocaba el piano. Pero se murió y desde entonces nadie vive allí. Decía que tenía un hijo, pero parece que el hijo se murió antes que ella porque nunca vino a visitarla.

Libros

Últimamente he leído los siguientes libros, todos de literatura infantil y juvenil:
Hasta el verano que viene de Tormod Haugen, bella historia de la pequeña Britt que quiere ser grande.
El niño que vivía en las estrellas de Jordi Sierra i Fabra, una historia para que los padres, y los que no lo somos, reflexionemos sobre lo que hacemos con los niños.
El pequeño vampiro de Ángela Sommer-Bodenburg, una historia divertida sobre los vampiritos que todos llevamos dentro.
El muchacho que inventaba historias de Margareth Mahy, buena la historia del tendero que venció al diablo.
La gran Gilly Hopkins de Katherine Paterson, una historia conmovedora donde se nos demuestra que el amor todo lo puede.
El cristal del miedo de Marcelo Serrano y su hija Margarita Maira Serrano, una historia divertida.
Hay espacio para todos de Diana Cornejo, otra historia donde el amor lo puede todo.
Me han dicho que tanta lectura es por culpa de una depresión, ¿será cierto? Pero la paso bien leyendo.
Debería de estar de asesor de lecturas del profesor de Diego, porque el tipo es un cero a la izquiera en cuanto a lectura infantil, en fin.

sábado, 25 de abril de 2009

Sueño

Hoy soñé con mi padre. Estaba fuerte, sano. Estábamos trabajando. Es la primera vez que lo sueño desde su muerte. Esté donde esté, debe estar mejor que en este mundo.

viernes, 24 de abril de 2009

A dona aranha

Esta canción de Sandy y Junior para mis sobrinas Bere y Nela
http://www.youtube.com/watch?v=-MnidyLYLH0
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Joana come papa
http://www.youtube.com/watch?v=xz-MTlpEIjA

El amor eres tú

Vivía en la soledad, / atado a un pasado, / desconfiando del amor, / solo me había causado dolor. / Vivía hastiado / de esos amores / que un día se marcharon / dejándome el corazón lleno de dolores. / Pero el día menos pensado / nuestros caminos se encontraron / y al escuchar las palabras de tus labios / los gorriones en mis oídos cantaron. / Mi corazón volvió a latir, / y es que al mirarte a ti / tuve razones nuevas para sonreír, / para seguir, para vivir./ Es que el amor eres tú, / porque es azul / el cielo que era gris / desde que estás junto a mí. / Hoy sé que una mirada tuya basta / para olvidar los malos amores, / para secar las lágrimas, / para olvidar tantos sinsabores.
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Titánic en las voces de Sandy y Junior
http://www.youtube.com/watch?v=0NfDXepqZ4c

jueves, 23 de abril de 2009

Los vampiros de La Realidad

Los primeros habitantes llegaron a La Realidad huyendo de la ocupación del ejército chileno. Entonces la distancia entre el valle y la capital era enorme, había que cruzar un enmarañado monte infestado de fieras y un caudaloso río. ¡Quién se iba a imaginar que un siglo y medio después todo se llenaría de cemento e hidroeléctricas! Irónicamente, estas están ahora en manos de nuestros antiguos enemigos. Entre ese grupo de personas estuvieron los Helder; nadie sabía de dónde habían salido, pero destacaban por su belleza física: gente de tez blanca, ojos claros y cabellos rubios y su hablar extraño, una mezcla de español y un idioma desconocido. Eran cuatro: papá, mamá y una niña y un niño. Desde un comienzo, esta familia se comportó de una manera extraña: buscaron para habitar un lugar aislado y alejado, casi nunca se les veía en el pueblo. Un día ocurrió un crimen en las afueras del pueblo, camino a la estancia de los Helder: José, un chico que presumía de sostener amoríos con Marianne Helder, fue hallado muerto con orificios en el cuello y sin una gota de sangre en las venas. ¿Qué animal habría hecho eso? Ningún animal conocido. A esa muerte siguieron otras, y otras. Había que hallar un culpable, y todas las miradas apuntaron a esa familia tan extraña. Son brujos, dijo alguien. Practican el incesto, añadió otro, por eso papá Helder ha matado al amante de su hija. Son vampiros, dijo uno que había estado alguna vez en Europa y escuchado la leyenda del Empalador de Transilvania, ¿acaso se les ve de día?, ¿y ese idioma con el que se comunican entre ellos? Alguien aseguró haber visto a papá Helder merodeando el pueblo a altas horas de la noche. La chusma, enardecida, decidió hacer “justicia” con sus propias manos y acabar con los que, supuestamente, estaban cometiendo esos crímenes. Los cuatro Helder fueron muertos con una estaca clavada en sus corazones. Fueron enterrados en el patio de su casa. Unos años después, la peste arrasó con casi toda la población de La Realidad. Los muertos fueron enterrados al lado de los supuestos vampiros, lejos del pueblo, como si también fuesen malditos. Con los años, y cuando La Realidad creció, el lugar se convirtió en el cementerio oficial. Alguien, no se sabe quién, construyó un mausoleo para los Helder, ¿se dieron cuenta que habían cometido un error? Cuando éramos niños y había algún muerto en el pueblo, solíamos acompañar al cortejo y siempre íbamos a ver la tumba de los “vampiros” cuya historia nos habían contado nuestros abuelos. Pero un día dejé de ir, perdí el encanto de visitar la tumba de los Helder, murieron amigos, vecinos, y nunca iba, veía de lejos nomás el cortejo fúnebre, hasta que murió mamá y siempre la visitaba. Cuando cumplió un año, fui con un amigo y allí nos agarró la noche bebiendo para despedir el largo periodo de duelo. Entonces recordé a los vampiros cuya historia pobló mi niñez. Fuimos a buscar su mausoleo. Allí estaba, carcomida por el paso de los años y la malahierba. ¿Sería cierto que los mataron ensartándoles estacas en el corazón? Quizá con el paso del tiempo la gente fue exagerando, haciendo añadidos a esa antiquísima historia. Verifiquemos, dijo mi amigo, animado por el alcohol. No sin esfuerzo, utilizando un fierro como palanca, destapamos los cajones. Allí estaban los cuatro, intactos a pesar del paso del tiempo. Solo tenían manchas de sangre y la ropa agujereada en el lugar donde supuestamente les clavaron las estacas. Marianne Helder parecía una princesa dormida: era hermosísima, tenía las pestañas largas, los labios rojos como si acabara de beber una copa de sangre, la piel lozana y los cabellos largos y rubios. Los lamparones de sangre aun parecían frescos en el vestido blanco como de novia que tenía por mortaja. Antes de cerrar el ataúd, no resistí la tentación de acariciarle el rostro. Así lo hice. El corazón me dio un brinco: todos los muertos que había tocado hasta entonces parecían témpanos de hielo, en cambio, el rostro de Marianne estaba tibio, podía sentir en la yema de los dedos la sangre que fluía en sus venas.

miércoles, 22 de abril de 2009

El sueño

–He soñado a mi mamá –me dijo mi madre un día antes de morir.
Estábamos desayunando. Ninguno de los dos sospechaba que la muerte estaba acechando nuestro hogar.
La abuela Felícitas había muerto veinte años atrás. A pesar del tiempo pasado, mamá la recordaba y la seguía llorando.
–Estábamos en Chincho. Después fuimos a otros lugares.
Enumeró los nombres de sitios donde pasó su infancia. Eran lugares que yo solo conocía por sus nombres.
–Estaba igualita como la última vez que la vi.
Mamá y la abuela se habían visto por última vez veinticinco años atrás.
Yo no recordaba a la abuela. Tenía tres añitos cuando la familia se vino a la capital. Después, con la guerra interna, fue imposible ir a visitarla. Ni siquiera sabíamos dónde estaba enterrada.
Mamá lloró.
Terminé mi desayuno y me fui a trabajar como siempre.
Después de su muerte, recordé ese sueño de mamá. Seguramente fue su alma quien visitó esos lugares recogiendo sus pasos.

