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sábado, 7 de abril de 2012

La agonía de Juan de Dios (2)



Tenía la barba blanca como el penacho que corona el Razuwillca, blanca y larga, bien larga como si nunca se hubiese afeitado, mamá. Se parecía al Diosito que hay en la iglesia. ¿Cuántos años tiene, señor?, le pregunté. Ochenta y ¿cuánto…?, dijo, poniendo una de sus manos sobre mi cabeza. ¿O no fue ochenta? Quizá dijo noventa, o ciento veinte. Desperté y le conté a mi mamá lo que había soñado. ¿Ochenta y cuánto, Juan de Dios? No me acuerdo, mamá, no se le entendía muy bien, parecía que no tenía dientes. Hasta la edad que te dijo vivirás, Juan de Dios, así que acuérdate. Hasta ahora me acuerdo de ese sueño, pero nunca pude entender qué edad dijo que tenía el viejito. ¿Cuántos años tendría yo cuando tuve ese sueño?, ¿cinco, seis? Estaría como la Nela, o como la Bere. Pero ellas ni sueñan. O no se acuerdan cuando lo hacen. Tal vez tendría ocho o nueve años. Faltaba poco para la cosecha, de eso sí me acuerdo muy bien, los maíces casi se doblaban por el peso de los choclos, el sol quemaba cada día más, los campos amarilleaban, el cielo estaba límpido. Han pasado más de setenta años desde ese sueño. He vivido más que mis padres. Mamá murió en 1954, ¿a qué edad?, era joven todavía, estaría como Mariana, le hicieron daño. Papá falleció en 1960, a los cincuenta y nueve años. Era de 1901, como Agustín Lara. Hoy tendría ciento ocho años. Estaría viejito como el anciano de mi sueño. He vivido veintidós años más que él, ya casi veintitrés, unos treinta años más que mi madre. Si nos encontráramos, serían como mis hijos. No enterré a ninguno de ellos. Yo estaba en Chosica cuando mamá murió. Lo supe como un mes después. Antes no había ni teléfono para comunicarse. Las cartas eran lentas. Ya para qué iba a viajar. Papá murió dos veces. La primera vez casi muero también. Padre ha muerto, urgente viajar, decía el telegrama que me mandaron a la FAM. Salí volando. Ticlio, Huancayo, Mejorada, Huanta. Lloré todo el trayecto. Ya no tenía papá ni mamá. Llegué a Huanta y ahí mismo emprendí el camino a Chincho. Ojalá que llegara siquiera a su entierro. Cruzando el río Cachi, el mismo río que mi padre cruzó un día con un fantasma sobre sus hombros, hice un alto donde mama Bini para echarme algo al estómago. Me esperaba un largo trayecto cuesta arriba. Luego seguí mi camino por Huaripata. Subí, subí y subí. Por Qqasi me empecé a sentir mal, la cabeza parecía que me iba a estallar, las piernas se me doblaban. Ya estaba oscureciendo. Para llegar a Chincho faltaba todavía un buen trecho, siempre en subida. Ya no podía dar un paso más. Respiraba con dificultad, sudaba. Me senté, vencido, a esperar la muerte. Cuándo encontrarían mi cadáver, quién me encontraría. Ojalá que fuera antes que los buitres me picaran los ojos y me dejaran irreconocible. Seguro me enterrarían junto a mis padres. Lástima que yo no tuviera mujer ni hijos para que me lloraran. Faltaban todavía unos años para que conociera a María. Pero justo se aparecieron dos chinchinos. ¡Juan de Dios, a los tiempos!, me dijeron… ¿quiénes eran?, ¿por qué he olvidado sus nombres? ¿Qué haces acá, Juan? ¿Qué te ha pasado?, ¿por qué vienes así?, me preguntaron. ¿Ya han enterrado a mi padre? ¿De qué murió? Taita Ignacio está vivo, me dijeron. ¿Quién te ha dicho que ha muerto? Me mandaron un telegrama… Te estarían haciendo broma, el Soqqta está más vivo que tú. Era cierto: encontré a mi viejo calentándose ante al fogón, tocando su arpa. También se había quedado viudo como yo. Solo lo acompañaba Lauro. Lauro estaba como la Bere, o un poquito más grande. Te mandé ese telegrama para que te acordaras de tu padre, ingrato, me dijo. Eso fue en 1957 o 1958. Estuve en Chincho como un mes, aquejado por la fiebre. Me había dado veta. Cuando