EspaInfo.es

espainfo.es
estamos en

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Un amor en la playa


HAROL GASTELÚ PALOMINO

UN AMOR EN LA PLAYA

A los que vivieron esta historia

y a Kelly

Cuántas veces soñamos despiertos

en un amor que terminó en el silencio;

las flores de mi jardín en invierno

florecerán porque tu amor fue sincero.

MDO, Mil ángeles

MARZO 2007

DOMINGO 4:

Miraba embelesada el mar, ¿embrujada por la agonía del sol en un manto púrpura? En el cielo azul planeaban las gaviotas esperando el momento propicio para lanzarse en picada, como los arpones sobre el lomo de Moby Dick, al agua y salir con un pez dando coletazos entre sus picos. A lo lejos pasaba un barco, ¿rumbo al Callao, a Guayaquil o al Canal de Panamá?, en cuyo mástil flameaba una bandera chilena. Estaba sentada sobre una toalla verde, tenía las piernas recogidas, los codos sobre las rodillas. Llevaba ropa de baño color celeste y, atado alrededor de la breve cintura, un pareo amarillo. Tenía los cabellos negros, como una noche de verano, largos y lacios. ¿En qué o en quién estaría pensando? ¿Estaría recordando otros veranos, otras playas?

Parecía una sirena contemplando el atardecer desde un farallón. ¿De dónde sería? Nunca la había visto en Pisco. Quizá era una princesa venida del mar. Quizá era Mera, la novia de Acuaman, cuyas historias yo leía en los viejos chistes que coleccionaba mi papá. Ahoritita se arrojará al agua y desaparecerá en las profundidades marinas, pensé, donde tiene su reino y una corte de tritones, caballitos de mar, calamares, hipocampos, cetáceos, toda la fauna marina, que la adoran.

La dibujé. Le puse cola de sirena. De fondo, dibujé el Muelle, unos botes, unas palmeras movidas por la brisa marina, unas gaviotas volando en dirección al sol. Me dibujé contemplándola. Mira, te he dibujado, ¿te gusta? Oh, qué lindo dibujas, ¿quién te enseñó? Mi papá, es profesor de arte y siempre para dibujando y pintando. Me puse a tararear esa vieja canción de Guillermo Nacho Dávila que siempre escucha mamá y dice así: Me pongo a pintarte / y no lo consigo. / Después de estudiarte lentamente / termino pensando: / que faltan sobre mi paleta colores intensos / que reflejen tu rara belleza…, con la cual la conquistó papá.

Una mujer, de la edad de mi madre, salió del agua y se le acercó.

–¿No te bañas, Mar…? –¿dijo Marina o Malvina? ¿O María, como mamá y la abuela? Fue una palabra que terminaba en ina, o ía, según leí en los labios de la señora.

–Después, má. Primero, un bañito de sol –le dijo Mar ¿Marina o Malvina o María?–. ¿Jugamos tenis?

–Ya pues, hija. A ver si esta vez te gano yo.

–Ojalá, má.

–¿Qué apostamos?

–¿Un helado?

–Ya pues.

–Ya me veo comiendo un rico helado de chocolate.

–No cantes victoria todavía que estoy rezándole a Poseidón para ganar.

Rieron. La chica se puso en pie de un salto. Eran casi de la misma estatura. Parecían hermanas. Así sería a los treinta y cinco, cuarenta años. ¿Dónde estaríamos entonces? Ella casada, yo casado, cada uno con sus hijos. Otros veranos, otras playas, otros atardeceres, otros veraneantes. Cada verano es único, irrepetible. Cada playa es distinta.

Sacó un par de raquetas de su mochila y una pelotita y se pusieron a jugar. Un golpe, un salto, punto para mí, má, otro golpe, otro salto, punto para mí, hija, un bólido amarillo dibujando una parábola en el cielo, sus cabellos revolviéndose, los cuerpos arqueados.

–Punto para mí, má. Ya tengo el cono del helado.

Pucha, creo que no debo jugar contigo para no seguir perdiendo.

–Sigue nomás, má, que ahorita me dejo ganar para que no llores.

–Bueno, un helado no es nada.

Risas.

Me puse a nadar para que no pensaran que era un sapo, buceé contando los segundos que podía resistir bajo el agua. Uno, dos, tres, cuatro… once… Mañana empezaban las clases. Este era el último día de mis últimas vacaciones de verano. Faltaba la de julio y nunca más tendría vacaciones escolares. El colegio se terminaría para mí. Esquivé las olas, busqué piedritas, conchitas, las guardé en los bolsillos de mi short como recuerdo de este día. Otro punto para mí, má. Ya tengo la primera bola de un rico helado de chocolate. Seguro habían venido de paseo. Ambas jugaban bien, parecían campeonas de tenis. Un salto, un golpe, un punto, perdiste tu bola de chocolate, hija, otro salto, otro golpe, otro punto, recuperé mi bola de chocolate, otro salto, otro golpe, la pelotita cruzando el cielo como un canario súper veloz. Tendría unos dieciséis o diecisiete años, como yo. ¿Estaría todavía en el colegio? No, seguro ya había terminado, sino estaría en su casa alistando su uniforme para mañana. Mañana empezaban las clases en todo el Perú. Quizá eran de Ica. Los de Ica siempre vienen a Pisco a darse un chapuzón. Y los de Pisco vamos a la Huacachina. O de Palpa. Quizá habían venido a conocer la Bahía de Paracas, las Islas Ballestas, la tumba de Sara Helen.

La pelotita pasó a un milímetro de mi cabeza como un cometa amarillo. O como un misil. Se hundió pero un segundo después salió a flote.

Las dos se acercaron corriendo a la orilla. La pelotita se alejaba mar adentro sobre la cresta blanca de una ola como esos barquitos de papel que solíamos hacer con mis primos Diego y Nacho cuando éramos chicos. Ninguna se atrevía a meterse y tratar de chaparla, ¿para qué si ya está tan lejos?, pensarían. Di la media vuelta y nadé tras ella. Mover los brazos como aspas, los pies como aletas. No te vayas, pelotita, ¿a dónde quieres ir?, ¿acaso quieres terminar en el vientre de una ballena como Jonás?, ¿llegar a Australia?, ¿quieres ver marsupiales? Ya te atrapé… Un olón me la arrebató de la punta de los dedos. Ah, pero no creas que te me escaparás. Ya, déjala, escuché que gritaban. No te vayas a ahogar. ¿Ahogarme yo? Yo he crecido a orillas del mar, señoras, antes de caminar, ya sabía nadar. Soy amigo de los peces, de las gaviotas, del sol. Soy del mar. Oh, qué lindo, me dirían. Allí estaba otra vez la pelotita, cabalgando sobre el lomo espumoso de una ola. Una brazada, otra brazada y otra brazada, no te me escaparás, pelotita. ¡Te atrapé! Punto para mí (mínimo me ganaría un helado de chocolate, ¿no?). ¿Creíste que te me ibas a escapar? Pues te equivocaste. ¡Ya te tengo y no te soltaré así chilles, patalees, me muerdas con tus dientes de tiburón!

Las dos empezaron a mover sus brazos con desesperación como si la pelotita se les hubiese escapado de nuevo, o como si yo fuese un pirata que se la estaba robando.

La gente corría como si un monstruo marino los amenazara o como si vieran un barco fantasma.

¡Temblor!

Estaba pasando temblor, pero dentro del agua no se sentía nada. Vengan, señoras, aquí se está bien, aquí nada se mueve.

Ellas seguían moviendo las manos, llamándome, ¿tendrían miedo que pasara un tsumani? Me apuré en salir.

–Aquí tienen su pelotita.

–¡Qué susto! –dijo la chica. Me miró: tenía los ojos azules como el mar. Los puntitos negros de sus pupilas parecían gaviotas volando en el cielo de Pisco. Así deben ser los ojos de las sirenas, pensé, y de las princesas–. ¿No sentiste el temblor?

–No.

–Qué suerte la tuya –me dijo la señora.

–Muchas gracias, amigo –me dijo la chica.

–De nada –le dije. Por un segundo toqué la punta de sus dedos y temblé como si recién se moviese la tierra para mí.

–Nadas muy bien –me dijo la señora–. Pero no debiste arriesgarte tanto, jovencito. Gracias.

¿Decirle no fue nada, he nadado en mares aún más furiosos? ¿Por qué le tienen miedo a una gota de agua?

–De nada, señora. Bueno, me voy. Hasta luego. Suerte en todo.

–Chau. Y muchas gracias de nuevo, amigo –me dijo la chica.

Agarré mis cosas y empecé a alejarme de la playa. ¿Quedarme? Me daba un poco de roche.

Me detuve en el Malecón y desde allí las observé. ¿Marina o Malvina o María? me miraba y, a pesar de la distancia, pude ver sus ojos color cielo, las gaviotas volando en ellos, fijos en mí. Adiós, nunca más te volveré a ver. Ojalá que te lleves un bonito recuerdo de este día, pensé, echando a andar de nuevo.

Regresé a casa. Mis padres estaban viendo una peli. ¿Dónde te agarró el temblor, Harold? En el agua. Qué suerte porque fue bien fuerte. Con razón la gente parecía loca del susto. Volví a ver a la chica y a su mamá moviendo los brazos con desesperación. Gracias, amigo. De nada, ojos azules como el mar, como el cielo de Pisco.

–Quítate la arena para subirle la basta a tu pantalón –me dijo mamá.

Me metí a la ducha. Todavía era de día. La chica aún estaría en la playa. ¿Por qué me vine? Qué tonto fui. Podía haberle pedido su correo. ¿Pero quién te da su correo de buenas a primeras? Nadie. Menos a un desconocido. ¿Le dijo Marina o Malvina o María como mi abuela? ¿Malvina, con ese, no es el nombre de una isla? ¿Y si le dijo Margarina o Mariluna? Gracias por haber rescatado mi pelotita. De nada. ¿Cómo te llamas? Tampoco nadie le dice su nombre a un desconocido así nomás. Me llamo Nadie. ¿De dónde vienes, Nadie? Del mar. Vengo del mar. Mar, Marina. ¿O Malvina? ¿Por qué te han puesto el nombre de una isla, ah? ¿Y si le dijo Zarina?

Mañana otra vez al colegio. Adiós, vacaciones de verano. Pero estás vacaciones habían terminado distinto a las otras. Estas vacaciones iban a ser únicas en mi vida. Sabía que siempre la recordaría.

Me sequé y bajé.

Mamá me midió la basta del pantalón. Caramba, Harold, no has crecido nada. Vas a ser chato como tu papá. Chato pero con un corazón gigante. Risas.

Afuera había oscurecido. La playa se estaría quedando vacía. La marea borraría nuestras huellas, mi dibujo; los castillos de arena, con sus princesas y dragones, volverían a ser simplemente arena. Mañana otras huellas ocuparían las nuestras; pasado, otras; después, otras y otras y otras y se terminaría el verano y vendrían otros veranos, ¿Marina o Malvina se acordaría de aquel verano del 2007 en la playa de Pisco en que un chico atrapó su pelotita de tenis que se le escapaba para conocer otras playas? ¿Alguna vez se acordaría de este domingo cuatro de marzo en que un temblor la agarró en la playa mientras un chico rescataba su pelotita?

Quizá nunca. La memoria es frágil como el pétalo de una rosa. El tiempo marchita los recuerdos hasta convertirlas en polvo. Vendrían otros veranos, conocería otras playas, quizá Acapulco, Cancún, Varadero, Punta Cana, Valparaíso y se olvidaría de esta playa.

–Cenamos en cinco minutos, chicos –dijo mamá.

–Voy a darme un duchazo –dijo papá–. Uff, qué calor.

Prendí la computadora y entré a hi5. Había 14453 Marinas. ¿Y si pongo Malvina? Había 721 Malvinas. O sea que Malvina no solo era el nombre de una isla. No conocía a ninguna chica que se llamara así. Era un nombre raro. Una página, una fila de fotos, otra página, otra fila de fotos, y ninguna era ella. ¿Marina qué, se llamaría? ¿Malvina qué? ¿María qué? Un millón de Marías.

–A cenar, chicos –llamó mamá.

Apagué la computadora.

Cenamos hablando de las vacaciones que estaban a punto de terminarse. ¿Se acuerdan que antes duraba todo el verano? Cuando estaba en primaria. Tres larguísimos meses para jugar, divertirnos, descansar. Entonces la pasaba en La Realidad con mis abuelos y mis primos yendo al río, a escalar cerros, a pasear a Matucana, Cocachacra, San Bartolomé. De vez en cuando íbamos a Naplo o a Puerto Viejo. Celebrábamos los cumpleaños de la abuelita María -28 de febrero- y del abuelo Juan -8 de marzo- con todos los tíos, las tías, mis primos, mis primas. Pero desde que había muerto la abuela las vacaciones no habían vuelto a ser las mismas.

Me hubiese quedado en la playa, hasta quizá de repente me invitaban a jugar tenis con ellas. ¿Por qué te viniste, Harold, si la playa es de todos? Qué tonto fui. ¿Y si se les volvía a escapar la pelotita? ¿Y si me invitaban un helado de chocolate? Les hubiera dicho el chocolate es mi sabor favorito.

Tocaron el timbre. Era Agustín y su guitarra.

–¿Te sirvo, Agustín?

–Claro, señora María. Gracias.

Hablamos de lo que haríamos después de terminar el colegio. Un año pasaba volando como si tuviera alas. Dentro de un año ya estaríamos en la calle.

–¿Vamos a dar unas vueltas por ahí, Harold? –me propuso Agustín.

–Vamos pues, amigo.

La Plaza de Armas estaba llena de gente. Había payasos, malabaristas, charlatanes dando su espectáculo.

¡Marina o Malvina! estaba sentada en un banco. ¿Y su mamá? No la veía por ningún lado, quizá se quedó durmiendo en el hotel, o viendo una peli. Mi corazón empezó a latir como un mar furioso toctoctoctoc. Pasaría por su lado, le diría hola, ¿te acuerdas de mí?, soy el chico que rescató tu pelotita en la tarde. Me diría claro que me acuerdo, cómo crees que te he olvidado en un par de horas. ¿Qué haces? Nada. ¿Te puedo invitar un helado? Claro. Le pediría su correo…

–¿Vamos por ese lado, Agustín?

–Vamos, amigo.

Un paso, otro paso, toctoctoc, el corazón se me subía por la garganta toctoctoc. ¿Te acuerdas de mí? Soy el chico que…

Oh, qué decepción, no era ella, la confundí. Sentí una desazón del tamaño del universo, un vacío en el estómago. Menos mal que no le dije hola, amiga, ¿no te acuerdas de mí?, fui el que rescató tu pelotita. Iba a hacer el ridículo. Hasta Agustín se iba a burlar de mí: vaya, Harold, ¿quién te enseñó ese truco para conquistar a las chicas, ah?

–¿Vamos a dar unas vueltas por la playa, Agustín?

La playa estaba solitaria. Las olas seguían yendo y viniendo como lo hacían desde tiempos inmemoriales y como lo seguirían haciendo por toda la eternidad aun después que nosotros desapareciésemos.

Vuelan al viento sus hojaaas, / los álamos dicen adióóós / a este verano marchitooo / que nuestro amor contemplóóó –me puse a cantar esa vieja canción de Manolo Galván. Marina o Malvina o María, o quizá solo Mar, todavía tendría la sal del agua en la piel, la piel ardiendo por culpa del sol, los cabellos con arena, las pupilas con mi imagen nadando en pos de su pelotita–. Hoy es la última nocheee, / mañana tú partirás / hacia destinos extrañooos, / quién sabe si volverááás.

Nunca más la volvería a ver en mi vida. Un día, cuando tuviese la edad del abuelo Juan, volvería a la playa y recordaría este domingo con ella.

El verano termina yaaaa, / y con él mi amor se vaaaa –cantamos a dúo el coro a todo pulmón–. Adióóóós, verano; adiós, amooooor.

Nunca más vería sus ojos color mar donde una vez nadé.

Nunca.

Las olas seguirían yendo y viniendo por siempre.

Y yo la seguiría recordando.

La noche despliega su mantooo, / el pájaro enmudecióóó, / la fuente paró su cantooo, / no quiere decirte adióóóós.

Algún día escribiría una novela recordando este verano y le pondría de título Tú que miras el mar.

Aunque cien años pasaran, / no te podría olvidar, / olvidaaaaar.

¿Mi dibujo? Alguien había trazado un corazón alrededor de él y escrito algo. Me puse de cuclillas. “Marina”, leí. Se llamaba Marina. Mi corazón volvió a latir de prisa toctoctoc. ¡Marina! Debajo escribí “Te amo”.

LUNES 5:

Abrí los ojos y los volví a cerrar: el sol penetraba con furia por la ventana abierta. Eran diez para las seis de la mañana. Me lavé la cara, me puse mi buzo y zapatillas y partí a la playa. ¡Marina! ¡Mar! ¿Dónde estaría? ¿En Ica?, ¿en Lima?, ¿aún en Pisco?, ¿en otra parte?

Agustín no estaba en el Malecón. Seguro se quedó dormido o se olvidó que hoy saldríamos a correr para estar en forma para la maratón por el aniversario del colegio. El viento sopló desde el Muelle y me trajo un fuerte olor a pescado fresco, a mariscos, a ostras. Escuché las voces de los pescadores, de los comerciantes, las voces agudas de las mujeres.

Correría hasta el Muelle, volvería sobre mis pasos y nadaría un rato. Nadar tras tu pelotita.

La marea había dejado la playa limpia de huellas, de castillos, de hoyos pero, ¿milagro?, allí estaba mi dibujo y el corazón hecho por Marina, su nombre. ¡Marina! ¿Por qué no escribiste tu correo?: marina2007@hotmail.com, o mar07@hotmail.com, o soydelmar@hotmail.com o lachicadelaplaya_07@hotmail.com... Un millón de correos, ninguno tuyo. ¿Marina qué? Yo escribí “Te amo” en la arena y ni las olas lo pudieron borrar. Tonto, debí de haber escrito mi correo: elsalvadordepelotitas@hotmail.com, para que me agregues. Nunca te olvidaré. Hice un corazón más grande aun para rodear su corazón. Tu corazón dentro de mi corazón. Dos corazones que se conocieron en la playa. El verano ya se fue. / Mi amor de verano, / mi primer amor… / Vendrán otros veranos, / vendrán otros amores…, tarareé la canción de Roberto Jordán: Pero siempre en mí ser vivirá / mi amor de verano, / mi primer amor.

Llegué al Muelle y di la media vuelta. Le jalaría las orejas a Agustín. Le pediría a Pamela que nos acompañara. Agustín se alegraría, aprovecharía para declararse. Serían enamorados. ¿Y yo? Yo siempre recordaría a la chica de la playa, a la chica que miraba el mar como embrujada por la muerte del sol en un charco púrpura. ¿Y si Marina no era ella? Era ella, su mamá le había dicho Mar…

Al agua, pato. ¡Marina! ¡Mar! Si pudiera retroceder el tiempo. ¿Pero para qué? ¿Para nadar de nuevo tras su pelotita? ¿Para quedarme y verla jugar? ¿Y si tenía enamorado? Eso era lo más seguro. Lo mejor sería olvidarla. Olvidarte, ¿podría?

Antes de volver a casa, pasé por la panadería de don Jorge por los panes y la leche para el desayuno.

Me di un buen duchazo. Me puse mi uniforme escolar.

–Qué guapo estás, hijo –mamá me piropeó.

–Salió a este pechito –dijo papá.

–A mí –dijo mamá–. Por algo no he sido Miss Universo, ¿no?

–Caramba, María, tú solo has sido Miss Pisco y sus alrededores –le dijo papá.

Reímos con ganas.

RPP informaba que más de seis millones de alumnos volvían a las aulas. ¿Entre ellos estaría Marina? ¿En qué colegio estaría? ¿Qué tal alumna sería? ¿Cuándo sería su cumpleaños? Cuánto ignoramos de las personas con las cuales nos cruzamos solo una vez en nuestras vidas.

–¿Qué quieren de almuerzo, muchachos? –nos preguntó mamá.

–Escoge, Harold –me dijo papá–. ¡Por fin llegaste a quinto año!

Por fin. No, todavía no, faltaba media hora aún.

–Ají de gallina, má.

–Trataré de que me salga igual a como lo preparaba la abuela María –dijo mamá. La abuela me preparaba un rico ají de gallina cada vez que la iba a visitar y en mis cumpleaños–. Aunque lo dudo, tu abuela tenía una sazón única.

–Tú también cocinas rico, má.

–Doy fe de ello –dijo papá.

Mamá sonrió, complacida por nuestros halagos.

Papá partió a su colegio y yo al mío. Papá y mamá trabajaban en el Libertador San Martín, papá en la mañana y mamá en la tarde.

Yo estudiaba en el Abraham Valdelomar.

Fui por las mismas calles por donde transitaba desde primer año. Las casas de adobe, las puertas de madera, las veredas desniveladas, cuarteadas. ¿Dónde estaría Marina? ¡Mar! ¿Por qué no podía sacarla de mis pensamientos? ¿Acaso me había enamorado de ella? ¿Existía el amor a primera vista? ¿Existían los flechazos? ¿Eso no sucede solo en las telenovelas y en las baladas de Gianmarco? ¿Enamorado de una princesa, de una sirena? Enamorado de ti, Marina, Mar.

Un río de alumnos, vestidos de blanco y azul, se dirigían al colegio desde todas las calles. Un nuevo año escolar empezaba. Mi último año escolar.

Allí estaba el colegio, mi colegio. En lo alto del portón, el nombre del autor de Tristitia refulgía como un sol. En la entrada, su estatua, con el Caballero Carmelo a sus pies, nos daba la bienvenida. También la habían pulido.

Algunos llevaban sus mochilas, otros, como yo, solo un cuaderno.

–¡Apúrense, alumnos, apúrense! –nos instaban los auxiliares–. ¡Al patio principal que ya va a empezar la formación! Las vacaciones ya terminaron, muchachos, por si no lo saben.

¡Hola, Harold! Hola, chicos. Allí estaban mis compañeros de salón. Hola, chicas. ¿Y qué tal vacaciones? ¿Viajaron? Vaya, te has estirado un montón. Oye, tú te vas a quedar chato. Hay que colgarte del techo para que no seas la mascota del lonsa. Risas. Caramba, ya te afeitas. Uy, las chicas están más bonitas que nunca. ¿Alguna que no tenga enamorado? ¡Por fin estamos en quinto! Sí, lo que en primer año era inalcanzable, ya era realidad.

–¡A formar, señores alumnos! –ordenó el auxiliar Pablo–. Los más altos, atrás.

Una tarde en la playa, una pelotita que pasó a un milímetro de mi cabeza, una chica de ojos color mar y cabellos negros como una noche a orillas del mar, una sirena, un corazón, dos corazones, ¡Marina! ¡Mar! ¿Dónde estarás?

–¿El 5° A?

Esa voz la había escuchado en alguna parte.

–Sí –dijo Claudia, que estaba primera en la fila de chicas.

Volví el rostro. Una chica que miraba el mar. El sol muriendo en el horizonte.

¿Marina? ¿Mar? ¿Estaba viendo visiones? ¿Había perdido la razón? Quizá tanto pensar en ella me estaba haciendo alucinar.

