EspaInfo.es

espainfo.es
estamos en

miércoles, 18 de marzo de 2009

La puerta secreta

Estábamos en la playa, en la clase de arte. La profesora había llevado su caballete y nos explicaba la forma en que deberíamos hacer un paisaje marino. Margaux estaba sentada a mi lado, sobre la arena. Habíamos vuelto a la playa en que nos conocimos.
-Soy pésima dibujando –se quejó mi amiga.
-Dibuja así, primero traza una línea horizontal…
-Creo que más fácil es dibujar en la arena –dijo.
Nunca le había contado que yo fui el que hizo ese dibujo en la arena aquel día en que nos conocimos y a la cual ella le había puesto su nombre. Menos le había contado que había vuelto a la playa en la noche.
-Mmm. Sobre todo corazones.
Se puso colorada. Me miró. La miré.
-Voy a mojarme los pies –dijo-. Cuida mis cosas.
Se acercó a la orilla, se sacó los zapatos y las medias y estuvo allí mojándose los pies mientras yo la dibujaba en su cuaderno de dibujo.
-Oh, qué bien dibujas –exclamó, al regresar y ver su cuaderno-. Eres Leonardo da Vinci.
Me hizo reír.
-Me tienes que enseñar a dibujar –dijo.
-Ya –le dije.
Regresamos al colegio.
A las tres, tocaron la puerta de mi casa.
-Te busca tu compañera de salón –me dijo papá.
Pensé que era Pamela, pero no, era Margaux.
-¿Me puedes acompañar a la playa, Agustín? –me dijo-. Se me ha perdido una cadenita.
-Vamos pues.
Echamos a andar en dirección hacia la playa. Era una cadenita que me regaló alguien especial por mis quince años, dijo. ¿Un enamorado tuyo? Sonrió. Fuese bueno, dijo, pero no, fue mi abuelita, así que esa cadenita tiene mucho valor para mí. Ya verás que lo encontraremos. Ojalá. Lo tenía en el bolsillo de mi falda, no sé cómo se me cayó.
Llegamos a la playa. Habían pocos veraneantes. Un domingo en la tarde, una chica contemplando el mar.
Fuimos al lugar donde estuvimos sentados. Mira bien, por allí debe estar. Nada de la cadenita. Quizá se hundió en la arena. Hincamos las rodillas en la arena y empezamos a removerla. Nada de la cadenita.
-Para mí que se te cayó cuando fuiste a mojarte los pies.
-De repente.
Empezamos a buscar la cadenita por donde ella había caminado para llegar al mar. No, no estaba. Seguro se cayó al agua.
-Bucea y búscala.
-Tonto –dijo, y me echo agua.
También la mojé. Parecíamos niños jugando al carnaval.
-¡¡Ay, mi pie!! –gritó Margaux.
Se apoyó en mí y fuimos a sentarnos en la arena. Tenía clavada una espinita en el pie derecho.
-Yo pensé que una piraña te había comido el pie –le dije.
-Gracioso. ¿Me la sacas?
Tomé en mis manos su pie. Era pequeño y suave como un durazno.
-Se parece al pie de la Cenicienta –le dije.
-Chistoso –dijo, y me revolvió los cabellos.
Le saqué la espinita y me senté al lado suyo.
-Me gustaría vivir en el mar –dijo.
-¿En el fondo?
-Sí, en Atlantis.
-Mucho Sirenita estás alucinando feo –le dije.
-Tonto –dijo.
Nos miramos. El mar en sus ojos. Las gaviotas volando en ella. Una isla.
-¿Te gustaría que vivamos los dos en Atlantis?
-Sí –dijo.
Las olas llegaban, besaban la arena y se marchaban. Sus cejas pobladas, su naricita, sus labios perfectamente dibujados.
Acerqué mi rostro al suyo. Nuestras narices chocaron. Nuestros labios se rozaron por una fracción de segundo. Una chica contemplando el mar.
Mi corazón latía como un tambor.
-Tienes que pedirme que sea tu enamorada para que me beses –dijo, seria.
-¿Quieres ser mi enamorada, Margaux?
Se puso de pie y se echó a correr después de decirme si me alcanzas, te doy una respuesta.
Corrí tras ella llevando sus sandalias.
-Ahoritita te alcanzo –le grité.
Corrió con más ganas. Corrió como una liebre. El viento despeinaba sus cabellos. Sus cabellos parecían un cometa negro.
Las gaviotas echaban a volar ante nuestro paso.
Corrí y corrí hasta que la alcancé.
La abracé. Estaba agitada.
-Mira cómo late mi corazón –dijo, con la voz entrecortada-. Parece que se me quisiera salir.
-¿Late por mí? –le pregunté al oído, quedito.
-¿Tú qué crees?
-Que sí.
-¡Respuesta correcta! –dijo.
-¿Eso significa que me aceptas?
-Me estás abrazando sin mi permiso y no te he metido tu cachetada, ¿por qué será? –dijo.
La abracé con más fuerza.
-¡Te quiero, Margaux! –le dije.
-Yo también, Agustín –susurró.
Volvió el rostro y nuestros labios se rozaron por un segundo eterno. Temblé al contacto de sus labios. Ella también. Nos pusimos colorados.
Una chica contemplando el mar. Una pelotita rozando mi cabeza. El último domingo de vacaciones. Y ahora nos habíamos dado nuestro primer beso.
-¿Vamos a ver el Muelle? –dijo.
Echamos a andar hacia el Muelle tomados de las manos.

2 comentarios: