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sábado, 7 de abril de 2012

La agonía de Juan de Dios (1)



Polvo eres y a polvo volverás,
Génesis 3:19


Pruébate fiel hasta la misma muerte,
y yo te daré la corona de la vida.

Revelación 2:10


Aprendió entonces que la vida nos envejece frenéticamente,
que el tiempo no siempre discurre en una cadencia regular,
sino a veces de golpe: que podemos envejecer
-meses, años, décadas- en un solo día,
incluso en una sola hora.
Daniel Alarcón, Guerra a la luz de las velas


La vida vuela y desciende anochecida
la voz se abre en canto y se ahonda en llanto
al saberte hombre vencido por la muerte
algo así como se abate toda flor
en senil amanecida.
Yolanda Westphalen, Universo en exilio



Don Juan de Dios parece un patito, me dice la enfermera.
Mmm, murmuro.
Los ojos amarillos, la piel amarilla como la de los Simpson. Se rasca. La picazón debe ser insoportable, me imagino. Es como si tuviese un ejército de hormiguitas caminando debajo de mi piel, me ha dicho. Caminando debajo de mi piel y navegando en mi sangre.
¿A ver, don Juan de Dios, le voy a medir la temperatura?
¿Qué, señorita?, pregunta el viejo.
Abra su brazo que va a empollar un huevito, le dice la enfermera. El viejo sonríe. Cualquiera lo haría ante tanta amabilidad. Esta enfermera no parece un ogro como las otras. Le pone el termómetro bajo la axila izquierda. Con cuidadito que se le caiga porque me descuentan…
Y lo tendré que pagar yo y ya no le podré invitar una Inca Kola, le digo. Ella sonríe. ¿Qué tendrá, señorita?
Para mí, por el colorcito, debe ser cirrosis.
¿Cirrosis? El hombre no toma ni agua, señorita. Es hermano.
¿A qué iglesia pertenece?
A la de los Testigos de Jehová.
¿Son esos que no aceptan sangre así se estén muriendo y andan los domingos de casa en casa asustando a la gente con el cuento de que el fin del mundo se acerca?
Mmm. Me río. Pero si hay que hacerle una transfusión, hágasela nomás, claro que sin avisarle, o la excomulga.
La chica sonríe mientras le coloca el tensiómetro en el otro brazo. Al menos tiene su gracia, no es como las otras que parecen cachacos.
Cuando nos den los resultados de los análisis sabremos con certeza qué es lo que don Juan de Dios tiene, me dice. Quizá comió algo que le ha caído mal y nos estamos alarmando por gusto.
Eso es lo más probable. Desde que mamá murió, el viejo come lo que encuentra, lo que buenamente le prepara Mariana si tiene tiempo, lo que a veces le alcanza Flora de mala gana. Muchas veces come la comida fría o a deshora pues no sabe prender la cocina a gas. Los Apestegui le mandan un plato de comida a las cuatro, a esa hora almuerzan, que el viejo se guarda para su cena. ¿Qué les costará mandárselo a las seis, como se los he pedido tantas veces? Tienen microondas: un minuto de calentada, y el viejo no tendría que comer la comida fría. Parece que es pedirles demasiado. Con mamá se comía a las doce y a las seis, ni un minuto menos ni un minuto más. Quién sabe cómo prepararán los alimentos en el comedor popular donde a veces almuerza cuando no hay nadie en casa. Cuánta falta le hace mamá. Nos hace. Seguro que con el tiempo yo también terminaré con el estómago o el hígado cagados por comer en la calle, en esos restaurantes de mala muerte. Si hasta cucarachas han encontrado en el quiosco del Inei. Por eso solo tomo un cafecito. Me imagino que el agua hervida matará a esos bichos, ¿no?, ¿o serán indestructibles como los ineínos?
Qué fregada es la edad, qué frágil se vuelve uno con los años. Del hombre fuerte que era, de ese hombre a quien John y yo ayudábamos a construir casas cuando éramos chiquillos, hace tantos años ya, solo queda la sombra, el recuerdo, un ser asustado, temeroso, ¿ante la inminencia de la muerte?, el llanto por cualquier motivo.