martes, 21 de abril de 2009

Segunda visión

Noches después de su muerte, mamá se le apareció a papá por segunda vez. Papá había terminado de ver Panorama y se disponía a dormir. Apagó las luces de su cuarto y se echó en su cama.
Iba a hacer sus oraciones, cuando de pronto la puerta se abrió.
Allí estaba mamá, gorda como siempre, llena de vida.
Mamá avanzó al lecho que había compartido con papá durante casi medio siglo.
El viejo la miraba, estupefacto.
Mamá se sentó en el borde de la cama y empezó a desnudarse como para ponerse su pijama.
María está muerta, pensó papá, y la Biblia dice que los muertos están descansando. Este debe ser el diablo que ha venido a tentarme.
–¡María, la Biblia dice que los muertos están descansando! –le espetó papá a la aparición–. ¡¡Fuera, satanás!!
Mamá se puso en pie y se marchó.

domingo, 19 de abril de 2009

Un mes sin papá

Hace un mes, el jueves 19 de marzo a las 8:10 pm, se detuvo el corazón de papá. Tenía 82 años. Lo que no pudieron hacer los brujos ni la explosión de un horno ni un infarto cerebral lo hizo un cáncer a la vesícula. Ha pasado un mes desde entonces, un mes de recordarlo, de pensar en él, de esperar inútilmente su regreso, de ver cómo las esperanzas se van diluyendo como una gota de lluvia en el desierto. ¡Nunca más compartiremos nada, nunca más estará en los cumpleaños, en las fiestas de fin de año! Nunca más compartiremos una película alguna tarde, ya no podremos volver a Pisco, Chincha, Ica, Palpa, ese viaje que quedó pendiente a nuestras tierra nunca lo podremos realizar.
Recordar, recordar, como esos almuerzos cuando lo íbamos a visitar los fines de semana a su trabajo cuando éramos niños. Solía preparar unos almuerzos abundantes como para una tropa. Nos servía en plato hondo. ¿Qué hacer con un cerro de comida? Nuestros estómagos eran pequeñas y las hermanas estaban en la edad en que empiezan a cuidar la línea. Y hasta los perros no querían comer más porque estaban con las panzas llenas de camote. Papá siempre tenía que ir a controlar la entrada de los camiones, lo cual aprovechábamos nosotros para echar nuestras raciones a la acequia que pasaba a unos metros de la casa.
-¿Se yapan? -preguntaba papá a su regreso y ver los platos vacíos.
-No, papá, gracias.
-Un poquito más, hijos -insistía-. Hay que comer bastante para crecer altos y fuertes.
-Bueno -decíamos los cuatro, mirándonos las caras, resignados.
A veces teníamos mala suerte y papá no se movía hasta que terminábamos la yapa, otras, la suerte volvía a acompañarnos.
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Gracias a todas las personas que me hicieron llegar su solidaridad, sus condolencias, a los colegas del trabajo, a los amigos, a mis alumnos, a los vecinos que estuvieron con nosotros en el velorio y en el entierro, a todos.
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Esta canción de Leonard Cohen lo escuché en el blog de Claudichy. Es hermosa. Se llama So long, Marianne

sábado, 18 de abril de 2009

La primavera

Para que la primavera no te sorprenda estéril, sembraré girasoles en tu vientre.

viernes, 17 de abril de 2009

Primer amor

Se llamaba Miriam. Todos los recreos jugaba a las muñecas con sus amigas sobre el tabladillo. Acodado en el barandal del segundo piso, yo la observaba hechizado por sus grandes ojos negros, ajeno a los llamados de mis amigos para jugar a la pelota o a las espadas. Han pasado veintiocho años desde entonces, nunca más he vuelto a ver a Miriam, pero aún recuerdo esa única vez que ella me miró y me regaló una sonrisa llena de palomas, mariposas y rosas.

jueves, 16 de abril de 2009

Judy Weiss


Una bella y jovencita Judy Weiss interpreta una canción


La mujer vampiro



-Soy la mujer vampiro -dijo la chica.

Me reí.

-Ya estoy viejo para que me anden con cuentos.

-¿No me crees?

Me enseñó los colmillos.

Antes de darme cuenta, ya los tenía clavados en el cuello.

Di un grito. Desperté.

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Creo que por ver Crepúsculo ando soñando estas cosas.

Sangre

Hoy desperté sobre un charco de sangré. Pensé que me había cortado la yugular por casualidad, pero no, tenía un coágulo en la nariz como un tapón. Son cosas que pasan, me dije, de repente caminar bajo la lluvia me ha hecho mal. Estaba trabajando tranquilamente, cuando empecé a sangrar de nuevo. Un poco de papel, y listo, pero nada, seguí sangrando. ¿Y ahora qué hago? Me paró como un cuarto de hora después, así que me fui al hospital. Me pincharon las venas, me sacaron un par de placas, me dieron unas pastillas, y a casita, a esperar los resultados. ¿Y si tengo sida?, ¿si tengo cáncer?, ¿si me han contagiado la hepatitis?, ¿si me di un golpe en la cabeza sin darme cuenta?, ¿si me he vuelto loco? Mejor dejemos de especular y confiemos en la ciencia.

Tina Arena

Encontré a esta cantante mientras buscaba música de Bocelli. Canta bien.
http://www.youtube.com/watch?v=6ctrU3bKQDQ

Andrea Bocelli



Andrea Bocelli es otro de mis cantantes favoritos. Este 28 de abril cantará aquí en Perú, así que iré a verlo, mientras tanto, a escuchar y verlo en YouTube. Aquí el enlace a una de sus mejores canciones: Vivo por ella. Los duetos de este tema que más me gustan.

Empezamos por Andrea con Judy Weiss, una bella intérprete alemana http://www.youtube.com/watch?v=3IyYqJyc-zk

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Andrea y Judy en otro video del mismo tema

http://www.youtube.com/watch?v=GiGTXItgcLw

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Una bella Judy en otro video del mismo tema con Andrea (creo que estoy enamorado de Judy)

http://www.youtube.com/watch?v=56e6DoffgGE

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Andrea y Hayley Westenra

http://www.youtube.com/watch?v=WdxRmcgsKDQ

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Andrea acompañado por la brasileña Sandy

http://www.youtube.com/watch?v=Qc31uexnjx4

Madrugada

Anoche llegué super agotado del trabajo (y eso que no hago nada). Cené, me acosté y quedé dormido. Cuando desperté, era de madrugada y llovía intensamente. Salí a caminar bajo la lluvia. Regresé y aquí estoy, sin sueño. Voy a leer un cuento de Bolaño y me meto a mi camita.

Guillermo Tell

–Vamos a ver quién gana –dijo el diablo, acariciando la punta, filuda, brillante, de su flecha.
–Que gane el mejor –dije yo.
Nos separamos unos cien metros. Puse la flecha en el arco, tensé la cuerda, apunté y disparé. La flecha surcó los aires, el diablo dio un saltito a su izquierda y la flecha se clavó en el suelo a un par de centímetros de sus pezuñas.
Ahora era su turno. Disparó, observé la trayectoria de la flecha, di un paso al costado y la flecha se clavó en el suelo a unos cuantos centímetros de mis pies. El rostro del diablo se torció en una mueca de frustración.
Apunté cuidadosamente, disparé, la flecha atravesó el aire, el diablo dio un saltito, sus patas se enredaron y tropezó y la flecha se clavó en su cola.
Fui a su encuentro. Lo ayudé a sacarse la flecha del rabo.
–Te felicito, me ganaste –dijo el diablo, extendiéndome la mano. Se la estreché–. Déjame esa flecha de recuerdo. Espero que seamos buenos amigos.
Nos despedimos. Le di la espalda y eché a andar. Oí un zumbido como de abejas. Antes de volver el rostro vi mi flecha asomándose por el centro de mi corazón.
---
Papá siempre contaba este sueño que tuvo. Yo la reelaboré.