Era ella, no estaba soñando: la negra cabellera recogida en una redecilla, los ojos color mar, el rostro que había recordado una y otra vez. El uniforme del colegio nuevo, impecable, los zapatos brillantes.

–Bueno, entonces acá me quedo.

–Tienes que formarte de acuerdo al tamaño –le dijo Claudia.

–Ah, ya. Gracias.

Un paso, otro paso, era alta, más alta que Carla, Miriam, Gloria, Xiomy, Pamela, Niurka, Mónica, Sandra. Se puso detrás de Sandra, a un paso de mí.

Mi corazón latía a mil: toctoctoctoc.

Llegó Agustín.

–¿Saliste a correr, Harold?

–Sí. Te estuve esperando por gusto. Estoy molesto contigo, así que mejor no me hables.

Vuelve el rostro, Marina, Mar, ¿o me has olvidado rapidito? ¿Tan pronto olvidaste al chico que rescató tu pelotita que se fugaba para conocer otros mares? Una tarde en la playa…

–Disculpa, amigo. El miércoles sí te acompaño.

–Ojalá. ¿Te quedaste pegado a las sábanas, ah?

Marina, Mar parecía sumida en sus pensamientos. ¿Qué se sentiría estar ante tantos extraños? Nadie le había dicho hola, preguntado cómo le había ido en las vacaciones. Seguro estaba recordando a sus amigas y amigos, a su colegio.

–Mmm. Pero pasado mañana sí te acompaño.

–Ojalá.

–De verdad, Harold, te lo juro por mi madre.

–Ver para creer.

Marina volvió el rostro, ¡al fin!, y me miró. Toctoctoc, latía mi corazón. Esos ojos color cielo, color mar, ya los conocía. Toctoctoc.

–Hola –me dijo, con una sonrisa que dibujó unos hoyitos en sus mejillas. ¡Me había reconocido! ¡Me estaba sonriendo! Eso significaba mucho, ¿verdad?–. ¿Te acuerdas de mí? Soy la chica de la playa, la de la pelotita fugitiva…

Cómo no me iba a acordar si había soñado despierto con ella, si había tenido ganas de ir a la playa en la madrugada para ver su corazón, para leer su nombre, para respirar la misma brisa marina que habíamos respirado en la tarde, para buscar sus huellas en la arena. ¿Tú también pensaste en mí?, ¿recordaste al chico de la playa que rescató tu pelotita de las fauces de un voraz tiburón?

–Claro. Hola.

–Vaya, el mundo es chico, ¿no?

–Mmm. Del tamaño de una pelotita de tenis.

–Ajá.

Sonreímos. Los hoyitos se dibujaron en sus mejillas de luna.

–Qué calor que hace, ¿verdad? –me dijo.

–Acá el sol siempre quema fuerte.

–Wao, ojalá que me acostumbre.

–Ya verás que sí –le dije.

–Ojalá.

Sí, ojalá que te acostumbres y te quedes para siempre para contemplarte todos los días, para que mis sueños se hagan realidad, y los tuyos también.

–¿De dónde vienes?

–De Lima.

–Pensé que eras de Ica.

–Ya quisiera. Ica está cerca, ¿verdad?

–A una hora de aquí.

–Uff, súper cerca.

–¡En columna, cubrirse! ¡Firmes, descanso, atención! –nos ordenaron los auxiliares.

Sí que el mundo era pequeño. ¿Tanta coincidencia podía existir? ¿O es que escuchó mis llamados? ¿Existía telepatía entre nosotros? Te llamé y volviste. Escribí “Te amo” en la arena y regresaste para corresponderme. ¿Y si tenía enamorado? Entonces no me habría sonreído, ¿verdad? Pero su enamorado estaría en Lima… Tendría que preguntarle. ¿Y si me decía a ti qué te importa? Pero me había sonreído…

La profesora Lina, de religión, tomó el micrófono. Vamos a ponernos en presencia del Señor para agradecer por el inicio de este nuevo año escolar, dijo. Marina se hizo la señal de la cruz, inclinó el rostro. Padre nuestro que estás en los cielos… Recé con ganas, tenía tantas cosas que agradecerle a Dios. No era un sueño, allí estaba ella, Marina, a un paso de mí, rezando. ¿Y si no se llamaba Marina? Todavía no me había dicho su nombre. ¿Y si otra chica vio mi dibujo y puso su nombre? Pero su mamá le había llamado ¿Marina o Malvina o María? ¿Y si escuché mal? ¿Si me entró agua al oído y escuché otra cosa? ¿Cómo te llamas, amiga? Rezamos el Salve. Amén. ¿Qué tal si ayer me había muerto mientras rescataba su pelotita y ahora estaba en el cielo? Ya, Harold, estás alucinando demasiado, en el cielo no hay clases, en el cielo no se canta el Himno Nacional, en el cielo el sol no quema con tanta ferocidad. Agucé los oídos para escuchar su voz, solo su voz. Cantaba bonito, entonado, con ánimo. ¡Viva el Perú! ¡¡Viva!!

¿Qué hubiera pasado si ayer no hubiese ido a la playa? ¿Si no hubiese rescatado su pelotita?

Hoy ni me habría mirado. Me habría ignorado olímpicamente. No existes, no eres nadie, eres aire. No eres el aire que respiro.

El director tomó la palabra para darnos la bienvenida, dio la bienvenida a los alumnos de primero y a los alumnos nuevos que se unían a la gran familia valdelomarina. ¿Marina? sonrió. Su frente brillaba, el sol reverberaba en su negra cabellera que parecía hecha de hilos de noche.

¿Marina? volvió el rostro, me miró y me regaló una sonrisa. ¡Qué hermosos eran sus ojos! Eran dos mares, dos lagos, dos cielos. Abraham Valdelomar le habría dedicado un poema a esos ojos, a esas pestañas rizadas, a esa carita linda, a esos cabellos negros, lacios y largos, a esos labios perfectamente dibujados, a esos hoyitos que se dibujaban en sus mejillas cada vez que sonreía.

Un chiquito de primero se desmayó. Los auxiliares y un par de profesores corrieron a socorrerlo. Se desató el bullicio.

–Qué calor, ¿verdad? –repitió ¿Marina? Sacó una botella de agua y bebió–. Sírvete. Es limonada.

–Gracias.

–De nada.

Bebí un trago. Esta era otra buena señal, ¿no? Otra, no me habría dado ni una gota, ¿verdad? ¿Tienes sed? Cómprate tu gaseosa, ayer dejaste que mi pelotita escapara a otros mares. No te imaginas todo lo que he llorado.

–Está rico. Gracias.

–De nada. Lo preparé yo misma, con estas manos –me mostró sus manos de porcelana de largos y frágiles dedos y uñas de nácar bien cortadas y pulidas.

–Tienes buena mano para los refrescos.

Sonrió y se le formaron los hoyitos en las mejillas.

–¿Cómo te llamas? Hasta ahora no nos hemos presentado.

–Harold. ¿Y tú?

Di Marina, no vayas a decir Martina o Margarina o María o Zarina o Malvina que nadie se llama como una isla. No vayas a decir que te llamas harina.

–Marina –su nombre brotó como una melodía de esos labios rosados, delgados que había soñado besar.

¡Era ella, era ella quien había puesto un corazón alrededor de mi dibujo, era ella la que había escrito su nombre en la arena!

Marina era la chica de la playa, la chica que miraba el mar.

–Marina, Mar.

Sonrió. Los hoyitos en sus mejillas se volvieron a dibujar.

–Soy del mar.

–Ya decía yo a esta chica nunca la he visto en tierra firme.

–Solo en la playa.

–Solo en Pisco Playa.

Sonreímos.

–¿Y adivina cuáles son mis apellidos?

–¿Océano Pacífico?

Contuvo las ganas de reír.

Se reanudó la formación.

–Casi, casi –me susurró–. Después te cuento, Harold, en el salón.

Después me contaría, después hablaríamos, ¿después recordaríamos la tarde pasada en la playa? Un chico y una chica que se conocieron en la playa de Pisco…

El director presentó a los profesores. Él es nuestro tutor, le susurré cuando presentaron al profesor Palacios, también nos enseña comunicación. Ah, qué bien, dijo ella. ¿Y qué tal son sus clases? Bacanes, nunca aburre. Qué chévere.

Al fin terminó la formación. Los diferentes grados empezaron a pasar a sus secciones y el patio poco a poco se fue despoblando.

Nuestro salón estaba en el tercer piso del pabellón nuevo.

Cruzamos el patio, la cancha, los antiguos salones.

–¿De qué colegio vienes? –le pregunté a Marina, que caminaba a mi lado–. ¿O en el mar no se estudia?

Rió.

–Del Josefa Carrillo y Albornoz.

–¿De Chosica?

–Sí. ¿Conoces?

–Sí. Mis primas Bere y Nela estudian allí.

–¿En qué año están?

–Bere en tercero, Nela en segundo.

–No conozco a las más chicas.

–Bere es media muelona, le decimos la doctora Muelitas porque quiere ser odontóloga, y a Nela, que es chatita nomás, la Pulga. Son inconfundibles.

Rió con ganas.

–Qué gracioso eres. ¿Viven en Chosica mismo?

–En La Realidad, con mis abuelos.

–Oh, somos casi vecinos entonces.

–Mmm. ¿El año pasado participaste en el festival de danzas?

–Sí. ¿Fuiste?

–Mmm. No recuerdo haberte visto.

–Ni yo tampoco.

–Estábamos ciegos.

Reímos.

–Mi salón ganó el segundo lugar en la categoría B.

–Bailaron mis primas y nos fuimos.

–Tonto, quizá nos habríamos conocido.

–Eso mismo digo.

Otra vez nuestras risas.

Empezamos a subir la escalera. Un peldaño, otro peldaño hasta llegar al tercer piso.

–¡Mira, Harold, el mar! –exclamó Marina, como una niña.

Allí estaba el mar, el mismo mar de tiempos inmemoriales, el mar que había admirado Abraham Valdelomar, el mar por el cual había llegado don José de San Martín. Un mar en cuyo cielo volaban bandadas de gaviotas.

–Qué bonito, ¿verdad, Harold?

–Mmm. ¿Te gusta?

–Sí. Siempre quise vivir cerca del mar.

–Pues tu sueño se te ha hecho realidad.

–A veces los sueños se hacen realidad –me dijo, con una sonrisa de hoyitos en sus mejillas.

Tenía razón.

–Será que mi papá era marinero.

–¿Sí?

–Sí… –hizo una pausa.

–¿Y ahora en qué trabaja, ah?

–En nada…

Silencio. ¿No estaría siendo indiscreto? ¿Y si su papá estaba en la cárcel? ¿Por qué fui tan tonto de preguntarle en que trabajaba su papá? O quizá no vivía con su papá, sino ayer les hubiera acompañado a la playa, ¿verdad?

–En el salón te cuento.

–Como quieras.

Llegamos a nuestro salón. Entramos. Estaba impecable, pintada de celeste las paredes, las carpetas de color marrón. Había una pizarra acrílica nueva donde habían escrito “Bienvenidos al año escolar 2007, chicos del 5° A”.

–¿Dónde nos sentamos, Harold?

¡Me estaba pidiendo que escogiera el lugar donde nos sentaríamos los siguientes diez meses! Qué suerte, ¿verdad? ¿Y si no hubiese rescatado su pelotita?…

–¿En la primera carpeta, te parece?

–Claro, para escuchar mejor las clases.

Por lo visto, era una chica inteligente, sino me habría dicho mejor sentémonos atrás para plajear durante los exámenes o para hacer chacota, Harold, es nuestro último año, tenemos que divertirnos al máximo, ¿no crees?

Me senté al lado de la pared y ella al lado del pasadizo.

–Te iba a contar mi historia –me dijo–. Pero primero te voy a mostrar cómo se escribe mi nombre para que no lo olvides. ¿Tienes una hoja en blanco?

–Escribe aquí –abrí la primera página de mi block.

–Van a pensar que te llamas Marina.

–No importa.

Reímos.

“Marina Marisela del Mar Arroyo”, escribió. Tenía una letra menuda, bonita como la de mi abuelo Juan. ¿Decirle tú escribiste tu nombre en la playa debajo de mi dibujo y pusiste un corazón alrededor?

Mejor no, se iba a paltear.

–¿Marina Marisela del Mar Arroyo?

–Ajá.

–¿En serio?

–Sí. Estoy rodeada de agua hasta el cuello, ¿verdad? –rió con ganas.

–Ni yo, que vivo cerca del mar –también reí.

–Mis padres se conocieron en Huanchaco. Fue amor a primera vista. Por eso estoy aquí –rió–. Papá era marino…

–¿Y por eso te pusieron Marina?

–Ajá. No me iban a poner playa, ¿verdad? O Huanchaca.

Volvió a reír.

Parece nuestra historia, le quise decir.

–Qué bonita historia de amor.

–Mmm. Pero tiene un trágico final…

–¿Sí?

–Sí… –hizo una pausa–. El barco donde trabajaba papá desapareció un día sin dejar ningún rastro. Se lo tragó el mar, desapareció.

–¿En serio?

–Sí… –sus ojitos color mar se empañaron con una lágrima. ¿Y qué hago si llora?, pensé. ¿La consuelo, la abrazo, le lleno de besos, me bebo sus lágrimas, le digo que la quiero?

–¿Y cómo así se han venido a Pisco? –se me ocurrió preguntar.

–Mi mamá es profesora de matemática –me dijo–. Nos hemos mudado porque consiguió un contrato aquí.

–¿Acá en el cole?

–No, en el colegio Libertador San Martín. ¿Conoces?

–Sí. Mis padres también trabajan ahí.

–No te creo.

–En serio. Papá es profesor de arte y mamá de comunicación.

–Vaya, qué casualidad –me dijo–. Sí que el mundo es pequeño.

–Mmm. Del tamaño de una pelotita de tenis.

–Así parece.

Nos reímos.

–¿Y por qué no te matricularon allí?

–A mi mamá no le gusta que estudie en el colegio donde enseña porque después te hacen pasar por agua caliente.

–Eso también dicen mis padres. Por eso me matricularon aquí, donde nadie sabe que ellos son profesores.

–¿Ellos son nombrados?

–Sí.

–Qué bien –me dijo–. Porque cuando eres contratado, tienes que andar de colegio en colegio como un gitano. El año pasado estuvimos en Matucana.

Pucha, allá hace bastante frío en las mañanas y en las tardes, ¿no? –le dije–. Antes íbamos a pasear allí con mi abuelita María.

–Oh, sí, un frío terrible –me dijo, castañeteando los dientes–. En las noches tenía que cubrirme con diez frazadas.

Rió. Los hoyitos en sus mejillas otra vez. Sus dientes blancos y parejos.

–Y ahora estoy cerca del mar, sancochándome.

Volvió a reír. Tenía una risa linda.

–¿Y cuál es el curso que más te gusta, Harold?

–Comunicación y arte. Supongo que a ti matemática, ¿verdad?

–Ajá. Por algo no soy hija de matemática.

–Entonces me darás una mano en los números, ¿no?

–Claro –me dijo. Y extendiéndome la mano, añadió–: Toma, aquí tienes una mano.

Se la tomé. Era suave como el algodón. Decirle tus manos son suaves como el algodón…

Reímos.

–Gracias por haber chapado mi pelotita.

–De nada. ¿Te gusta jugar tenis?

–Sí.

–¿Quienes son tus tenistas favoritos?

–Roger Federer y Rafael Nadal –me dijo, y yo sentí un poco de celos–. También las hermanas Williams, Martina Hingis, Amelie Mauresmo, María Sharapova, etc.

–¿Vas a ser tenista profesional?

–Oh, no –exclamó–. Es solo un hobby.

–Pero juegas muy bien.

–Gracias.

–¿Le ganaste a tu mamá?

–Siempre le gano. Si le ganara a María Sharapova, la cosa sería diferente –dijo–. Aunque de la Sharapova yo solo sería su recoge bolas.

Rió. Siempre reía. Me gusta cuando ríes, tenía ganas de decirle.

–Yo voy a estudiar educación inicial y, después, cuando ya trabaje, me voy a especializar en problemas de aprendizaje. ¿Y tú, Harold?

Vaya, ya sabía lo que iba a hacer cuando terminara el colegio. ¿Yo? Yo quería aprender a tocar la guitarra como Santana, escribir canciones como Gianmarco, escribir novelas como Vargas Llosa.

–No sé aún… Me gusta la música, escribo poemas, dibujo…

–Eres un artista.

Me puse colorado.

–¿Qué instrumento tocas?

–La guitarra. Con Agustín –le señalé a mi amigo que conversaba con Pamela– cantamos siempre en las actuaciones.

–Qué bacán. Yo siempre he querido aprender a tocar la guitarra.

–Si quieres, te puedo enseñar. Es fácil…

–Sería chévere. Gracias, Harold.

Hasta el momento, todo iba bien entre nosotros.

–¿Y qué tal vacaciones, Harold?

–Más o menos.

–¿Por? Si yo tuviera la playa tan cerca, me iría a nadar todos los días.

–Es que mi abuelito estuvo enfermo. Lo operaron en enero y ya te imaginarás cómo estábamos por la preocupación.

–Ah, claro, cualquiera –me dijo–. ¿Y ya está bien?

–Sí. Menos mal que se recuperó rápido. Este jueves cumple ochenta años y nos va a visitar.

–Qué bien. Me alegro por ti.

–Gracias, Marina. ¿Y tú qué tal? ¿Jugando tenis?

–Cocinando –me dijo–. Mi mamá tenía que salir a buscar plaza y yo me quedaba a cargo de las ollas.

–¿Y cocinas bien?

–Regular –me dijo–. A veces se me quemaba el agua y mi mamá se molestaba.

Rió con ganas. Yo también reí.

–En las tardes sí salía a practicar tenis con mis amigas.

¿Y tienes enamorado?, tenía ganas de preguntarle. Salía con mis amigas…, no decía salía con mi enamorado.

–Estoy leyendo esta novela –sacó un libro.

Melocotones helados, Espido Freire –leí–. ¿Es un libro de recetas de helados?

–No, tonto –dijo–. Es una novela. Fantasmas, amenazas, muertes pueblan sus páginas.

–Parece interesante.

–Es interesante. Cuando la termine, te la presto.

–Gracias.

–De nada. ¿Tú has leído los cuentos de Abraham Valdelomar?

–Claro, como todo pisqueño. Ya sabes que Abraham Valdelomar vivió en San Andrés, cerquita de la playa.

–Mmm. Yo siempre me acuerdo del Hipocampo de oro y de Los ojos de Judas dijo–. Y de su poema Tristitia, por supuesto.

–Son hermosos textos.

–Ajá.

Nos seguía yendo bien. ¿Y si le contaba que anoche volví a la playa? Dibujaste un corazón alrededor de mi dibujo, ¿verdad? Y yo dibujé un corazón alrededor de tu corazón. Tu corazón dentro de mi corazón. Dos corazones. Escribiste tu nombre. Mejor no, quizá más adelante, todavía teníamos tiempo hasta diciembre. ¿Después? Vendrían las vacaciones… no, ya no tendríamos vacaciones, en diciembre terminaríamos nuestros estudios. Me puse triste pensando que después de diciembre quizá nunca más la volvería a ver, su mamá terminaría su contrato y volverían a Lima. Pero para diciembre faltaba bastante todavía. Tantas cosas podían pasar hasta diciembre. Más adelante le diría que estaba enamorado de ella…

El profesor Palacios entró al salón. Hola, chicos, ¿cómo están?, bien, ¿qué tal vacaciones? Más o menos. Muy cortas. Bueno, diez meses más, y descansarán todo lo que quieran. ¡¡Uhh!

–Veo un rostro nuevo al lado de Harold.

Un rubor, como el ocaso, se apoderó del rostro de Marina.

–Buenos días, señorita, ¿cómo se llama usted y de qué colegio viene?

–Buenos días, profesor, me llamo Marina Marisela del Mar Arroyo y vengo del colegio Josefa Carrillo y Albornoz de Chosica.

–¡Oh! –exclamó medio salón.

–Bienvenida al 5° A y a Pisco, Marina Marisela del Mar Arroyo. Vaya, tienes un nombre poético, y acuático.

Otra vez el rubor invadió las mejillas de Marina.

–Gracias, profesor.

–¿Sigue siendo nuestro tutor, profe? –le preguntó Pamela.

–Lamentablemente, sí –dijo el profesor.

Nos reímos.

–¿Iremos al Cusco, profe?

–Ese es el objetivo, ¿no?

Vamos a tener que trabajar en lugar de venir a estudiar –dijo alguien.

–Entre más actividades hagamos, más fondo tendremos –dijo Marina–. Todo depende de nosotros. Por ejemplo, en mi promo estábamos vendiendo panchos y anticuchos en la Plaza de Armas de Chosica todos los fines de semana.

–Ay, qué roche –dijo Claudia–. Ni loca vendo panchos en la Plaza de Armas. Qué dirán mis amigos.

–No viajarás entonces.

–Mejor.

Claudia se daba a veces sus ínfulas de condesa. De condesa de bolsillo, porque era la más chiquita del salón.

–Podemos aprovechar el verano y vender chups en la playa –dijo Pamela–. También gelatina.

–Es una buena idea –dijo el profesor–. Organícense.

–El pan con pollo también sale –dijo Marina.

–Claro –dijo el profesor–. ¿Quieres encargarte de un grupo, Marina?

–Ya, profesor –le dijo Marina.

–Por lo pronto, ya tienes a Harold en tu equipo –le dijo el profesor.

Se puso colorada otra vez.

–Bueno, ahora a trabajar –dijo el profesor.

–¿Qué hiciste durante tus vacaciones? –dijo alguien, fingiendo la voz del profesor.

Risas.

Ya sabíamos que el primer día de clase el profesor Palacios haría eso: pedirnos una composición sobre lo que habíamos hecho en las vacaciones. Eso hacía después de las vacaciones de verano, de medio año, después de los feriados largos, del día de la madre, etc., para desarrollar nuestra imaginación, nuestra creatividad, de repente entre nosotros tenemos otro Abraham Valdelomar, otro Vargas Llosa, decía.

–Ahora será diferente –dijo el profesor–. Emplearemos la técnica del flash back.

–¿O sea, profe?

–Desde el último día de vacaciones, o sea ayer, se pondrán a recordar lo que hicieron durante las vacaciones.

–Difícil, profe –dijo Toño.

–Ni tanto. Por ejemplo, si ayer fueron a la playa, lo que la mayoría hizo, se ponen a recordar desde la playa, y mirando el mar, lo que hicieron los meses anteriores.

–¿Y si fueron unas pésimas vacaciones, profe?

–Ya saben que vale inventar, ficcionar, soñar, chamullar, mentir. ¡Dejen volar su imaginación, chicos!

Marina y yo nos miramos. ¿Contaríamos casi la misma historia? Una chica contemplando el mar, una pelotita escapándose, un chico nadando tras ella. Un dibujo, un corazón, otro corazón. Las olas que iban y venían.

–¿Y qué titulo le ponemos, profe?

–¿Sugerencias?

–¿“Así fueron mis últimas vacaciones”?

–¿“Recordando las vacaciones”?

–¿“El último verano en el cole”?

