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miércoles, 25 de febrero de 2009

El regreso de Blas Alva


*Esta es una historia que solía contarnos siempre mi padre.

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Todo Chincho acompañó los restos de Blas Alva, el alcalde. El padre José habló de un hombre probo, justo, magnánimo, solidario con los más necesitados. Su mujer dijo que era un esposo cariñoso, responsable, un padre ejemplar. Sus partidarios hablaron de un gran político, de esos que ya no se ven ahora: honesto, honrado, desprendido.
Todos vimos cuando el cajón fue bajado al profundo hoyo, cuando lampada a lampada fue cubierto por la tierra. Del polvo fuimos tomados, y al polvo volvemos, dijo el padre José.
Tres días después una noticia recorrió el pueblo como reguero de pólvora: Blas Alva había salido de su tumba.
Los curiosos corrimos hacia el cementerio. Era un día frío, nublado.
En la tumba había un hueco del tamaño de un cuerpo. Del hueco brotaba un hedor insoportable. La nube de moscones no ocultaba esas huellas como de garras que habían quedado grabadas en la tierra. Esas son las huellas de las manos del difunto, miren cómo le han crecido las uñas, largas como las del diablo.
–Blas Alva se ha condenado –decía la gente.
–¿Pero por qué si era un buen hombre?
La respuesta la supimos meses después cuando un arriero llegó a Chincho preguntando por la familia del difunto.
Contó que estando en la selva, sin querer, llegó al lugar donde están los condenados. Están atados a los árboles con gruesas cadenas. Parecen fieras, botan candela por los ojos y la boca. Si algún cristiano llega por casualidad, le hacen encargos para los que los conocieron. Confiesan sus delitos para reparar el daño que han causado en vida, para ver si pueden salvar sus almas del fuego eterno.
Uno de ellos se presentó como Blas Alva, alcalde de Chincho. Confesó que se había condenado por ladrón. Le había robado a su pueblo, por eso Dios lo había castigado.
–Debajo de su cama hay enterrado un baúl con todo lo robado –dijo el arriero–. Hay que repartirlo entre todos para ver si así se salva.
Fuimos a la casa del difunto. Tuvimos que romper el candado porque tiempo atrás su mujer y sus hijos se habían marchado a la capital.
En el lugar donde había estado la cama de Blas Alva, había un hueco del tamaño de un baúl. Pero del baúl ni la sombra. Por lo visto, la viuda no había sido ninguna tonta.

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