El profesor de música

¿Hilda? La rubia no me quitaba los ojos de encima. Imposible. Me salté un par de compases. La rubia sonrió: sí, era ella: esa sonrisa la conocía bien. Traté de concentrarme en la ejecución de Mauka zapato, pero los recuerdos me traicionaban, tomaban por asalto las fortalezas de mi memoria, la partitura me parecía escrita en chino, como decía Hilda cuando era mi alumna, mis dedos golpeaban dubitativamente los trastes de mi vieja guitarra. ¿Hace cuántos años que no la veía? Muchos. El tiempo había pasado veloz y aquella niña estaba ahora transformada en mujer. Hilda. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Si la memoria no me fallaba, fue en la clausura de mi último año escolar en el Túpac Amaru. ¡Hace tanto tiempo ya! Aquel día me ignoró olímpicamente. Ni siquiera me dio las gracias por haberla aprobado. Debí de haberle puesto un cero cinco para que me suplicara, para que se arrastrara por un once, para que viniera a buscarme como la López y me dijera que estaba dispuesta a todo, a todo, profesor, con tal de no salir desaprobada porque en mi casa me van a matar. Tarde para lamentarme. Para el pueblo de mis padres, Mi Huancavelica. Ese día llevaba su famoso pantalón verde limón que dejaba adivinar en toda su plenitud su abundante trasero, dueño de mis obsesiones, fantasías y deseos. Diablos, mi verga empezaba a despertar de su prolongado letargo. Las mismas facciones de entonces, pero más maduras, más acentuadas, los labios rojos y carnosos como los de la Angelina Jolie, sus grandes ojos enmarcados por largas pestañas y su rubia cabellera que brillaba como un sol en el verano. Me comí otro par de notas pero nadie se dio cuenta. Aplausos para el maestro Agustín, nuestra primera guitarra. Gracias, gracias. Hilda aplaudía con entusiasmo mientras mis manos ejecutaban las melodías por inercia. Yo estaba de vuelta en las destartaladas aulas del Túpac Amaru. ¿Se acordaría de las veces que se quedaba dormida en mis clases?, ¿que pedía permiso para ir al baño y ya no regresaba? ¿Cuál era su segundo nombre? ¿Ángela?, ¿Angélica?, ¿Angie?, ¿Agnetha?, ¿Angelina? El cerebro me estaba fallando. Toda mi habilidad estaba en mis manos, en esas garras que pulsaban las cuerdas ajenas a mis recuerdos, a mi pasado en el Túpac Amaru. Ahora Carnaval ayacuchano. Así se baila en Huanta, en Paucar del Sara Sara, en Parinacochas y Huamanga. La rubia se puso de pie, ¡Hilda, no te vayas!, y abandonó el auditorio sin decirme ni siquiera un miserable adiós con las manos. ¿Y si no era ella? Hilda debe estar jodida con una recua de hijos colgándole de las marchitas tetas, debe estar gorda como una vaca, debe estar con los dientes destruidos por la caries, debe tener el sexo seco, podrido como el mío. ¿Cómo pude creer que semejante rubia podía ser Hilda? Seguramente fue una visión, una alucinación, una mala jugada de mis ojos, de mis recuerdos, de mis esperanzas. Pero podría jurar que eran exactas como dos gotas de agua. Sería su doble, seguramente. ¿No dicen que todos tenemos un sosias, un clon? ¿No me han visto en Trujillo mientras yo estaba dando un recital al otro lado del mundo? ¿No encontraron en Puerto Viejo a un ahogado que se parecía a mí mientras yo estaba en Acapulco? Ahora un potpurrí latinoamericano. La vidala Lloran las hojas al viento del gran Atahualpa Yupanqui. Pero juraría que era Hilda. Hilda. Era ella. La misma forma de mirar, de sonreír, de alisarse los cabellos, de sentarse. Ahora la galopera Pájaro choguí. Hace tiempo que debí de haberme dado una vueltecita por el Túpac Amaru. ¿Seguirá allí? De repente se marchó al extranjero como tantos peruanos. De Chico Buarque, Fado tropical. Allí estaba de nuevo la rubia, ¿o Hilda? Se sentó en primera fila, me miró, sonrió y leí que sus labios me decían profesor Agustín. Mi cansado y viejo corazón empezó a latir más veloz que mis dedos sobre las cuerdas de mi guitarra. La rubia, ¿Hilda?, cruzó las piernas y por el corte del vestido le miré la blanca, reluciente y lampiña piel. Cómo latía mi pobre corazón. Recé para que no me diera otro infarto como el que me tuvo alejado un año de los escenarios. Después de Alma llanera y Sombras retornamos al Perú. A bailar con el Carnaval arequipeño. Nos despedimos con Ayrampito. ¡Bis bis! Nada de bis bis. Hasta otra oportunidad.
La rubia vino a mi encuentro con una amplia sonrisa y los brazos abiertos.
–¡Profesor Agustín!
–¿Hilda?
–Ella misma, profe –dijo, abrazándome y llenándome de besos. Aspiré su cálido aliento a rosas–. ¡Felicitaciones, querido profesor Agustín, estuvo genial! Usted es el mejor guitarrista peruano de todos los tiempos.
–Gracias, Hilda. Estás irreconocible.
Sonrió. Yo sabía que era ella, mi corazón me lo decía. Estaba frente a Hilda después de tantos años.
Nos trajeron vino y brindamos por nuestro reencuentro.
–Tomas, ¿no?
–Claro, profe, ya no estoy en el cole.
–Eso se nota –le dije, recorriéndola con la mirada. Sonrió–. Cuando te vi, pensé que estaba soñando.
–Estoy aquí en carne y hueso –dijo, pellizcándome suavemente.
–Yo veo más carne que hueso.
Soltó una sonora carcajada, se acomodó la tira del vestido y por un segundo pude vislumbrar la tira de su sostén. Allí estaban sus senos, grandes, redondos, lejanos.
–No me imaginaba que tomabas bien.
–Hay que aprovechar que el vino es gratis –dijo, con una coqueta sonrisa.
Seguimos brindando. A veces nos interrumpían para pedirme un autógrafo. Yo fingía una sonrisa al estampar mi firma en esos discos donde estaba mi cara llena de arrugas que me recordaban los estragos que había hecho el tiempo en mí.
–¡Ya es tardísimo, profe, me tengo que ir! –dijo, a la enésima copa.
–No te preocupes, yo te llevo. ¿Sigues en el Túpac?
Asintió.
–Vámonos, pues.
–Antes voy a ir al baño –dijo, e imitando la vocecita de una niña, preguntó–: ¿Me da permiso para ir a hacer pis, profesor Agustín?
–Vaye nomás, alumna Hilda, pero cuidadito con quedarse jugando en el baño porque a la última hora tenemos práctica instrumental. ¿Trajo su flauta dulce?
–Ay, profe, lo olvidé por salir apurada. ¿Usted no tendrá una que le sobre? –dijo sonriendo y se alejó moviendo ese trasero que sería la envidia de la J.Lo.
Recordé que alguna vez la escuché orinar en el precario baño del Túpac Amaru. Ahora estaría bajándose la ropa interior, estaría sentándose en el water, su enorme y blanco trasero se estremecería al contacto del frío mármol, el líquido ambarino saldría expulsado con fuerza como de una manguera de bombero, terminaría de orinar, se sentaría en el bidet para lavarse la cucarachita ¿peluda o pelada como mi cabeza?, se lo secaría, se subiría el calzón, se lo acomodaría, se lavaría las manos, saldría del baño, volvería a mi lado.
Se había retocado el maquillaje. Sus labios estaban pintados de un rojo intenso. Se había echado rubor en las albas mejillas.
–¿Se lavó bien las manos, alumna Hilda?
–Claro, profe, no me vaya a dar cólera –dijo, enseñándome las blancas manos de largos y delgados dedos que alguna vez se movieron torpes sobre la flauta dulce.
Fuimos en busca de mi carro y enrumbamos hacia la Carretera Central. Puse un disco con los grandes éxitos de Ana Belén. Tiemblas, amor mío, / como una gota de rocío…, empezó a cantar la española con su peculiar voz.
–Nunca pensé que te volvería a ver, Hilda.
–Menos yo, profe. Usted casi nunca para en el Perú.
–Tú sabes que tengo un montón de compromisos artísticos.
–Por eso, cuando anunciaron su recital de gala por sus bodas de oro como guitarrista, me dije tengo que ir a escuchar a mi profesor porque de repente nunca más vuelve por estos lares.
–Gracias. Yo pensé que me habías olvidado.
–Claro que no, profe, yo siempre lo escucho, tengo todos sus discos –dijo, cruzando esas dos moles que eran sus piernas. Se los miré de reojo–. Usted es un genio musical.
–Tampoco exageres, hago lo que puedo con estas pobres garras.
–Yo siempre me acuerdo de sus magistrales clases de flauta dulce, profe –dijo con un dejo de nostalgia en la voz.
–Y yo me acuerdo que siempre te dormías en el salón, o que pedías permiso para ir al baño y ya no regresabas.
El rubor se apoderó de su rostro.
–Ay, profe, disculpe.
–Qué graciosa, pedirme disculpas medio siglo después.
–Más vale tarde que nunca, ¿no?
No le dije nada.
El auto seguía avanzando por la desierta carretera.
–¿Me disculpa o no, profe?
–Claro que sí –le dije, palmeándole la desnuda espalda. Tenía la piel suavecita como el durazno. Mis garras se estremecieron a su contacto. Ana Belén decía Nombras tú ni nombre / como jamás lo dijo un hombre…
–Yo siempre me acuerdo del diecinueve que me puso en el último trimestre, profe.
–¿Diecinueve? ¿Cuál diecinueve si tú con las justas llegabas a once? Parecías la hija de la Chuchi Díaz.
–Ay, profe, tampoco exagere que tan bruta no era. Por algo no me puso casi veinte.
–Ni me acuerdo cuánto te puse. He tenido tantas alumnas…
–Acuérdese de Hilda Angélica.
Ah, su segundo nombre era Angélica.
–Hilda Angélica, la flojita del 5° D, ¿no? Debí de haberte puesto cero cinco, no hacías nada en mi curso.
–Ay, profe, cuidaba a mis hermanitos, no tenía tiempo ni para meterme un segundo la flauta dulce en la boca.
–Aún no es tarde para que lo hagas.
Soltó una sonora carcajada. El carro seguía devorando los kilómetros como un león hambriento.
–Un puntito más y me ponía veinte, profe.
–Veinte puntitos menos, y salías debiendo puntos.
–Qué malo, profe.
–Sí pues, bien malo.
Ella seguía riendo mientras Ana Belén nos decía Eres el viento que no cesa, / eres el peso que no pesa…
–Usted se fue del Túpac y nunca más se acordó de los pobres, profe.
–Más bien tú nunca te acordaste de tu viejo maestro, ingrata.
–No sabía dónde vivía –dijo, mientras Ana Belén cantaba Eres fuego y frío, / ni más ni menos, amor mío…
–¿No les di mi dirección para que me visitaran?
–No, profe. Solo sabíamos que vivía en La Realidad, pero como La Realidad es grande, una vez fui a buscarlo y me perdí…
–Tú todavía ibas a ir. No te creo.
–¿Y por qué si no había quién me lo impida, profe?
Faltaba poco para llegar al Túpac, se bajaría y quizá nunca más la volvería a ver. Me hablas al oído / y todo tiene un nuevo sentido… Decidí arriesgar mi pobre pellejo. ¿Qué perdía a estas alturas de mi vida? Casi nada.
–¿Vamos ahora?...
Me clavó los ojos. ¿Me mandaría al diablo? ¿A estas horas? ¿Para qué quiere que vaya a su casa a estas horas, profesor?
–…así me visitas cuando gustes…
–¿No se molestará su esposa?
–Vivo solo.
–¿No se casó con la profesora Martha?
–No.
–¿Por qué?
–Se me pasó el tiempo esperándote.
Sonrió. Y me siento entera / como una blanca primavera…
–¿Vamos ahora? –insistí.
–¿No se molestará su esposa?
–Te dije que vivo solo.
–Cierto. Se le pasaron los años esperándome. Qué bruta soy.
–Por eso te puse diecinueve en música. ¿Vamos?
–Vamos pues, profe, ya que insiste.
Pisé el acelerador antes de que cambiara de parecer. En menos de un cuarto de hora llegamos a nuestro destino.
–Bienvenida a mi cubil, Hilda Angélica.
–Pasu machu, ¿tantos discos tiene? –dijo, mirando las paredes llenas de discos–. Ni Julio Iglesias.
–Soy músico, ¿no?
–Eso es lo que estoy viendo.
–¿Un vinito para brindar por tu presencia en mi refugio? –Claro, profe, tengo sed. Acá hace mucho calor.
Empezamos a brindar mientras Ana Belén nos decía Dices que me quieres / como una fuerza que me hiere… Ni en mis más remotos sueños creí que alguna vez Hilda iba a estar en mi casa.
–Nunca pensé que ibas a estar en mi humilde refugio, Hilda.
–¿Y por qué, profe, ah?
–Eras inalcanzable, una estrella lejana. Uno haciendo méritos, y tú, nada.
–No habrá hecho los suficientes, profe.
–Te puse un diecinueve.
–Yo quería veinte. Pero gracias de todas maneras.
–Creo que debí de haberte jalado.
–¿Y por qué no lo hizo, ah?
–No sé…, creo que eras mi alumna favorita…
Nos miramos.
–Y usted era mi profe favorito –dijo, y acercándose me besó. Y me siento entera / como una blanca primavera…, cantaba Ana Belén mientras nuestras lenguas se entrelazaban y nuestras manos exploraban por los recovecos de nuestros cuerpos. Eres el mar cuando se enfada, / eres noche iluminada… Nos besamos todo. Entras en mi cuerpo / como la lluvia entra en mi huerto…


