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sábado, 8 de octubre de 2011

La señora Gulloti


–Cómete esta manzana, Agustín.

–…

–¡Agustín, te estoy hablando!

–Disculpe, señora Gulloti.

–Estás en la luna de Paita, muchacho. Seguro pensando en esa chiquita con la que te encuentras todas las mañanas al venir aquí. ¿Cómo dijiste que se llamaba?

–Se ve que también le está fallando la memoria.

–¿Qué dijiste, muchacho?

–De remate, sorda.

–Habla más fuerte, Agustín. Parece que no hubieras desayunado. ¿No quieres un poco de puré?

–No, señora Gulloti. Coma nomás. Gracias.

–Ni tú quieres las porquerías que me dan de tragar en este antro.

–Es la dieta que le ha recomendado la nutricionista, señora Gulloti.

–Agg, que se lo coma la nutricionista entonces. Prefiero morirme de hambre.

–Si se porta bien y come toda su comidita, le prometo que uno de estos días nos vamos a comer un pollito con papas fritas por ahí.

–¿En serio, buen muchacho?

–Por supuesto que sí, señora Gulloti.

–Tú sí eres un hombre que vale la pena, Agustín. Yo no sé cómo hasta ahora no se fija en ti esa muchacha… ¿Cómo dijiste que se llamaba?

–Isabella.

–¡Isabella, eso era!

–Bonito nombre, ¿no le parece?

–Pero recuerda que no es el suyo. Ponte que se llame Pancracia, o Jacinta.

–Igual la amaría.

–Deberías de preguntarle su nombre.

–Disculpe, señorita desconocida, ¿podría decirme cómo se llama usted?

–Jacinta, amigo. Me llamo Jacinta.

–No estoy bromeando, por si acaso.

–Yo tampoco, amigo. Soy Jacinta Pichimahuida. ¿Acaso no le gusta mi nombre?

–Claro que sí. ¡Es el nombre más hermoso del mundo!

–Lo dices con la cara de qué nombre más feo tienes, deberías de llamarte Isabella.

–Claro que no, Isa…, Jacinta. ¡Tienes el nombre más bello del mundo!

–Tú estás más templado que las cuerdas de una guitarra, Agustín.

Que el amor sea bienvenido, / hoy me quedaré contigo, / sólo dame una oportunidad…

–Deberías de cantárselo a tu amada.

–¿Para que me tire un par de monedas o me mande al diablo? Paso.

–No creo que esa niña sea tan mal educada.

–¿Acaso cree usted que me va a pedir un autógrafo?

–Quién sabe, Agustín. De repente Isabella también te ama locamente y está esperando que te le declares.

–¿Y cómo lo hago?

–Fácil. Un día, cuando la veas venir, te tiras al suelo fingiendo un desmayo. Si se detiene a auxiliarte, es que siente algo por ti.

–¿Y si me deja botado como a un perro sarnoso en mitad de la calle?

–Más claro, ni el agua.

–Ahí sí me suicido, señora Gulloti.

–No seas tonto, muchacho. Tienes que insistir. Si a la primera no te resulta, quizá sí a la segunda, o a la tercera.

–O nunca.

–No digas eso, Agustín. Quizá Isabella está esperando que des el primer paso.

–¿No cree que ya he caminado mucho, señora Gulloti?

–Si quieres ser feliz, tienes que hacer méritos, Agustín.

–¿Tanto cuesta un poco de felicidad?

–Para que veas que nada es gratis en esta vida, muchacho.

–Ya veré lo que hago. Ahora me voy, se me hace tarde. No olvide tomar sus pastillas, señora Gulloti.

–Ay, Agustín, aquí me van a matar a punta de pastillas y dietas.

–Es por su bien, señora Gulloti, no lo olvide. Hasta mañana.

–Hasta mañana, Agustín, y suerte con Isabella.

***

–Hermoso día para ir a la playa, Agustín.

–¿No le gusta la piscina?

–Claro que sí. Pero quisiera ver cuerpos jóvenes, vigorosos, esbeltos, y no esos costales llenos de huesos.

–No hable así de sus colegas, señora Gulloti (que usted está peor).

–No me digas que a ti te gusta este panorama tan desolador, muchacho.

–Es parte de la vida, mi buena señora.

–Yo preferiría estar en la playa disfrutando de un día de sol, de arena, del mar.

–Ojalá que salga un tiburón y se la trague entera.

–¿Qué dijiste de los tiburones, muchacho?