Una chica mirando el mar. Una pelotita que se escapaba…

Quise levantar la mano y decir “Tú que miras el mar”.

–¿“Tú que miras el mar”? –dijo Marina.

¿Me leyó el pensamiento?

–Buen título, parece el de un poema –le dijo el profesor. Marina sonrió–. Ahora a trabajar para que después lean sus textos.

–¡Ohh, noooo! –exclamó más de medio salón–. ¡Qué roche!

–Ni roche ni soroche, chicos.

–¿Ponemos que ayer nos conocimos en la playa? –me preguntó Marina.

–Si quieres –le dije.

–Pero se van a enterar todos –me susurró–. Mejor no, que sea nuestro secreto, ¿te parece?

Nuestro secreto. Nos miramos. Sus ojos bonitos, su carita de ángel, mi corazón que latía como un mar furioso. Su corazón dentro de mi corazón.

–Como gustes.

Nos pusimos a escribir.

–¿Esa no soy yo, Harold? –me preguntó Marina, unos minutos después, leyendo lo que había escrito.

–Parece que sí –le dije –Pero no. Solo es tu doble.

Rió y se le formaron los hoyitos en las mejillas.

–¿Terminaron, chicos?

–Cinco minutitos más, profe, porfis,

–Bueno, bueno.

Pasaron cinco minutos, luego diez.

–Creo que tanta playa ha hecho mella en su creatividad –dijo el profesor–. El miércoles lo traen terminado y lo leemos.

–¡Yupi!

–Hasta la siguiente clase, entonces.

–¡Yupi!

Nos pusimos de pie y el profesor salió del salón.

–¿Vamos a mirar un ratito el mar hasta que venga el siguiente profesor, Harold? –me propuso Marina.

Salimos al balcón. Allí estaba el mar azul, con el cielo poblado de gaviotas. Ya había algunos veraneantes. Las embarcaciones en el Muelle se bamboleaban al ritmo de las ondas marinas.

–¡Qué hermosa vista! –exclamó Marina–. Dan ganas de quedarse a vivir para siempre aquí.

¿Conmigo? Sí, contigo, y con los peces, con las tortugas, con los lobos marinos.

Una gaviota se zambulló y salió con un pescado entre el pico.

–Me imagino que tú irás todos los días a la playa, ¿no, Harold? A caminar en la arena, a mojarte los pies en el mar, a inspirarte.

–Ni creas. A veces no hay con quién.

Silencio.

–Yo iría todos los días a la playa –dijo–. Pero tampoco tengo con quién.

–Si quieres, puedo acompañarte todas las veces que quieras…

–Gracias –me dijo–. Espero que seamos buenos amigos.

–Yo también.

La amistad es el camino al amor, ¿verdad?

–Además, tanta casualidad no puede ser por nada, ¿no?: la playa, el cole…

El corazón me dio un brinco. ¿Qué quería decirme? ¿Que también sentía algo por mí? No tengo el corazón de hierro, Harold, también me enamoro, amo.

–¿Y de qué tratan tus poemas, Harold?

–Del mar, de la playa…

–Qué bacán. ¿Me los prestarás un día?

–De todas maneras –me puse colorado.

–Aquí está enterrada Sarah Hellen, ¿verdad? –cambió de tema.

–Sí. En el cementerio municipal.

–¿Un día me llevarás?

–Claro. Aunque después las pesadillas no te van a dejar dormir.

–Wao, qué miedo, mejor no me lleves.

Reímos con ganas.

La profesora Vega subía las gradas.

–Sospecho que nos toca con la profesora Vega.

–¿Qué enseña?

–Sociales.

–¿Y qué tal es?

–Es inteligente, pero chinchosa: le gusta dejar planas.

–Eso es lo que no me gusta de los profes.

–Ni a mí.

–Hola, chicos, ¿qué tal? –nos dijo la profesora, y a Marina–: ¿Eres nueva o eres la enamorada de Harold que lo ha venido a acompañar este primer día de clase?

Marina y yo nos pusimos colorados.

–Soy nueva…

–Ah, qué bien.

Entramos al salón detrás de la profesora. Todos se pusieron de pie rapidito porque, si la profesora descubría a alguien que no lo hacía, de castigo le hacía escribir cien veces “Tengo que saludar a la profesora Vega cuando entra al salón”.

–Ya se habrán fijado que tienen una compañera nueva, ¿verdad?

–Sí, profesora.

–¿Escribimos cien veces “Tenemos una compañera nueva”? –le preguntó Toño.

–Todavía no –dijo la profesora–. ¿Ya la conocen?

–¡Nooo! –dijo más de medio salón.

–Yo tampoco. ¿Te puedes presentar para que te conozcamos?

–Claro, profesora. Me llamo Marina Marisela del Mar Arroyo.

–¿Escribimos cien veces “Tenemos una compañera llamada Marina Marisela del Mar Arroyo”, profesora? –otra vez Toño.

–Después –dijo la profesora–. Ahora haremos un repaso de lo estudiado el año pasado.

–¡¡Nooo!!

–¿Cómo que no? Ayer se terminaron las vacaciones, chicos. El que no quiere estudiar, allí tiene la puerta abierta.

Casi todos habíamos olvidado las lecciones del año anterior. Tanto sol nos secó las neuronas, profesora. Seguro que no abrieron ni una sola vez sus cuadernos, ¿verdad? Los vendimos al peso a los recicladores, profe. No se hagan los chistosos, chicos.

Marina fue una de las pocas que respondió todas las preguntas.

–¿Tienes memoria de elefante o qué? –le dijo la profesora–. Cuéntanos tu secreto.

–Ningún secreto, profesora. Todos los días repasaba mis libros.

–¿Los libros no se devuelven en diciembre?

–Sí, profesora, pero en mi colegio nos lo prestan para que repasemos durante las vacaciones –le dijo Marina–. Y recién los devolvemos al regresar a clases.

–Vaya, es algo innovador eso –dijo la profesora–. No se nos había ocurrido. Quizá lo pongamos en práctica este año.

–Profe, las vacaciones son para relajarse –dijo Toño.

–Depende de tu proyecto de vida –le dijo la profesora–. ¿Cuál es tu proyecto de vida, Marina?

–Voy a estudiar educación inicial y después especializarme en problemas de aprendizaje.

–¡Ohhh! –exclamó casi todo el salón.

Marina se puso colorada.

–¿Y cuál es tu proyecto de vida, Antonio?

–Lo estoy pensando, profe.

–No lo pienses mucho porque ahoritita estamos en la fiesta de promo.

Risas. Pobre Toño. Qué roche para él.

Hasta que por fin tocó el timbre para el primer recreo del año.

–¿Vamos a tomar algo al quiosco, Marina?

–Vamos, pues. ¡Qué calor!

–Mmm.

Pamela me pellizcó al pasar por su lado. Ya no conoces, me susurró. Provecho con la conquista.

Los chicos jugaban fútbol en el patio, algunos utilizaban botellas descartables como pelotas. Las chicas jugaban vóley. Otros jugaban al matagente o al camotito, también a la lleva.

Nos sentamos frente a frente. ¿Qué pedimos, Harold? ¿Una gordita de Inca Kola? Claro. Y un paquete de galleta.

–En mi cole también es recreo –dijo Marina, mirando su reloj.

–Extrañarás a tus amigas, ¿verdad?

–Ajá. Ni te imaginas cómo –dijo, después de beber un sorbo de gaseosa–. Sobre todo a las de mi grupo: Mily y Fabi.

Menos mal que no dijo Ricardo, Carlos, Miguel, Juan.

–Teníamos tantos planes para este año… –suspiró–. En fin, por algo pasan las cosas, ¿verdad?

–Mmm.

–Bueno, un año pasa rapidito –dijo. Partió una galleta y lo comió–. Ya el otro año nos encontraremos en La Cantuta.

Puse mi cara triste. Dentro de un año ella estaría lejos, sería solo un recuerdo. Un año pasa rápido… Tu nombre en la arena sería un recuerdo… Tú que mirabas el mar.

–¿Te pasa algo, Harold? –me preguntó.

Nos miramos. Tus ojos bonitos color mar donde una vez nadé. Quizá no debí nadar tras su pelotita. Quizá no debí haber ido ayer a la playa…

–No –le mentí. ¿Y si le decía estoy enamorado de ti, Marina? ¿Crees en el amor a primera vista? Me diría estás confundiendo tus sentimientos, Harold, el amor a primera vista no existe, eso es invento de algún poeta loco o de Leo Dan–. Estaba pensando que ya estamos en quinto año. Qué rapidito ha pasado el tiempo.

–El tiempo siempre pasa rápido –dijo.

–Mmm –bebí–. Saldremos del cole, haremos realidad nuestros sueños, si es que se pueden, claro, sino, piña.

–¿Algún sueño se te hizo realidad, Harold?

¿Decirle solo un sueño se me hizo realidad? Un sueño que soné despierto. ¿Preguntaría cuál?

–No, hasta ahora. ¿Y los tuyos?

–Solo uno –dijo, mirándome con sus ojos lindos.

¿Preguntarle tu sueño de ayer también se te hizo realidad como a mí?

–Espera, ahora que lo pienso, sí se me hizo realidad un sueño…

–¿Cuál?

–Es un secreto –le susurré.

–Dime pues.

Me puse colorado.

–Después.

–Porfis, porfis, porfis, Harold –insistió.

Tocó el timbre anunciando el fin del recreo.

–Cuéntame, Harold, ¿sí?

–Te juro que después, Marina. Además, tenemos que volver al salón.

–No te va a tomar más de un minuto.

–Te juro que después, Marina.

–Que conste –me dijo–. Sino te pellizco.

Reímos.

Ya metí la pata, pensé, ¿y ahora qué sueño le contaré?

–Hoy pago yo –le dije–. Como bienvenida a Pisco.

–Gracias, Harold.

Más bien a ti, por haber acudido a mi llamado, tuve ganas de decirle.

Fuimos a los servicios a mojarnos los cabellos y volvimos al salón.

El siguiente curso fue matemática. El profesor Hernández también le pidió a Marina que se presentara. Qué roche ser nueva, me susurró ella, ni una actriz se presenta tantas veces en un mismo día como yo. Mmm. Después hicimos un repaso de lo aprendido el año anterior. Marina tuvo una buena participación, tanto así que el profesor la felicitó.

–Es la primera vez que una alumna demuestra tanto gusto por mi curso –le dijo el profesor.

–Es que mi mamá también es profesora de matemática –le dijo Marina, con orgullo.

–Entonces tienes a quién salir –le dijo el profesor, felicitándola otra vez.

Marina sonrió.

Hasta que por fin llegó la hora de salida. El portón a duras penas soportó el embate de los alumnos que salían atropellándose rumbo a sus casas.

Salimos juntos.

–¿Por qué calle vas, Marina?

–Por la San Martín. ¿Y tú?

–También.

–Mentiroso.

–En serio. Vivo en la cuadra siete. ¿Tú?

–En la diez.

Vaya, qué casualidad.

Pucha, quizá nos conocimos en otra vida y el destino nos ha unido de nuevo, ¿no crees, Harold?

–Tal vez. Voy a revisar mi archivo histórico.

Risas. Los hoyitos en sus mejillas. Nuestros pasos en las veredas.

–¿Ahora sí me contarás cuál fue tu sueño que sí se te hizo realidad, Harold?

–Pensé que lo habías olvidado.

–Cómo me voy a olvidar si me dejaste intrigada.

¿Y ahora qué hago? ¿Qué le cuento? ¿Me le declaro? Soñé contigo, te llamé con el pensamiento, volví a la playa, vi tu nombre…

–Anoche soñé…

Su rostro se puso colorado como el sol en las tardes antes de desaparecer detrás del mar.

Silencio. Pregúntame qué soñé.

–Seguro soñaste que te casabas con tu enamorada, ¿verdad?

–Ya quisiera yo.

–¿No tienes enamorada?

–No.

–Mentiroso –sus ojos en mis ojos, sus ojos risueños de largas pestañas–. Te va a crecer la nariz como a Pinocho.

–En serio. ¿O me has visto con alguien en el cole? Toda la mañana la hemos pasado juntos y ninguna chica te pegó.

Rió con ganas, qué chistoso eres, Harold.

–¿No hay una chica que te guste, ah? –otra vez sus ojos en mis ojos.

Esta vez el que se puso colorado fui yo. ¿Qué decirle? Este… sí, pero… bueno…

–¿Y tú tienes enamorado, Marina?

–Yo te hice una pregunta y no me contestaste…

Otra vez estaba entre la espada y la pared. Sí, me gusta una chica. ¿Quién es? La conocí ayer en la playa…

–Bueno, tú no me contestas, y yo tampoco…

–Oh, no, así no vale.

–Claro que sí vale. Es lo justo. Pregunto, contestas. Preguntas, contesto. Pregunto, no contestas, y yo tampoco. ¿Qué te parece?

–Que estás haciendo trampa, Marina.

–La trampa lo haces tú, Harold.

Reímos con ganas.

–Empecemos de nuevo, entonces –dijo–. ¿Hay alguna chica que te gusta, Harold?

–Sí. Pero no me preguntes quién es…

–Ok –dijo, sonriendo para sí–. Como quieras.

–Ahora te toca responder a ti.

–¿Qué cosa, ah?

–La pregunta que te hice.

–¿Cuál era? Ya lo olvidé.

Volvimos a reír con ganas.

–Aquí vivo –le dije, al llegar a la puerta de mi casa.

–Entonces hasta mañana, Harold –dijo, dándome un beso en la mejilla. Ahora nunca me lavaré la cara, pensé–. Cuídate.

¿Decirle te acompaño, Marina? Se iba a paltear. Mejor poco a poco.

–Tú también, Marina. Mañana me respondes.

–Lo pensaré. Esta noche lo consulto con mi almohada.

Rió. Puse mi cara triste.

–Bueno, no lo tengo –dijo

Me dieron ganas de dar un brinco.

–¿Contento, Harold?

No atiné a decirle nada. Me quedé allí, en la vereda, viéndola alejarse, convertida en un ángel azul y blanco de negra cabellera.

MARTES 6:

Abrí los ojos: eran las seis de la mañana, el sol se colaba por los resquicios de las cortinas. Tenía dolor de piernas, seguro era por haber corrido ayer. Marina, Mar. ¿Ya se habrá despertado? Seguro. No vivía tan lejos, pero a mí me parecía que la distancia entre nosotros era como el que hay entre la Tierra y la Luna. Tampoco exageres, Harold, ¿acaso no son amigos? Eres su único amigo… por el momento, poco a poco conocerá a todos los chicos del salón y hará nuevas amistades, quizá se hará amiga íntima de alguna de las chicas, y me dejará de lado. O se enamorará de alguno de los chicos y también me dejará de lado… Mejor no especular.

Me di duché, cambié y fui por el pan para el desayuno.

–Hola, Harold –escuché una voz conocida a mis espaldas.

–Hola, Marina. Qué sorpresa.

Sonrió. Fue ella la que me dio un beso en la mejilla. Ya estaba con su uniforme. Tenía el cabello húmedo, suelto. Le caía como una cascada de petróleo casi hasta la cintura.

Un día más de conocerla. No era un sueño. Existía. Allí estaban sus ojos color mar. Marina, Mar.

–¿Y qué tal, ah? ¿Cómo amaneciste?

–Bien –le dije. ¿Contarle que me dormí soñando despierta con ella? Soñando que rescataba de nuevo su pelotita y ella en agradecimiento me daba un beso en los labios. Un beso tierno. Un beso bonito–. ¿Y tú?

–Bien también –me dijo–. ¿Estás cojeando, creo?

–Mmm. Es que ayer salí a correr por primera vez.

–Entonces es por la falta de costumbre –dijo–. Si yo dejo de jugar tenis un par de semanas, me duelen los brazos cuando juego de nuevo. Ya se te pasará.

–Ojalá, sino no voy a poder salir mañana.

–¿Corres solo?

–Se supone que con Agustín, pero ayer se quedó pegado a la sábana y mañana no lo podré acompañar yo.

–Y recién han empezado. Qué buenos maratonistas.

Risas.

–Le vamos a decir a Pamela para que nos acompañe. A ver si te animas más adelante. Nos estamos preparando para la gran maratón por el aniversario del colegio. No queremos hacer el ridículo como el año pasado en que llegamos entre los últimos.

–Sería chévere. Le voy a decir a mi mamá para que me dé permiso. ¿Cuándo celebran el aniversario del cole?

–En setiembre.

–Sobrado llegamos en forma entonces. ¿Solo hay maratón?

–También fútbol, vóley, natación en la playa, pero la maratón es obligatorio, nadie se salva, ni los nuevos.

–Wao, entonces voy a tener que prepararme también.

–Claro, ¿o quieres estar entre las últimas, mmm?

–Claro que no. Qué roche.

Reímos.

Pidió ocho panes, una mantequilla, un tarro de leche y una cocoa.

Salimos de la panadería.

–Come, Harold –me dijo, ofreciéndome la mitad de un pan que había partido en dos.

–Gracias, Marina.

–De nada –le dio un mordisco a su pan–. ¿Hiciste los ejercicios de mate que nos dejaron?

–Sí, pero no sé si estarán bien.

–En el cole lo comprobamos. Mi mamá verificó los míos y sí, me salieron bien.

–Ustedes hablarán de números nomás, ¿no?

–Ajá. Nos comunicamos mediante fórmulas.

Risas. Los hoyitos en sus mejillas. Sus ojos risueños. Siempre estaba de buen humor.

–Tu hijo será Einstein.

–O quizá un cazador de tiburones nomás –rió con ganas.

¿Cómo serían nuestros hijos? Los pequeños Harold y Marina.

–Lo importante es que sean felices, ¿no crees, Harold?

–Claro. Todo lo demás viene por añadidura.

–Eso.

Las veredas, el sol en lo alto, los chillidos de las gaviotas. Partí otro pan y le convidé la mitad.

–En las noches el calor es insoportable –se quejó–. Dormimos con las ventanas abiertas. ¿Todo el año es así?

–No. En invierno también hace frío y la bruma lo cubre todo que el mar ni se ve.

–Wao, debe ser chévere.

–Ya lo verás, y extrañarás los días de sol.

–Entonces no me volveré a quejar más –dijo, y rió y yo también reí y quise decirle quéjate nomás que me gusta escuchar tu voz no solo cuando estás alegre, contenta, sino también cuando estás triste, llorosa.

Caminar contigo, ir por estas veredas por las cuales he transitado desde niño.

–Aquí vivo –dijo. Estábamos ante una casa de un piso pintada de rosado–. Nos vemos en el cole entonces, Harold.

–¿A qué hora sales, Marina?

–Veinticinco para las ocho, ¿por?

–Para esperarte…

Se puso colorada. ¡Qué linda se la veía así, con los cachetes rojos como tomates, como fresas!

–Puedo, ¿no?

–Bueno… –dijo, y sonrió, y con su sonrisa se dibujaron sus hoyitos y volaron gaviotas en sus ojos.

–Te espero entonces, Marina.

–Ya, Harold. Chau.

–Chau.

Regresé contento a mi casa. ¡No me dijo no me esperes cuando le dije te espero! Ese era otro punto a mi favor.

Desayuné con ganas.

–Caramba, Harold, estás con apetito –me dijo mamá.

–Mmm.

Veinticinco para las ocho salí de mi casa. Allá venía Marina, un ángel de azul y blanco con los cabellos oscuros.

–¿Has olvidado algo, Harold? –me preguntó mamá desde la ventana.

¿Y ahora qué le digo?

–Estoy esperando a una amiga…

–¿Amiga? ¿Quién es?

–Marina…

–¿Marina? ¿Marina qué? –preguntó mamá, intrigada–. ¿La conozco?

Ella conocía a todos los del salón.

–No. Es nueva. Se llama Marina Marisela del Mar Arroyo. Su mamá trabaja en tu cole.

–¿En mi cole?

–Sí. Es contratada. Recién han llegado este año. Enseña matemática.

–Ah, ya –dijo mamá–. Debe ser la hija de Marcela Arroyo. Ella es la única nueva. Vienen de Lima, ¿no?

–Ajá.

–¿Y cómo así se hicieron amigos?

¿Contarle que nos conocimos el domingo en la playa?

–Por cosas del destino.

–Chistoso.

Mamá desapareció cuando Marina estuvo a un paso de la casa, pero se notaba que estaba mirando por entre las cortinas. ¿Estaría celosa?

Marina y yo nos dijimos hola de nuevo.

–¿Vamos, Harold? –me dijo, con una sonrisa.

–Vamos, Marina.

Echamos a andar rumbo al cole.

–Mira, pasé a limpio los ejercicios de mate –dijo, enseñándome un cuaderno celeste pulcramente forrado. Detrás le había puesto un paisaje marino que había sacado de un almanaque.

–Está bonito tu cuaderno –le dije–. ¿Ya compraste tus útiles?

–Me traje una docena de cuadernos de Lima de todos los colores –dijo–. Los compré con la propina que me dio mamá por las fiestas de fin de año. Como ella es contratada, a veces demoran en pagarle. Imagínate comprar mis útiles en julio, mientras tanto, tendría que escribir en hojas de periódico, o en la arena.

Rió. Me gustaba verla sonreír, escucharla reír. Me gusta verte sonreír siempre, oír tu risa como el rumor del mar en el atardecer.

–Es difícil la situación de los profesores contratados.

–Mmm. Así estuvo un tío mío. Tuvo que irse a otra Ugel para nombrarse.

–De repente mi mamá se nombra por acá.

–¿Te gustaría?

–Sí. Es bonito estar cerca del mar…

¿Del mar o de mí?

–Respirar el mismo aire marino que respiraba mi padre… –dijo, como para sí, con la voz triste–. Él creció en Chimbote. Desde chico se dedicó a recorrer los mares. Yo pienso que murió en su ley.

–Ah, claro.

–Ojalá que algún día nos encontremos en el mar…

¿Qué quieres decir?, tuve ganas de preguntarle, pero no lo hice.

–Yo creo que me gusta el mar porque mi papá era marinero, ¿no crees?

–Claro, eso se lleva en los genes. Por ejemplo, mi bisabuelo era músico, tocaba el arpa, y a mí me gusta la música.

–Wao, me tienes que enseñar entonces a tocar la guitarra para que mis nietos sean marinos y músicos y le canten al mar.

–De todas maneras.

Reímos. Tus hijos, mis hijos. Nuestros hijos. Marina, Mar.

Se concentró en mis ejercicios mientras yo miraba su cuaderno. Los números estaban dibujados como si los hubiera hecho la mano de un artista.

–Se ve que te encantan los números.

–Es fácil matemática –dijo–. Todo es cuestión de práctica.

–Lo sé, pero igual no entiendo mucho –le dije–. Me tienes que ayudar para no desaprobar.

–De todas maneras. No me gustaría que repitas, Harold. ¿Con quién voy a bailar en la fiesta de promo si no conozco a nadie del salón?

Rió. Todo en ella era risa. Parece que la tristeza solo le duraba unos segundos.

Llegamos al colegio y subimos a nuestro salón. Acodados en el balcón, contemplando el mar, Marina me fue explicando los ejercicios mientras las gaviotas planeaban en el cielo color sus ojos. Marina, Mar. Hasta nombre de mar tenía.