miércoles, 15 de abril de 2009

Melocotones helados

Ando releyendo Melocotones helados de Espido Freire. La primera vez que lo leí me gustó tanto que seguí de largo hasta el día siguiente. Es una novela que me sigue gustando. Un lenguaje bello, directo. Ahora lo releo camino al trabajo, sobre todo a la ida, porque los regresos son un infierno. A los cabrones que hicieron el horario de este año les pedí que no me dieran día libre a cambio de salir antes, pero mi petición les llegó al tacho. Si en cuatro días te acomodan tus horas de clase, más fácil debe ser en cinco, ¿no? En fin, no me hago mala sangre. Igual le saco provecho al día. Ya dije que las cosas del trabajo en el trabajo, y mis otras labores donde deben estar, pero también ando aprovechando los minutos que me dejan los alumnos para planificar mis próximos proyectos. Ando entusiasmado con Nocturno Peruano. Y leyendo todo lo que puedo. Del libro de cuentos de Bolaño, hasta ahora lo mejorcito es Buba. Lo leí de un solo suspiro. Hoy llego a la página 100 de Tú que miras el mar. Todavía tengo un mes por delante antes de mandarlo al concurso. Avanzo lento pero seguro.

Los diablos

Empezó a llover torrencialmente. Alejandro y el opa Inquicha se refugiaron debajo de unos matorrales. Ahora mi mamá me va a castigar, pensaba Alejandro. Se le había hecho tarde jugando a los daños con el opa.
–Lluvia fea, Alicha.
–Ahoritita pasa y nos vamos, opita, no te preocupes.
Al opa su abuelita también lo castigaba, pero parecía no sentir dolor porque se reía como un loco cuando mama Felícitas lo correteaba a palazos. Al menos le había ganado casi todos sus daños. Cuando su mamá lo estuviera castigando, pensaría en eso.
Ojalá que la lluvia pasara pronto. Ojalá que sus animales no se perdieran.
–Candela, Alicha.
–No friegues, qué candela vamos a prender si todo está mojado.
–Candela –el opa insistía. Había susto en sus ojos. Era medio raro el opa–. Supay, Alicha, mira.
En el descampado que había frente a los matorrales estaban dos seres extraños. ¿Diablos? Parecían hombres chivos, con pezuñas y cuernos. Sus cuerpos estaban cubiertos por un pelambre rojizo que parecía fuego. Esos eran diablos.
Ahora sí nos fregamos, pensó Alejandro, haciéndole una seña a su compañero para que permaneciera quieto y callado.
Más demonios empezaron a llegar. Algunos tenían forma de animales, otros parecían personas. Hasta mujeres había, unas bonitas, otras con cachos y colas y con caras de sapo.
El opa Inquicha temblaba de miedo. Alejandro estaba igual.
El último en llegar fue el jefe. Era hermoso, alto, rubio. Si no fuera por los dos cuernos que sobresalían en su mollera, se diría que era un ángel.
Empezó la reunión de los diablos. Cada uno iba informando sobre las maldades que había hecho desde su última cita.
El opa Inquicha estornudó. Los diablos se sobresaltaron.
–Huele a carne de gente –dijo uno de los diablos. Tenía una nariz inmensa.
Ahora nos van a comer, pensó Alejandro. Empezó a prometer que se iba a portar bien, que le iba a devolver todos sus daños al opa.
–Vayan a buscarlos –ordenó el jefe.
Justo en ese instante un potente rayo cayó en medio del descampado y los diablos se hicieron humo como por arte de magia.
***Mi padre solía contarnos esta historia. La he reelaborado a mi manera.