Se aburre. Se acaba enero y este calor de desierto es insoportable pese a que su cama está a un paso de la ventana que da a la calle, al parque del frente. Extrañará sus películas del Viejo Oeste, seguro; los clásicos mexicanos que veíamos en las tardes tomando gaseosa, comiendo fruta y bizcocho con mermelada, las películas de guerra. Extrañará La movida de los sábados. Extrañará a la Jeanette Barboza, su amor platónico. Uno de sus vicios, aparte de la Biblia, es la televisión, las películas. Y en esta sala no hay ni un televisor viejo. Las horas se le harán interminables, eternas.
Extrañará ir al Salón del Reino para reunirse con sus hermanos espirituales.
Está harto de estar conectado al suero sin obtener ningún alivio.
¿Por qué no me llevan al otro hospital?, me pregunta. Se refiere a la clínica geriátrica San Isidro Labrador de Lince, donde estuvo en noviembre cuando tuvo un ligero derrame cerebral. Estará harto de compartir su habitación con cinco personas, hombres y mujeres, enfermos como él. Le gusta estar solo en lo posible. Ni con mamá dormía, seguro para no escuchar sus ronquidos. En el San Isidro Labrador tenía un solo compañero, tenía la ducha a un paso, podía bañarse a cualquier hora. Aquí las enfermeras no se lo permiten. Cómo va a ducharse a las cuatro de la mañana, me han dicho. Interrumpe el descanso de los demás pacientes. Podría caerse.
Te tienen que hacer más análisis, le digo, pegando mi boca a su oreja izquierda para que me escuche.
En su rostro amarillo se dibuja una mueca de disgusto.
Don Juan de Dios es bien especial, me dice la enfermera, nunca está contento con nada.
Él es así, señorita. Téngale paciencia o le saldrán canas verdes. Aunque creo que con el pelo verde se la vería más bonita de lo que es, ¿verdad?
La chica sonríe, el rubor se apodera de su rostro.
Será por la edad, ¿no?, dice.
Seguro. Qué fregado es llegar a viejo. Yo, por eso, cuando cumpla sesenta años, lo celebraré con un combinado de pisco y racumín.
Ella ríe con ganas. ¿Y si le digo para tomarnos una gaseosa? Es joven y bonita. Tiene un aire a Kim Kardashian. En el Inei se morirían de envidia si me vieran con una chica así. Pero mejor no, esos pirañitas se la devorarían con todo y zapatos.
¿Le puedo ayudar a bañarse antes de irme? Está que se muere de calor.
Claro. Le voy a quitar el suero un rato. Su presión está normal, igual su temperatura.
Gracias, señorita.
De nada.
La enfermera le saca la sonda del suero y le cubre la vía con espadrapo. Ahora sí puede bañarse todo lo que quiera, don Juan de Dios, le dice, levantando la voz. Ya sabe que papá no escucha muy bien con el oído izquierdo, que el derecho lo tiene sellado como por un corcho.
Lo ayudo a bajar de la cama y vamos a la ducha.
Se quita la piyama y el short que usa en lugar de calzoncillo. Su piel amarilla está lleno de rasguños. La picazón debe ser terrible como para rascarse así. En el pecho y en los brazos tiene las cicatrices que le dejó la explosión del horno cuando trabajaba en una panadería en Pisco. Su espalda se ha curvado tanto que parece una joroba. Apenas se le nota el pipilí, oscuro, arrugado, cubierto de vellos grises.
De la pinta y el porte de Pedro Infante que tenía, según viejas fotos, no queda nada. La piel amarilla, la cabeza calva, la boca desdentada, la espalda encorvada. Un poco más y se parece a Gollum/Sméagol. Dentro de cuarenta años estaré así, pienso. Si llego a vivir todos los años que él ha vivido, lo cual dudo.
¿Y cómo estará él dentro de cuatro décadas?, me pregunto. Le ha pedido cuarenta años más de vida a su Dios, me ha dicho. ¿Le escuchará?
Abre el grifo y el chorro de agua fría cae sobre su magullado cuerpo. Me pide que le jabone la espalda. Le paso el jabón como alguna vez lo hizo él cuando John y yo éramos niños e íbamos a acompañarlo a Medialuna.
Se queda un buen rato bajo el agua. Parece una criatura disfrutando de un duchazo en este verano insoportable.
Me saco los zapatos y las medias y aprovecho para refrescarme los pies. Me arden como si estuvieran sobre brasas. Tengo ampollas en el dedo gordo del pie derecho y en los talones. ¿Serán mis riñones? ¿Los cálculos estarán reapareciendo? Últimamente estoy orinando cargado. ¿Será por el trajín de estos últimos días?
Mejor báñate también, Arolín, me dice.
En la casa, le digo, aunque ganas no me faltan: siento la ropa pegoteada a la piel, mis huevos están que se sancochan.
Se afeita, se cepilla los dientes, los pocos dientes que aún le quedan.
Se pone la piyama limpia que le ha mandado Mariana.
Las enfermeras se van a enamorar de ti, le digo. Provecho con las conquistas. Déjame a la enfermera amable.
Sonríe. Ojalá lo hiciera siempre.
Volvemos a la sala. Se para al lado de la ventana. Yo me siento en la silla que hay para las visitas.
¿Cuándo iremos a Chincho?, me pregunta.
En julio, le digo, pensando ¿de dónde sacaré plata si el sueldo de mierda me alcanza con las justas para sobrevivir? Siempre digo este mes empezaré a ahorrar cincuenta solcitos para viajar, pero nada, no se puede, siempre hay gastos extras. Si al menos Vinces me hubiese dado la mitad del premio que gané en su pseudo concurso…
¿Cuándo te va a pagar Vinces?, me pregunta, como leyéndome el pensamiento.
En cualquier momento, le digo. ¿Para qué decirle que hace unos meses el tipo ese me dijo qué tal con la plata que te debo coeditamos tu siguiente libro en vez de que te lo gastes en cualquier otra cosa? No ha publicado aún la novela con la que gané el premio Alpamayo y ya quiere publicarme otro libro. Gracioso el puta, ¿no? Paciencia…
Deberías denunciarlo para que no siga estafando a la gente. ¿Cuándo va a publicar tu novela?
Más adelante, todavía la estoy corrigiendo…, le digo, sintiendo que las orejas me empiezan a arder. Busco el Perú.21 que le he traído para darle una hojeada.
¿Tanto se demora? Ya va a ser un año desde que ganaste ese concurso.
Así es ese asunto…, le digo. No es como el Premio Horacio. Si quieres, podemos ir a Pisco cuando te den de alta. Tengo unos ahorros…, le miento, pensando que puedo pedir un préstamo a la Derrama Magisterial y dar clases particulares para pagarlo o, si termino a tiempo Tú que miras el mar, mandarlo al Premio Horacio y ganar algo. Tengo cuatro meses para pulirlo bien.
Sonríe. Seguro está recordando lo que nos pasó hace dos años cuando fuimos a Palpa en busca de las huellas del mítico Prudencio Luján. Mejor vamos a Chincho, dice. Allá me voy a sanar, el clima es bueno, el agua es pura. Con la plata que te den, podemos comprar un terrenito en Huanchuy para criar chanchos. Nacho y Diego ya están grandes; que vayan con nosotros.
Es buena idea, le digo, imaginándome vestido de pastor, tocando mi quena, cantando en quechua como Manuelcha Prado. De repente puedo reasignarme a Julcamarca y estudiar primaria para después enseñar en nuestro pueblo.
Claro. Allá seguro consigues esposa.
Me imagino con mi cholita, con una recua de hijos.
¿Para terminar como John? Gracias, así estoy bien. No quiero joderme la vida, pá.
Ese se jodió por estúpido. No creo que tú lo hagas, Arolín. Tú eres demasiado inteligente como para hacer lo que hizo tu hermano.
Hasta que una cholita me la mueva bien y me saque conejos…
Reímos.
Pero siempre es bueno tener esposa e hijos que velen por ti cuando estés viejo.
Algún día, pá. Por el momento estoy bien así, le digo. ¿Quién me asegura que esos hijos no saldrán como mi hermano, como mis hermanas?, pienso.
Podríamos ir a Iribamba a buscar el tesoro del Rey Chiquito, dice. Clarito se nota dónde está enterrado el tapado. La tierra es más blanca…
El Rey Chiquito. Tantas veces he escuchado esa historia que ya me la sé de memoria. Igual la del regreso de Blas Alva. Y la del fantasma que cargó sobre sus hombros mi abuelo Ignacio. Y la de los jarjachos que persiguió a balazos en Cangari. Y la de la cabeza voladora…
Vamos, le digo. Con esa plata podemos comprarnos la hacienda Luján con todo y doña Elena, casarme con Paris Hilton y largarme del Inei.
Ríe.