–¿Entendiste, Harold?

–Sí –le dije. En realidad, no había entendido casi nada, me había pasado el rato contemplando sus manos tan bonitas, mirando con disimulo su perfil, aspirando su aliento.

–¿Ves que no es tan difícil?

–Tú lo haces fácil, Marina.

Se puso colorada.

–Creo que voy a ser profesora de matemática –dijo, riendo–. Y tú serás mi primer alumno, Harold.

–Encantado, miss Marina del Mar.

Risas.

–Suena bonito eso de miss Marina del Mar, ¿no?

–Mmm. Tienes una bonita combinación de nombres, parece música.

Sonrió.

En el Muelle, las embarcaciones seguían llegando con sus productos. El viento sopló en nuestra dirección trayéndonos el aroma salino de la playa.

Estuvimos allí hasta que llegó el profesor de matemática. Durante las clases, Marina estuvo como pez en el agua, incluso le corrigió un par de ejercicios al profesor. Esta chica me va a superar, dijo el profesor Hernández. Marina solo sonreía.

La siguiente hora nos tocó con la profesora Lina.

–El 30 de agosto tendremos confirmación –nos dijo–. ¿A quiénes les falta confirmarse, bautizarse o dar la primera comunión?

Medio salón levantó la mano.

–¿Y no habrá matrimonio religioso, profe? –preguntó Toño.

–También –le dijo la profesora–. ¿Por?

–Es que se quiere casar con Claudia –dijo alguien.

–Es una buena idea –dijo la profesora–. Hacen falta vendedores de caramelos y cantantes en las combis.

Risas. El único que no se rió fue Toño. Hasta Claudia se mató de la risa.

–El matrimonio es cosa seria –nos dijo le profesora, dejando la broma–. Por ejemplo, a Harold y Marina les pregunto si se casarían en agosto.

Silencio. El rubor se apoderó de nuestros rostros. Una chica contemplando el mar. Yo dibujándola. Un pelotita rozando mi cabeza. Un corazón alrededor de mi dibujo. Otro corazón alrededor del tuyo. Tienes una bonita combinación de nombres. Dime que nunca te casarás conmigo… ¿La profesora creería que éramos enamorados porque nos llevábamos bien?

–Bueno, bueno, chicos, ustedes puede que se casen, pero sé que lo harán cuando sean profesionales, ¿verdad? –insistió la profesora.

¿Qué decirle para no delatarnos? ¿Cómo me voy a casar con Marina si cuando terminen las clases se irá a Chosica? ¿Casarme con Harold…? ¡Ni loca, primero tengo que terminar mi carrera de educación inicial y después especializarme en problemas de aprendizaje, luego seguir una maestría, un doctorado!

Estábamos entre la espada y la pared.

Justo en ese instante la tierra empezó a temblar o, mejor dicho, las paredes y los vidrios empezaron a vibrar. ¡Temblor! Marina me abrazó, asustada, llorosa. Calma, no es nada. Aquí siempre pasa temblor. Este duró apenas un par de segundos, fue más ruido que otra cosa, pero algunos chicos aprovecharon el pánico para salir en estampida. Bajamos al patio por si acaso mientras la sirena de emergencia ululaba.

–¡Qué susto! –me dijo Marina, como disculpándose por haberme abrazado–. Creí que el salón se venía abajo.

–Tendrás que acostumbrarte –le dije, haciéndome el tonto, pero contento: ¿vieron, chicos, cómo me abrazó Marina, ah?–. Aquí la tierra tiembla a menudo.

–Soy súper miedosa –dijo, y yo tuve ganas de abrazarla otra vez, acariciarle los cabellos y decirle ya pasará, no tengas miedo, Marina, yo te protegeré–. Es que en Chosica nunca pasa temblor.

–Lo sé. Cuando mis primas nos visitan, también se asustan si pasa temblor.

–Yo creo que ustedes sí se casarán –nos dijo la profesora Lina cuando regresamos al salón–. Allí estuvo la señal divina.

Nos reímos a pesar del roche inicial.

–La profesora Lina se pasó –dijo Pamela, durante el recreo.

Estábamos en el quiosco. Presenté a Marina a Agustín y Pamela, mis mejores amigos del salón. Les cayó simpática.

Marina se puso colorada.

–Tiene sentido del humor –dije.

–Y justo pasó el temblor…

–Ayer salí a correr temprano –dije, antes de que a alguno se le ocurriera decir ay, qué lindo se les veía abrazaditos, temblando de miedo… ¿son enamorados? Nos iba a dar roche. Me iba a poner triste si Marina decía no, solo somos amigos, cómo me voy a enamorar de mi mejor del salón.

–¿Y qué tal?

–Bien, aunque ahora ando con dolor de piernas.

–De la que me salvé –dijo Agustín.

–¿Mañana no me harás esperarte por gusto, no amigo? –le dije.

–Mañana sí voy, Harold –dijo Agustín.

–Ojalá.

–A ver si se animan y nos acompañan para estar con físico para la maratón del aniversario –les dijo Agustín a las chicas–. ¿Se acuerdan que hicimos el ridículo el año pasado?

–Claro que sí –dijo Pamela–. Fue un roche bien feo. ¿Te animas, Marina?

–Le voy a decir a mi mamá –dijo Marina.

¿Me estaría choteando o tendría vergüenza de decir ya de una vez?

–¿Y van a salir a cantar por el día de la madre, chicos? –preguntó Pamela.

–De todas maneras –dijo Agustín–. ¿Nos acompañarás en los coros, Marina?

–Yo solo canto en la ducha –dijo ella.

–Tampoco vamos a dar un concierto.

–Ah, bueno. ¿Y el fin de semana saldrán a vender a la playa?

–Claro. Hay que aprovechar que hay sol. Los cuatro podemos formar grupo.

–Ya.

–Vendamos gelatina –dijo Pamela–. Es fácil de preparar y se gasta menos.

–Cada uno podría preparar veinte vasitos de gelatina de diferente sabor –dijo Agustín–. Yo tengo en mi casa un par de cajas de chupete. Uno para mí y Pamela, y otro para ustedes.

–Bacán entonces.

–Van con sus minis, chicas, para vender más –dijo Agustín.

–Chistoso –le dijo Pamela–. ¿Por qué no te pones mini tú, ah?

Risas.

Dividimos los gastos en cuatro.

Volvimos al salón. Nos tocó familia y civismo. Más exposiciones, más lecturas, más investigaciones.

–¿Me da permiso para ir al baño, profe? –le preguntó Toño a la profesora.

–Se supone que después del recreo no hay permiso para ir a los servicios, ¿no? –le dijo la profesora Elisa.

–Es que no salí, profe.

–Bueno, que sea la primera y última vez.

Toño salió del salón todo campante.

–Pensé que había repetido –dijo la profesora.

–Los milagros existen –dijo alguien.

–Eso es lo que estoy viendo –dijo la profesora.

Se le notaba medio contrariada. Es que Toño era uno de los alumnos más inquietos del salón.

Hicimos un repaso, formamos grupos para las exposiciones, y el segundo día de clases se terminó. Salimos los cuatro. Agustín y Pamela nos acompañaron una cuadra y después se despidieron.

–O sea que van a salir a cantar por el día de la madre –dijo Marina.

–Ajá. ¿Nos acompañarás?

–Yo, como cantante, soy buena tenista.

–Si cantas, va a pasar temblor de nuevo, ¿no?

Se puso colorada, ¿se estaría acordando que me abrazó cuando pasó el temblor en el cole? ¿Qué habrán pensado los demás?, ¿que somos enamorados?

Silencio.

–Y nos quedamos sin público.

–Mmm.

Reímos con ganas.

–Le conté a mi mamá que estamos en el mismo salón. ¿Te acuerdas del chico de la playa, má? Estudiamos juntos.

–¿Y qué te dijo?

–Al principio no me creyó. Tuve que insistirle. Después me dijo qué bueno que sean compañeros. Se nota que es un buen chico…

–Gracias.

Se puso colorada. Me hice el tonto. Me sonreí para mis adentros.

–Me pidió que te dé las gracias de nuevo por haber salvado nuestra pelotita.

Se le notaba contenta. Yo también me sentía contento en su compañía. Casitas de adobe, puertas y ventanas de madera, techos de calamina, veredas con huecos nos veían pasar.

–Dile que no fue nada.

–Se lo diré.

–¿Cómo se llama tu mamá?

–Marcela.

–Marcela, Marina. Se ve que ustedes descienden del mar.

Reímos con ganas.

–¿Y tu mamá como se llama, Harold?

–María.

–Mar, María. Vaya, somos familia.

Volvimos a reír.

El mundo del tamaño de una pelotita de tenis. ¿Por qué tanta coincidencia? Marina, Marcela, María. Mar, Marina Marisela.

–O sea que el sábado iremos a vender gelatina a la playa.

–Ajá.

–¿Sabes prepararlo?

–No. Le voy a pedir ayuda a mi mamá. ¿Y tú?

–Yo tengo un problema…

–¿Cuál? –le pregunté, pensando ahorita me va a decir que lo ha pensado bien y no participará en la promoción, es mucho gasto, de dónde va a sacar mi mamá.

–No tenemos refrigeradora. Solo trajimos cosas chicas. Y hasta que le paguen a mi mamá, no podemos traer más.

–Por eso no te preocupes. Lo refrigeramos en mi casa, y ya, a vender gelatina.

–Gracias, Harold. Te voy a deber otro favor.

–No es nada, Marina. Para eso estamos los amigos, ¿verdad?: para darnos la mano –le extendí la mano. Me la tomó. Mi mano entre tus manos. Tus manos suaves como el algodón. Ir de la mano por la calle sin decirnos nada. Hay momentos en que las palabras están de más, ¿no?

Llegamos a la puerta de mi casa.

–Bueno, Harold, hasta mañana, que tengas buen día –me dio un beso en la mejilla.

–Tú también, Marina.

No me atreví a decirle ¿te acompaño?

Hice mis tareas pensando en ella. Vivía tan cerquita y no podía ir a buscarla. ¿Con qué pretexto?: ¿puedes ayudarme a resolver estos problemas de matemática? Pero si están súper fáciles, Harold. Es que no le entiendo al profesor Hernández. ¿No te gustaría ser mi profesora particular? Oh, claro que sí, encantada.

–Cuéntame de tu nueva amiguita –me pidió mamá.

–Se llama Marina, vive a tres cuadras de aquí, su mamá trabaja en tu cole.

–Marcela Arroyo, la de matemática –dijo ella–. Son igualitas, si no fuera porque una es morocha y la otra blanca, se diría que son gemelas.

–¿Nos estuviste espiando por la ventana?

–Tengo derecho a saber con quién se junta mi hijo, ¿no?

–Claro, claro, mamá. Marina es una chica inteligente, por si acaso.

–Qué bueno. ¿Se sientan juntos?

–Sí.

–No vayas a terminar enamorándote de ella.

Me puse colorado.

–Claro que de una chica inteligente sí vale la pena enamorarse –dijo.

Silencio. ¿Qué decirle?: ¿ya estoy enamorado de Marina? Fue amor a primera vista. ¿Crees en el amor a primera vista, mamá?

–¿Su papá se quedó en Lima?

–Desapareció.

–¿Durante la guerra?

–En el mar. Era marino. Un día salió a pescar y ya no regresó.

–Con razón tiene los ojos tristes.

–¿Ojos tristes? ¿Qué ojos tristes si siempre para riendo?

–Ah, bueno, habré visto mal –dijo mamá –Detrás de la cortina no se ve bien, pues.

Rió, reí.

MIÉRCOLES 7:

Una chica contemplando el mar. Las gaviotas escapaban a mi paso. Dibujé una sirena en la arena y tú le pusiste tu nombre. Dijo que se levantaba tempranito y se ponía a leer antes de meterse a la ducha y cambiarse. Allí estaba el Muelle. Marina, Mar. Aspiraba por la nariz el aire salado y expiraba por la boca. Estaba empapado de sudor. Corría a orillas del mar. El sol, allá en lo alto del cielo color ojos de Marina, pretendía achicharrarme. Un, dos, tres, un, dos, tres, media vuelta. Hice el regreso a paso lento para que mi cuerpo se enfriara para poder darme un chapuzón mañanero. Nadar hasta tu isla, verte todas las mañanas, dile a tu mamá que te dé permiso para que me acompañes a correr porque sino en la maratón por el aniversario llegarás entre las últimas y con la lengua afuera como yo el año pasado.

Meterme al agua, nadar, nadar tras tu pelotita de tenis, ¿y si la dejaba escapar?, ¿y si no hubiese venido el domingo a la playa, qué habría pasado el lunes en el colegio? Uno, dos, tres… doce segundos bajo el agua.

Salir, dejar que el sol seque mi cuerpo, evapore el rocío marino. Marina, Mar.

Ir a paso ligero hasta la panadería de don Jorge.

Justo Marina estaba saliendo con su bolsa de panes.

–Hola, Harold, apúrate, te espero –un beso en las mejillas. El primer beso del día. Buenos días, amor; buenos días, corazón. ¿No te gustaría que siempre sea así? Llevarte el desayuno a la cama.

Compré los panes y una leche chocolatada. Pedí dos cañitas.

–¿Y qué tal la maratón, ah?

–Agotador –le dije, todavía agitado. Abrí con los dientes una esquina de la bolsa de la leche chocolatada.

–¿Fue Agustín?

–No.

–Seguro se quedó dormido otra vez.

–Ajá. Sírvete leche chocolatada. Primero las damas.

–Gracias, Harold –rió. Había partido un pan–. Come pan.

–Gracias, Marina.

Ir contigo todos los días por el pan. Compartir un pan, una leche chocolatada. Tus labios marrones. Tus ojos bonitos. ¿Y si hubiese dicho sí, profesora, me casaré con Marina cuando terminemos la universidad?

–Le dije a mi mamá si podía salir a correr con ustedes.

–¿Y qué te dijo?

–Que sí. Está contenta que haya hecho amistad contigo y con tus amigos.

–Mi mamá también está contenta.

–¿Sí?

–Mmm. Ayer nos estuvo espiando por la ventana.

Se puso colorada. Pucha, ya metí la pata, pensé. ¿Por qué tenía que contarle que tenía una mamá espía?

–A veces, cuando te cambias de cole o repites, y entras a otro salón, todos te hacen sentir un bicho raro, ¿verdad?

–Mmm. Así pasa. Toma un poco más.

–Gracias. Creo que ya no voy a desayunar en mi casa.

Rió con ganas. También reí. Partió otro pan, me dio la mitad. Si así fuese siempre…

–Menos mal que nos conocimos antes, ¿no? –dijo.

–Ajá. Sino, ni nos hablaríamos ahora. Te encontraría en la panadería, y ni hola. Pensaría esa chica estudia en mi salón, pero no es mi amiga, parece sobrada.

Reímos.

–¿Cómo va la lectura de tu novela? –cambié de tema.

–Bien. Estaba tan interesante que me quedé leyendo casi hasta la medianoche.

–Vaya, tú eres la chica que no duerme.

–Es por el bochorno que no me deja dormir. Así que me pongo a leer hasta que el sueño me venza.

Rió. Sus hoyitos en las mejillas. Leer contigo, verte dormir. Estar en tus sueños. Volver a la playa en mis sueños, en nuestros sueños.

–Me la prestas cuando la termines.

–Ya. ¿Y tú estás leyendo algo, Harold?

–Anoche empecé El viejo y el mar.

–Es una novela interesante, la leí hace años en Trujillo –dijo.

–Trujillo es una ciudad bonita –le dije–. El año pasado fui con mis padres.

–Mis abuelos son de allá.

–Con razón eres más bonita que Maju Mantilla.

Se puso colorada. Siempre se ponía colorada. ¿Fuiste a Chan Chan? Sí, y a Huanchaco también. Comimos manjar blanco, king kong. Quizá en las otras vacaciones vaya para allá, dijo. Y mirarás el mar de Huanchaco y te olvidarás de mí. Una princesa que se aleja sobre un caballito de totora.

Llegamos a su casa y nos despedimos. Te espero. Ya.

Salí a la misma hora de mi casa, pero de Marina ni la sombra. La esperé cinco minutos y eché a andar para no llegar tarde al cole. Sentí una gran desazón. Las calles me parecían solitarias, tristes. Iba sin mucho ánimo, volviendo el rostro a cada rato. ¿Le pasó algo? ¿Si se le derramó el desayuno caliente? De repente su mamá se puso mal repentinamente… Lloran de ausencia las horas quietas pasadas junto a ti. / Has dejado huellas con tu presencia y ya no estás aquí…, recordé esa canción de Django y tuve ganas de regresar sobre mis pasos, ir a su casa para ver qué le había pasado. ¿Dije algo que la molestó de regreso de la panadería? ¿No le gustó que le dijera con razón eres más bonita que Maju Mantilla? ¿O no le gustó que mi mamá nos espiara desde la ventana como Mata Hari?

Buenos días, don Abraham Valdelomar, le dije mentalmente a la estatua del autor de Tristitia al cruzar el portón del colegio. El bullicio de los alumnos que ya jugaban a la pelota en el patio me ensordeció. Quién como ellos: riendo felices, gritando contentos, corriendo despreocupados detrás de una pelota inflada a medias o de una botella descartable.

Subí al salón contando los peldaños. Allá estaba el mar, la playa donde nos habíamos conocido. Le pediría disculpas, le diría mi mamá siempre mira desde la ventana, le gusta ver las veredas, ver pasar la gente; ¿sabes qué, Marina?: no eres tan bonita como Maju Mantilla. Exageraba. Marina, Mar…

Crucé el umbral del salón. Marina estaba en nuestra carpeta, concentrada en su cuaderno ¿de matemática? La contemplé en silencio sintiendo que mi corazón latía más de lo normal. Me dieron ganas de cantarle Bandido de Alberto Plaza: Esta música es tuya, / tus versos, tu poesía. / Yo, de tanto pensar en ti, / llegué a creer que eran mías. / Palabras de amor, acordes y melodías, / robé de tu corazón, / y ahora son mi alegría. Volvió el rostro, sonrió. ¡Me sonrió! Tenía la sonrisa más linda del mundo. Una chica en la playa contemplando el mar.

–Hola, Marina. ¿Viniste volando? –me incliné y le di un beso en la mejilla aspirando el aroma a rosas de su piel, de sus cabellos.

Rió.

–No –dijo–. En mototaxi, con mi mamá. Tenía que dejar mis certificados. Me olvidé decirte. Perdón, Harold.

–Ah, ya. No te preocupes.

¿Y si le contara toda la tristeza que sentí al no encontrarla en el camino? Una tristeza más grande que el universo.

–¿Terminaste la composición de comunicación, Harold?

–Sí –le dije, sentándome a su lado–. ¿Y tú?

–También. Fíjate si está bien. Tú eres el poeta.

–Ni tanto.

Reímos. Me entregó su hoja. El último domingo estuve por primera vez en una playa de Pisco… Fue un día inolvidable… Mientras contemplaba el ocaso, venían a mi mente los días de enero y febrero vividos con intensidad en este último verano en el colegio. Estaba jugando tenis con mi mamá, cuando pasó un temblor y la pelotita salió volando hacia el mar y un chico la rescató.

En mi composición, yo también conocía a una chica en la playa. La chica no sabía nadar, así que la rescaté cuando se estaba ahogando. Le tuve que hacer respiración boca a boca.

–Qué gracioso eres, Harold –dijo–. Así no fue como nos conocimos.

–Es invento –le dije–. ¿O quieres que todo el mundo se entere que nos conocimos el domingo, mmm?

–Ese es nuestro secreto, ¿verdad?

–Mmm. Nuestro secreto. Ni a mi mamá se lo he contado.

–Wao, es secreto de Estado, entonces –rió y en sus mejillas se dibujaron los hoyitos.

Risas. Los hoyitos en sus mejillas. Si un día te vas, voy a extrañar tu sonrisa.

–Mmm.

–Mmm –repitió y me miró de una forma tan bonita que tuve ganas de abrazarla. Me abrazaste, y te abrazo. Es lo justo, ¿no crees?–. ¿Cómo así se te ocurrió ir tras nuestra pelotita?

–Dije pobres chicas, voy a rescatar su pelotita, a ver si me gano dos besos –reí.

–Qué vivo –también rió–. Toma, el beso que te debo.

Volvió el rostro, cerró los ojos y estampó un beso en mis mejillas. Me puse colorado.

Nos miramos. Tus ojos color mar, Marina, mar. Tus labios rojos.

–El de mi mamá, tienes que pedírselo a ella, Harold –dijo.

–¿No me lo podrías dar tú?

Nos miramos. ¿Qué más hacer? ¿Declararme? ¿Sabes qué, Marina, Mar?: estoy enamorado de ti. ¿No crees que es tan pronto, Harold? ¿No crees en el amor a primera vista, Marina? Sí, pero no…

–Hay que repasar un poco antes que lleguen los demás –dijo.

–Bueno.

Poco a poco fueron llegando nuestros compañeros. A las ocho, el auxiliar Pablo nos llevó a la biblioteca para recoger los libros que había mandado el ministerio de Educación. Cruzamos el patio principal, después un inmenso pampón de arena, y llegamos a la biblioteca del colegio. Lo de biblioteca era un decir porque más parecía un corralón. Era de adobe con techo de calamina que ningún alumno visitaba salvo para escapar de una clase. Las mesas y sillas estaban llenas de polvo. Igual los libros, la mayoría desactualizados, en los estantes.

–Qué feo lugar –dijo Marina–. Aquí hasta las ganas de leer se te van.

–¿Pero qué podemos hacer nosotros si ni la Apafa ni la Ugel hacen nada, Marina? –dijo Pamela.

–Si ellos no hacen nada, nosotros tenemos que tomar la iniciativa –dijo Marina.

–¿Pero cómo? –preguntó Agustín.

–Podríamos mejorar el ambiente, recolectar libros –dijo Marina–. La biblioteca de mi cole también estaba así, hicimos una campaña de recolección de textos, la pintamos y quedó chévere.

–Tendremos que decirle al tutor para ver qué podemos hacer –dije.

–Claro. Hay que dejar algo como promoción, ¿no creen?, no solo una placa con nuestros nombres que al final terminará como esta biblioteca.

–Tienes razón, Marina. Hay que ponernos las pilas.

Recogimos nuestros seis libros. Eran libros que ya habían sido usados el año anterior, algunos tenían las esquinas de las pastas dobladas, otras con inscripciones en el interior. Habría que forrarlas de nuevo y cuidarlas para dejárselas a los alumnos que nos sucederían.

Regresamos al salón. Marina le dijo al profesor Palacios lo de la biblioteca, lo de la campaña de recolección de libros en la ciudad, de mejorar y pintar el ambiente.

–Eso mismo estaba pensando –dijo el profesor Palacios–. ¿Qué pensaría Abraham Valdelomar si viera en qué condiciones está la biblioteca del colegio que lleva su nombre?

–No escribiría Tristitia.

–Ajá. Marina, preséntame un proyecto para presentarlo a la dirección –le dijo el profesor.

–Bien, profesor.

Enseguida nos pusimos a leer nuestras composiciones. Fuimos los primeros. El profesor nos felicitó, e hizo que nos pusiéramos colorados cuando nos dijo parece que el domingo fueron juntos a la playa.