martes, 14 de abril de 2009

Primera visión

Fue días antes de la muerte de mamá. O noches antes. Papá fue al jardín a cepillarse los dientes. Estaba en ese afán, cuando vio venir a mamá por el lado del ficus. La vieja dobló a la izquierda como quien va al gallinero o a los tendederos. Papá siguió cepillándose los dientes. Pasaron varios minutos y mamá no regresaba. ¿Tanto demora María recogiendo la ropa?, pensó.
Pasaron otros minutos más. El viejo se empezó a preocupar.
Fue a ver. De mamá, ni la sombra.
De repente he visto visiones, pensó el viejo.
Entró a la casa. Mamá estaba en la cocina charlando con Mariana.
–¿A dónde te metiste, María?
Mamá lo miró extrañada, quizá pensando que el viejo estaba loco.
–Te acabo de ver en el jardín.
–¿En el jardín?
–Sí, allí.
–Debe haber sido mi alma –dijo la vieja–. Ya debo estar andando.
Días después mamá moriría.

lunes, 13 de abril de 2009

Busco

Sé muy bien que para siempre te he perdido,
que a partir de ahora son distintos nuestros caminos,
que lo que hubo entre los dos ya no importa,
que yo para ti ya soy historia.


Hoy que tus pasos perdidos te llevan por otros rumbos,
hoy que has olvidado todo lo que vivimos juntos,
hoy siento que te amo mucho más que antes,
que para vivir me eres indispensable.


Busco en los rincones de mi soledad
los rescoldos de tu amor que el viento no ha podido apagar,
las migas que las hormigas no se han podido llevar.


Busco oírte decir que nunca me olvidarás,
quiero creerlo, aunque no sea verdad,
aun sabiendo que me mientes una vez más.

domingo, 12 de abril de 2009

La noche

Pasará el tiempo, / en una noche fría, / buscarás mis besos, / recordarás cuando te quería, / recordarás todo esto / que dejas al doblar una esquina.



Dos lágrimas cayeron, / una tuya, una mía. / Dos que se amaban se despidieron / y sus corazones sufrían.

sábado, 11 de abril de 2009

Un corazón herido

Prometió: te amaré hasta el infinito.
Tú, tonta, ingenua, estúpida, carente de experiencia,
pensaste: me adora, me ama, ¡qué lindo!
Viste a un ángel, no a la fiera.
Es que el amor te ciega.
A tu edad todavía se espera al príncipe azul,
se cree en el sapo y la princesa,
en los caballeros de la luz.
La fiera sació sus bajos instintos,
creíste que nunca se iría de ti.
Soy tuya, tú eres mío,
no te cansabas de repetir.
Olvidaste que los depredadores matan y se van,
que no hay amor que sea eterno,
que dure lo que dura el mar,
que todo es pasto de la tormenta, del fuego.
Destrozado en un millón de fragmentos, herido,
el corazón te ha dejado;
apenas si se escuchan sus débiles latidos,
está agonizando.
Un charco de sangre,
una sed infinita de venganza,
eso es lo que te queda por amarle,
por creer en sus palabras.
Pero ya vendrá otro
cuyos labios te dirán te amaré para siempre,
a quien tú dejarás con el corazón roto,
a quien tú causarás la muerte.

Demis Roussos

Mientras tipeo mis textos, voy escuchando música. Hoy es el turno de Demis Roussos, una voz maravillosa que adoro.

Adiós, amor, adiós
http://www.youtube.com/watch?v=7nZKMm-nOsc
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Morir al lado de mi amor
http://www.youtube.com/watch?v=UO2vBVRB_Qo
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Canción de boda
http://www.youtube.com/watch?v=xPFRZqY859M
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Una paloma blanca
http://www.youtube.com/watch?v=XHE1DvsM0ek
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Longtemps je t'aimerai
http://www.youtube.com/watch?v=XzNrh34Bxfc
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I will love you forever
http://www.youtube.com/watch?v=qsp6K2BsihI
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Die bouzouki
http://www.youtube.com/watch?v=dvTagVrIRJE
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Perdóname
http://www.youtube.com/watch?v=lyPEmhn90lQ
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Schönes mändchen aus Arcadia
http://www.youtube.com/watch?v=RtjTQ0ZGCcc
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Quand je t'aime
http://www.youtube.com/watch?v=LCbvF55VMmY
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Rain and tears (live in Bratislava)
http://www.youtube.com/watch?v=wsWny6nOqqE

Cosas que suceden

Ayer vino a buscarme el "amigo" que me debe un dinerillo desde hace casi dos años y me habló de negocios. Le tiene mucha fe a mi última obra con la que estoy concursando en uno de los premios más importantes del mundo literario peruano. Yo también me tengo fe, pero no creo más en la amistad de tipos como ese, así que me hice el tonto y le decía ya, ya, sí pues, la situación está jodida, nada como un negocio. Bien que voy a hacer negocios con él. Se ofreció a acompañarme la próxima vez que vaya al cementerio a visitar a mis padres. ¡Como si yo necesitara compañía!
Terminé de leer los cuentos de Caretas, estoy releyendo Melocotones helados, estoy leyendo Putas asesinas de Roberto Bolaño. Nada excepcional, mejor están los cuentos de Cortázar. Estoy practicando guitarra para el próximo Día de la Madre, estoy escribiendo Nocturno peruano o algo así, estoy pasando a limpio Tú que miras el mar, estoy pensando en una obra teatral llamada Los hijos o Los muertos. Ya llegará el día en que salga por unas copas con mi amigo y socio Chanca que buena falta me hacen. O si no es con mi socio, saldré con mis sobrinos a un chifa. Ni Cristo tiene tanto trabajo en Semana Santa como yo para que un pelotudo venga a hablarme de negocios como si el que se partiera el lomo fuese él y no yo.

Corín Tellado

Acabo de enterarme que murió Corín Tellado, cuyas novelitas leía en mi infancia gracias a las viejas Vanidades que traía mamá de su trabajo. Murió a los 82 años, la misma edad que tenía papá al morir, la misma edad que tenía nuestra querida Blanca Varela, la misma edad del ex presidente argentino Raúl Alfonsín. Tanta coincidencia no puede ser por gusto, ¿no? Eso significa que los 82 años es la edad promedio que vive el ser humano. O sea que solo tengo 42 años, y un poco menos, por delante. Tengo que apresurarme entonces para que la muerte no me sorprenda sin haber hecho lo suficiente (como diría León Gieco).

Viernes 13

–¿Fumas, Agustín? –Susy te ofreció su cigarrillo después de darle una larga pitada.
Empezaba a llover en La Realidad. Jason daba largos trancos en pos de su víctima. La asustado chica avanzaba por la desierta calle volviendo el rostro a cada instante como presintiendo que algo siniestro la acechaba.
–No, tía, gracias.
No, tía, gracias; mocoso estúpido, bien que quisieras darle una pitada a mi tronchito. Cómo se te hace agua la boca.
–Por mí no te hagas rollos –dijo Susy, aspirando profundamente como para tentarte. Jason movía la cabeza como si fuera un radar. Botó el humo por boca y nariz. ¿Estaría tratando de localizar los asustados latidos de la pobre muchacha escondida detrás de unos contenedores? Las volutas se elevaron hacia el cielo raso perdiéndose en la semipenumbra. Susy insistió–: toma, Agustín, es solo un cigarrito.
–No, tía. Gracias.
No, tía, gracias. Chiquillo idiota.
–Toma, prueba, no seas tonto, sobrinito. Yo no soy como la anticuada de tu madre que te anda prohibiendo todas las cosas buenas que te ofrece la vida.
De reojo viste que cruzó y descruzó las piernas. Las luces de la pantalla se reflejaban en sus blancas y lisas rodillas como en una fuente de agua.
–Aquí tienes la más amplia libertad para hacer todo lo que se te apetezca, sobrinito. Puedes echarte tus tragos si tienes sed, fumar tus tronchitos, tirarte un polvito con tus amiguitas aunque sea en tu imaginación.
Te pusiste colorado. Qué cosas eran esas que decía tía Susy. La lluvia empezó a caer con fuerza, Jason husmeaba el aire tratando de localizar a la asustada muchacha, los perros daban alaridos como si se sintieran amenazados por el psicópata enmascarado. Tu tía se alisó la faldita celeste.
–¿Es cierto que tu pobre madre te encontró autosatisfaciéndote, sobrinito?
De un certero machetazo Jason le cortó limpiamente la cabeza a la pobre chica que ni siquiera llegó a decir esta boca es mía. La pantalla y tu rostro se tiñeron de rojo. Sentiste que te morías de vergüenza.
Agustín tenía los ojos fijos en el televisor.
–Te hice una pregunta, sobrinito –Susy bajó el volumen al mínimo, puso el control sobre sus piernas, ahora se escuchaba la caída de la lluvia en toda su intensidad, el toc toc que producían las gruesas gotas al golpear los ventanales impelidos por el viento nocturno. A ver, quítame el control si puedes, sobrinito, parecía decirte–. Vaya, este chiquillo, aparte de pajerín, es mudito, ¿no?
Querías desaparecer del mapa, querías que la tierra se abriera y te tragara. Cómo te ardía el rostro, sentías que tus orejas se derretían como la cera y Susy estaba allí, mirándote, escudriñándote.
–¿Acaso estás esperando que te torture para que me respondas, ah, sobrinito?
–Tía…
–Recuerda que hemos quedado en que no habrá secretos entre nosotros dos, Agustín, ¿o acaso no confías en mí como yo confío en ti, sobrinito, ah?
–Pero, tía…
–¿Acaso yo no te cuento hasta mis cosas más íntimas, ah? Además, no tiene nada de malo autosatisfacerse de vez en cuando, sobrinito. Aunque no me creas, muchas veces yo también lo hago.
¿Sería cierto lo que Susy decía? ¿También jugaba con el Secreto que tenía allá abajo? Mamá decía que jugar con eso era sucio, pecado, cochino, que Diosito castigaba, que te salían pelos en las manos como si fueras mono, que el único que se sentía feliz con esos juegos prohibidos era el diablo que te esperaba con los brazos abiertos para que te achicharraras en el infierno por lujurioso. Pero qué rico se sentía jugar con eso, era mucho más divertido que estar en internet chateando con los amigos o jugando fútbol. Afuera parecía que se había desatado el diluvio universal, rayos, truenos y relámpagos rompían la calma en La Realidad, los perros gemían lastimeramente como pidiendo que les abrieran las puertas del arca de Noé. En la película también llovía torrencialmente pero Jason cruzaba los charcos y lodazales como si nada con sus botas todo terreno.
–Además, tú estás en una etapa en la cual todas tus hormonas están en plena ebullición, corriendo en fórmula uno, ¿no es así, sobrinito?
Agustín, sin quitar los ojos de la pantalla, hizo un gesto de afirmación.
–Pobre hermana mía. ¿Es cierto que casi le da un infarto?
–Exagera, tía.
Susy te miró las manos, ¿se estaría preguntando con cuál te la estuviste manipulando? ¿Con cuál mano te tocas, Agustín, con la derecha, con la izquierda? ¿O con las dos?
–Qué tonta tu mamá: en lugar de alegrarse porque su hijito ya es todo un hombrecito, ¡y qué hombrecito!, arma un escándalo por gusto. Si tú fueras hijo mío, te habría llevado al Open para que debutes de una buena vez y dejes de estar manchando las sábanas y gastándote las manos, Agustín.
–Tía…
–Si te encontraba fornicando, se moría la pobre.
–Tía…
–Caracho: tía tía. ¿No sabes decir otra cosa, ah? Pareces un disco rayado: tía tía. ¿En quién estabas pensando?
–¿Cuándo, tía?
–Cuando estabas jugando con tu chupetín, pues, sino cuándo. No te hagas el sonso conmigo, sobrinito.
–No me acuerdo, tía.
–Qué malo eres, Agustín. Cualquiera dice en ti, tía Susy, estuve pensando en ti porque tú eres más bonita que la Maju Mantilla y la Marina Mora juntas.
–Ay, tía.
–Ay, tía –remedó Susy, cruzando y descruzando las piernas.
Jason tenía acorralada a su siguiente víctima. La torrencial lluvia seguía cayendo sobre La Realidad. Otro rayo cayó por los cerros. Los perros aullaron asustados, parecían lobos en luna llena.
–¿En quién estuviste pensando, Agustín?
–En nadie, tía.
–¿Nunca piensas en tu tiíta Susy, Agustín? –dijo ella, con la voz lastimera–. Porque tu tiíta Susy siempre piensa en ti, Agustincito.
¿Sería cierto eso? ¿Susy diría Agustín Agustín con esa dulce vocecita mientras jugaba con su cucarachita, mientras le movía la patita hasta hacer que se pusiera dura, rígida, ah? ¿Susy sería capaz?
Jason empezó a blandir su machete en el aire. De pronto, Susy empezó a chillar como si el enmascarado la estuviera amenazando.
–¿Qué pasa, tía? No te asustes por gusto, es solo una película.
–¡Ay, mi pie! ¡Mi piecito!
–¿Has pisado un clavo, tía?
–¡Calambre, sonso! ¡Ay, mi piecito!
–Yo pensé que Jason te había cortado mal la cabeza.
–Ya quisieras, pajerín, para librarte de mí, ¿no? Sóbame el pie, porfa.
Sobarle el pie. Acariciarle el pie, la piel.
Te pusiste de rodillas frente a ella y tomaste entre tus manos ese pie chiquito, ¿calzaría 36? Parecía el piecito de Cenicienta. Era suavecito como la gamuza. Le sobaste el empeine, la planta, no me hagas reír que me voy a hacer pis en mi calzón, sobrinito, los deditos, el dedo gordo, el tobillo. Sentías los movimientos rítmicos, precisos, de esas ¿expertas? manos que te empezaban a llenar de calor. Qué rico era ese calorcito que empezaba a subir por tu sangre poquito a poco como por los escalones de una pirámide azteca.
–Más arribita también, sobrinito, porfa –le pediste sintiendo cómo sus manos empezaban a trepar por tus largas piernas.
Era la primera vez en tus trece años que agarrabas una pierna de mujer, antes solamente en tus fantasías, en tus sueños, en esas noches de insomnio pensando en que te iban a salir pelos en las manos como decía tu mamá y te ibas a ir al infierno a achicharrarte. Susy era velluda como la mona de Tarzán, nunca se depilaba, ¿o le salía tanto pelo por jugar mucho con su cucarachita? En las axilas también tenía un mata de pelos, a ti te gustaba mirárselos e imaginar que allá abajo, en el Territorio Prohibido, también había una selva de pelos cubriendo la entrada al Santuario.
Agustín tenía las manos suavecitas y calientes, los dedos largos y fuertes. Se sentía clarito cómo ese calorcito empezaba a entrar en tu Zona Sagrada. Era un gustito único, rico, desconocido, nuevo, maravilloso, deslumbrante. El calorcito ya estaba dentro de tus entrañas, en tu sangre, en tus fluidos, había atravesado tu piel hasta llegar a tus huesos, a tu alma. Ah, qué rico se sentía. Era mucho mejor que hacerlo solita, que imaginar que tus manos eran unas manos fuertes de hombre.
–Arribita de la rodilla también, Agustincito, por favorcito.
Enrolló su faldita y tus manos empezaron a subir temerosos, dubitativos; los que no tenían temor eran tus ojos que escudriñaban más allá del límite de la faldita tratando de descubrir lo que había entre los pliegues y la penumbra en que te tenía condenado la poca luz que emanaba de la pantalla del televisor. Allí estaría el Bosque No Explorado Aún. Si entrabas allí, era más que seguro que te perderías entre el follaje, la maraña de lianas, de troncos caídos y hojas que estarían pudriéndose formando un pantano que tragaría, devoraría, succionaría todo lo que cayese en él. ¿Allí también llovería como en La Realidad? Seguro que sí.
Susy estaba con los ojos cerrados sintiendo cómo esas manos se desplazaban por su muslo a un par de centímetros del centro de su humanidad, de su universo. Dentro de ella había una caldera hirviendo su sangre, abrasando sus entrañas, quemándole, evaporando sus fluidos.
¿Qué era ese aroma que parecía brotar de la tierra mojada? Era un aroma desconocido para ti, una mezcla dulzona, ácida, salina, como de troncos podridos por el mar, como si un inmenso pez hubiese abierto sus fauces y te arrojase su aliento en el rostro. ¿Sería cierto que Susy también pensaba en ti al tocárselo? Agustín Agustín. Ah, si tuvieses la llave que abría esa Puerta Prohibida…
–La otra pierna también, Agustincito, porfa.
–¿También te ha dado calambre ahí, tía?
–Por si acaso nomás, sobrinito, porque más vale prevenir que lamentar, ¿no crees?
–Tienes razón, tía.
–Y tú tienes unas manos bien suavecitas, sobrinito –te acarició los cabellos.
Qué ganas de agarrarle la cabeza y hundirlo dentro de ti, en tu Pozo Infinito donde hervían tus ansias, tus ganas, tus deseos contenidos, tu curiosidad. Tu Estalactita estaba a punto de derretirse. ¿Así habría estado el Michael Douglas frente a la Sharon Stone en Bajos instintos, ah? Pero parece que la Sharon estaba sin calzón. Cómo no se te ocurrió temprano lo del calambre, lo habrías planificado con más cuidado, pero te estaba saliendo mejor de lo que habías pensado.
¿Tanto le duraba el calambre a tu tía? Las rodillas ya te dolían. Ese aroma tan raro era cada vez más fuerte, sentías que te estabas mareando, emborrachando, hundiendo en un pozo lleno de flores. Susy seguía con los ojos cerrados.
–Un poquitín más arriba, sobrinito, si no es mucho pedir.
Sus manos seguían escalando tus muslos como por una montaña escarpada. Eso es, así, así, sobrinito, ábrete paso por entre el follaje, pídele ayuda a Jason, ese tipo tiene buenos brazos y maneja bien el machete. Así, así, qué rico.
Ese raro aroma estaba en toda la habitación, si no abrían las ventanas, te ibas a ahogar, ¿Susy no lo sentiría? De repente sí, porque parecía que respiraba con dificultad, no se fuera a ahogar también, ¿abro las ventanas, tía? ¿Quieres que entre la lluvia, ah? Así, así, sobrinito. Qué rico se sentía. Tu vientre estaba en el punto más alto de ebullición, en cualquier momento iba a explotar como una bomba atómica. Las manos de Susy se posaron crispadas como garras sobre tu cabeza. Contuviste las ganas de hundir esa cabeza en tus entrañas. Aaaaah, tu vientre explotó expulsando un torrente de miel, de néctar. Las manos de Agustín debían estar pegajosas.
–Aah, listo, sobrinito, qué relajada me siento. Ahora sí estoy como nueva –le acariciaste los cabellos–. Mil gracias, Agustincito, eres un amor.
–De nada, tía.
–¿Nos vamos a dormir, sobrinito? Jason ya aburre.
Apagaron el televisor, aseguraron puertas y ventanas y se dirigieron a sus habitaciones.
–Hasta mañana, sobrinito –Susy se puso de puntillas y estampó un sonoro beso cerquita de tus labios–. Que sueñes con los angelitos, Agustincito.
–Tú también, tía, hasta mañana.
–Y no te la vayas a tocar esta noche pensando en mis patas flacas porque Jason te puede cortar la cabeza –dijo Susy, riendo, antes de cerrar su puerta.
Un buen rato después, tocaron la puerta de tu cuarto.
–¿Duermes, sobrinito? –Susy asomó la cabeza.
Agustín estaba en su cama, hizo un rápido movimiento y sacó su mano de debajo de la colcha. ¿Se lo habría estado manipulando?
–Todavía, tía.
–¿Se puede?
–Claro, tía, pasa, pasa.
Susy cruzó la habitación. Llevaba una bata rosada, transparente, debajo solo un calzoncito cubriendo el Lugar Prohibido.
–Esta lluvia no me deja dormir –dijo, sentándose al filo de la cama. Allí estaban otra vez sus piernas, poderosas, largas, velludas–. Tengo miedo que Jason venga a buscarme.
Te reíste.
–Es solo una película, tía.
–Pero a mí me da miedo –sus senos, esas dos perfectas peras de oscuros pezones, se movían al ritmo de su respiración–. ¿Puedo echarme un ratito aquí hasta que me venga el sueño, sobrinito?
–Claro, tía, échate nomás.
Levantaste la colcha. Agustín estaba en calzoncillos, tenía un bulto debajo de la prenda. Te deslizaste a su lado.
–No estorbo, ¿no?
–Claro que no, tía, cómo crees –sentiste al lado tuyo ese cuerpo tibio lleno de curvas y sinuosidades. Era la primera vez que tenías una mujer echada a tu lado, tan cerquita de ti. El aroma dulzón y marino, tenue esta vez, entró por tus fosas nasales.
–¿Qué lees, ah? –su aliento te quemó el rostro.
–Esta enciclopedia de arte.
–A ver. ¿Se puede mirar?
–Claro que se puede, tía.
Pusiste el grueso libro sobre el vientre de Susy. Sus senos se marcaron, la punta de sus pezones parecían querer atravesar la bata. ¿Los tendría suavecitos como sus piernas? ¿Se pueden tocar, tía?
–Mira cuánto realismo hay en estas esculturas, Agustín. Hasta parece que fueran de carne y hueso.
–Los griegos fueron grandes escultores, tía.
–Eso es lo que estoy viendo. Mira cuánta perfección. Mira su ombliguito, mira su pancita; están mejores que yo, ¿no, sobrinito?
–Tú eres bonita, tía.
–Pero estoy media chorreada, ¿no crees?
–Claro que no, tía, tienes una bonita figura.
–Lo dices nomás por halagarme, Agustín. Mira, toca –agarró tu mano y la puso sobre su vientre, entre su ombligo y su pubis. Allí la piel era suavecita como la seda–. ¿Ves que tengo la panza como una bolsa de agua, ah?
–Está durita, tía –Agustín cogió un pliegue de carne–. Y firme.
–Solo lo dices para no quedar mal conmigo, Agustín. La verdad es que estoy peor que la Alicia Machado.
–¿Quieres que te diga vieja y choclona, tía?
–Ay, sobrinito, tampoco tampoco. Apenas tengo veinte abriles.
–Por eso, tía. Cuando tengas cien años recién te desmondongarás.
–¿Aquí también está durito? –movió tu mano y lo puso al filo de su monte de Venus.
–Claro, tía –un poquito más y le tocabas el calzoncito.
¿Por qué no avanzas un poquito más, sobrinito? No te voy a decir nada, tú continúa nomás, ¿por qué tienes miedo si no es territorio minado?
–Tú si tienes la barriga bien durita, sobrinito –pusiste una mano sobre su ombligo. Agustín también era velludo–. Bien podrías haber sido un dios griego. Baco, Apolo, o Zeus, mínimo.
–Exageras, tía.
–En serio, Agustín. Tú sí eres perfecto, y peludo –enredó su índice en tus vellos.
–Pero no soy un dios griego, tía.
–Para mí lo eres, sobrinito –te acarició la barbilla, su cálido aliento te abrasó el rostro, su voz parecía el ronroneo de una gata en celo, y ese aroma que parecía brotar del fondo de la tierra te invitaba a dormir, a cerrar los ojos, a hundirte en las profundidades del sueño.
Agustín se quedó dormido. Afuera la lluvia había cesado, por fin. Los perros ya no aullaban, estarían en su casita, juntitos, dándose calor, sin temerle a nada, ni a la penumbra, ni a ese silencio que daba miedo. Agustín estaba profundamente dormido. Despierta, Agustín, Jason ha venido a buscarnos. Lo sacudiste y nada, no despertaba, estaba seco como un tronco. No le importaba que Jason viniera por ti, por lo visto. Dormía como un angelito, ajeno a tus súplicas, a tus necesidades, a tus ganas, a tus deseos. Era lindo, tenía un perfil perfecto. Recordaste sus manos, ahora inertes, friccionando, sobando, masajeando tus piernas. Tu Estalactita estaba dura de nuevo. Agustín, vamos, despierta. Nada. Pusiste tu mano derecha sobre su pubis, la izquierda la tenías ocupada en ti. Le empezaste a acariciar el pubis, el hoyito del ombligo. ¿Y si se despertaba? ¿Qué haces, tía Susy? Nada, nada, sobrinito, vi una pulguita y la estaba buscando para matarla, no te asustes por gusto. Eres una viciosa, tía Susy. Eso no se hace, te van a salir vellos en las manos, se te van a morir las neuronas y te vas a volver loca, Diosito te va a castigar y te va a condenar al fuego eterno. Viciosa. Cochina. Sucia. No me digas eso, Agustín. Tuve curiosidad nomás. Es que nunca he visto una, nunca he tenido una en las manos, entre las piernas, tu mamá si es una viciosa. ¿Es cierto que casi se desmaya? ¿De dónde sacaste esa revista de calatas? ¿Por qué nunca piensas en mí, ah? Yo siempre pienso en ti, Agustín. Tiíta Susy siempre piensa en ti, Agustincito. Por eso te traje aquí, para que te distraigas, para que te olvides de todas esas cochinas que salen en las revistas de calatas y solo pienses en mí, en tu tiíta Susy. Separaste tus labios mayores y empezaste a friccionar tu Estalactita mientras tu otra mano reptaba como una serpiente y se metía debajo del calzoncillo y llegaba al Objeto Anhelado. ¡Agustín, despierta! Nada, estaba bien dormido. Se lo tocaste. Primera vez que tocabas uno. Parecía un gusano gigante, todo flácido. Lo cobijaste en la palma de tu mano y lo empezaste a manipular, primero lentamente, luego con mayor rapidez hasta hacer que se pusiera dura. Era grandaza, caliente, nervuda, llena de vellos. Te echaste saliva en las manos y proseguiste tu afán, una mano debajo de ti, la otra en ese objeto que se ponía cada vez más duro y caliente. Extrañaste sus manos acariciándote las piernas, haciéndote imaginar tantas cosas. ¿En serio que nunca piensas en tu tiíta Susy, Agustincito? Cómo tu tiíta Susy siempre piensa en ti. Mira cómo te ayuda, cómo te lo acaricia, cómo te lo besa, cómo se lo mete en la boca y se traga toda tu miel, todo tu néctar.