Vibra mi celular. Es Mariana. ¿Cómo está mi papá?, pregunta. Más o menos, está que se queja de todo, le digo. Mañana tengo que ir al Almenara a recoger los resultados de unos análisis y a sacarle cita para que le hagan una tomografía. Acabo de ayudarle a bañarse, estaba que se moría de calor, agrego, para que mi hermanita sepa que no he venido solo a sentarme o a mirarles las tetas y el culo a las enfermeras.
Le pasó el teléfono al viejo. Lloriquea. Pregunta por los chicos, por Nela, por Bere. Cuidado que los chicos estén jugando en mi cama, rebuscando mis cosas. Saludas a todos, hija… Chau.
Me devuelve el celular. Mariana ya ha cortado.
Le ayudo a subir a la cama. Abre su vieja Biblia de pasta verde que le hemos traído y me habla de Dios. Existe la vida eterna para todos los justos, me dice. Deberías de estudiar la Palabra de Jehová aunque sea cinco minutitos al día, Arolín.
¿Para terminar como John?, me dan ganas de repetirle, pero no lo hago recordando nuestras discusiones de antes cuando me espetaba que yo no fuera como mi hermano: un verdadero siervo de Jehová. Y miren cómo terminó el siervo…
Siempre habla de Jehová, me dice la paciente del frente, una viejecita con el pelo completamente cano. Así habría tenido su cabello mi mamá si John no le hubiera venido con sus problemas desde el día que se casó a la loca con Emilia, pienso, si Mariana no hubiera convertido en infierno la vida de mi madre por culpa de ese mal matrimonio. ¿Es evangelista?
Testigo de Jehová, le digo. ¿Y usted, señora?
Católica.
Ni se lo diga porque él le tiene bronca a los católicos, le digo, sonriendo. Va a pedir que la cambien de sala.
La viejecita también sonríe. Tiene una sonrisa tierna. Nunca veré a mi madre con sus cabellos como algodón, con una sonrisa así pese a la enfermedad…
Jehová no te exige demasiado, Arolín.
¿Qué decirle? ¿Cómo que no te exige demasiado? Mira cómo terminó John…
Otra vez vibra mi celular. Es Carolina. ¿Cómo está mi papá?, pregunta. Bien, le digo, pensando deberías de venir a cuidarlo siquiera un rato, mandar a Apestegui aunque sea una horita. Acaba de bañarse, ahora está hablando hasta por los codos de Dios.
Si habla así, es que está bien, me dice Carolina.
Mmm. Te paso con él. Le doy mi celular al viejo. Es Carolina, le digo.
Menos mal que no lloriquea esta vez. ¿Cómo están los chicos, Jonás?, pregunta. ¿Cuándo vienes?
El viejo habla y habla y habla. Ahora sé que saldrá bien librado de este percance. En noviembre estaba peor, creíamos que no se salvaría, que terminaría como mamá, o quedaría hemipléjico. Se recuperó rapidito, hasta su cara, que estaba media chueca, volvió a la normalidad. Igual el 2006, en que incluso lo operaron. Esa vez sí pasé las de Caín: estaba trabajando y viviendo en Vallecito. Ni bien terminaba mi hora, me venía volando para cuidarlo. El viejo estaba con un humor insoportable. Una vez se arrancó el suero porque no le curaba nada, alegó, les jaló los cabellos a las enfermeras, insultó a todo el mundo. Llamaron a la casa y de la casa me llamaron a mí. Llegué al hospital y lo encontré como Túpac Amaru, atado a su cama, lloriqueando, maldiciendo a las enfermeras, a los médicos. Cuántas noches me quedé acompañándolo, durmiendo en la silla, o en un costadito de su cama, muriéndome de sueño al día siguiente. ¿Y el resto de sus hijos? Nada, solo Mariana y yo, dejando a un lado nuestros odios, nuestras disputas, nuestros rencores.
Esa vez le extirparon un tumor maligno de las vías biliares. Pienso: ¿y si el tumor reapareció? Imposible. El doctor me dijo tiene otro tumorcito que no hemos tocado pues tardará unos veinte años en crecer, antes se morirá de otra cosa. ¿Si ese otro tumorcito también era maligno?
No creo que me hayan engañado.
Me asomo a la ventana. Son casi las seis pero todavía brilla el sol. Por la calle pasan las chicas ligeramente vestidas exultando vida por todos los poros, los chicos haciendo malabares en sus skates. Los envidio. A esa edad yo también pensaba que mis padres eran inmortales. La muerte no existía. Los viejos estaban llenos de vida.