Las dos últimas horas nos tocó arte con la profesora Marisol, más conocida como miss girasol porque el año pasado se le dio por vestirse de amarillo y pintar y dibujar girasoles en todas las clases. Parece que había quedado impresionada con la pintura de Van Gogh. Era extravagante, se hacía unos peinados estrafalarios, se pintaba uno ojo de un color y el otro de otro, un labio de un color y el otro de otro. Así son los artistas, medio raros, medio locos, decía el profesor Palacios. ¿Por qué no se casa con la miss, profe? Ni loco. Nos dijo que algunas clases las haríamos en la playa para dibujar paisajes marinos, y respirar aire puro, chicos, ¿no sienten que se asfixian en este ambiente cerrado? Sí, miss, necesitamos aire puro, urgente vamos a la playa, queremos ver a las chicas en bikini. ¿No querrán ver a sus abuelitas mejor, muchachos?

Risas.

Salimos los cuatro –Pamela, José, Marina y yo– y una cuadra más allá nos despedimos después de hablar de la gelatina que íbamos a vender el fin de semana. Si nos iba bien el sábado, para el domingo podríamos preparar más, y quizá preparar también pan con pollo, eso no tiene pierde, dijo Pamela, mi mamá el año pasado vendió pan con pollo en la playa y le fue bien.

–¿Siempre han andado los tres juntos? –me preguntó Marina. En cierto momento Agustín había dicho ojalá que hagamos un buen equipo como el año pasado en que parecíamos los cuatro fantásticos.

–Éramos cuatro, con Leticia, pero su papá consiguió trabajo en una mina y se fue a Huancayo

–¿La extrañas?

¿Estaría celosa?

–Un poco –le dije, como para ver si estaba celosa o no–. Ya sabes que siempre se extraña a los amigos que se van, ¿verdad?

–Ah, claro.

Silencio. Las calles ya eran nuestras calles. Allí estaba el enorme hueco en la vereda a mitad de la tercera cuadra. Puertas, ventanas abiertas, olor a comida.

–A los amigos se les extraña más que a un enamorado, más que a una enamorada, ¿verdad?

–Ya sabes que nunca he tenido enamorado…

La miré. Sus ojos bonitos poblados de gaviotas, sus cejas espesas, sus pestañas largas y rizadas, su frente amplia, su cabello negro.

–En serio –reafirmó–. No me crees, ¿no, Harold?

–Te creo, Marina –le dije–. Aunque una chica bonita sin enamorado es raro.

Se puso colorada.

–Estudié en un colegio de mujeres –dijo, como excusándose por no haber tenido enamorado–. No salía mucho de mi casa. Ni amigos tenía…

–Tu vida era una tragedia, Marina.

–Pero no creas que no me he enamorado –dijo–. Al lado de mi cole hay un colegio de varones…

–Y había un chico que te gustaba…

–Mmm, pero no tenía quién me lo presente. Era media pava…

–Pobre de ti.

–Ah. Qué piña.

Rió, reí, reímos. Los hoyitos en sus mejillas. Las gaviotas volando en sus pupilas.

–¿Y tú, cuántas enamoradas has tenido, Harold, mmm?

–Muchas…

Me miró. Los celos dibujado en su rostro, la mirada de acero.

–Me imagino. Los chicos se andan enamorando a cada rato. Creen que el amor es una camisa que se ponen, se sacan y se vuelven a poner.

–Mentira –le dije–. Tampoco he tenido enamorada.

–Eso sí no te lo creo, Harold. Cantas, escribes poemas, eso les gusta a las chicas.

¿Y a ti no te gusta, Marina?

–En serio, Marina.

–¿Por?

–Digamos que soy tímido.

Rió con ganas.

–No te rías.

Siguió riendo.

–Pero si es tan fácil declararse a una chica: “Marina, estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo?”

Silencio. ¿Me estaba pidiendo que me le declare? Marina, estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo? Esa frase no duraba ni medio minuto, pero qué difícil era pronunciarlo. De menos de medio minuto dependía, a veces, la felicidad.

–¿Estás molesto?

Tampoco le dije nada.

–Discúlpame, Harold –me dijo–. No seas enojón. Era solo una broma.

–Estaba pensando…

–¿En?

–En nada.

–Dime pues en qué estabas pensando, Harold –me rogó, mirándome con sus ojos tan bonitos.

Tuve ganas de abrazarle, decirle te quiero, ¿quieres ser mi primera enamorada, Marina?, ¿quieres que sea tu primer enamorado?

–¡Por favor, Harold! –insistió.

–En serio, no pensaba en nada.

–Bueno –dijo, y guardó silencio.

Llegamos a la puerta de mi casa.

–¿No tendrás una bolsa para que me prestes, Harold? Estos libros pesan.

–Espérame un segundo.

Mamá estaba en casa, era su día libre.

–¿Tienes una bolsa que te sobre, má?

–¿Para?

–Para que mi amiga lleve sus libros.

–No vayas a terminar embolsado –murmuró mamá, al entregarme la bolsa.

–¿Qué?

–Nada, hijo, nada, vaya nomás, no te demores que el almuerzo se va a enfriar.

¡Mamá estaba celosa! Se parecía a la abuela María que siempre decía que el tío Ignacio se casaría solo cuando ella se muriera. Al final el tío se quedó solterón.

–Te ayudo a llevar tus libros.

–Bueno.

Un señor pasó y nos sonrió. Le conté que mañana mi abuelo Juan iba a venir con mis primos a celebrar su cumpleaños y pasar el fin de semana con nosotros. Oh, qué bien. Irás a la playa con tus primos, ¿no? Solo un rato, tenemos que vender las gelatinas, ¿no? Si quieres, yo los vendo por ti. Oh, no te preocupes que también estaré con ustedes.

–Mañana también es el día de la mujer. ¿Cómo lo celebran en el cole?

–Solo hacen una disertación.

–Qué mal. En cambio, en mi colegio nos rendían un homenaje. Será porque todas éramos mujeres, ¿verdad?, y teníamos más influencia.

–Seguro. La unión hace la fuerza.

Risas.

–Cuando yo sea presidenta, será obligatorio celebrar el día de la mujer.

–No se olvide del día del hombre, señora presidenta.

–Ah, claro. Será el nueve de marzo para unir las dos fechas.

–Y poblar cada rincón del Perú.

Reímos con ganas.

Una cuadra, otra cuadra, otra cuadra, y llegamos a su casa.

–Espérame para entregarte tu bolsa.

Le iba a decir te lo regalo pero no lo hice.

Salió al minuto con un vaso de limonada.

–Sírvete, Harold.

–Gracias.

–De nada. Qué calor, ¿no? En las noches el bochorno no nos deja ni dormir. Wao, hasta nos da ganas de irnos a la playa para dormir fresquitas –rió.

–Ya te acostumbrarás. Paciencia, no hay mal que dure cien años.

–Eso nos decimos con mi mamá para consolarnos.

Volvió a reír. Le dije que mi mamá estaba en casa porque era su día libre. Me dijo que su mamá no tenía día libre. Su horario parece un rompecabezas. Casi nunca le dan día libre a los contratados. A mi mamá le hubiera gustado descansar los viernes para irnos a Chosica los fines de semana pero, en fin, algún día se nombrará. Mmm, paciencia.

Nos despedimos.

–Te espero mañana para ir al cole…

–Ya. Gracias.

Un beso en las mejillas. Cuídate. Estudia. Chau.

–No te vayas a terminar enamorando de tu amiguita –me dijo mamá durante el almuerzo.

–Mujer, Harold va a cumplir diecisiete años –dijo papá–. Tiene derecho a enamorarse, ¿no?, ¿o quieres que sea sacerdote?

–Claro, claro, yo decía nomás.

–Estás celosa, mujer.

–¿Yo celosa? ¿Yo? Por favor…

Sí que estaba celosa.

–Lo que pasa es que no quieres oler a suegra, María –papá siguió molestando a mamá.

–Ay, Juan, no molestes, ¿quieres?

Después de almorzar preparamos el cuarto para el abuelo y armamos un par de camas en mi habitación para mis primos.

¿Qué regalarle a Marina por su día? ¿Un libro? ¿Una película? ¿Canciones? Le grabé un CD con baladas. Nada como canciones para conquistar a alguien, decía papá. Cuando las escuche dirá qué lindas canciones, Harold, tienes buenos gustos musicales. Qué daría yo por tener de ti una caricia, / qué daría yo si tu rostro me entregara una sonrisa, / qué daría yo si tus labios se juntaran con los míos, / olvidar que el invierno es frío / y vivir lo que hemos perdido. / Qué daría yo por tener el alma de poeta / y escribirte versos con lindas flores de la floresta. / Qué daría yo si tus lindos ojos me miraran, / qué daría yo si tus tiernos labios me llamaran, / qué daría yo por ser parte de tu vida, / y recorrer las calles, / mirar la gente llenos de alegría…, dice Antonio Zabaleta en un tema que te llega al corazón. Si con esa canción, o con Canción de boda, que también es hermosa, no consigo ni siquiera un beso, me suicido, jajá. Broma nomás, con que me diga gracias, me doy por satisfecho.

JUEVES 8:

Cumpleaños número ochenta del abuelo Juan. ¡Wao, ha vivido un montón! Lo llamamos tempranito para saludarlo y la tía Mariana nos dijo que hace como una hora había salido rumbo a Pisco en compañía de Nacho, Diego y Bere. Llamamos al celular de Nacho. Saludamos al abuelo. ¡¡Feliz cumpleaños, abuelo!! Le cantamos el Cumpleaños feliz. ¿Dónde están? Acabamos de pasar Pucusana, nos dijo. Llegamos en un par de horas.

–Por lo menos a las once estarán acá –calculó papá–. El viejo se cree el rey de las pistas.

–Hasta que se estrelle…

–Mamá, si lo hubieras visto cuando fuimos a Palpa: corría a doscientos kilómetros por minuto. Nacho y Diego vomitaron hasta las tripas. El Volkswagen parecía un transbordador.

–Ese carrito nunca se va a jubilar.

–Es que es de acero puro –dijo papá–. No como los de ahora que, un golpecito, y chau, carro.

“¡Feliz cumpleaños, abuelo Juan!”, escribimos en un papelógrafo que colgamos en la entrada de la casa. El abuelo se estaba recuperando rápidamente de su operación a la vesícula. Esperaba vivir hasta los cien años, por lo menos. Cuando era niño, nos contaba siempre, vio en sus sueños un anciano de larga barba blanca. Hasta esa edad vivirás, le dijo su mamá cuando le contó su sueño. Y así parecía que iba a ser.

A mamá le di un ramo de rosas por su día.

–¿Y qué le vas a regalar a tu amiguita, mmm? –me preguntó, con cierta ironía.

–Nada –mentí. Es que me daba roche reconocer que sentía algo por Marina, decirle le voy a regalar un disco con canciones. ¿Piensas conquistarla con canciones, Harold?, iba a decir ella. No te equivocas, a las chicas nos gustan las canciones, y si son canciones bonitas, como las que te gustan a ti, mucho mejor–. ¿Por?

–También es mujer, ¿no? ¿O crees que es una merluza?

¡Plop!

–Un día me dijo que era del mar…

–¿Y tú le creíste?

–Sí. Es que lo dijo bien seria…

–Qué tonto eres, Harold, no pareces mi hijo.

Mamá se mató de la risa. Yo también.

–A las chicas nos gusta que los chicos sean detallistas, que se acuerden de los momentos especiales.

–Ni que fuera su enamorado.

–Si eres indiferente, nunca la vas a conquistar, Harold. Así que ponte las pilas, y ya.

–¿Total, quieres que tenga chica o no?

–Yo decía nomás. Allá tú si me haces caso o no, Harold. Después no te quejes.

Salí a la misma hora de siempre. Marina venía a media cuadra, un ángel de cabellos negros vestida de azul y blanco. Me sonrió, agitó las manos. Correr, abrazarla, decirle feliz día, amor. ¿Algún día sería posible eso? Marina, estoy enamorado de ti, ¿quieres ser mi enamorada? Voy a pensarlo, ¿sí? La esperé sintiendo que mi corazón latía como nunca toctoctoctoc. ¿Y si me decía no te molestes, no necesito ningún regalo?

–Hola, Marina.

–Hola, Harold –tenía una amplia sonrisa dibujada en el rostro.

Nos dimos un beso en las mejillas.

–Para ti, por tu día.

–¡Oh, gracias, Harold! –dijo, y se puso colorada.

–De nada. Espero que te gusten mis canciones.

–Claro que me gustarán. Muchas gracias –dijo–. ¿Y ya llegó tu abuelito?

–Antes del mediodía estará acá. Viene con mis primos.

–¿En qué línea?

–En su escarabajo.

–¿Todavía maneja tu abuelo?

–Claro, parece piloto de fórmula uno.

–Qué loco –Marina rió.

–Eso mismo dice mi mamá.

Risas.

–¿Y qué le regalaste a ella, mmm?

–Un ramo de rosas.

–¡Oh, qué romántico!

Me puse colorado.

–Te iba a regalar lo mismo, pero dije qué roche.

Nos miramos. Tus ojos bonitos como el mar de Pisco.

–Nunca me han regalado rosas –dijo.

–¿Cuándo es tu cumpleaños para regalarte?

–El veintitrés de setiembre.

–Mentirosa.

–¿Por?

–No creo que hayas nacido en el inicio de la primavera.

–Mañana te traigo mi partida de nacimiento. ¿Y cuándo cumples años tú, ah?

–El seis de junio.

–No falta mucho.

–Mmm. ¿Qué me vas a regalar, ah?

–No sé… ¿Qué quieres tú que te regale, ah?

–Tampoco sé.

–Todavía tienes tres meses para pensarlo. Me avisas.

Nos matamos de la risa.

Le diría regálame un beso. Regálame un sí.

Llegamos al colegio. En la entrada habían colgado una gigantografía saludando a la mujer valdelomarina por su día. Durante la formación, el director recordó a María Parado de Bellido, Micaela Bastidas, Clorinda Matto de Turner y tantas otras ilustres peruanas que habían luchado en todos los campos para legarnos una patria mejor.

En comunicación, el profesor Palacios nos hizo escribir un poema a la mujer.

–Piensen en sus madres, en sus abuelas, en sus hermanas.

–¿También podemos pensar en la chica que nos gusta, profe? –preguntó Toño.

–Claro –dijo el profesor–. No hay nada más maravilloso que el amor. El amor es lo más bello del mundo.

–Toño piensa en Claudia –dijo alguien.

–Y ella piensa en Miguel –replicó otro.

Risas.

¿Qué diría Marina si escribiera un poema con su nombre? Seguro le iba a dar roche, hasta se iba a molestar conmigo.

–¿Qué te parece mi poema, Harold? –me preguntó–. Está dedicado a mi mamá.

Su poema hablaba de una mujer que iba a todas partes llevando a su hija pequeña. Ambas compartían un plato de comida, un pan en los momentos duros de la vida, o un día de playa y un pollo a la brasa cuando las cosas iban mejor.

–¿Es tu historia?

–Sí… –sus ojos bonitos se aguaron. Sus ojitos color mar que ahora sí estaban tristes. Tuve ganas de abrazarla, de decirle no vayas a llorar porque te vas a ver fea con lágrimas en los ojos y yo no quiero verte fea, quiero verte siempre con una sonrisa en los labios, con esos hoyitos en tus mejillas–. Con mi mamá somos bien amigas. Nos queremos bastante.

–Me parece bien eso.

–¿Y tu poema?

–No sé qué escribir…

–¿No que escribías poemas?

–Sí, pero…

–Piensa en la chica que te gusta…

–Justo por pensar en ella es que no ando bloqueado. De repente no le gustan mis versos…

–Lo que no le va a gustar es que le entregues una hoja en blanco.

Nos reímos.

El profesor Palacios la felicitó por su poema.

En el recreo, los cuatro hablamos de poetas. A Marina le gustaba Alfonsina Storni, había llegado a ella gracias a la canción Alfonsina y el mar. Tenías que ser del mar, pues. Ajá. A mí me gustaba Miguel Hernández, el poeta que había sido cabrero. Lucho Hernández, el que escribía sus versos en cuadernos de colegio con lápices de colores, era el ídolo de Pamela. Agustín admiraba a Pablo Neruda.

Llamé a Nacho para preguntar si ya habían llegado. Hace media hora, me dijo. Ahora estamos a punto de irnos a la playa.

–Los de Lima vienen y de frente se van a la playa –dijo Agustín.

–Es que allá la playa es un lujo –dijo Marina–. Para ir a bañarme al mar tengo que salir tempranito como si me viniera a Pisco.

–Lo peor es que vas, te das un chapuzón, y con la misma te regresas.

Risas.

–El fin de semana nos bañaremos después de vender, ¿no, chicas?

–Yo me regreso al toque porque tengo que ir con mi mamá donde una tía –dijo Pamela.

–Ya pues, Pamela, no seas aguafiestas.

–De verdad.

Pamela se puso colorada. Agustín siempre había estado enamorado de ella, pero no tenía cuándo declarársele. Estaba peor que yo.

–¿Son enamorados? –me preguntó Marina camino a nuestras casas.

–No.

–Pero lo parecen. Siempre andan juntos.

Nosotros también estamos empezando a andar juntos, tuve ganas de decirle, pero no lo hice por temor a que después prescindiera de mi compañía.

–Agustín siempre ha estado enamorada de Pamela –le dije.

–Pero parece que es tímido.

–Mmm. Como yo…

–¿Qué dijiste?

–Nada, nada. Que está bonito el día…

–Ah, bueno.

Silencio. Nuestros pasos sobre la vereda. Declararme. Decirle te amo, Marina. Apenas tres segundos. Primero tenemos que conocernos un poco más, Harold, me diría.

–¿En qué piensas, Harold?

–¿Ah?

–Que en qué piensas.

–En mi abuelo… ¿Y tú?

–En las gelatinas… ¿De qué sabor se venderán más?

Nos reímos.

–¿No me crees?

–Cómo no te voy a creer.

–Si vendemos cincuenta vasitos, tendremos veinticinco soles.

–Con este calor, hasta el doble podemos vender. O el triple.

–En un mes podemos sacar para el viaje de promo y, ¡hola, Machu Picchu!

–Ojalá que podamos hacer realidad el viaje.

–Sería bonito.

–Mmm.

Tú y yo en Machu Picchu, ¿por qué no? Yendo por el Camino del Inca, dicen que hay orquídeas, auquénidos. Debe ser chévere. Mmm. Tenemos que vender por lo menos un millón de vasitos de gelatina. ¿Y por qué no, ah? Nada es imposible.

–¿Sabes, Harold?

–¿Qué?

–A mí me gusta la gelatina con flan.

–También es rico. Podríamos prepararlo, ¿no?

–Claro. Y vendemos un millón de vasitos.

–Y nos vamos a recorrer el mundo.

Risas.

Allá venían mis primos Nacho y Diego. Hola, primo; hola, primo. Una amiga de Chosica. ¿Sí? Sí. Un gusto. ¿Cómo están las cosas por allá? Está lloviendo fuerte. ¿Es cierto que cayó huayco en Pedregal? Sí. Uy, qué pena.

En la puerta de mi casa nos despedimos. Buen día, chicos. Nos vemos mañana, Harold. Chau, Marina, te cuidas. Un beso en las mejillas. Tú también.

–¿Es tu enamorada?

–No, ¿por?

–Porque se nota que los dos están más enamorados que una flor de la primavera.

–¿Viste cuando te besó?: cerró los ojos –dijo Diego–. Wao, eso es amor, pensé.

–Y tiene una vocecita bien linda. ¿Desde cuándo están?

Puse mi cara de ¿en serio? En serio, Harold. ¿Qué hacer? Estoy enamorado de ti, Marina, ¿quieres ser mi chica? Lo voy a pensar, ¿sí? ¿Qué pensará cuando escuche mis canciones?

–Sí, estoy enamorado de ella, pero no sé cómo declararme…

–Acá es fácil –dijo Nacho, quien ya tenía experiencia en las lides del amor–. Un atardecer invítala al Muelle, dile Marina, me gustaría ser un pescador y tú una sirena para atraparte en mis redes.

Nos reímos.

–¿Y tú crees que si le digo eso me va a aceptar? –dije–. Se va a reír de mí. Marina es una chica inteligente.

–Estás en un problemón entonces –dijo Diego–. Ella va a analizar los pro y los contra de estar contigo.

–Y saldré perdiendo.

–Por monse.

–Y por pavo.

Más risas.

–Pero yo creo que sí te va a aceptar –dijo Diego–. Se nota que también te quiere. La forma en que te besó lo dice todo.

–Ojalá.

–Ya verás que sí, Harold.

–Pero ya, cuanto antes, mucho mejor.

El abuelo Juan estuvo súper contento con la corbata que le regalé. Justo hace juego con el terno que me han regalado los Apestegui, dijo. En la tarde fuimos a la playa y en la noche fuimos al Norky’s donde le celebramos su cumpleaños con pollo y torta. ¿Cuándo vamos a Paracas? Podemos ir el sábado temprano y volvemos el domingo en la tarde. Nunca he ido a las islas Ballestas, dijo Bere. Vas a encontrar a tus hermanas las morsas, le dijo Nacho. Risas. Tengo que vender gelatina en la playa para la promo, dije. Pero puedes hacerlo el otro fin de semana, ¿no?, dijo mamá. Ah, claro. Mis primos me miraron, mamá me miró. Me puse colorado. ¿Y ahora qué dirá Marina? Come, Harold, está rico el pollo a la brasa. Hasta el apetito se me fue de la desazón.

Fuimos a pasear a la Plaza de Armas.

¡Oh, sorpresa!: Marina y su mamá estaban allí. Vamos a saludar a la colega Marcela. Voy a conocer a mi nuera, me susurró mamá. El corazón me empezó a latir de prisa, me puse colorado. Vi que Marina se ponía colorada también. Buenas noches, colega Marcela, ¿paseando? Así es, profesora María. Mi papá. Papá, una colega. Un gusto, señora. El gusto es mío, señor. Mamá, ella es Marina. Buenas noches, señora. Un gusto, Marina. Harold y Marina están en el mismo salón. Oh, qué bien. Mucho gusto, señor. Hola, niña. Menos mal que ni a Marina ni a su mamá se les ocurrió decir que nos habíamos conocido en la playa. Ese era nuestro secreto. Mi prima Bere, la que está en tu colegio. A ti te conocía de vista. Sus muelas son inconfundibles, ¿verdad?, bromeó Nacho. Risas. A ti también. Marina y Bere se pusieron a hablar del Josefa. ¿Te está enseñando miss Janeth, el profe Lobo? Sí. Los saludas de parte de Marina Marcela del Mar Arroyo, les dices que al fin estoy cerca del mar. Risas. ¿Conoces a alguna del 5° A? A Pierina. Me la saludas y le dices que salude a mis amigas. Ok.

–¿Hiciste las tareas, Harold? –me preguntó Marina.

–Sí. ¿Y tú?

–También –me dijo. Y en voz baja, añadió–: Lo hice escuchando canciones… para entender mejor…

¿Qué significaba eso? ¿Que se pasó la tarde escuchando mis canciones? ¿Decirle el fin de semana no los voy a poder acompañar a vender gelatina en la playa? Mejor no, se iba a poner triste. Mañana le diría.

Nos despedimos. Nosotras todavía vamos a estar un rato más, dijo la mamá de Marina. ¿Y si les decía para quedarme acompañándolas? Mamá se iba a dar cuenta que estaba enamorado. No me quitaba los ojos de encima.

Regresamos a la casa y vimos una película de John Wayne con el abuelo. A él le gustaban las películas del Viejo Oeste.

VIERNES 9:

–Están bonitas tus canciones, Harold. Sobre todo Qué daría yo y Canción de boda –me dijo Marina. Íbamos camino al colegio–. También Mil ángeles y Yo pienso en ti. Gracias. Eres bien romántico.

Se la veía tan contenta.

–De nada –le dije. ¿Y ahora cómo le digo que mañana no voy a poder acompañarla a la playa? Se va a molestar, se va a poner triste. ¿Y si espero al final de la clase? ¿Si mejor mañana temprano se lo digo? Tragué aire. Se lo dije–: Marina, mañana no voy a poder vender gelatina con ustedes…

Silencio. Vi que se puso colorada. Me arrepentí de habérselo dicho. Era más fácil decirle al abuelo que no iba a poder ir con ellos a Paracas. ¿Me perdonas, Marina? Nunca. Porfis.

–Es que vamos a ir el fin de semana a Paracas con mi abuelo… Como es su cumpleaños…

–Ah, era por eso. Pensé que ya no ibas a participar en la promo –dijo. La alegría iluminó su semblante otra vez.

–No. Cómo crees eso. Solo es este fin de semana.

–Bueno, la otra nos acompañas, y vendes el doble, porque mañana yo voy a tener que vender tu parte.

–Ya, no te preocupes.

–¿Y ahora cómo haré con las gelatinas?

–Temprano las llevo a tu casa, ¿te parece?

–Claro.

Menos mal que no se molestó. ¿Me quiere?, ¿no me quiere?

–¿Y qué tal el paseo con tu abuelito?

–Bien, muy bien. ¿Y qué te parece Pisco de noche?

–Es tranquilo como Chosica. Casi nos vamos a la playa.

–¿Anoche?

–Sipi. Es que nos moríamos de calor.

–Iba a salir el hipocampo de oro.

–Uy, qué miedo. Me iba a dejar sin ojos.

Risas.

–¿Tú has ido alguna vez a la playa de noche, Harold?

Sí. La noche en que nos conocimos, volví para ver si te encontraba y encontré un corazón alrededor de mi dibujo y tu nombre. ¿Qué pasaría si se lo contaba? Debe haber sido otra Marina la que hizo ese corazón. O yo no sabía que tú habías dibujado esa sirena.

–Sí. A veces vamos con Agustín a cantar como locos.

–¿Y cómo es, mmm?

–Solo se escucha el rumor del mar, las olas que vienen y van; el cielo está llenecito de estrellas.

–¿Como el Poema veinte de Neruda?

–Ajá.

–¡Wao, qué bacán! ¡¡Quiero ir!!, ¡¡¡quiero ir!!! –exclamó–. ¿Cuándo vamos?

–Si quieres, por Semana Santa le podemos decir a Agustín y Pamela para ir de campamento.

–Diles, diles, diles, porfis, porfis, porfis.

–Ya, les diré. Hacemos una fogata, llevamos nuestras guitarras.

–Qué chévere –dijo–. Podemos llevar limón, cebolla para preparar un rico cevichito.

–Claro. Los pescados están a la mano.

–Comeré ceviche por todo el año.

Reímos con ganas. Los hoyitos en sus mejillas. ¿No es bonito que nos llevemos bien? ¿No te gustaría que estemos siempre así?

Allí estaba el colegio. Entramos. Subimos a nuestro salón.

Marina le presentó al profesor Palacios su proyecto de la biblioteca.

–Unos días antes de la campaña de recolección de libros, dejamos mosquitos en todas las casas para no tomar por sorpresa a la gente, así, los que quieran hacer sus donaciones, lo tendrán listo.

Marina siempre tenía buenas ideas.

–Es una excelente estrategia –dijo el profesor–. Tenemos que llevarla a cabo de todas maneras.

–¿Te imaginas una biblioteca llena de libros, con las mesas y sillas limpias? Van a dar ganas de ir a leer a cada rato –me dijo Marina.

–Mmm. Eso.

–¿Y ya tienen todo listo para vender sus gelatinas, chupetes y helados el fin de semana? –el profesor cambió de tema.

–Mi grupo venderá gelatina –dijo Marina–. Agustín, Pamela, Harold y yo.

–Qué bien –dijo el profesor–. Ya saben que, entre más vendan, tendrán más fondos en su cuenta personal.

–Tendré que ponerme las pilas –me susurró Marina–. Yo no tengo ni un sol.

En el recreo le comuniqué a Agustín y Pamela que no iba a poder salir a vender gelatina con ellos porque tenía que acompañar a mi familia a Paracas. Puedes llevar tus gelatinas, ¿no?, allá hace calor también. Gracioso.

–¿Qué tal si hacemos un campamento en la playa por Semana Santa, chicos? Marina quiere ir a la playa de noche.

–Es una buena idea.

–También tienes que conocer la tumba de Sara Helen, Marina.

–¿De noche?

–Sí. Qué gracia tiene que vayas de día. De día, es como cualquier tumba.

–Wao, qué miedo.

–No pasa nada. Más hay que temerles a los vivos. Sara Helen dijo que volvería ochenta años después de su muerte. La gente la esperó lista para mandarla de vuelta al más allá, pero nada pasó. Desde entonces, nadie le teme, excepto los niños.

–Vamos entonces.

Las dos últimas horas tendríamos educación física. Si hacía sol, iríamos a la playa a practicar natación, maratón, salto alto, dijo el profesor.

Salí con Marina, igual que durante toda la semana. Parecíamos enamorados, ¿o acaso los amigos andan juntos de aquí para allá, mmm? Vimos las mismas casas, las mismas puertas, las mismas ventanas que durante los últimos años había visto yo solo. Una vereda rota, otra desnivelada, una raíz asomando entre el concreto rajado. Tuve ganas de decirle me gustaría ir contigo siempre por estas calles hasta que la muerte nos separe, pero no me atreví. Hablamos de mi abuelo, le conté de ese viaje que hicimos el mes anterior a Palpa en busca de las huellas de su bisabuelo Prudencio Luján. Un viaje inútil por el desierto para que doña Elena Luján nos dijeran nosotros somos Luján, pero no tenemos ningún antepasado llamado Prudencio. Los que más sufrieron fueron Nacho y Diego porque botaron hasta las tripas en el trayecto. La siguiente, que el abuelo vaya solo, dijeron. Menos mal que el Volkswagen del abuelo es más resistente que un camello y no nos quedamos botados en mitad del desierto, ahí sí iba a ser fatal. También le conté que mi abuelo se sabía un montón de historias de fantasmas, condenados, desaparecidos, almas en pena. No me cuentes que no voy a poder dormir, dijo Marina. ¿No te gustaría que vele tu sueño? Ay, no, sería como si Freddy Kruger me cuidara.

Llegamos a la puerta de mi casa.

–Bueno, Harold, hasta la tarde…

–Te acompaño…

–Bueno, pues.

No me dijo no, gracias, puedo ir sola, conozco el camino.

–¿Y de dónde sacaste esas canciones, Harold, mmm?

–Son de mi papá. Siempre las escucha a todo volumen, y de tanto escucharlas, me empezaron a gustar.

–Son bonitas.

–Con esos temas conquistó a mi mamá.

–¿Sí?

–Mmm.

–¡Wao, qué chévere!

–¿Te gustan?

–Sí. Me he pasado toda la tarde escuchándolas –dijo, y se puso colorada–. Casi no traje canciones cuando me vine…

¿Escucharía mis canciones y pensaría en mí así como yo pensaba en ella?

Volveré, la de Chiquetete, también es muy bonita. Se parece a la historia de mis padres… –dijo, con un dejo de tristeza en la voz–. Pero en la vida real mi padre no volvió.

–No estés triste, Marina –le dije, pasándole suavemente un brazo por los hombros. No protestó. Así caminamos en silencio unos cuantos metros–. Cuando estaba en el cole, papá cantaba las canciones de Chiquetete.

–¿Sí?

–Sí. Quería ser cantante, y terminó como profesor de música.

Risas.

–Son canciones súper antiguas, pero hermosas.

–Mmm.

Las tres cuadras se hicieron cortas como tres metros. Me preguntó si había jugado carnaval. No, solo iba a la playa. ¿Y tú? Sí, con mis amigas. Estuvimos tirándoles globos con agua a las combis, rió. Una vez me agarraron mis amigas y me tiraron a la pileta de la Plaza de Armas y me llenaron de talco. Parecía un pato. Seguía riendo con ganas. Allí estaban sus hoyitos bonitos en sus mejillas.

–¿De quién heredaste esos ojos color cielo tan bonitos?

Se puso colorada. Ya la malogré todo de nuevo por curioso, pensé.

–De mi papá –dijo. Otra vez metí la pata, pensé, ahora se va a poner triste de nuevo–. ¿Te gustan?

¿Y ahora qué le contesto? Sí, mucho. Si le decía eso, se iba a dar cuenta que estaba enamorado de ella. Si le decía un poco nomás, iba a pensar que no la quería.

–Sí. Son bonitos…

–Gracias por el cumplido, Harold.

–De nada, Marina.

Hizo un mohín bien lindo. Tuve ganas de abrazarla de nuevo, de decirle Marina, estoy enamorado de ti, ¿quieres estar conmigo?

Todos los momentos lindos tienen su final. Me voy, le dije, aunque no quería, me esperan para almorzar. Hasta la tarde entonces, cuídate. Tú también. Un beso en las mejillas.

–Vengo a las siete.

–Ya.

A las siete en punto, tocaron la puerta de la casa. Era Marina trayendo la gelatina para congelarla. Hicimos cincuenta y cinco vasitos con la ayuda de mamá, que me miraba como diciéndome qué chica tan trabajadora, Harold, yo que tú, me le declaro.

–Te acompaño –le dije, cuando terminamos.

–Bueno.

Ya había oscurecido.

–¿Has ido antes a Paracas, Harold?

–Hace un par de años. Si quieres, un día vamos con Agustín y Pamela.

–Claro. Sería bonito.

–Tienes que conocer Paracas, La Huacachina, Nazca, antes de volver a Lima…

Silencio. Dime que nunca te irás de mi lado.

–¿Conoces Nazca tú?

–No. Solo hasta Palpa. Es súper lejos

–¿Llegaremos?

–De todas maneras.

Llegamos a la puerta de su casa. Conversamos un rato más. Mañana te traigo la gelatina como quien va por el pan. Ya. Un beso. Cuídate. Dulces sueños.

SÁBADO 10:

Toqué la puerta de la casa de Marina. Me abrió su mamá. Buenos días, señora. Hola, Harold. Le he traído las gelatinas a Marina. Gracias, te pasaste.

–Así que te vas a Paracas con tu familia.

–Sí, señora –le dije. ¿Y si le decía puedo invitar a Marina, señora?

–Qué bien –dijo–. Un momento que llamo a Marina.

–Espero, señora.

Marina apareció. Estaba con los cabellos húmedos, sueltos. Se la veía distinta sin el uniforme del cole. Hola, Marina. Hola, Harold. Un beso en las mejillas. Seis días ya de conocernos.

Fuimos por el pan.

Marina se sonreía para sí. Le pregunté la razón.

–Le iba a decir a mi mamá que te debía un beso.

Pucha, qué roche.

–Eso pensé. Por eso me dije mejor no, Harold se va a morir del roche y me va a matar.

Risas.

Compré una leche chocolatada que compartimos. Ella puso los panes.

–¿A qué hora se van a Paracas?

–A las nueve.

–Quién como tú, Harold. Te envidio.

–Otro día vamos.

–No es un reproche.

–Pero lo parece.

Risas.

Las personas yendo por el pan, regresando con sus bolsas llenas.

–¿Sabes qué, Marina?

–¿Qué?

–Hace muchos años, cuando mi abuelo vino de Huancavelica, trabajó en una panadería. Un día el dueño le ordenó que encendiera el horno. Estaba medio borracho. El abuelo lo prendió, y el horno explotó.

–Wao, qué terrible.

–Mi abuelo estuvo tres meses internado en ese hospital –le señalé el hospital San Juan de Dios que estaba una cuadra más allá, en la otra calle.

–Pobre tu abuelo.

–Mmm. Estando internado, soñó que llegaba al cielo donde conoció a Jesucristo –le conté ese sueño que el abuelo me ha contado tantas veces que ya me lo sé de memoria.

–Se le ve fuerte a tu abuelito.

–Sí. Allá en La Realidad tiene su terrenito, siembra árboles, nísperos.

–Es bien chambeador.

–Mmm.

Llegamos a su casa.

–Entonces hasta el lunes, Marina.

–Te cuidas –me dijo, mientras nos dábamos un beso–. Chau, Harold.

–Tú también. Chau, Marina.

DOMINGO 11:

A esta hora, cuatro de la tarde, más o menos, hace una semana, conocí a Marina. Ahora estoy en Paracas con mis padres, el abuelo Juan y mis primos. ¡Una semana ya de conocernos! ¿Qué estará haciendo en este instante? ¿Estará aún en la playa con Agustín y Pamela vendiendo gelatina? Una pelotita rozando mi cabeza. Una sirena que dibujé en la arena, un corazón, tu nombre, tus ojos bonitos color el cielo de Pisco, color mar. Mar, Marina. ¿Pensarás en mí aunque sea un poquitito? Nadé tras tu pelotita, temblé al rozar tus manos. Hola, ¿te acuerdas de mí?: soy la chica de la playa.

¿Por qué pienso tanto en ti? ¿Por qué te extraño tanto? ¿Por qué quiero que ya sea lunes?

–Estás muy pensativo, Harold –me dijo Bere–. Seguro estás pensando en esa chica de mi cole, ¿verdad?

–Mmm. Estoy enamorado de ella.

–Declárate, pues.

–Apenas nos conocemos una semana.

–Eso es lo de menos. A veces el amor nace en un instante. ¿Cómo se llevan?

–Bien. Nos sentamos juntos, trabajamos en equipo, vamos y venimos del colegio siempre. Hasta vamos juntos por el pan.

–Entonces es casi seguro que te dirá sí.

–¿Y si me dice no?

–Tampoco seas pesimista, pues, primito. Declárate repitiendo me dirá sí, me dirá sí, me dirá sí. Sé positivo.

–¿Y en qué momento lo puedo hacer?

–Camino al colegio, volviendo, yendo por el pan, en el recreo, no sé, cualquier lugar en bueno para declararse. ¿Sabes, Marina?: estoy enamorado de ti, le dices, y listo.

–¿No tengo que preguntarle si quiere estar conmigo o no?

–Eso le preguntas dependiendo de la cara que ponga cuando te le declares. Si se alegra, le preguntas si quiere estar contigo o no. Si por el contrario ves que no le agrada saber que estás enamorado de ella, lo dejas para otro momento.

–Qué roche.

–Más roche va a ser cuando la veas con otro. ¿O crees que los gallinazos son ciegos, ah?

Pucha, ahí sí que me muero.

–Chicas hay hasta por gusto, sonso.

–Para mí Marina es la única chica del mundo que me interesa.

–Caracho, tú estás bien templado, Harold. Pobre mi tía María, ya huele a suegra.

–Ni que te escuche porque es bien celosa.

–Igualito que mi vieja, que no me deja ni salir a la esquina, pero siempre le hago el avión.

–¿Cómo?

–Con Nacho, Diego, la Nela, el Chancho, el Flaco nos vamos a tonear cuando mi vieja está de guardia.

–Se pasan.

–Para qué me reprime pues.

Nos reímos con ganas.

Regresar cansados a la ciudad. Meterme a mi cama, soñar despierto con Marina, no poder dormir. ¿Y si voy a su casa a preguntar cómo les fue con la venta de gelatinas, qué me dirá?

Que ya sea lunes, que ya empiecen las clases.

LUNES 12:

¡Al fin llegó el lunes! Al fin veré a Marina. ¡Qué largo se me hizo el fin de semana! Salí a correr a la playa. ¡Marina! ¡Mar! Estar con ella en una isla, cobijarnos bajo las palmeras para que el sol no nos achicharre el cerebro, echarnos en la arena, nadar hasta las profundidades, jugar con los delfines.

No la encontré en la panadería y me puse triste. ¿Estaría molesta?

Salí de mi casa un poco antes de lo habitual. Esperé hasta que la vi aparecer. Marina, mi ángel vestido de azul y blanco. Un ángel de cabellos negros, ojos color cielo y amplia sonrisa. ¿Por qué me latirá así el corazón, toctoctoc, como si estuviera corriendo en la playa, cada vez que la veo? Si no hubiera ido a la playa, si no hubiera rescatado su pelotita…

–¡Hola, Harold!

–¡Hola, Marina!

Un beso en las mejillas. Aspirar su aroma. ¿Cómo estás? ¿Qué tal fin de semana? Bien, bien. ¿Y tu abuelito? Se marchó esta mañana porque mis primos tenían que estudiar.

–¿Vendieron toda la gelatina?

–Sí, terminamos temprano el sábado, para ayer preparamos más. Hemos ganado casi el triple de lo planificado.

–Qué bien.

–¿Y qué tal Paracas?

–Bien. La pasamos bien.

–Una trabajando, y los demás divirtiéndose.

Me quedé mudo.

–Bromeo –dijo, con esa sonrisa suya que le dibujaba hoyitos en sus mejillas.

–Un día vamos…

–Claro. Sería bonito.

¿Esa no era una esperanza? ¿Pensaste en mí? ¿Me extrañaste? ¿Soñaste despierta conmigo? ¿Anhelaste que llegara el lunes como lo anhelé yo? ¿El fin de semana te pareció laaaaaaargoooooooooooo como a mí?

Otra vez a formar, a rezar, a cantar el Himno Nacional.

¡Hace una semana que nos reencontramos tú y yo!

Otra vez el salón. Una semana de sentarnos juntos. Tu nombre escrito en la primera página de mi cuaderno, Marina Marisela del Mar Arroyo. Marina, Mar.

El profesor Palacios nos preguntó qué tal había salido el negocio de los chupetes, helados, marcianos, gelatinas, panes con pollo. Solo mi grupo había vendido. Solo Agustín, Pamela y Marina de mi grupo, Harold se fue a Paracas a pasarlo bien mientras una se achicharraba en la playa. Bromeo, tonto.

–Hoy leeremos Silvia del argentino Julio Cortázar, un cuento que me gusta particularmente –nos dijo el profesor–. ¿Alguien se anima a leerlo?

Marina levantó la mano. Empezó a leer con voz nítida, clara, segura, respetando las pausas, pronunciando correctamente los nombres en francés, bajando la voz, subiendo, susurrando.

La aplaudimos cuando terminó. Se puso colorada. Siempre se ponía colorada como el mar en el ocaso.

El profesor Palacios nos pidió que escribiéramos un cuento con una temática parecida al de Silvia. Háganlo en pareja, chicos, que dos cerebros piensan mejor que uno y cuatro manos escriben más que dos.

Escribimos La Huacachina: un hombre conoce a una chica en La Huacachina, nadan, toman sol, ella lo cita para la noche en el oasis, él acude a la cita, espera y espera y ella nunca llega. A medianoche escucha su voz llamándolo desde la laguna.

Recibimos una felicitación.

Hasta que llegó el recreo. Fuimos al quiosco los cuatro. Yo tuve que pagar el consumo de todos.

–¡Adivinen, amigos! –nos dijo Agustín.

–¿Te ganaste la tinka?

–Nones.

–¿Te vas del cole?

–Verde.

Pamela estaba que se reía y se sonrojaba.

–¡Pamela y yo somos enamorados! –anunció Agustín.

–¿Es cierto eso, Pamela, o Agustín se volvió loco por tanta gelatina?

–Es cierto –dijo Pamela.

–¡¡Felicitaciones!!

–Ahora solo faltan ustedes –murmuró Pamela.

Marina se puso colorada.

–¿Desde cuándo? –les pregunté.

–Desde ayer –dijo Pamela–. Agustín se me declaró en la playa.

–Qué bueno –les dijo Marina–. Ustedes planeando y yo vendiendo gelatina como una tonta.

–Para que vean que nosotros no perdemos el tiempo pues.

Risas.

–Felicitaciones, amigos. Agustín ya no podía vivir sin ti –le dije a Pamela.

–¿Y tú puedes vivir sin alguien, Harold? –me preguntó ella.

Me quedé callado.

–¿Y tú, Marina?

Marina tampoco supo qué decir. Si yo supiera que me quiere aunque sea un poquito, le diría que la amo, que la adoro, que no puedo vivir sin ella, que quiero vivir para siempre con ella, respirar el aire que respira, beber el agua que bebe.

–Qué bien que Pamela y Agustín sean felices –me dijo Marina.

Estábamos de regreso a nuestras casas. ¿Y a ti no te gustaría ser feliz?, tuve ganas de decirle.

–Mmm. Quién como ellos, ¿no?

–Mmm.

¿No los envidias?, tenía ganas de preguntarle. ¿No te gustaría estar como ellos?

–Ni vi en qué momento se hicieron enamorados –dijo.

–Habrá sido en un descuido tuyo.

–Seguro –rió–. Para decirle a una chica que la quieres no es necesario un gran escenario…

Apenas nos separaban unos veinte centímetros, o menos. Extender el brazo, abrazarla… ¿Quieres ser mi enamorada, Marina? No, primero tenía que decirle que estaba enamorado de ella. Si le alegraba la noticia…

Silencio.

Una cuadra, otra cuadra, llegamos a mi casa.

–Te acompaño.

–Si quieres.

–¿Y tú no quieres?

Silencio. El rubor en su rostro.

–Tu abuelo ya habrá llegado a Chosica, ¿no?

–Hace rato –le dije, mirando mi reloj–. Ya sabes que el abuelo es un loco manejando.

Risas.

Llegamos a su casa.

–Hasta mañana, Harold.

–Chau, Marina, cuídate.

–Tú también, Harold. Chau.

MARTES 13:

Contemplarte mientras atiendes a los profesores, mirar tus delicadas manos de largos y frágiles dedos, soñar contigo despierto, sonrojarme cuando a veces vuelves el rostro y nuestras miradas se encuentran; sonríes, sonrío. Si esto no es amor, ¿qué es, entonces?

Compartir una gaseosa y una galleta en el recreo. Desde que Agustín y Pamela son enamorados, andan solos. Claro, el amor es cosa de dos, dice Leo Dan.

Ir juntos a nuestras casas en la salida. Las veredas de siempre, las casas de siempre.

Un chau, un hasta mañana, un te cuidas.

Marina, Mar.

MIÉRCOLES 14:

Clases de arte en la playa. Frente a su caballete, la profesora nos explicaba los pasos para hacer un paisaje marino con carboncillo. Sombra aquí, sombra allá, repetía como el vaivén de las olas. Marina estaba sentada a mi lado, sobre la arena. Habíamos vuelto a la playa donde nos conocimos hace diez días.

–Bueno, chicos y chicas, ahora les toca dibujar a ustedes.