viernes, 10 de abril de 2009

Pretendes



Pretendes mostrarte feliz / cuando yo sé que andas malherida, / que aunque intentes sonreír, / es una mueca tu sonrisa. / Les dices a todos / que ya me olvidaste; / solo yo sé que te entregas a otros / justamente para olvidarme, / porque cuando la noche llega / te sientes vacía y sola / y el teléfono ni siquiera suena / y se te hacen eternas las horas / en esta inútil espera / y entonces me maldices y lloras.

El corazón que ya no palpita

Hasta ayer pasabas de largo por mi vida,
tu presencia me era indiferente,
para mí nada significaba tu sonrisa,
eras una más en el mar de gente.
Pero ahora mi corazón ya no palpita
si me castigas y no te dignas mirarme,
si me niegas esa mínima dicha,
si te niegas a amarme.
Temo el mañana en que despierte sin ti,
en que todo lo cubras de polvo y olvido
y me condenes a no recibir ni un beso de ti.
Para ti será como si nunca hubiera existido,
otros besos harán que olvides los besos que te di,
otros besos harán que me dejes con el corazón herido.
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Una canción de mi compatriota Roxana Valdiviezo: Corazón cuarteado
http://www.youtube.com/watch?v=BEUwdZ-zZHI

jueves, 9 de abril de 2009

Las manos

A Yamina, que gusta de estos versos
Pon tus manos sobre mis manos, / dime te amo, / une tus labios con mis labios. / Pon tus oídos en mi pecho, / ¿escuchas cómo mi corazón está latiendo?, / ¿cómo este fuego me está consumiendo? / Camina conmigo, / compartamos un abrigo, / escuchemos el canto de los grillos. / Que la mañana nos encuentre / enlazados para siempre, / olvidando que un día llegará la muerte. / Compartamos un café, / mientras finaliza el atardecer / para amarnos otra vez. / Pon tus manos sobre mis manos, / dime te estuve esperando, / al fin has llegado, / vamos. / Vamos lejos de estos días grises, / de estas tardes tristes, / en pos de días felices. / Busquemos una casita junto al mar / te amaré como nadie lo hará, / te amaré por toda la eternidad. / Veré crecer tu barriga, / solo te daré alegrías, / hasta que la vida lo permita.

Rain: Zamba del emigrante#comments#comments

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Buen poema.

Y yo te seguiré queriendo (otra versión)

Un día tus manos / ya no tendrán la belleza de tus veinte años; / se marchitará tu rostro de ángel, / también esos ojos que contemplaron tantas tardes. / Un día tu cuerpo se rendirá ante el paso del tiempo, / perderán su armonía tus pechos, / tus cabellos se vestirán de otoño, / todo lo cubrirá la herrumbre, el moho. / Pero yo te seguiré queriendo / como aquella tarde del primer beso, / seguiré escuchando los latidos de mi corazón / con la emoción / de ese primer te amo / que hizo que tamblaran mis manos. / Un día estarás toda encorovada, / con la dentadura incompleta, / con incontinencia urinaria, / necesitarás ayuda para subir las gradas, / quizás seas una vieja tacaña, / andes siempre con un humor de perros, / igual yo te seguiré queriendo / como ese primer día / en que dijiste "qué bellos versos escribes" / y mi corazón latió abrumado, emocionado / y tomé tus manos / y te dije "nunca te vayas de mi lado, que solo la muerte nos separe, de mí nunca te apartes". / Un día mi cama se quedará vacía / de un lado, / tu corazón habrá callado / porque en esta vida todo termina. / Te lloraré a mares, / añoraré cada tarde compartida, / escribiré poesías / como si aún existieras, / hincaré las rodillas en la tierra / y lloraré como solo lloré por mi madre, / estrujaré las rosas en mis manos, / maldeciré al Dios que nos ha separado, / nunca más estarás ya a mi lado, / pero yo te seguiré queriendo / hasta mi último aliento.

Lluvia

En la tarde empezó a llover intensamente. Creo que es la primera vez que llueve así en todo el verano, bueno, ahora ya estamos en otoño.
Hace tres semana murió papá. Veintiún días ya sin el viejo. Hasta ahora todo bien en la familia. Recuerdo que cuando murió mamá, poco más y nos sacamos los ojos. Ahora nos hemos quedado solos, huérfanos. Como dicen en mi tierra "manan papayllu, manan mamayllu". No tiene caso estar discutiendo sin motivo alguno. Cada uno en lo suyo, y todos en paz.

miércoles, 8 de abril de 2009

Lo sigues queriendo



A pesar de todo lo que te ha hecho, / siempre lo recuerdas / y lo sigues queriendo / y aún lo esperas. / Sueñas con encontrarlo en tu camino / y que te pida perdón / y reviva todo ese cariño / que quedó en espera desde su adiós. / Aún sueñas con su regreso, / con el calor de sus besos, / sabiendo que todo es por gusto, / que tus sueños nunca serán realidad, / que te ha olvidado, que no volverá, / que para él jamás estuviste en su mundo.

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Si no te hubieras ido en la voz de Marisela

http://www.youtube.com/watch?v=cYuvfnA0SiI

Dónde estará mi primavera



No hay nada que hacer, esta día estoy romántico. Aquí una joya en la voz de Miriam Hernández: Dónde estará mi primavera

http://www.youtube.com/watch?v=BHtuQFya6RI

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La versión original en la voz del gran Marco Antonio Solís

http://www.youtube.com/watch?v=IG1CcqqW-QI

Cuando te olvide


Cuando te olvide, / cuando mis heridas al fin cicatricen, / cuando me anime y al fin destruya tus recuerdos, / cuando tu vida me importe un cuerno / volveré a ser el que fui antes de conocerte, / pero un poco más cuidadoso con la gente, / porque en cualquier sonrisa se esconde un puñal, / porque hay caricias que buscan matar, / porque hay palabras que prometen el cielo / y terminan llevándote al infierno, / porque hay labios que mienten / cuando dicen que te quieren, / porque hay corazones llenos de rencor / que no saben lo que es el amor.