murió de verdad, en agosto de 1960, ya no fui. ¿Con qué cara iba a pedir permiso de nuevo? Además, María estaba embarazada. El viejo no llegó a conocer a Juan Ignacio, que nació el 20 de febrero de 1961. Días antes de su verdadera muerte, lo soñé: iba de prisa por mama Bini; Julia, Griselda, Lauro y yo íbamos tras él queriendo alcanzarlo, pero llegó a la orilla del río, se desnudó y cruzó para el otro lado. Cuando nosotros llegamos a la orilla, aumentó el caudal y ya no pudimos cruzar. Mi viejo se fue sin volver la vista atrás por el caminito que lleva al cementerio de Cascabel. Era su despedida. Ni bien salimos de su luto, murió Juan Ignacio, el 28 de setiembre de 1961. Apenas vivió siete meses, una semana y un día mi hijito. Su abuelo se lo ha llevado, decía la gente, era un angelito, su lugar está en el cielo. Mentira, Jehová no necesita angelitos, murió porque le chocó el daño que me hizo mi tía María Villanueva, esa bruja de mierda que ahora debe estar achicharrándose en el infierno. Ella, su hija y su nieta. Su nieta todavía debe estar viva, ¿cómo se llamaba la arpía esa?, ¿por qué he olvidado su nombre? Debería decirle a Arolín que la busque… Allí está la enfermera con sus pastillas y agujas. Buenas noches, señorita. Mueve los labios, ¿saludándome, preguntándome cómo estoy? No me siento muy bien, señorita. ¿Para qué me ponen suero si no me cura nada, señorita, si me sigue picando el cuerpo? Me da una pastilla, lo trago. Me pide mi brazo, me ajusta una liga, alista su aguja. ¿Me va a sacar sangre, señorita? ¿Qué dice? ¿Para unos análisis? ¡Ay, carajo, con cuidado! ¿Por qué es tan bruta, ah? Usted no es tan amable como la señorita Grace que se lleva muy bien con mi hijo. Sorry, don Juan del diablo, está tan viejito que sus venas están más duras que una manguera vieja. ¿Qué dice, señorita? ¿Me ha dicho zorro? Hable más fuerte que no escucho bien. Que me disculpe, no volverá a suceder. Ojalá, ¿o quiere que me queje a mis hijos? Su hija la gordita es bien jodida, ¿no?, por cualquier cosa reclama. ¿Qué dice, señorita? ¿No le dije que no escucho muy bien? ¿Que cuántos hijos tiene usted, don Juan de Dios? Seis, señorita. Vaya, usted sí que le ha hecho trabajar bastante a su señora. Jajajá. ¿Ve que nos comprendemos mejor si usted está de buen humor, don Juan de Dios? Hasta nombre de picarón tiene. ¿Usted es soltera, señorita? Sí, ¿por qué?, ¿acaso se quiere casar conmigo? Tengo un hijo soltero también. ¿Cuál de ellos, el crespo o el que tiene barba y es pelado como usted? El que tiene barba. Es profesor, trabaja acá cerca, en el Inei. ¿En ese colegio de pirañitas que se paran matando a pedradas con los de la Común? Mi hijo no vende piñatas, es profesor, también escritor. ¿Sí? Sí. El año pasado ganó un concurso, pero parece que lo han estafado porque todavía no le dan su plata. Entonces debe ser un mal escritor. Cómo va a ser mal escritor si ha ganado el Premio Horacio de la Derrama Magisterial donde le dieron un montón de dinero con el cual le hizo una lápida bien bonita a su mamá. ¿Pero tendrá su enamorada, verdad? No, es soltero. Uy, ¿no será cabro? ¿Qué es lo que no abro, señorita? Nada, nada, don Juan de Dios, mejor me caso con usted. Pendeja, quiere quedarse con mi pensión, ¿verdad? Viejo estúpido, ¿me cree tan puta? ¿Qué dijo, señorita, que solo debo comer fruta nomás? Que listo, don Juan del diablo, un permisito que voy a llevar esta muestra al laboratorio. Ya vuelvo. Siga nomás. Sanaré, me levantaré de mi lecho, andaré, llevaré la Palabra de Jehová durante los próximos cuarenta años de vida que me quedan. Le he pedido a Jehová cuarenta añitos más de vida. ¿Qué son cuarenta años para Él? Para el Señor mil años son un día. Cómo me hubiera gustado que me acompañaran mis hijos, pero todos me salieron torcidos. John parecía que iba a ser un buen cristiano, pero