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sábado, 7 de abril de 2012

La agonía de Juan de Dios (4)



Como un gato me sostuve en el marco de la puerta para no caer de bruces sobre el profesor Epifanio García. Me volví, y le metí un derechazo a Ángel Huamán por chistoso. Rodó al suelo sin decir ni ay. Ni Mohamed Alí. Menos mal que nadie se dio cuenta. Entré al salón, me senté en mi carpeta y esperé. Un minuto, otro minuto y otro minuto. Carajo, ¿y si lo maté al huevón ese?, pensaba, asustado. Todavía me dolía la mano como si hubiera golpeado una piedra. ¿Y si ese maricón fue a su casa a quejarse y viene con su mamá? Señora, ¿para qué me mete cabe su hijo pues?, le diría a la vieja. Yo solo me defendí… Tocaron la puerta, ya me fregué, pensé; mejor le hubiera dicho al profesor que Huamán siempre me jodía. El profesor fue a ver quién era: ahí estaba Huamán, todo cochino, todavía medio atontado. ¿Estas son horas de llegar, ah?, le espetó el profesor, ¿así se viene al colegio? Segurito te has ido a jugar por ahí, ¿no? El matón estaba mudo, ni siquiera tuvo el valor de acusarme. Pensaría Juancho me va a sacar la mierda de nuevo. Por tardón recibió un par de azotes en el poto con el tres puntas y lo mandaron al rincón de los castigados. Se puso a llorar y hasta se orinó. Jajá, me reía para mis adentros. Eso te pasa por abusivo, huevón, quería decirle, pero me aguanté. Mi papá me enseñaba a boxear. Te tienes que cuidar las pelotas y la boca del estómago, Juan, me aconsejaba, son los puntos más débiles del cuerpo. Además, las pelotas las vas a utilizar cuando seas mayor. Lo mejor es meterle un derechazo en la sien a tu enemigo para terminar la pelea lo más rápido posible. Hasta me cortaba cocobolo para que los mariquitas no me jalaran de los pelos. Una vez el profesor Epifanio hizo un campeonato de box y yo noqueé a todos mis rivales. Me pasearon en hombros por el pueblo, ¡tres hurras por el campeón!, ¡jijip rra!, ¡jijip rra!, ¡jijip rra! Justo nos encontramos con mi mamá. ¿Por qué lo cargan así a mi hijo, don Epifanio? Es el campeón de Chincho, doña Isidora. La otra semana se va a pelear a Villoc, y después a Julcamarca, y de allí a Lima, y de Lima se va a boxear a Nueva York en las ligas mayores. Pero mi mamá no quiso: te van a malograr la cabeza, Juan de Dios, alegaba. ¿Cuántos años tendría yo? Estaría como Nacho, por lo menos. Eso fue antes que me llevaran a Huanta por noquear a uno de los hijos del profesor. Eran tres. Uno de ellos era Julio, estudioso como Dieguito, que con el tiempo sería mi compadre. Los otros eran unos matones de mierda que paraban abusando de los chiquillos amparados en su papá. Ya ni me acuerdo cómo se llamaba al que le rompí la nariz. Juancho, a ver si a mí me haces orinar como a Huamán, me retaba, buscándome la bronca. No sé cómo se enterarían que fui yo quien le pegó a Huamán. Pelea pues, Juancho, ¿o me tienes miedo? Era mi mayor, sería como el Gordo. Un día que su papá se fue a Julcamarca a cobrar su sueldo me estuvo jode y jode: pelea pues, Juancho, hazme orinar como a Huamán, sácame la mierda si eres tan machito. No me molestes, ¿quieres?, le decía. A mí sí me tienes miedo, ¿verdad, cholo conchetuma…? Un solo puñetazo en la nariz y la sangre le empezó a salir como de un caño. El marica ese se fue corriendo a avisarle a su mamá: ¡mamá, mamá, Juancho me ha pegado! La vieja vino y me agarró a varillazos: cholito del diablo, ¿quién te crees que eres para pegarle así a mi hijito, ah? Le aventé el libro que nos daba el gobierno y me fui a mi casa. Justo estaba allí el hermano de mi papá, ¿se llamaba Germán mi tío?, el que era marido de la bruja María Villanueva. Ahora me va a escuchar esa mujer, carajo, dijo, ¿cómo le va a pegar así a un alumno? Se fue al colegio, furioso. ¿Qué hablarían? ¿Qué le diría la vieja de mí? ¿Le diría que también le pegué a Huamán?, ¿que yo era un abusivo? Juan, nos vamos a Huanta, me dijo mi tío, cuando regresó. Allá seguirás estudiando. Mis padres estuvieron de acuerdo: en la ciudad estarás mejor, hijito. Era la despedida de Chincho. Volvería, pero a las quinientas. ¿Otro habría sido mi destino si no le pegaba al García ese? Cómo saberlo. En Huanta la vieja María Villanueva me trataba peor que a su sirviente. Cada pan que comía me lo ganaba a pulso. Y así todavía tuvo la concha de hacerme daño. Ni bien crecí, me largué a Pisco donde mi mamá tenía familia. Empecé a trabajar en las haciendas Chongos, Manrique, Independencia, primero pañando algodón, después controlando a los jornaleros, repartiendo la tarea del día. No estás para pañador, me dijo el capataz de la hacienda Manrique, un morenito que conocía a mi tía Juana Luján. Mientras los demás se hacían tres, cuatro arrobas de algodón al día, yo apenas uno. ¿Sabes leer y escribir? Sí, señor, tengo mi primaria completa. Antes así nomás nadie tenía su primaria completa. Ahora hasta para ser chofer tienes que tener tu secundaria. Ser controlador era un trabajo más suave, ya no me estropeaba las manos y ganaba más. Tenía mis amigos negros con los cuales me iba a las fiestas los fines de semana. Parecían mis guardaespaldas. Así que tu tatarabuelo fue don Prudencio Luján, el que se casó con una chinchana a quien la jeta le colgaba hasta el ombligo, ¿no? Ajá. Prudencio Luján había venido de España para comprar unos viñedos. Se enamoró de una negrita. Se casaron y se fueron a Palpa. Uno de sus nietos fue mi abuelo Marianito, un enorme mulato que fue militar. Lo destacaron a Ayacucho donde se enamoró de la sobrina del cura Cabrera, mi abuela Cristina. Desertó durante la guerra con Chile y escapó a Chincho para no ser fusilado por traidor. Allí nació mi mamá. Los Gastelú llegaron del País Vasco con los conquistadores. Eran almagristas. ¿A ellos el rey de España les daría las setenta y ocho escrituras con su sello y firma que tanto ansiaba la bruja María Villanueva? Manuel y Antonio Gastelú fueron capitanes de Túpac Amaru y huyeron a Huancavelica después del fracaso de la rebelión. ¿Cómo así llegaron a apoyar a Túpac Amaru? Le voy a pedir a Arolín que investigue eso, hasta podría escribir un libro sobre los Gastelú. Yo salí prieto y con los cabellos crespos, no como mis hermanas que eran bien blancas, Julia hasta tiene los ojos claros. Mi papá decía siempre ese negro qué va a ser mi hijo cuando yo hacía alguna de mis palomilladas. La que me adoraba era mi abuela Cristina: eres igualito a mi Marianito, Juancito. Pero los negros también me envidiaban, hasta quisieron hacerme daño, me dijo Tuna, que ahora vive con la mujer de Carapacho, uno de mis mejores amigos. Los negros seguro me envidiaban porque tenía suerte con las mujeres. Cuántas se quisieron casar conmigo. Dejé la hacienda y me puse a trabajar como ayudante de panadero donde los Rojas. Allí me accidenté. Una noche llegó borracho el patrón, Juan, prende el horno, me ordenó. Pero, patrón… Carajo, ¿tan bruto eres que hasta ahora no has aprendido a prender el horno? Serrano tenías que ser… Metí un fósforo, y salió una bola de fuego que me envolvió como un remolino. Desperté tres días después en el hospital San Juan de Dios, lleno de vendas, hinchado como una pelota. Menos mal que no me quemé la cara, solo el pecho y los brazos, sino iba a quedar como ese monstruo con dedos llenos de cuchillos que los chicos miran en la tele. Estuve internado tres meses. Estando allí llegué al Reino de los Cielos. Dos ángeles me condujeron ante la presencia de nuestro señor Jesucristo. Era un poquito más alto que yo, con una barba inmensa. Me llevó a conocer el Paraíso Celestial; era un lugar lleno de verdor. Después le pidió a un ángel que trajera un bizcocho. Lo partió y me dio la mitad. Todavía no es tiempo que estés aquí, Juan de Dios, me dijo. Regresa