–Que me gustaría estar en la playa con Isabella y ojalá saliera un tiburón para defenderla.

–Ay, Agustín, no me río porque mi dentadura sale volando.

–Yo decía nomás.

–Lo que tú quieres es mirarla en bikini, ¿no?

–También. Hay que disfrutar los regalos de la naturaleza, ¿no cree usted?

–Habrá que ver qué regalos. ¿Tiene bonito cuerpo tu amada?

–90-60-90.

–Exageras, muchacho loco.

–Claro que no, señora Gulloti. Isabella es linda. A su lado, Maju es Laura Bozo.

–Tendría que verla con mis propios ojos.

–Mi amorcito se va a asustar con su cara de bruja.

–¿Qué dijiste, Agustín?

–Que es buena idea, así verá que no estoy exagerando.

–¿Y de cara cómo es tu amada?

–Bonita, bella, una preciosura. Tiene una carita de ángel.

–¿A qué llamas carita de ángel, Agustín?

–A que en el rostro de mi amorcito no hay ningún signo de maldad, de envidia, de orgullo, de egoísmo. En su semblante se nota que tiene la conciencia tranquila, el alma limpia, que podría morirse mañana y se iría directamente a los brazos del Señor, cosa que no sucederá con mucha gente que conozco.

–Sin indirectas, Agustín, por favor.

–No me refiero a usted, señora Gulloti.

–Mejor. ¿Volvemos al cuarto? Ya me cansé de mirar este triste panorama.

***

–¿Y cómo viste Isabella, muchacho?

–Elegante, señora Gulloti. Parece que fuera secretaria de una gran empresa. Lleva un uniforme color rojo vino.

–¿Le queda bien su traje?

–Por supuesto que sí, mi buena señora. Se le ve fina, distinguida, elegante, con clase. Y esa faldita que tiene deja apreciar ese par de columnas de carne que son sus bellas piernas.

–Tú lo único que haces todas las mañanas es mirarme las piernas, Agustín.

–¿Tengo yo la culpa de que vistas así, Isabella?

–En mi trabajo me exigen.

–Dale las gracias a tus jefes, entonces.

–¿Tengo buenas piernas?

–Claro que sí. Mejores que las de la Viviana Rivasplata y Andrea Montenegro juntas.

–Estoy segura que le echas tantas flores por gusto, Agustín.

–En serio, señora Gulloti. Mi amorcito es bien piernona.

–Eres un pervertido, Agustín. Sólo te dedicas a mirarme las piernas.

–¿Quiere que me tape los ojos cuando la vea pasar?

–Deberías de hacerlo, muchacho, para que esa niña se lleve un buen concepto de ti.

–Más bien va a pensar que soy medio raro. ¿Usted qué pensaría si pasa luciendo las piernas y no le digo ni un piropo, ah?

–Pensaría que eres corto de vista.

–O corto de otras cosas.

–Ay, Agustín, eres un pervertido.

–La culpa no es mía, señora. Yo solo admiro los dones de la naturaleza.

–Esa chica no debería de vestir así.

–¿Por qué, señora Gulloti?

–Podría ser una fuerte tentación para sus jefes.

–La próxima vez que me la encuentre le voy a decir que de parte de la señora Gulloti, por favor ponte una burka porque tus jefes te podrían violar.

–Ay, Agustín, eres un chico bueno.

–¿Nos casamos?

–…

–¿De qué me sirve ser bueno si no tengo el amor de mi amada, ah?

–Es que tienes que pedírselo de una forma más especial.

–¿Quiere que me ponga de rodillas?

–No es mala idea.

–¿Tanto me voy a humillar por un poco de cariño?

–¿Cómo que un poco de cariño, Agustín? ¡Es la felicidad eterna!

–Bueno, si es así, me pongo a tus pies, princesa Letizia.

–Inclina un poco más la cabeza, Felipillo.

–¿Quieres que te bese las pezuñas, ah?

–Si gustas, amor.

–Estas patas apestan. Al diablo con Isabella.

–Ay, Agustín, tú no sabes tratar a las mujeres. Estoy segura que ni sabes en qué iglesia nos vamos a casar.

–En la de mi barrio.

–¿Acaso quieres que me llene de pulgas, amor?
–Oye, oye, tampoco me humilles así, ¿OK? Seré pobre, pero limpio.

–Disculpa. ¿Y se puede saber cuánto tienes ahorrado?

–Nada. Tú sabes que no gano mucho.