–Soy pésima dibujando –me dijo Marina.

–Primero traza una línea horizontal con suavidad.

–Más fácil es dibujar en la arena, con el dedo, ¿no crees, Harold?

Nunca le había contado que fui yo quien hizo ese dibujo aquella tarde en que nos conocimos y a la cual ella había encerrado en un corazón y puesto su nombre. ¿Lo intuiría? ¿No dicen que las mujeres tienen un sexto sentido?

–Mmm. Sobre todo corazones…

Se puso colorada. ¿Tanto te ruborizas?, quería preguntarle siempre y nunca lo hacía.

–Voy a mojarme los pies –dijo–. Cuida mis cosas, Harold.

Se acercó a la orilla, se sacó los zapatos y las medias y estuvo allí mojándose los pies mientras yo la dibujaba en su block de dibujo. Una chica mojándose los pies en el mar, sus zapatos de colegio, brillantes como un espejo, reflejando el sol, sus cabellos revueltos por la brisa marina. Ir, abrazarla, decirle te amo, Marina, Mar. Un chico dibujándola. El Muelle, unas palmeras, unos botes, el cielo poblado de gaviotas…

–Oh, Harold, qué bien dibujas –dijo, al regresar–. ¿Esa soy yo?

–No sé… quizá… ¿Se te parece?

–Mucho.

Esta vez el que se puso rojo como un tomate fui yo.

–Tienes que enseñarme a dibujar, Harold –me pidió–. Sino no te enseño los secretos de la matemática.

Risas.

–Empecemos, pues.

Se sentó a mi lado.

–Primera lección: tienes que agarrar el lápiz así… –agarré su mano, pequeña, suave, la sentí temblar–. Sombreas así… –mi corazón latía tictactactictoctoc como un reloj loco por la emoción–. ¿Entendió, alumna Marina Marisela del Mar Arroyo?

–Sí, profesor Harold… –¿esa mirada no es el de una chica enamorada? Las gaviotas en tus ojos color cielo de Pisco, color mar, yo en tus ojos, yo en tu corazón, yo en tus pensamientos, Marina, Mar.

–Hasta la siguiente clase, aprendices de Picasso –nos dijo la profesora–. Terminan el paisaje en sus casas y me lo presentan la siguiente clase.

Acompañé a Marina a su casa y nos despedimos.

A las tres, tocaron la puerta de mi casa.

–Es la merluza –me dijo mamá, torciendo la boca–. Te busca.

–Celosa –le dije.

–¿Me puedes acompañar a la playa, Harold? –me pidió Marina–. Se me ha perdido una cadenita…

Le pedí permiso a mamá, voy a acompañar a Marina a la playa. Aprovecha para declararte. Ya quieres ser suegra, ¿no? Oh, sí, hijito, mucho.

Llevé mi guitarra.

Echamos a andar en dirección a la playa. Era una cadenita que me regaló alguien muy especial por mis quince años, me dijo. ¿Un enamorado tuyo? Sonrió. Fuese bueno, pero no, ya te dije que nunca he tenido enamorado. ¿Entonces quién fue? Mi abuelita. Por eso tiene mucho valor para mí. Ojalá que nadie se lo haya encontrado. Lo tenía en el bolsillo de mi falda, no sé cómo se me cayó. Ya verás que lo encontrarás. Ojalá.

Llegamos a la playa. Fuimos al lugar donde estuvimos sentados. Lo empezamos a buscar. Mira bien, por allí debe estar. Quizá se hundió en la arena. Hincamos las rodillas y empezamos a remover la arena. Nada de la cadenita.

–Quizá se te cayó cuando fuiste a mojarte los pies.

Nada de la cadenita a orillas de la playa.

–Seguro se te cayó al agua. Bucea y búscala, Sirenita.

–Tonto –dijo, y me echó agua.

También la mojé.

Nos sacamos los zapatos y nos pusimos a jugar echándonos agua como si fuera carnaval.

–¡¡Ay, mi pie!! –gritó de pronto.

Una espina se le había clavado en el pie izquierdo. Se apoyó en mí y fuimos a sentarnos en la arena.

–¿Me la sacas, Harold, por favor?

Tomé en mis manos su pie. Era pequeño, blanco y suave como un durazno. Tenía las uñas cortadas y pulidas.

–¡¡Con cuidado!!

–¡Miedosa!

–¡Tonto!

–Parece el pie de Cenicienta.

–Gracioso –dijo, y me revolvió los cabellos.

Dijo ¡ay! cuando le arranqué la espinita. Despacio, ¿acaso me quieres dejar coja?

Reímos.

Me senté a su lado.

–Cántame una canción, Harold.

Afiné mi guitarra.

Hace mucho no sentíaaa, / lo que siento en este díaaa. / No puedo explicarme nada, / solo tengo tu mirada (los ojos de Marina en mis ojos) / aquí clavada entre mis ojos –empecé a cantar Canción de amor de Gianmarco–. Solo tengo un raro antojooo, / de extrañarte cada díaaa (la mirada tierna de Marina), / y ser parte de tus díaaas (la sonrisa de Marina). / Yo no puedo hablarte nadaaa, / lo único que hago es mirarte (nuestras miradas se encontraron), / una que otra carcajadaaa. / No controlo mis palabraaas, / y cuando voy a buscarteee, / mis latidos se aceleraaan, / amor con la luna llenaaaa, solo quiero regalarteeee… –hice una pausa antes de cantar el coro. Mis ojos se reflejaron en sus ojos color cielo. ¿Esa mirada no era de enamorada?–. Una canción de amoooor, / de la penumbra siento que nace una luuuuz, / siento tus manos (las manos de Marina tocando mis manos) y presiento que eres tú que estás muy cercaaa, / no puedo creer que tu amor abrió mi puertaaaa

–¿Quién abrió tu puerta, Harold, mmm?

–Tú, Marina, Mar. ¿Quién más?

Nos miramos. El mar en tus ojos de mar, Marina, Mar; el cielo, poblado de gaviotas, en tus ojos, Marina, Mar. Acerqué mi rostro al suyo, Marina, te quiero, nuestras narices chocaron, yo también, Harold, susurró en mis oídos, nuestros corazones latieron como mares furiosos toctoctoctoc, nuestros labios se rozaron por una fracción de segundo.

–Tienes que pedirme que sea tu enamorada para que me beses, Harold –dijo, seria.

–Marina, ¿quieres ser mi enamorada?

–Si me alcanzas, te doy la respuesta –se puso de pie y echó a correr cojeando.

Corrí tras ella, con mi guitarra sobre el hombro. Iba despacio, podía alcanzarla, pero no…

–Ahorita te alcanzo –le grité.

Corrió con más ganas. Corría como una liebre. El viento despeinaba sus cabellos que parecían un cometa oscuro.

Las gaviotas se echaban a volar a nuestro paso. Los pelícanos escapaban.

Corrí y corrí hasta que por fin la alcancé.

La abracé. ¡Se dejó abrazar! Eso significa que me va a decir sí, pensé.

–Mira cómo late mi corazón, Harold –me dijo, con la voz entrecortada–. Parece que se me quisiera salir.

–¿Late por mí, Marina? –le pregunté, quedito al oído.

–¿Tú qué crees, Harold?

–Que sí.

–¡¡Respuesta correcta!!

–¿Eso significa que me aceptas?

–Me estás abrazando sin mi permiso y no te he metido tu cachetada, Harold, ¿por qué será, mmm?

–¿Porque también me quieres, me adoras, me amas, sueñas estar conmigo como sueño yo?

–Ajá.

Volvió el rostro y nuestros labios se rozaron por más de un segundo. Los suyos eran suaves como la seda. Temblé a su contacto. Nos pusimos colorados como el mar en el atardecer.

–¿Me aceptas, Marina?

–¿Tú qué crees, ah?

–Que sí.

–¡¡Respuesta correcta!!

Nos abrazamos. ¡Te quiero, te quiero! ¿Cuándo te enamoraste de mí, Harold? La tarde en que nos conocimos. Mirabas el mar, y eso me gustó. ¿En quién pensabas? En ti, sabía que llegarías a mi vida. Risas. ¿Y tú? Cuando te pusiste a nadar tras mi pelotita. Habrá que hacerle un monumento a esa pelotita, ¿no?, mmm. Risas. ¿Tú me dibujaste en la arena, no? Sí. ¿Y tú hiciste un corazón alrededor de mi dibujo y pusiste tu nombre, no? ¿Cómo sabes? Esa noche volví a la playa con Agustín. ¿A buscarme? Sí. Ni pude dormir pensando en ti, hasta creí verte en la Plaza de Armas. A mí también me pasó lo mismo. Nuestros labios se volvieron a rozar.

–¿Vamos al Muelle?

Echamos a andar rumbo al Muelle tomados de la mano. ¡Éramos enamorados! Estaba tan feliz que me puse a cantar Canción de boda de Demis Roussos: Sé que te amaré, / yo sé que te amaré hasta el fin del fin. / Prometo que siempre te daré este mismo sí / y te entregaré lo mejor de mí, / lucharé sin cesar por ti

Le enseñé el coro y lo cantamos juntos: Estaré junto a ti, / para darte ternura, refugio y valor, / para que nada te haga sufrir, / me tendrás junto a ti

–Me gusta esta canción –dijo–. El día en que nos casemos, ¿podemos cantarla?

–Claro. Será lindo.

–Casarnos en la playa.

–En esta playa donde nos conocimos.

–En esta playa donde nos amaremos eternamente.

–Mmm. Eternamente. Como las olas, como la arena.

–Como el sol, como las gaviotas.

–Como el verano en que nos conocimos.

–Mmm.

La abracé. ¡Ahora sí podía abrazarla! Agustín y Pamela se van a alegrar cuando se lo contemos. Qué roche. Risas.

Llegamos al vetusto Muelle cuya estructura se bamboleaba con el oleaje.

–¿No se caerá?

–Me imagino que sabes nadar, ¿no?, porque yo no sé.

–¿No sabes nadar, Harold?

–No.

–¿Y cómo así te lanzaste tras mi pelotita, ah?

–Por amor. Tenía que hacer méritos para conquistarte, ¿verdad?

–Tonto. Te podías haber ahogado.

–Ahora serías mi viuda.

–La viuda de la playa.

Reímos con ganas. Mentira, sí sé nadar. Mentiroso, te va a crecer la nariz más grande que la de Pinocho. ¿Y ya no me vas a querer? Cómo que no te voy a querer, así tengas la nariz más grande del mundo, siempre te voy a querer, te voy a adorar. ¿Y tú? Yo también. ¿Me lo prometes? Sí: nuestro amor será eterno como el tiempo, como el universo.

–Buenas tardes, don Miguel –allí estaba el papá de Pamela, un viejo lobo de mar.

–Hola, Harold. ¿Paseando?

–Ajá.

Le presenté a Marina. ¿Eres la nueva del salón que viene de Chosica? Sí, señor.

–¿Quieren dar un paseíto en mi trasatlántico, chicos?

–Claro, don Miguel. Gracias.

El “trasatlántico” de don Miguel era una vieja lancha llamada El Titanic II. La primera se hundió, pues, dijo don Miguel. Esta es su sucesora.

–En su época, esta lancha era la mejor de todo Pisco y sus alrededores –dijo el pescador mientras ayudaba a Marina a abordarla–. Ahora hace agua por todos lados. Un oleaje fuerte, y se va a pique…

El terror se dibujó en el rostro de Marina.

–No temas, hija, bromeaba –dijo el pescador, riendo–. Este trasto es capaz aún de soportar la arremetida de Moby Dick y sus amigos. Hasta ahora nadie se ha ahogado mientras he estado yo presente. Así que no te asustes por gusto, muchacha.

–Mi papá era marino –dijo Marina–. Un día desapareció en el mar…

–Lo siento –le dijo el viejo–. A veces suele pasar eso. Yo también cuántas veces he salvado el pellejo. El mar puede ser tu amigo, pero a veces es más fiero que un tiburón.

Nos sentamos juntos, tomados de la mano.

–¿Son enamorados?

–Sí –dijimos a dúo–. Desde hace cinco minutos.

Don Miguel nos felicitó, no hay nada más bello que el amor, nos dijo, y se nota que ustedes están bien enamorados.

Empezó a remar. Estar allí era como estar sobre una masa de gelatina. Dos piedritas sobre una gelatina. El mar esmeralda, las gaviotas revoloteando sobre nuestras cabezas, Marina temblando asida a mi brazo.

El viejo nos contó que una vez estuvo perdido en alta mar casi un mes. Poco más y llego a las islas Galápagos. Menos mal que fui rescatado por un ballenero japonés cuando ya había perdido hasta la esperanza. Sobrevivió comiendo pescado crudo y tomando agua de lluvia y sangre de tortuga.

–Si no hubiese sido por los japoneses, hoy estaría navegando en los mares del Señor –dijo, y rió con ganas.

Nos dijo que había conocido a Hemingway, ese escritor aventurero que escribió una novela sobre un viejo pescador. ¿En serio? Sí, en Cabo Blanco. Era un hombrón. Me dio mucha tristeza cuando se mató, quién iba a pensar que andaba un poco mal de la cabeza. Bueno, todos los escritores son un poco locos.

–¿Quieren remar un rato, chicos?

–¿Si nos volteamos? –dijo Marina.

–Niña, no alegues tanto y toma el timón nomás –le dijo el viejo marino–. Este buque es capaz de repeler a toda la armada inglesa. Además, tú eres hija de marino, y eso se lleva en la sangre. Así que, déjate guiar por tus instintos marinos.

–Ojalá –dijo Marina–. No quiero remar después en los mares del Señor.

Risas.

Tomamos los remos. Despacio, niña, ¿acaso pretendes ahogarnos? Abajo se abría un abismo interminable. Cuando yo muera, me gustaría que mis cenizas las arrojen al mar, dijo Marina, para estar con papá. Dentro de un siglo, le dijo el viejo.

Remamos de regreso al Muelle. Don Miguel nos invitó un plato de ceviche mientras nos seguía contando sus aventuras marinas.

Regresamos a la ciudad tomados de la mano, riéndonos, contentos, felices. ¡Éramos enamorados!

La acompañé hasta su casa.

En su puerta, nos despedimos con un ligero beso en los labios. ¿Me esperas mañana para ir al cole, amor? Claro, amor. ¡Me había dicho amor! ¡Le había dicho amor!

–¿Por qué tan contento, Harold? –me preguntó mamá.

Me puse colorado. ¿Decirle tengo enamorada? Marina me había dicho ni bien llega mi mamá le cuento que somos enamorados.

–Adivina…

–¿Te le declaraste a la merluza?

–Plop. ¿Cómo sabes, má?

–Esa cara de enamorado te delata a veinte mil leguas bajo el mar.

Nos reímos. Te felicito, hijo, esa chica es linda e inteligente, yo sé que van a ser felices. Se nota que la quieres mucho, ¿verdad? Sí, má.

–¿Por qué tanto alboroto en el gallinero, ah? –preguntó papá.

–¡Harold tiene enamorada! –anunció mamá.

–No me digan que la afortunada es la hija de la colega Marcela Arroyo.

–Ajá.

Papá me felicitó. El abuelo Juan no lo va a creer. Menos Nacho y Diego.

JUEVES 15:

–¡Felicitaciones, amigos! –nos dijo Pamela–. Mi papá ya me contó.

Marina y yo nos pusimos colorados.

–¿Qué? –preguntó Agustín.

–Harold y Marina están –dijo Pamela–. O Marina y Harold están.

–¿En serio?

–¿No les miras las caras de enamorados, tonto?

–¿En serio, amigos, o Pamela me está tomando el pelo?

–Sí –dijimos los dos.

–¿Desde cuándo?

–Desde ayer en la tarde –dijo Pamela–. Harold invitó a Marina a pasear por el Muelle, le dijo Marina, estoy enamorado de ti, si no me aceptas, me tiro al mar. Y Marina tuvo que aceptarlo nomás para no ver a nuestro amigo morir ahogado de amor.

Risas.

–Felicitaciones pues, amigos, ya era tiempo, el amor no podía esperar más. Hoy nosotros pagamos las gaseosas.

–Ay, la linda parejita estuvo paseando en alta mar –dijo Pamela.

–Menos mal que El Titanic II no hizo agua –dijo Agustín–. El otro día que subimos con Pamela yo pensaba ahorita se hunde esta hojalata.

–Tampoco sea burlón con el trasatlántico de tu suegro pues, Agustín. Seguro que cuando estás con don Miguel le dices que lindo bote, papá, quisiera tener uno parecido a este para navegar alrededor del mundo, ¿no?

Reímos con ganas los cuatro.

En el recreo hicimos un brindis con Inca Kola. Los ojos, los rostros de los cuatro estaban iluminados por las llamas del amor.

A la salida, fuimos a la Plaza de Armas. Estábamos allí, de lo más lindo, cuando vimos venir al profesor Palacios.

–¿Y ahora dónde nos escondemos?

Ya era tarde, el profesor nos había visto.

–Saca un libro para que diga que estamos estudiando.

–¿Qué libro? –preguntó Agustín.

–Cualquier libro, tonto –le dijo Pamela–. Parece que el amor te ha vuelto torpe, ¿verdad?

–Hola, chicos, ¿qué hacen? –preguntó el profesor, dejando de leer su diario.

–Estudiando, profe.

–Así me gusta, que se preocupen por sus estudios –nos dijo, con una sonrisa–. No se olviden la tarea de mañana.

–Ya, profe.

Entramos a la iglesia. Sería lindo que un día nos casemos los cuatro, ¿no? Con nuestros vestidos blancos de inmensas colas, dijeron las chicas. Y nosotros con saco y corbata. ¿Cómo nos veremos con saco y corbata, ah? Seguro como ejecutivos. Nosotros nos queremos casar en la playa, dijo Marina. Hasta ya tenemos nuestra canción: Sé que te amaré siempre, / yo sé que te amaré hasta el fin del fin… Qué bonita es. Podemos hacer un cuarteto. ¿Por qué no? El amor, entre más grande, mejor.

VIERNES 16:

–Les tengo una buena noticia, chicos –nos dijo el profesor Palacios–. Adivinen qué.

–¿Nos vamos al Cusco gratis?

–Mejor que eso.

–¿Terminó el año escolar?

–Ya quisieran, pero no.

–¿Todos pasamos de año?

–Fuese bueno.

–Ya no la haga larga y hable, profe –dijo Toño–. O calle para siempre.

Risas. Toño como siempre haciéndose el chistoso.

–¡El brigadier general es del 5° A! –anunció el profesor.

–¡Ooohhh! –exclamamos.

–¿Toño brigadier general?

–Sí –dijo el profesor.

–¡Nooooo!

–Graciosos, ¿no? –dijo Toño desde su rincón.

–Toño no es –dijo el profesor–. Es una chica.

–Toño, ponte falda.

Risas.

¿Xiomy, Niurka, Pamela o Carla? Ellas eran las más chanconas del salón.

–¿Niurka?

–No.

–¿Claudia?

–Si vuelve a jardín, quizá.

Risas.

–Callen, sonsos –masculló Claudia.

–¿Xiomy?

–¿Pamela?

–Es una alumna nueva…

–¡¡Marina!!

Marina se puso colorada.

–Ajá. Felicitaciones, Marina Marisela del Mar Arroyo. Eres la brigadier general del colegio Abraham Valdelomar durante este 2007.

Los ojos de Marina se empañaron. Le agarré las manos y todo el salón dijo ¡uuuhhh, qué linda parejita! La felicitamos.

–La juramentación es el lunes –le dijo el profesor–. Invita a tus padres.

–Ya –dijo Marina.

–Ahora vamos a hablar del amor –dijo el profesor–, ya que en el salón tenemos muchas parejitas.

El salón volvió a decir ¡uuuhhh! El amor es bello, hermoso, maravilloso pero, a veces también nos hace mal, sobre todo cuando juegan con nuestros sentimientos. Espero que ustedes nunca lo hagan. Ustedes son chicos inteligentes, buenos. Marina me pellizcó sin que nadie se diera cuenta como para decirme ¿estás escuchando no, Harold? Yo nunca jugaría con ella. La quería, la adoraba, nunca la haría sufrir.

–¿Y cuándo es el momento indicado para tener intimidad, profesor? –preguntó Toño.

–Todo tiene su momento –dijo el profesor–. ¿Para qué correr si puedes caminar?

–De la que te salvaste, Claudia.

Risas.

Enseguida nos leyó el cuento Usted se tendió a tu lado de Cortázar, la historia de unos chicos de nuestra edad que descubren su sexualidad. Lo comentamos, criticamos.

–Tarea: escribir un cuento del mismo tema. Hacerlo por parejas.

–Profe, no todos somos parejas.

–Bueno, vale también las parejas de amigos, de compañeros de carpeta.

–Qué buen chiste –dijo alguien.

El profesor nos dijo que no olvidáramos la actividad para recaudar fondos para la promoción, él iría a supervisarnos.

En el recreo, brindamos por Marina. Hoy pagamos nosotros. Qué suerte es tener como amiga a la brigadier general del colegio. Ay, no me hagan roche.

–¿Qué les parece si para mañana preparamos chicha morada, pan con pollo, con hot dog?

–Claro. La semana pasada los veraneantes preguntaban si teníamos sánguches.

Quedamos en reunirnos en la noche en la casa de Marina para dejar las cosas listas para el día siguiente.

–Vas a conocer a tu suegra, Harold.

–Me va a agarrar a palos.

Marina rió.

–No. Ella dijo que lo invite a la casa cuando quiera. Además, ya lo conoce, y le cae bien –dijo Marina.

–Qué suerte tienes, Harold, a mí don Miguel me quiere de carnada para los tiburones –dijo Agustín.

–Con lo flaco que eres, los tiburones van a pensar que eres un gusano, amigo

Risas.

En la tarde, al tocar la puerta de Marina, estaba nervioso. De recoge bolas, a yerno, pensaba. ¿Qué me dirá la señora?

Marina me abrió la puerta.

–Mamá, Harold y yo somos enamorados –anunció, cuando apareció su mamá.

–El chico de la pelotita ahora es de la familia –la señora Marcela me dio un beso. Yo estaba colorado–. Sí que el mundo es chiquito.

–No quería venir por temor a que lo agarres a palos.

La señora rió con ganas.

–Eso hubiese sido si es que no rescatabas nuestra pelotita.

Reímos todos.

–Quién iba a pensar que iban a terminar como enamorados.

Nadie. Nuestros corazones sí. Una chica que miraba ensimismada el mar. Una sirena en la arena. Una pelotita que quería escapar para conocer otros mares.

Llegaron Agustín y Pamela y preparamos la gelatina y la chicha y después vimos una película en compañía de la mamá de Marina, que estaba súper contenta porque su hija era la brigadier general del colegio.

SÁBADO 17:

A primera hora fui a la casa de Marina. Fuimos por el pan, el hot dog y la mayonesa. La señora Marcela puso a cocinar el pollo. Cuando regresamos, José y Pamela ya estaban allí. Desayunamos juntos. Parecíamos una gran familia. Éramos una gran familia.

A las diez partimos a la playa en una mototaxi después de recoger la gelatina de mi casa. El calor estaba fuerte. Por lo visto, el verano no se quería ir. La playa estaba llena de gente.