a casa por ese caminito, añadió, señalando un sendero que iba por el medio de una pampa. Fui comiendo mi bizcocho. Iba sin zapatos pero no sentía las espinas que se clavaban en mis pies. Llegué a Ñaña. Allí me encontré con mi tía ¿Juana o Alejandra? Nos pusimos a esperar el tren. Primero pasó uno lleno de muertos. Los llevan al purgatorio, dijo mi tía. En el siguiente nos vamos nosotros. Escuchamos el pitido de la locomotora. De pronto se levantó la tranca para dar paso al tren y me levantó por los aires del cuello. Desperté gritando. ¿Pero por qué tuve ese sueño si yo todavía no era Testigo de Jehová? En otro sueño estaba yo tocando la guitarra y cantando tangos como Gardel. Llovía, y como tenía sed, miraba al cielo para recibir en la boca las gotas de lluvia. Unos aplausos me despertaron. Cantas bonito, Juan, me dijo el doctor Lira. Gracias a él me atendieron bien porque era amigo de Juan Bailete, esposo de mi prima… ¿cómo se llamaba mi prima? El doctor hizo las gestiones para que el Seguro asumiera los gastos del hospital, incluso me dieron un dinero que me permitió sobrevivir los primeros meses hasta recuperarme para volver a trabajar. Cuando llegué a la pensión, solo encontré en mi cuarto una camisa vieja y unos zapatos que ya no usaba. Hemos regalado tus cosas porque pensábamos que te ibas a morir, Juan, me dijo la casera. Quizá eso hubiese sido mejor para no padecer todo lo que sufrí después. Mi mamá me escribió para pedirme que regresara a Chincho pero no lo hice: iba a sufrir al ver mis brazos y mi pecho lleno de llagas. Cuando me sacaron las vendas, tenía los brazos unidos. Tuvieron que operarme para separarlos. Poco a poco me fui sanando. Volví a la panadería, pero como vendedor de pan nomás. Recorría Pisco con mi canasta de pan en un burro. Antes no había triciclos. Han pasado más de sesenta años desde entonces. ¿Dónde estarán Constanza, Goya, Tomás, Alfonso? Goya murió en el terremoto del 2007, ahora que lo recuerdo. Tenía mi edad pero ya no podía caminar, paraba en la cama nomás. Meses antes del terremoto fuimos a visitarla con Arolín y los chicos. Murió aplastada por los adobes porque todos salieron corriendo olvidándola. Tanta plata que tiene Constanza y no fue capaz de construirle siquiera una casita a Goya. Si no se acordaba de su hermana, peor de mí, y eso que gracias a mí tiene todo lo que posee hoy. Era una mocosa cuando el ingeniero ¿Leandro Pérez se llamaba?, le propuso matrimonio. El hombre era un poco mayor y estaba enamorado hasta los huesos de ella. Constanza me dijo ¿qué hago, primo, no es muy viejo para mí? Aconséjame, por favor. No tenían padre. Cásate nomás, le dije, será mayor, pero tiene buenas intenciones, ¿o quieres un mocoso que no tenga ni dónde caerse muerto? Y se casó. Bien por ella, si no hasta ahora estaría en San Andrés andando sin zapatos, con una recua de hijos, sobreviviendo como sus hermanos. Ahora vive en Surco, tiene su hacienda en Cañete, viaja a los Estados Unidos cuando quiere, solo tiene un hijo. Ya no se acuerda del resto, pero también debe estar vieja, tendrá setenta y seis, setenta y siete años. Cualquier rato estira la pata. La última vez que nos vimos fue en 1992 en el matrimonio de Nancy, la hija de mi primo hermano Maximiliano Luján. Ella también es Villanueva, pariente de la bruja María Villanueva. Hasta debe ser familia de Bendezú, ese otro brujo de mierda, porque estuvo en el entierro de Tolín, ahora me acuerdo. De Pisco marché a Chosica, donde mi tía Alejandra Luján. Ella me recomendó para trabajar en el Centro de Salud de Moyopampa. Era un trabajo sencillo, ayudaba a las enfermeras, llevaba y traía las placas de rayos x, movilizaba a los pacientes, ayudaba en los partos. Cada fin de mes bajaba a Lima a cobrar mi sueldo. Ese día entraba al cine Metro a ver una o dos películas mexicanas, me paseaba por la Plaza San Martín, por el Jirón de la Unión. Iba bien a la telada, antes se entraba al Jirón de la Unión en saco y corbata, con mi cigarrito en los labios y mi sombrero. Por dónde no iba, Lima era chico y se podía recorrer a pie. Por querer ganar más dejé el Centro de Salud para irme a la FAM. Añoro ese sol eterno de Chosica, su clima tan bonito. Siempre iba con mi primo, ¿Antonio o Alejandro era su nombre?, al río Rímac a pescar camarones para que mi tía preparara un rico chupe. Traíamos leña también. Entonces todo era bosque, el río era limpio, no como ahora que está todo lleno de mierda. Me hubiera quedado allí, pero era joven, no pensaba en el futuro, igualito que John. Para entrar a la FAM esperé como medio año. Hasta que al fin me recibieron. Primero ganábamos jornal, después a destajo. Los muchachos no querían, nos van a descontar por cada pieza que salga dañada, alegaban. Yo he sido hornero, les decía; hornear tazas, platos, fuentes, lavatorios es como hornear panes y bizcochos. Me hicieron caso y empezamos a ganar mil quinientos soles, mil seiscientos semanales. Ni los empleados. Tenía razón, don Juan de Dios. Me eligieron Secretario de Defensa del Sindicato. Hubo una huelga, ¿en qué año fue?, con la cual yo no estuve de acuerdo. Vamos a terminar mal, les decía, ¿no estamos ganando bien?, pero ellos huelga, huelga, carajo, ¿o no tenemos pantalones? Allí estaba mi prima Juana Palomino. Las mujeres también tenemos los pantalones bien puestos y nos sumamos a la huelga, compañeros, dijo. Un día que yo terminaba mi turno de noche llegó la guardia de asalto. Me los encontré en la puerta. Los saludé y salí volando. ¡Espere, compañero Gastelú!, me llamaban, ¡no sea cobarde! Ni cojudo para enfrentarme a la policía. Detuvieron a todos los dirigentes. Yo pasé a la clandestinidad: si alguien me busca, diles que he ido a Chincho, le dije a María. Hasta que vino llorando su amiga Lucila Borda porque su esposo, Baltazar Quispe, también estaba detenido. Fui a buscar a mi compadre Julio García Olano, que era abogado. Fue a la prefectura. Allí le dijeron que los detenidos estaban incomunicados hasta que concluyeran las investigaciones. Cuando terminó la huelga, tres meses después, todos los dirigentes fueron despedidos, ni les pagaron sus beneficios sociales. De la que me salvé. Balta también salió bien librado gracias a mi compadre. ¿Hace cuánto que murió Balta? ¿Diez, doce años? Unos meses antes de morir nos visitó con su señora. No nos veíamos desde que nos vinimos a La Realidad. Era la despedida, y no lo sabíamos. Si no me hubieran hecho daño, me habría jubilado con una buena pensión como mi cuñado Porfirio o mi primo Estanis y no estaría sufriendo tanto en mi vejez. Una vez casi le rompo la cabeza a la ¿gerente, secretaria, o al gringo Moll? Fue al gringo Moll, vino con una bacinica desportillada: ¿así trabajan sus ayudantes, Gastelú?, me reclamó, ¿quién va a pagar esto? Yo era jefe de sección. Siempre hay material que se estropea, señor gerente, le dije. Ahoritita te rompo la cabeza por inútil, me amenazó. Rómpame pues, gringo de mierda, le dije, cuadrándome, no soy ningún manco. El gringo se quedó mudo, me saqué los guantes y se los tiré en la cara y me empecé a ir. ¡Venga, Juan de Dios, no sea loco!, me dijo. Era un buen hombre a pesar de todo. Había venido de Alemania casi sin nada después de la Primera Guerra Mundial. Empezó a fabricar ollas a mano y poco a poco fue creciendo su negocio. ¿Qué pasó con la secretaria? También peleamos, pero no recuerdo de qué o por qué. También trabajé en la Granja Azul donde los Schuller. Un amigo me hizo pasar como estudiante de veterinaria. Eso debe de haber sido después de venir de Pisco, antes de trabajar en el Centro de Salud. Fue después de la Segunda Guerra Mundial porque a la Granja llegaron alemanes, yugoslavos, italianos, rusos que habían participado en la contienda. Me acuerdo