–¿Nada? ¿Cómo que nada? ¿Tú crees que nos van a casar gratis, ah?

–Podríamos casarnos en un matrimonio masivo.

–¿Y a dónde me vas a llevar de luna de miel, ah?

–Supongo que a conocer Machu Pichu.

–¿Machu Pichu? Mínimo me tienes que llevar al Caribe, amor.

–No creo que Isabella sea tan materialista, señora Gulloti.

–Acuérdate que el amor no da para vivir, Agustín.

–Voy a tener que buscar una chica más sencilla.

–Eso es lo más aconsejable, creo yo, Agustín.

–O trabajar como burro.

***

–Qué frío tan terrible, Agustín. Ni para salir a tomar un poco de aire puro.

–Coge una pulmonía y se nos va a visitar a San Pedrito, señora Gulloti.

–Eso es lo que más temo, muchacho. A mis años ya no estoy para trotes al aire libre.

–Tiene que cuidarse. ¿Tomó todas sus pastillas?

–¿Por qué crees que estoy así, ah? Esos menjunjes lo único que hacen es empeorarme.

–Pronto saldrá de aquí, ya verá.

–Directo al cementerio.

–No diga eso, señora Gulloti. Usted tiene para vivir cien años más.

–No me hagas reír, que se me caen los dientes, Agustín. Mejor cambiamos de tema. ¿Y cómo te va con tu Isabella?

–Hace días que no la veo.

–¿No la habrán despedido de su trabajo por no aceptar los requerimientos de sus jefes?

–¿Quiere que le diga la verdad? Estoy viniendo por otra calle.

–¿Y por qué, muchacho loco, ah?

–Es que incomoda verla todos los días, verla y no decirle ni siquiera hola, cómo estás, ¿qué tal te va en el trabajo?

–Todo depende de ti, Agustín.

–¿Qué podría hacer si apenas nos conocemos de vista, señora Gulloti?

–Tienes que montar un buen operativo de conquista, muchacho, sino nunca vas a ser feliz.

–Podría desmayarme en mitad de la calle.

–Lo del desmayo mejor lo descartamos. Va a pensar que eres un epiléptico y no creo que quiera cargar con un enfermo por más enamorada que esté.

–¿Y qué hacemos entonces?

–¡Mandarle cartitas de amor!

–¿Cartas?

–Claro, diciéndole que la amas, que la adoras.

–Señorita: yo soy aquel que cada mañana se cruza con usted en su camino; yo soy aquel que la ama en silencio; el que espera ser correspondido… No va a resultar, señora Gulloti.

–Cómo que no, Agustín. Tus cartas están bonitas, llenas de sentimientos. Yo también te amo.

–¿En serio, Isabella?

–Claro que sí, Agustín. ¿Me das un beso, amor?

–No creo que Isabella se deje convencer por una cartita.

–Deja todo en mis manos, Agustín. Yo tengo una vasta experiencia en estos menesteres. En mi época, como no existían los adelantos tecnológicos de hoy, los jóvenes nos comunicábamos por escrito nomás.

–Usted es de la época del papiro.

–¿Qué dijiste, muchacho?

–Que mañana traigo un par de lápices y abundante papel.

–Ya verás cómo Isabella cae rendida de amor a tus pies. Lávate las pezuñas nomás.

–Pezuñas tendrá usted, vieja bruja.

–¿Qué dijiste, Agustín?

–Que sería bueno hacerle unos dibujitos, unas florcitas, unos corazones atravesados por flechas.

–Tienes buenas ideas. Así verá que eres un chico sensible.

–O idiota.

–De amor. En la noche lo dejas debajo de su puerta, Isabella lo encuentra tempranito cuando sale a su trabajo, lo lee, y la siguiente vez que se encuentren te pregunta si tú eres el autor de esas cartitas tan lindas, le dices que sí y…

–Y me manda al diablo. ¿Cómo se atreve a escribirme semejantes estupideces, ah? ¿Quién se cree usted que yo soy para decirme semejantes barbaridades, ah? Métase ese papel a donde no le llegue el sol.

–No creo que esa muchacha reaccione así, Agustín. Yo estoy segura que mi cartita le va a gustar y te va a corresponder.

–Ojalá, señora Gulloti. Ojalá.

***

–Isabella me miró feo, señora Gulloti. Sospecho que su cartita no le gustó nada.

–Lo que pasa que esa muchacha tiene el corazón de hielo.

–De repente ha sufrido una decepción amorosa y no quiere saber nada de los hombres.