es un sinvergüenza, un conchudo, hasta un hijo botado tiene; Mariana dice que el otro día trajeron una citación de la Demuna donde le reclaman alimentos para una criatura. Yo pensaba que con Emilia iba a ser feliz, que iban a constituir un buen matrimonio, pero me equivoqué. María tenía razón cuando decía que esa mujercita iba a hacer infeliz a nuestro hijo, y a nosotros. Yo nunca le he debido a nadie ni un solo centavo, y John le debe a todo el mundo, a todo el mundo le pide prestado porque no tiene para su pasaje, porque todavía no le pagan en el colegio, porque debe la mensualidad de sus hijos. Cuántas veces me ha pedido cien soles y nunca me ha pagado. Solito se buscó su infierno por no hacernos caso cuando le dijimos con qué iba a mantener una familia si no había terminado su carrera, si no tenía una profesión, si no tenía un trabajo estable. Me voy a hacer hombre, dijo. Bien que se hizo hombre. Se casó para estar jode y jode con sus problemas. Yo nunca iba a molestar a nadie. Cuando me casé con María, trabajaba en la FAM, tenía mis cositas, estaba a punto de comprarme mi terrenito en Tahuantinsuyo. Ese no tiene ni dónde caerse muerto. A María la conocí en casa de mama ¿Agripina se llamaba? Era su madrina. Me daba pensión. María iba los fines de semana a quedarse allí, trabajaba donde unos japoneses en Santa Clara. ¿Quién es esa gordita simpaticona, mama Agripina? ¿No la conoces? No. Es María Palomino Ceras, hija de don Julián Palomino Quispe, el Uchu Mayor, y de doña Felicitas Ceras Gonzáles. También es chinchina. Es que yo salí jovencito del pueblo. Después recordé que cuando era chico la había visto una vez. Iba yo con mi padre por el camino que va a Villoc y pasamos frente a la chacra del Uchu Mayor y una gordita le saludó a mi papá: allinllachu, taita Ignacio. Buenos días, hijita. Sería como la Nela, yo estaría como Diego, faltaba poco para que me vaya a Huanta donde la bruja María Villanueva. ¿Quién es esa gordita, papá? Es María, la hija de don Julián Palomino, el Uchu Mayor. Quién iba a pensar que unos veinte años después nos íbamos a enamorar, casarnos, tener hijos, estar cuarenta y seis años juntos. Mi mamá siempre me decía Juan de Dios, si un día te casas, hazlo con tu paisana, no busques mujer de otro lado, peor una limeña, esas solo saben pintarse como payasos e ir a fiestas. Pero no fue fácil conquistarla, era media chúcara, desconfiada. Nos hicimos enamorados pero un día peleamos porque alguien le fue con el chisme de que yo tenía mujer en Pisco. Fui a buscarla a su trabajo con el pretexto de que me iba a Chincho, he venido a despedirme de ti, María, te he traído este corte de tela como regalo por el tiempo que estuvimos. Gracias, no necesito nada de ti, me dijo, amarga. ¡Cholita orgullosa! Después me contó que la japonesa le había dicho qué sonsa eres, María, le hubieras recibido siquiera para que te hagas tu falda. ¿La telada la regalé a Zenobia o a la mujer de Estanislao? Ya ni me acuerdo, han pasado unos cincuenta años de eso. Pero insistí porque la amaba. Le mandé a mi sobrino Juan Cuba para que le dijera que si no iba ya mismo a mi cuarto vendría mi otra enamorada y se quedaría a vivir conmigo. Y cayó en la trampa. En el amor y en la guerra todo vale, ¿no? Empezamos a convivir. Recién nos casaríamos el 24 de febrero de 1965 en el consejo de Vitarte. María también había venido de la sierra buscando progresar en la vida. Ella no sabía leer ni escribir, era la hija mayor y tenía que ayudarle en la chacra a su papá, buscar leña, pastear las cabras, ir a hacer trueque por los pueblos de las alturas. Me contaba que siempre iba con su tío Antonio Palomino, el papá de Plácida. Por dónde no habrá andado mi María antes que nos conociéramos. Un día estaba pasteando sus cabras cuando fue a buscarla su amiga Lucila Borda. María, vámonos a Lima, le