que también criaban chanchos para producir manteca. Le sacaban la grasa y el resto nos lo daban a los trabajadores. A los exsoldados les gustaba el chicharrón. Allí nos daban diario un litro de leche. Los gringos fabricaban mantequilla. Tenía un amigo yugoslavo que me vendió un reloj de oro. ¿Cómo se llamaba? ¿Por qué he olvidado su nombre? ¿Por qué he olvidado tantos nombres? Con algunos compañeros de la FAM compramos un terreno donde fundamos la Asociación de Vivienda Tahuantinsuyo. Allí empecé a levantar mi casita poco a poco. Para qué lo vendí, para ir a vivir entre lagartijas y culebras, a un lugar lleno de piedras, sin agua ni desagüe. La bruja ni los brujos pudieron matarme, pero sí me arruinaron. Toda la vida andando como gitano en busca de un trabajo, viviendo en una choza. En la KAR también estuve siete años cuidando el terreno de la ladrillera en Medialuna. Esos años repasé como nunca la Palabra del Señor. Eso no le gustó al diablo: un gato negro empezó a atormentarme todas las noches. Estaba durmiendo y yo sentía un peso en mi pecho, abría los ojos y allí estaban unos ojos rojos mirándome, escudriñándome hasta que un día agarré mi Biblia y se la arrojé: ¡fuera, Satanás! Nunca más me molestó. El diablo existe, aunque mucha gente no cree. Alejandro Aguilar los ha visto. Era un lampero que venía de la selva y estuvo en Medialuna un tiempo. Cuando era chiquillo presenció una reunión de diablos. Estaba de cacería y empezó a llover. Se subió a un árbol hasta que escampara cuando de pronto apareció de la nada un demonio, después otro y otro y otro más. Todos eran seres deformes, menos el jefe, que llegó último y era hermoso como un ángel. Iba a empezar la reunión, cuando el jefe empezó a olisquear el aire como un perro de presa. Huele raro, dijo, parece que hay un intruso por aquí. Alejandro se asustó feo, empezó a rezar. De pronto, cayó un rayo sobre los diablos y estos se hicieron humo. ¿Dónde estará Alejandro? Hace casi veintinueve años que no lo veo. En 1980 Belaunde volvió al poder, Isaac Kucler vendió la KAR a los Vattilana, yo renuncié, ¿por qué no continué en la planta principal? No pensé bien, ya tenía cincuenta y tres años, pensé que el tiempo no iba a pasar, que siempre tendría las mismas fuerzas. Ese año empezó la guerra en Ayacucho, las cosas empezaron a ponerse cada vez más difíciles. Por un tiempo trabajé como guachimán en la taza de la Central Hidroeléctrica Huampaní hasta que las cosas empeoraron más y llegaron los repuchos para cuidarla mejor. A mí me habían dado una pistola de fogueo. ¿Qué hago si llegan los terrucos? Escóndase en el monte, me decían. Menos mal que los terrucos nunca atacaron la taza. Seguro me conocerían. En La Realidad habían varios terrucos, le dirían don Gastelú es buena gente, no se mete con nadie, lee su Biblia. También trabajé en la granja El Milagro de los Carrasco. Allí sí comimos bastante pollo. ¿Cómo se llamaba el chino que vivía en El Chaparral con quien robábamos pollos? Un pollo para usted y uno para mí, don Gastelú. El chino también estaba lleno de hijos. Una vez llovía intensamente, el río estaba a punto de desbordarse. Si se salía, me iba a quedar en la calle. Hice una oración y el río se desvió para el otro lado. Es que la fe mueve montañas. Una vez regresaba de Huanta y el río Cachi había crecido. También hice una oración y el caudal bajó y crucé tranquilo con mi caballo. Quizá debimos quedarnos en Cangari, comprar un terrenito. Pero durante la guerra allí también hubo enfrentamientos. Quizá nos hubiesen matado a todos… Íbamos a ir a Chincho, pero la crecida del río lo impidió y terminamos en Cangari. Arrendé la chacra de mi tío Víctor Riveros. Compré vacas, caballos, burros. Empecé a sembrar alfalfa, cebada. En las tardes preparábamos las cargas de alfalfa y yo las llevaba tempranito al mercado de Huanta y a mediodía regresaba trayendo