–Yo la haré cambiar de opinión y enamorarse de ti.

–Mejor lo dejamos allí nomás, señora Gulloti. De repente empeoramos las cosas.

–Tienes que insistir, Agustín. ¿Qué mujer que se respete te va a decir que sí a la primera vez? Nadie, y menos esa chiquita engreída y orgullosa. La siguiente carta hará que su frío corazón se derrita al sentir el calor del amor.

–Ojalá que no metamos la pata.

–Tú confía en mí, muchacho.

***

–¿No le dije que no iba a resultar? Ahora Isabella va acompañada de un tipo con pinta de guardaespaldas.

–De repente es su marido.

–No creo. El tipo es viejo.

–De repente le gustan los hombres mayores.

–Lo que sea, ya la perdí.

–Debe ser su papá. No seas sonso, aprovecha y pídele la mano de su hija.

–Bien que me lo va a dar. Mejor me hago humo por un buen tiempo.

–No seas tonto, Agustín.

–En mala hora se me ocurrió aceptarle sus cartitas.

–Eran bonitas. Lo que pasa que esa chica no sabe lo que es una misiva de amor.

–Me voy, señora Gulloti. No olvide tomar todas sus pastillas.

–Te digo que esas cartitas eran bonitas, Agustín.

–…

–Muchacho tonto. Va a venir otro gallo más rápido y se va a llevar a tu amada. Yo sé lo que te digo. ¡Sino conociera a las chicas de hoy!

***

–Ah, hermosa mañana la de hoy, Agustín: ha salido el sol con más ganas que nunca, las flores en los jardines visten sus mejores galas, vuelan felices los pajarillos cantando sus bellas melodías.

Primavera ha llegado, / pero no entró a mi pieza, / se detuvo indecisa, / la ahuyentó mi tristeza.

–¿Sigues enamorado de esa muchacha, Agustín?

–Más que nunca, señora Gulloti. Y la primavera me pone triste: todos con sus amores, menos yo.

–Por tonto.

–Encima, usted me insulta.

–¿Sabes lo que podríamos hacer para que al fin seas feliz?

–Ni se le ocurra nuevamente lo de las cartas.

–Ese es un capítulo cerrado. Más bien deberíamos mandarle poemas. Recuerda que es primavera, y no hay mujer que se resista a un poema escrito con el corazón.

–Buscaré un buen poema de Vallejo o Neruda, entonces.

–Yo puedo escribirlos.

–¿Usted?

–¿Quién sino yo, Agustín?

–…

–Podríamos empezar nuestro poema con un verso que diga Amor imposible…

…no te tengo y por eso ando triste…

…ardo en deseos de besar tus tiernos labios…

…de acariciar tus blancas manos…

…de decirte en un susurro cuánto te amo…

–…eres el gran amor de mi vida…

–…qué no daría por hacerte mía…

–Alto, alto, Agustín, vas a espantar a esa niña. ¿Cómo le vas a pedir de frente que sea tuya si apenas se conocen de vista? Te mandaría al diablo por querer dártelas de vivo.

–Tiene usted razón. ¿Qué ponemos?

–Tengo que pensarlo. No vayamos a meter la pata otra vez.

–¿Lo puede tener listo para mañana?

–Claro que sí, Agustín.

***

–¿Por qué esa cara, muchacho? Tu poema ya está listo.

–Isabella está embarazada.

–¡…!

–En serio. Lo descubrí esta mañana: clarito se notaba que está embarazada. Es mi final.

–Yo te decía, Agustín, tienes que ser más audaz. Las niñas de ahora ya no son tontas.

–¿Y ahora qué haré?

–Escríbele una carta de despedida y búscate otra chica.

–Mejor le mando un regalo por el día de la madre.

–No es mala idea, muchacho. Va a necesitar ropones, colchitas, pañales para su bebé.

–Yo no soy el padre de esa criatura.

–¡Eureka!

–¿Se puede saber qué le pasa?

–¿Y si es madre soltera?

–No creo que haya sido tan tonta.

–La mayoría de los bebés de ahora no tienen idea ni quién es su padre.

–¿Y qué quiere que haga yo?

–Podrías reconocer a su hijo. ¿No te gustaría ser padre?

–Mejor lo dejamos ahí, señora Gulloti. Basta de hacer el papel de idiota. Ya encontraré alguien que me quiera.

–No lo creo, Agustín.

–Ya no hablemos de ese asunto. No olvide tomar su pastilla. Hasta luego.

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