dijo. ¿Quién le va a ayudar a mi papá, Lucila? Tus hermanos, ellos ya están grandes, ¿hasta cuándo vas a estar en la chacra pasteando cabras, buscando leña, andando sin calzón? En el campo ni siquiera se conocía ropa interior, vivíamos casi como salvajes. Lucila trabajaba en Lima. Vas a trabajar y ayudar a tu familia. María fue a decirle a su mamá que se iba a Lima con Lucila. ¿Quién le va a ayudar a tu papá?, le dijo mama Felicitas. Mis hermanos, ellos ya están grandes. El Uchu Mayor estuvo de acuerdo: no vas a estar toda la vida en la chacra, como nosotros, hija. Para su pasaje vendió sus cabras. Y así llegó a Lima, sin hablar castellano, con sus polleras como lo haría Eva más de treinta años después huyendo de la guerra. Primero trabajó en Jesús María, después en Santa Clara. Al principio no se acostumbraba, paraba llorando nomás, extrañaba a su familia. Cuando nos conocimos tenía veinticuatro años, yo treinta y tres. John se casó a los veintitrés años, igual Carolina. Todo iba bien hasta que nos tocaron la puerta las Villanueva. Yo me había criado con ellas en Huanta desde que mi tío me llevó después que le saqué la mierda a uno de los García. La vieja me sacaba la mugre: todas las mañanas, antes de irme al colegio, tenía que llenar dos cilindros de agua para que preparara la chicha que vendía en el mercado. Yo estaría como Nacho por lo menos. Me ganaba el pan con el sudor de mi frente. No vivía gratis. ¿Por qué me odiaría entonces? ¿Qué hubiera pasado si no le dábamos alojamiento? ¿Igual me habría hecho daño? María algo sospechaba porque me dijo no le recibas a tu tía y yo me amargué con ella: si quieres, puedes irte, allí tienes la puerta, le dije. ¿Cómo iba yo a saber que la vieja era bruja si era mi tía? Cómo se preocupaban por María cuando estaba embarazada, cómo querían a Juan Ignacio cuando nació. Fingían nomás. Es que muchas veces Satanás se presenta como ángel de luz. Lástima que entonces yo no conocía todavía la religión verdadera. Todo iba bien hasta que la tía me habló de las setenta y ocho escrituras con la firma del rey de España que supuestamente me había dejado mi padre: Juan, como hijo mayor, vaya a Chincho y reparte los terrenos entre toda la familia. No tengo tiempo, tía, le dije, mi mujer acaba de dar luz, ¿quién la va a cuidar a ella y a mi hijito? Además, esas escrituras las debe tener Julia, a mí mi papá no me ha dejado ningún papel, jamás he escuchado hablar de esas setenta y ocho escrituras con el sello del rey de España, vaya usted, y arregle con Julia y que le dé lo que crea que le corresponde. Para qué le dije eso, la vieja de mierda se molestó, paraban todo el día en la calle, venían solo a dormir. Hasta que un día se fueron dejándome un regalito. Sería abril: Juan Ignacio ya tenía más de un mes de nacido, Lauro estaba en el colegio. Yo siempre que llegaba del trabajo me echaba en la cama de mi hermanito para no molestar al bebe. Un día me eché y me pasó como electricidad. Salté de la cama. Pensando que sería un resorte, tanteé el colchón y de nuevo sentí esa descarga. Pero no era de electricidad porque nos alumbrábamos con vela, todavía no teníamos luz. ¿Qué sería? Le avisé a mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo? Era también medio aficionado a las artes ocultas. Vino con su librito de San Cipriano y, mientras hacía unas oraciones, iba tanteando el colchón con un cuchillo. Toc, un golpe seco, el cuchillo chocó con algo. Más oraciones mientras mi primo abría el colchón. Encontramos una piedra de río, redonda, lisa, que quemamos con kerosene y tiramos a la sequia y nos olvidamos del asunto hasta que unos días después Lauro llegó del colegio gritando y corriendo como loco, diciendo que lo estaban persiguiendo los cachacos y los curas. María estaba en la casa con Juan Ignacio. Del susto se encerró en un