¿Dónde estarán esos veranos en que íbamos a acompañarlo a Medialuna y nos servía un cerro de comida que arrojábamos a la sequia, que pasaba al lado de la casa, en un descuido suyo porque no podíamos terminarlo? ¿Dónde estarán esos veranos en que con Viejo, Pelusa, Lube y John nos bañábamos tempranito en la sequia de La Realidad o en el río ajenos al dolor, a la muerte?
¿Dónde?
Hace dos veranos estuvimos en Chincha, Pisco, Ica, Palpa, disfrutando de las playas, de la Huacachina, comiendo y bebiendo hasta el hartazgo gracias al primer lugar que obtuve en el concurso de cuentos de la Feria del Libro de Trujillo.
Y ahora estamos aquí, medio cagados.
Chau, hija.
Me devuelve el celular. Le doy su cena y voy a la casa, le digo a Carolina. Que coma todo. Ya. Chau. Chau.
Me alcanza la Biblia.
Lee un poco, Arolín, me dice. No todo es leer novelas. Voy a descansar un rato.
Cierra los ojos y empieza a roncar casi en seguida. Hojeo esa vieja Biblia que debe ser la misma con la cual nos repasaba la Palabra a John y a mí en Medialuna cuando éramos chiquillos. Entonces soñaría que sus dos hijos serían superintendentes de la Organización, que estudiarían en Betel, que sus hijas serían un modelo a seguir, que formaríamos una gran familia de creyentes, los únicos en La Realidad, y que estaríamos todos juntos en el reinado de los mil años de Cristo. Antes íbamos toda la familia al Salón del Reino, hasta que Carolina y Mariana crecieron y se sublevaron a la autoridad paterna y mamá empezó a asistir a la iglesia Pentecostal. John y yo pagamos pato: los sábados que papá no podía ir a las reuniones nos mandaba a los dos. Y no podíamos hacerle el avión porque teníamos que comprarle La Atalaya y Despertad. ¿Cuántos años teníamos entonces, diez, doce? Quizá menos. Eso fue antes de 1980, cuando trabajaba en la KAR. Puso todas sus esperanzas en nosotros dos. Pero un día John y yo también crecimos y empezó a ir solito a las reuniones. Eso debe de haberle dolido bastante: que de sus seis hijos ninguno siguiera sus pasos. Se alegraría cuando John volvió a la Organización, cuando se casó con una hermana espiritual. Al menos uno de sus hijos sería salvo, pensaría. Sus nietos, criados con la bendición del Dios Verdadero, perpetuarían su memoria, la historia de ese hombre a quien Jehová curó de sus males derrotando a las fuerzas oscuras que quisieron destruirlo. Pero fue una alegría efímera. El puntillazo final se lo daría su hijo favorito al ser expulsado de la Organización.
Quizá debiera de volver al redil aunque sea para darle gusto, pienso, para verlo contento los últimos años que le restan por vivir. Pero eso sería traicionar la memoria de mi madre, avalar todo el sufrimiento que padeció por culpa de John y Emilia. Traicionarme a mí mismo.
Y eso nunca lo haría. Yo no soy el hijo pródigo.
Traen la cena. Cierro la Biblia. Lo despierto. Apenas prueba el caldo.
No tengo apetito, me dice. Come tú, Arolín. Seguro en la casa no encontrarás nada.
Tienes que comer para que estés fuerte, pá, le digo.
No me hace caso.
Me como su comida para no desperdiciarla.
¿Cómo va la escritura de Tú que miras el mar?, me pregunta.
Ahí, avanzando, le digo. En la mañana escribí bastante. Tú deberías de escribir tu historia, pá.
Hazlo tú, hijo, me dice. Tú eres el Vargas Llosa de la familia. Quizá algún día te den el Premio Nobel a ti. Yo apenas soy un siervo de Jehová.
Bueno, algún día lo haré.
Solo te pido una cosa, hijo…
Dime, pá.
Hazlo después de yo haya muerto.
¿Dentro de cuarenta años?
Ajá.
Qué pendejo eres, pá. Sabes que no voy a vivir mucho.
Reímos.
Ya no es hora de estar aquí, señor, me dice un guachimán. ¿Puede retirarse?
Chau, pá, mañana vengo.
Chau, Arolín, vaya con cuidado.
Me da cinco soles para que lo reparta entre los chicos.

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