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martes, 28 de abril de 2009

La rosa negra

I.M. María Eugenia


–Señor, ¿puede prestarme la escalera?
Miré hacia abajo. La mujer era joven y bonita. Llevaba un vestido negro de modelo antiguo. En las manos tenía un ramo de rosas blancas.
–Un momento y termino –le dije.
Estaba visitando a mi madre. Terminé de ponerle sus flores. Era el atardecer del 31 de octubre. Al día siguiente el cementerio se iba a convertir en una feria. Detesto las aglomeraciones, la música y las muestras de euforia en un lugar que yo considero para el recogimiento y la paz.
–Espero –dijo ella.
Chau, mamá, pasado mañana vengo, cuídame, murmuré.
–La escalera es suya, señorita.
–¿Podría ayudarme a llevarla hasta el nicho de mi difunto? –pidió. Tenía la voz suave como el susurro del viento entre las flores del camposanto.
–Claro. No faltaba más. ¿A qué pabellón?
–Al San Martín de Porres.
Me puse la escalera sobre los hombros y eché a andar tras ella. El pabellón San Martín de Porres estaba en el lado antiguo del camposanto. El ceñido vestido dibujaba su figura estilizada. A su paso dejaba una estela de perfume añejo. ¿Quién se te murió?, solía ser la pregunta con que empezaba yo mis diálogos cuando alguien me interesaba. Había obtenido buenos resultados en un par de ocasiones. Generalmente en los camposantos las personas están con ánimos de contar sus vidas, sus pesares después de haber sufrido una pérdida y necesitan oír unas palabras de consuelo. ¿Quién se te murió, amiga? Esta vez se me hacía difícil emplear mi fórmula. Temía que notara mi apresuramiento. Poco a poco se llega al cielo, Agustín, me dije.
Llegamos al pabellón indicado. Habíamos recorrido medio cementerio. Tenía los hombros adoloridos. Así debió de estar Cristo después de cargar su cruz, pensé.
–Mi finadito está allí –dijo ella, señalando un nicho de la última fila–. ¿Podría ponerle sus flores? Yo no llego.
–Sostenga bien la escalera porque no quiero visitar a San Pedrito antes de tiempo.
–No se preocupe –dijo, con una sonrisa.
Empecé a subir rogando que mi peso no venciera la fuerza de la chica –se la veía tan frágil– y rodara escaleras abajo. ¿Por qué construirán pabellones tan altos? ¿Para que las almas lleguen más rápido al cielo?
Los floreros contenían unas rosas resecas por el tiempo. Por lo visto, al difunto venían a visitarlo una vez al año. El nicho estaba cubierto de polvo y tela de araña. Saqué los floreros. Me dispuse a bajar. Miré hacia abajo: un esqueleto sostenía la escalera. Me miró con sus cuencas vacías. Era una mirada penetrante. Sonrió. Tenía los dientes amarillos, largos. Dioses. Sentí un desvanecimiento. Me sostuve fuerte para no caer. Quise gritar, pero ningún sonido brotó de mi garganta. Me restregué los ojos y volví a mirar: la chica me sonreía mientras sostenía la escalera con ambas manos y un pie. Debe haber sido una mala jugada de mis sentidos, me dije. ¿No había escuchado la semana anterior el aullido de un perro y el arrastrarse de unas cadenas? En los cementerios pasan algunas cosas que escapan a la razón.
–¿Le pasa algo? –preguntó la chica.
¿Contarle lo que acababa de ver para que me tildara de loco?
–No. Nada. No se preocupe.
Volví a subir para limpiar el nicho. El polvo que se levantó casi me asfixia. Creo que lo mejor es que a uno lo incineren y tiren sus cenizas al mar para no causar más molestias a los vivos.
Bajé y volví a subir llevando los floreros que la chica había lavado con las rosas frescas. Sin querer, me pinché un dedo con una espina.
–¡Oh, se ha lastimado! –dijo, tomando mi mano.
Tenía las manos heladas como una lápida. Eran unas manos blancas, casi transparentes, se notaban las venas que la recorrían. Tenía las uñas largas y pintadas de rojo como la sangre que no cesaba de brotar de mi dedo.
Ella sacó de su escote un pañuelito de seda y me envolvió el dedo. El pañuelo blanco se puso rojo al instante. ¿Tanta sangre brotaba de un pinchazo?
Presionó mi dedo un buen rato. Sus manos se mancharon. Al fin cesó la hemorragia. Se las lavó.
Oscurecía. Los últimos deudos abandonaban el camposanto.
–¿Nos vamos, o se queda?
–Nos vamos. Ya llegará el día en que me quede aquí para siempre.
Sonrió.
–¿Un cafecito? –le ofrecí.
–Si no es mucha molestia. Gracias.
Ahora estábamos sentados frente a frente ante dos humeantes tazas de café.
–¿Cómo te llamas? –le pregunté.
–Camila –dijo ella.
–¿A quién vienes a visitar?
–A mi padre. ¿Y usted?
–A mi madre.
Sus ojos brillaron. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
La muerte de un ser querido es el dolor más profundo que un hombre pueda padecer, pensé mientras acariciaba sus heladas manos. Tantas cosas que compartí con mamá. Tantos sueños que se quedaron truncos ante su repentina partida.
Lloró por un buen rato. Llorar es bueno. Llorar libera tu corazón de un gran peso. La vida es así. Todos vamos a morir algún día. A mamá la lloré meses. La lloré todos los días. Fue la mujer más buena que haya conocido. Mi único consuelo es saber que ahora, esté donde esté, está en paz.
Poco a poco se fue calmando.
–¿Vienes mañana a visitar a tu mamá, Agustín?
Le iba a decir que no, ¿no te parece patético que la gente baile, cante, se emborrache perturbando la tranquilidad de los muertos?
–Sí –dije–. Un rato. ¿Tú?
–También –dijo Camila–. A ver si nos encontramos.
–¿A qué hora?
–¿Te parece tempranito? Hay menos gente que en la tarde.
Nos despedimos quedando encontrarnos a las nueve de la mañana.

Al siguiente día la esperé inútilmente durante todo el día soportando el barullo de la gente.
Busqué una escalera. Subí. Los floreros llenos de sangre contenían unas relucientes rosas negras.
Agustín Vidal: 06 junio 1868 – 31 octubre 1945, decía allí. Recuerdo de su hija Camila.

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