cuarto. Lauro se desesperó más porque quería ver a Juan Ignacio: ¡quiero ver al bebito, quiero ver al bebito!, gritaba, golpeando la puerta. Estaba tan furioso que agarró un cuchillo y lo clavó hasta el mango en la puerta de madera. ¿De dónde sacó tanta fuerza si era apenas un niño como Nacho? Me avisaron y fui corriendo a la casa: los baldes de agua estaban volteados, las cosas tiradas, rotas. Con mi primo lo agarramos a la fuerza y lo llevamos al Seguro pero los médicos no le encontraban nada a pesar de todos los análisis que le hacían, de repente usted lo hace estudiar mucho y no lo alimenta bien, me decían. Cómo no le iba a alimentar bien si en la casa sobraba la comida. Yo ganaba bien en la FAM, trabajaba a destajo, sacaba más de mil quinientos soles a la semana. Criábamos gallinas, patos, pavos. Las gallinas daban tantos huevos que no había quién los coma y los tirábamos a la sequia. ¿Qué tendría mi hermanito? Hasta que mi primo me dijo Juan, ¿por qué no lo llevamos al curandero?, de repente le han hecho daño, ¿te acuerdas de la piedra que había en su colchón? Eso había sido: en su casa estuvieron alojadas tres mujeres, la mayor le habló de unas herencias y usted le dijo que no tenía ningún interés y ellas pensaron que usted se quería quedar con todo y por eso le han hecho daño, me dijo el curandero. Le dejaron la cochinada en la cama de su hermano para que no le chocara al bebito porque lo habían llegado a querer. Era para usted, pero le chocó a su hermanito porque siempre le choca a los más débiles. Menos mal que el daño está fresco y tiene cura. Esa noche Lauro se quedó con don Quispe. Al día siguiente fui tempranito y Lauro estaba mirando al curandero mientras este labraba sus ladrillos. Era curandero y ladrillero el hombre. Anoche matamos a los curas y a los cachacos, ¿verdad, don Quispe?, le decía. Sí, hijito, le decía el curandero, esa gente mala ya no te volverá a molestar. Lauro volvió el rostro, seguro sentiría mi presencia, me vio, y vino corriendo y nos abrazamos: papá, anoche matamos a los curas y a los cachacos, me dijo. Me decía papá. Lloré. Ya no llores, papá, esa gente mala no nos volverá a hacer daño. Ah, pero se equivocaba mi hermanito. Don Quispe me dio una botellita con un brebaje: los ataques se van a repetir un par de veces más, don Gastelú, cuando eso suceda, usted le da de beber el contenido de esta botellita y se le pasará. Así sucedió. Pero su madrina se enteró y se lo llevó a Chincho. Allí le dio otra vez la locura, o el encanto más bien. Dicen que estaba pasteando sus cabras en las afueras del pueblo cuando empezó a llover y un rayo reventó a su lado y vuelta se volvió loco. Lo curaron, pero no se sanó del todo. Una época vivió conmigo en Medialuna. Paraba metido en la casa nomás, le tenía miedo a las mujeres, sus camisas las cortaba en flecos como los apaches. En agosto de 1980 lo vimos por última vez cuando fuimos a Jiljarajay con María, Flora y Dora. Paraba con una chalina en el cuello que le tapaba media cara. Desapareció en 1984 después de la muerte de Anacleto, ¿lo matarían los terrucos o los soldados?, ¿se escondería en el monte para escapar de esos criminales? Nunca más supimos de él, aunque algunos dicen que lo han visto en San Francisco, la selva de Ayacucho, que está gordo y se ha casado y tiene hijos. ¿Cómo se va a casar si les tenía pánico a las mujeres? Ojalá que un día regrese. Ya debe estar viejo como yo. Tendrá unos sesenta años por lo menos. Pero no solo a Lauro le chocó el daño, sino también a Juan Ignacio, a pesar que las brujas no querían eso. Empezó a enfermarse de todo mi hijito. El 28 de setiembre de 1961, siete meses, una semana y un día después de haber nacido, murió. Habría cumplido cuarenta y ocho años este 20 de febrero. Cómo sería, alto, fuerte, inteligente. María lo lloró toda su vida. Hasta que nació