pan, arroz, azúcar, fideos, dulces para Carolina y Mariana. Pero ellas no se acostumbraban, había harta cantidad de mosquitos, tenían las piernas, los brazos y las caras llenas de ronchas. Tío Maxi, llévanos a Lima, le rogaban a mi primo Maximiliano cuando nos iba a visitar. Allí nació Arolín. Yo mismo las hice de partero. De algo me sirvió haber trabajado en el Centro de Salud. John sí nació en el hospital de Huanta. A Flora y Dora también las traje al mundo. Justo cuando Flora nació pasó temblor. Estábamos en Huachipa, era el 31 de diciembre de 1973. Por eso saldría media tarada… Carajo, cómo me pica el cuerpo. ¿Y si los brujos me están atacando de nuevo? Esos desgraciados no se dan por derrotados así nomás. Quizá la bruja… ¿cómo se llamaba esa bruja de Chincho a quien mi papá le marcó la cara con su machete? Una madrugada mi viejo había salido a hacer sus necesidades. Estaba de cuclillas, debajo de un guarango, cuando escuchó que alguien lo insultaba: ¡Ignaciucha yanasiqui!, le dijeron. El viejo se subió los pantalones, miró para todos lados pero no vio a nadie. Pensó que había escuchado mal y se puso otra vez de cuclillas. ¡Ignaciucha yanasiqui!, escuchó de nuevo. ¡Carajo, quién me está jodiendo!, dijo mi viejo, machete en mano. Aquí, don Ignacio, en el guarango, escuchó que lo llamaban. Allí estaba la cabeza de una mujer, enredada en las ramas. La reconoció, era una anciana del pueblo. Entonces era cierto que la vieja era bruja, como murmuraba la gente. ¡Ahorita te mato, bruja de mierda!, la amenazó blandiendo su machete. La vieja le hizo una oferta: le ofreció seis toros por su libertad. La bruja se asustaría porque ya estaba a punto de salir el sol y, si la cabeza no se unía al cuerpo, moriría. El viejo aceptó. Liberó la cabeza que se fue volando. Antes, con el machete le hizo una marca en la cara para que recordara el trato. Mi viejo le contó a mi mamá. Vaya por si acaso, le dijo ella. A mediodía fue a la casa de la bruja. La mujer se estaba peinando su larga cabellera negra. En la mejilla izquierda tenía la marca que le había hecho mi viejo. Hoy te daré un toro, Ignacio, le dijo la bruja, y el otro año otro y así cada año hasta completarte los seis que te he prometido para evitar las habladurías. El viejo regresó con un toro a la casa. Pero esos toros le costarían caro. ¿Acaso la bruja se lo iba a dar a cambio de nada? Lo maldeciría, maldeciría a toda su descendencia. Unos días después yo estaba jugando en un sauce y una rama se me incrustó en la cara marcándome en el mismo lugar en que mi padre le hizo el chuzo a la bruja. Arolín también tiene una marca que se hizo con la puerta de calamina al tropezar cuando estaba aprendiendo a caminar. John también se hizo un chuzo en la sien cuando se cayó una noche en un pozo que Vitaliano había hecho en el camino. Hasta Dora creo que se hizo un chuzo pero en la patilla que apenas se nota. A mi padre también le hicieron daño. Una vez encontró en el patio un atadito donde estaban sus cabellos, la barba que se afeitaba, pedazos de su ropa interior. Mamá murió víctima de la brujería. Quizá esa bruja era amiga de la bruja María Villanueva. ¿Sino por qué me haría daño mi propia tía sin que yo le haya hecho nada? ¿Dónde se ha visto eso? A Arolín le voy a decir que mejor me lleve al curandero porque los médicos no me encuentran nada. Ya estoy casi dos semanas aquí y el cuerpo me sigue picando y este calor es insoportable. ¿Hasta cuándo voy a estar así? Tengo tantas cosas que hacer en la casa. Las plantas se estarán secando con este calor. Si a Arolín le dan su plata, tenemos que terminar de construir su cuarto. También tenemos que hacer el muro para que la gente no invada nuestro terreno. Yo tengo que ponerme a predicar la Palabra del Señor porque falta poco para el fin de este viejo sistema de cosas.

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