Carolina íbamos casi todos los días al cementerio. Ya ni queríamos tener más hijos. ¿Qué habrán dicho las brujas cuando se enteraron que mataron a una criatura inocente? Nunca más las volví a ver a esas mierdas. Cinco años después de la muerte de Juan Ignacio, cuando ya teníamos a Carolina y Mariana, me empecé a sentir mal: me daba vértigos y caía al suelo sin sentido. Los médicos del Seguro no me encontraban nada. ¿Qué tiene este hombre?, se preguntaban, ¿por qué se hace el loco, ah? Hasta que mi primo… ¿cómo se llamaba mi primo?, ¿por qué he olvidado su nombre?, fue el mismo que me ayudó con Lauro, me dijo Juan, estoy llevando a mi señora al curandero, ¿vamos para que te vean? Fuimos. Era otro curandero, don Quispe ya había muerto. Usted tiene la cochinada hace años, señor, lo peor es que no cree en la maldad, me dijo, pero el daño existe, don Juan. ¿En su casa no estuvieron alojadas tres mujeres? ¿La mayor no le habló de unas herencias y usted le contestó mal? Por eso le han hecho daño. Me sentenció: a usted lo botarán de su trabajo, perderá su casa, morirá. Lo siento, pero no puedo hacer nada por usted, el daño está pasado. Pero no solo las brujas me querían ver muerto, sino también un primo, hermano del que me estaba ayudando. ¿Quién le dijo Juan, piensas hacer casa?, ¡nunca lo harás! ¿Cómo se llamaba el hijo de puta ese? ¿Por qué he olvidado su nombre? Yo estaba haciendo zanja con mi sobrino Juan Cuba y pasó ese desgraciado y me dijo eso. Haré lo que pueda, le dije. La segunda vez que me dijo lo mismo, pensé que estaba borracho, o loco. Quién iba a pensar que también era brujo. ¿Pero por qué me envidiaría si yo nunca le hice nada? A las brujas tampoco les hice nada. Le han hecho daño para volverse loco, para andar desnudo en la calle, para no sentir amor por nadie, para morirse. Entré en pánico: ¿qué sería de mi esposa y de mis hijas? Carolina tenía tres años, Mariana uno. ¿Quién velaría por ellas si la familia estaba lejos? Iríamos a Chincho, pondríamos un negocio para que pudieran pasar su vida cuando yo muriera. En Chincho estaban mis suegros, mi familia. Renuncié a la FAM, vendí la casa, y marchamos a la sierra. Pero, antes de irme, se me acercó don Pedro Vargas, un vecino que se llamaba igual que el cantante mexicano, por eso será que nunca he olvidado su nombre. Era Testigo de Jehová. Me dio una Biblia: es bueno leer siempre la Palabra del Señor, don Juan, me dijo. Cuando uno está con Jehová, nadie puede estar en contra de uno. Lea su Palabra y lo comprobará. Y eso es lo que he hecho hasta ahora. Poco a poco mis males fueron desapareciendo. En 1970 regresamos a Lima. Y, aunque las brujas no pudieron matarme, sí nos arruinaron: de la urbanización donde vivíamos, con agua y luz, pasamos a un cerro junto a las lagartijas y culebras. A vivir en una choza, a ganarme el pan con el sudor de mi frente. Pero siempre estuvimos juntos, en las buenas y en las malas. Esto no aprendió John pese a que les contaba mi historia hasta el cansancio. Allí está la enfermera de nuevo. ¿Me pregunta qué hago despierto a estas horas? Hable más fuerte que soy un poco sordo, señorita. Shits, don Juan del diablo, ¿no ve que los demás pacientes están durmiendo? Se lleva un dedo a los labios. ¿Por qué no se duerme usted también? Es que hace calor y me pica todo el cuerpo, señorita, ¿puedo ir a darme un baño? ¿Qué dice? ¿Qué es muy temprano? Ya son las cuatro de la mañana, señorita, a esta hora en mi pueblo todo el mundo está en pie. Pero no estamos en su pueblo, don Juan del diablo. ¿Qué dice, señorita? Ya le he dicho que no escucho muy bien. Que después se bañará. ¿Usted sabe quién es Jehová, señorita? Ay, don Juan del diablo, ahora no estoy de humor para hablar de Jehová ni de Alá. Vuelvo después, trate de dormir un poco.

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