Una hora, dos horas, tres horas, mediodía. A la una terminamos de vender todo lo que habíamos llevado. Apenas nos cruzamos con un par de chicos del colegio. Del profesor Palacios ni la sombra.

De lo ganado, primero separamos el capital, el resto lo dividimos en cuatro partes para depositarlo en nuestra cuenta que tenía el profesor. La contadora del grupo era la señora Marcela, por algo sabía de números más que cualquiera. Almorzamos en casa de Marina, después, antes de preparar las cosas para el día siguiente, volvimos a la playa, pero esta vez para bañarnos. Recién se apareció el profesor. Le dijimos que habíamos vendido cien panes con pollo y hot dog, un par de baldes de chicha y doscientas gelatinas. Nos felicitó. Creo que ustedes serán los únicos que irán al Cusco, chicos. Risas.

–En Semana Santa hay que aprovechar el largo fin de semana para vender todo lo que podamos, ¿les parece, amigos?

–Claro, ¿pero el campamento? –preguntó Marina.

–¿Estaría bien si lo hacemos de la noche del sábado al domingo? –dije.

–Sí, está bien. Traemos nuestras guitarras.

–Y damos un concierto en la playa y nos hacemos famosos.

–Wao, sería chévere.

A veces soñábamos demasiado.

DOMINGO 18:

Vendimos más que el día anterior. Para la Semana Santa, hay que comprarnos nuestras gorras, mandiles, conseguirnos una sombrilla para que el sol no vuelva a pelarnos la punta de las narices. Marina estaba morena, tenía la nariz colorada y pelada.

–Así estaría siempre mi papá –me dijo–. Moreno, con la nariz pelada.

Estábamos en la playa. Atardecía, el sol moría en el horizonte envuelto en un manto púrpura.

–Seguro. ¿Qué recuerdas de él?

–Casi nada. Solo que me levantaba y me daba vueltas en el aire –dijo, con la voz acongojada y una lagrimita a punto de caer de sus ojitos lindos color cielo, color mar de Pisco.

–No estés triste, amor.

Le besé la frente, le peiné los cabellos, sequé las lagrimitas.

Nos besamos.

LUNES 19:

Ceremonia de juramentación de los brigadieres, policías escolares, policía ecológica e integrantes de defensa civil. Yo estaba en defensa civil. Hay que tomar como ejemplo a la alumna Marina Marisela del Mar Arroyo, dijo el director: una alumna estudiosa, respetuosa, formada en valores, orgullo de sus padres. Marina estaba seria, parada frente a la escolta, la frente en alto. Se invita a los padres de familia a colocarles sus respectivos cordones e insignias a sus hijos, añadió el director. Mamá y la mamá de Marina estaban presentes. La banda del colegio interpretaba Victoria. ¿Nos puedes tomar una foto, Harold? Claro, señora Marcela. Ahora los dos solitos. A ver, sonrían al pajarito. Una con usted, colega María. ¿A ver, ahora con la suegra? Risas. Después fuimos al quiosco y brindamos con gaseosa. Mamá estaba contenta que Marina fuera mi enamorada. No cualquiera está con la brigadier general. Es como si fueras el chico de Shakira. Risas. Para la Semana Santa nos vamos de campamento a la playa, mamá. ¿Y nosotras? ¿No quieren acompañarnos? Claro, sería bonito, dijeron mamá y la señora Marcela. Siempre he querido ver salir el sol en la playa. Llevan sus guitarras para cantar a la luz de una fogata. Voy a ensayar para no desentonar. Sino pasa maremoto, se aparece el hipocampo de oro, resucita Sara Helen. Risas.

MIÉRCOLES 21:

Hace una semana Marina y yo nos convertimos en enamorados. ¡Nuestra primera semana de enamorados! Volvimos a la playa donde nos conocimos, donde nos hicimos enamorados, donde nos dimos nuestro primer beso. Cantamos nuestra canción favorita: Canción de boda.

–¿Te acuerdas de la cadenita que perdiste?

–Claro que sí, amor. Mi mamá casi me mata.

–Mira –saqué la cadenita de Avon que le había comprado a Niurka–. Para ti, por nuestra primera semana.

–Oh, Harold, muchas gracias. Adivina qué te voy a regalar yo… –preguntó mientras se lo ponía en el cuello.

–¿Un beso?

–Tonto. Un poema que escribí pensando en los dos.

Sacó una hoja donde había escrito Un domingo en la playa. Le había hecho sus dibujitos. Lo leyó mientras caminábamos a orillas del mar. Nos besamos. El sol moría en un charco de sangre, las gaviotas se recortaban en el horizonte.

Su mamá preparó lonche y nos invitó a ver Mar adentro, una película con Javier Bardem después que dejamos listas las cosas para el día siguiente.

JUEVES 22:

En la playa, de noche. No éramos los únicos, había varias carpas más allá de la nuestra. Nosotros teníamos dos carpas: una para los hombres (papá, Agustín y yo) y otra para las mujeres (mamá, Pamela, Marina y su mamá). El papá de Pamela nos mandó un par de enormes pescados para la cena. Hicimos una fogata para asarlos. Salió rico.

La playa en penumbra, las llamas de la fogata elevándose al cielo, los leños crepitando. De vez en cuando el chillido de una gaviota extraviada rompía la monotonía del acompasado rumor del mar.

–Canten, chicos.

Marina y yo cantamos Vivo por ella; íbamos a cantar Canción de boda pero no, mejor no, sería mucho roche. Pamela y Agustín se lucieron con La playa.

–A ver si me acompañan con unas cancioncitas de Leo Dan, chicos –dijo papá–. Voy a recordar mis años mozos.

Claro que lo acompañamos. Tenía buena voz. Yo le pedí que cantara Volveré, la de Chiquetete. Esa la cantaba hace más de veinte años, dijo papá, cuando estaba en el cole. ¿A quién se la cantabas, Juan, mmm? Secreto de Estado, María, no seas curiosa. Risas. La mamá de Marina cantó Ángel de la mañana de Juice Newton. Mamá no quiso cantar porque, según ella, tenía una voz horrible. Anímate, María, rómpenos los tímpanos. Risas. Bueno, bueno, ya que insisten, pero después no me culpen si se quedan sordos. Risas. Cantó A las puertas del cielo. La felicitamos.

Los mayores se quedaron conversando y nosotros nos pusimos a andar por la playa. Ya no había ese bullicio del día en que había estado llena de veraneantes, tanto así que en unas cuantas horas vendimos toda la gelatina, la chicha y los sánguches y tuvimos que preparar refresco de sobre y panes con queso y también los vendimos. Como dijo la mamá de Marina, hoy sí han rayado. Hemos rayado. Sin su ayuda, tampoco habríamos hecho mucho. Creo que usted va a ser nuestra madrina de promoción, señora Marcela, le dijimos. Veremos, chicos, dijo, veremos, con que vayan al Cusco, tengo suficiente.

Pasada la medianoche, los mayores se metieron a las carpas. Nosotros nos quedamos a contemplar el cielo estrellado cantando y bailando alrededor de la fogata hasta quedar afónicos, a mojarnos los pies en el mar, a jugar a las escondidas hasta que el cansancio nos venció y también nos fuimos a dormir.

VIERNES 23:

Tempranito nos despertaron los chillidos de las gaviotas. Qué lindo amanecer, dijo Marina. Parece que estuviéramos en una isla. Levantamos las carpas y regresamos a nuestras casas. Nos esperaba un día más de trabajo, pero esta vez lo haríamos con la ayuda de nuestros padres.

LUNES 26:

Después de la formación, los de quinto salimos a limpiar la playa. Hay que cuidar la naturaleza, dijo el director, quien también participó en la labor junto a un grupo de profesores. La playa sí que estaba bien sucia, llena de botellas descartables, restos de comida y frutas, bolsas de plástico. Recogimos un cerro de botellas con cuya venta compraríamos tachos para los salones.

MIÉRCOLES 28:

Marina y yo cumplimos dos semanas de enamorados. Somos felices. A veces ella viene a mi casa a hacer la tarea, otras veces yo voy a la suya. Después de hacer los deberes, nos vamos a la playa a caminar, a contemplar el ocaso.

–¿No te gustaría dar la vuelta al mundo por mar, Harold?

–Suena bonito eso. ¿Por qué no? ¿Pero no será peligroso?

–Podríamos ir con Pamela y Agustín.

–En el Titanic II.

–Le ponemos un motor de cien caballos.

–Llevamos a don Miguel de capitán. El conoce el mar mejor que nadie.

–Es una buena idea.

A veces soñábamos demasiado.

VIERNES 30:

Último día de clases de la semana. El verano ha terminado ya, pero el sol, terco él, sigue quemando con furia.

Agustín, Pamela, Marina y yo salimos a trotar a la playa. Esta vez en la tarde para contemplar, de pasada, la puesta del sol.

–No doy un paso más –exclamó Marina–. ¡Aire!

Le soplé en el rostro.

–Gracioso –me dijo.

Nos dimos un beso.

El sol moría en el horizonte en un charco rojo como las mejillas de Marina cuando se llenan de rubor.

Entre los cuatro construimos un castillo. Allí la dejamos para que la habitara alguna princesa marina que saliera del mar durante la noche.

ABRIL

DOMINGO 1:

Marina está en Chosica, regresará en la noche. Yo estoy aquí en la playa, recordándola, extrañándola. La tarde se va alejando para dar paso a la noche y la playa se va quedando desierta. Mis amigas se van a alegrar cuando les cuente que tengo enamorado, me dijo, ¡mi primer enamorado! El primero y el único. Tampoco exageres, con el tiempo tendrás otros enamorados. ¿Y tú tendrás otras enamoradas, Harold? Yo siempre te amaré solo a ti, Marina. Yo igual, Harold.

Esta es la playa donde nos conocimos, donde nos dimos nuestro primer beso, donde nos hicimos enamorados.

Hasta mediodía vendimos nuestras gelatinas y panes con pollo.

Empieza un nuevo mes. Hace un mes qué me iba a imaginar que iba a tener enamorada, que encontraría a una chica maravillosa, linda, inteligente. Hace un mes Marina ya estaba aquí, me contó que llegaron días antes porque su mamá iba a empezar a trabajar el primero de marzo, pero nunca me crucé con ella a pesar de vivir tan cerca. Tenía que ser en esta playa, en nuestra playa.

Todo se lo debemos a una pelotita de tenis. Hay que hacerle un monumento, ¿no crees? Claro.

Mirabas el mar como esta tarde la miro yo. Las olas que vienen y van, el sol a punto de desaparecer en el horizonte púrpura, las gaviotas recortándose en el cielo color tus ojos, Marina, Mar. Ahora estás en Chosica, a cientos de kilómetros de esta playa, de nuestra playa. ¿Y si no regresaras? Me moriría.

“Harold y Marina” escribí en la arena dentro de un corazón. Canté Canción de boda mientras caminaba a orillas de la playa ya vacía.

Marina, Mar.

LUNES 2:

Salté de mi cama, me puse mi buzo y mis zapatillas y corrí a la playa. Solo llegaron Agustín y Pamela. ¿Y si Marina decidió quedarse en su colegio con sus amigas? Caramba, Harold, debe de haber llegado cansada del viaje, ¿no crees?, tampoco es la chica de acero para estar fresca como una lechuga después de tan largo viaje.

Tampoco la encontré en la panadería y mi desazón creció como una ola furiosa.

La esperé en mi puerta lleno de impaciencia mirando una y otra vez mi reloj, viendo cómo pasaban los minutos hasta que por fin la vi aparecer. Mi ángel de azul y blanco. Mi corazón latió como nunca lo había hecho antes: toctoctoctoctoc. Correr, abrazarte, darte un beso, decirte te he extrañado. Yo también. Mira lo que te traje de Chosica: un pan con manjar blanco. Lo fuimos comiendo durante el trayecto mientras nos contábamos lo que habíamos hecho el fin de semana.

Las mismas veredas de siempre, nuestras veredas, las casas de adobe, los perros ladrando a nuestro paso.

–Mis amigas no creen que tengo enamorado.

–¿Por?

–Como siempre he sido una monga…

Nuestros labios se juntaron por un instante.

–En vacaciones verán que es cierto que amas y eres amada.

–Eso les dije.

Allí estaba nuestro colegio. Cruzamos el portón. Buenos días, don Abraham Valdelomar; buenos días, Caballero Carmelo. Marina se quedó apoyando a los auxiliares mientras yo subí al salón a dejar nuestras mochilas.

Formamos. Desfiló la escolta con la brigadier general a la cabeza. La profesora Lina tomó la palabra para agradecer a Dios por este nuevo mes que se iniciaba. Después cantamos el Himno Nacional. Como siempre, había alumnos que abrían la boca a duras penas como si fuesen extraterrestres o no hubieran desayunado. Otra vez las recomendaciones de siempre: el cabello corto para los varones, las chicas con el cabello recogido, nada de estar llenándose de joyas, y estudiar, estudiar, estudiar, esa es nuestra única obligación como alumnos.

Despedimos a la escolta y subimos a nuestro salón.

Llegó el profesor Palacios. ¿Qué tal fin de semana, chicos? Bien. ¿Y usted? También bien.

–Hoy leeremos a José María Eguren –dijo el profesor. Recitó–: En el pasadizo nebuloso / cual mágico sueño de Estambul; / su perfil presenta destelloso / la niña de la lámpara azul.

Aplausos. El profesor tenía una magnífica voz.

Eguren era un poeta que solía caminar diariamente de Barranco a Lima. Sus poemas están poblados de niñas, reyes rojos, mundos mágicos, barcos, balcones.

–Hoy practicaremos declamación con sus poemas.

Repartió una hoja con algunos versos de Eguren: En bella campiña / murió con sus sueños / y rosas de niña. Qué bello, exclamó Marina. En la ronda rondín / la brisa les bebe / su olor a aserrín.

–Tienen veinte minutos para practicar. Saldrán en pareja, intercalando los versos. A ver quién lo hace mejor.

Por jardín rosado… Ponle más énfasis, Harold. …de la cima vago… Mejor empiezo yo. …juego en la mañana… Así está mejor. …la niña encantada.

–¿A ver, Marina y Harold, adelante?

–¡Uuhh!

Ágil y risueña se insinúa,

y su llama seductora brilla,

tiembla en su cabello la garúa

de la playa de la maravilla.

Clap, clap, aplausos. Obtuvimos un excelente. ¿Ves que dos trabajan mejor que uno? Mmm.

En matemática formamos grupos con los alumnos que no dominaban bien la materia. Toño y Claudia se unieron a nosotros. Marina explicaba bonito, con paciencia. Volvía a repetir los pasos hasta que nos lo aprendiéramos.

Pucha, mate no es tan tranca como parecía si lo explicas bonito –dijo Toño–. Siempre deberíamos trabajar así.

–Es que a veces no se puede –dijo el profesor–. ¿A ver, quién resuelve el siguiente ejercicio?

Nuestro grupo lo resolvió primerito. ¡Qué fácil era matemática teniendo una “profesora” como Marina!

–En la tarde vamos a dar un paseo por el mar –dijo Toño–. ¿No quieren venir con nosotros?

–¿Hasta dónde van a ir?

–Si se puede, hasta las Islas Ballestas.

–Eso está lejos.

–Ni tanto. Tú conoces la lancha de mi viejo, es más rápida que una torpedera.

–No voy a poder –dije.

–¿Por?

–Tengo cosas que hacer… Como ayer estuvimos vendiendo gelatina…

–¿Y tú, Marina?

–Tampoco. Hoy me toca preparar la cena.

–Ah, bueno, conste que los invité.

–Gracias de todos modos.

MARTES 3:

Ni Toño ni Claudia regresaron de su paseo por el mar. Sus padres vinieron llorando al colegio a informarle al director. Este, acompañado por otros profesores, fue a la Capitanía del Puerto a informar a las autoridades. Allí les dijeron que tenían que pasar cuarenta y ocho horas para declararlos como extraviados. Luego fueron al Muelle a pedir ayuda a los pescadores. Un par de lanchas a motor partieron a buscarlos. Regresaron un par de horas después sin noticia alguna. ¿Qué habrá pasado con los chicos? El papá de Toño dijo que en su lancha no tenían chalecos salvavidas ni radio para comunicarse, menos luces de emergencia o GPS. No era una “torpedera”.

La playa se fue llenando de curiosos, muchos de ellos con binoculares para peinar el mar. Nada, ni rastros de la Esmeralda. Un señor trajo un telescopio que sirvió de poco.

–No creo que se hayan volteado –dijo don Miguel–. El mar ha estado sereno en estos últimos días. Para mí que se quedaron sin gasolina y la corriente se los ha llevado hacia el norte, así como me pasó a mí esa vez en que casi llego al Ecuador.

–Ojalá que algún barco los rescate.

–Ojalá. A veces pasan, te tiran un pan, y chau, prefieren no comprometerse.

Llegó la noche y nada de los náufragos.

–De la que nos salvamos –me dijo Marina, de regreso a casa.

–Mmm. Ahorita estaríamos en la panza de un tiburón.

–No digas eso, Harold. ¿Te imaginas que a mi papá también se lo haya comido un tiburón?

–Perdón. Bromeaba. En nuestro mar no hay tiburones.

–Lo sé. Hay que rezar para que san Pedro y san Pablo los proteja.

–Eso.

MIÉRCOLES 4:

Hace un mes, Marina y yo nos conocimos en la playa. Un mes ya de pensar en ella, de quererla, de estar enamorado de ella. Como hace un mes, el sol que se coló por mi ventana entreabierta me despertó. Me calcé mis zapatillas, me puse mi buzo y fui en su busca. Nos dimos un beso y nos felicitamos por el primer mes desde que nuestras vidas se cruzaron.

Cuando llegamos a la playa, la encontramos llena de gente, todos esperando noticias de los náufragos. Corría el rumor que un radioaficionado había logrado comunicarse con un buque de bandera panameña que creía haber visto una lancha tripulada por unos chicos cerca de Chimbote. Los de Pisco se comunicaron con Chimbote para que los buscaran. Los de la Capitanía nos decían esperen un poco más, no hay que apresurarse, el mar está en calma.

–Un amigo de Nazca puede peinar el mar en su avioneta –nos dijo don Miguel–. Solo necesita combustible.

–Entonces hagamos una colecta para la gasolina –dijo Marina.

Empezamos a pedir colaboración entre los curiosos, luego en el Muelle, después en la ciudad, a las ocho fuimos al colegio y pasamos de salón en salón. Un par de grifos colaboraron con gasolina y al fin a las diez de la mañana una avioneta partió en busca de los chicos, llevando como copiloto a don Miguel, que conocía el mar como nadie. La comunicación con la aeronave era constante, pero las noticias eran siempre negativas.

–¡Un cadáver!

Un cuerpo aparecía y desaparecía al vaivén de las olas.

–¡Es Toño!

–¡No, es Claudia!

–¡No, mi hijo no! –la mamá de Toño lanzó un grito desgarrador y se desmayó, la de Claudia empezó a sollozar.

–Seguro la lancha se volteó –decían las personas.

Varios pescadores se lanzaron al agua para sacar el cuerpo. Mirábamos con expectativa la acción. Entre los curiosos, había muchos alumnos de nuestro colegio que, prácticamente, había suspendido las clases. Todos estaban preocupados por la suerte de los chicos. Aparte de Toño y Claudia, había desaparecido un chico y una chica de cuarto año, muy amigos de los primeros.

–Es un lobo.

Era el cadáver de un lobo marino. Menos mal. Las esperanzas renacieron, pero murieron al atardecer cuando regresó la avioneta sin traer noticias de los náufragos.

Llegó la noche y regresamos a nuestras casas con mamá, que había venido a buscarnos trayéndonos el almuerzo. Ni habíamos desayuno, estábamos con nuestros buzos de hacer carrera.

Mamá le pidió a Marina que se quedara a cenar. Ya había llegado papá.

Les contamos que Toño nos había invitado a ir con ellos.

–Menos mal que no aceptaron –dijo papá–. El mar es peligroso. Imagínense la angustia que ahoritita estaríamos viviendo nosotros y la mamá de Marina.

–Toño siempre ha sido un chico inquieto –dije–. Y ni loco iba a aceptar su propuesta.

–Aunque supongo que conoce el mar, ¿no? –dijo mamá–. Su papá es pescador.

–Mmm. Ojalá que esta experiencia le sirva para enmendarse.

–Ojalá.

Acompañé a Marina a su casa y nos despedimos con un beso.

En la playa iba a haber una vigilia, pero estábamos tan muertos de cansancio que lo único que queríamos era dormir.

JUEVES 5:

A las siete de la mañana, en medio de los vítores de los cientos de personas concentrados en la playa, dos aviones de la Marina partieron para peinar el océano hasta donde fuera posible. Esta vez sí los encontrarán, decían todos. Vino el padre Francisco e hizo una misa a favor de los náufragos.

–¡Claudia ha vuelto! –dijo alguien.

–¿¿Cómo??

–¡¡Sí, ha vuelto!!

–¡Imposible!

–No es cierto.

Sí, era cierto, ahí estaba Claudia con su mamá. ¿Y los otros? En Palpa, o más allá. ¿No se habían ido de paseo a las Islas Ballestas? No. Eso había sido un cuento de Toño para despistar. Toño había vendido la lancha de su papá y con esa plata pensaban llegar a Chile. Había convencido a la otra pareja para que los acompañaran en su aventura. Estando en Palpa, se enteraron que los estaban buscando y las chicas entraron en pánico y decidieron regresar pese a las amenazas de los chicos.

¿Y ahora qué haremos?

Todos fuimos a la comisaría, a la Capitanía. ¡Qué papelón! Suspendieron el vuelo de los aviones. Tanto alboroto por gusto. Tantas horas de clase perdidas por gusto. Tantas preocupaciones por gusto.

La policía de Palpa informó que los fugitivos ya no estaban allí.

VIERNES 6:

Durante la formación, el director habló de los “náufragos”. Estas cosas no se hacen nunca. No hay que burlarse de las autoridades, de las personas, de las instituciones, de nuestros padres. Algunos chicos se reían. Les parece algo gracioso, ¿no?, pero no es motivo de risa, al contrario.

Ni Claudia ni la otra chica vinieron al colegio. A la salida, fuimos a visitarla los cuatro, aunque no era tan amiga nuestra. Su mamá nos dijo que una tía suya se la había llevado a Chincha. ¿Cuándo vuelve? No sé, fue la lacónica respuesta de la señora. Parece que va a estudiar allá.

LUNES 9:

–¿Hacemos una composición sobre la fuga-naufragio de Toño, profesor Palacios? –preguntó alguien.

–No –dijo el profesor, de mal humor–. Olvídense de ese asunto.

–Pero si la aventura es digna de un cuento, profe.

–No insistan porque les pongo cero cinco, ¿ok?

–Bueno, bueno, tampoco haga hígado.

Ni para reírse.

MIÉRCOLES 11:

Salté para devolverle la pelotita que me había enviado Agustín con furia, cuando pisé el suelo de nuevo, sentí un dolor agudo en el pie izquierdo, vi millones de estrellitas y caí a la arena.

–¡¡Mi pie!!

Marina nos estaba enseñando tenis. Después de un par de lecciones, nos pusimos a jugar en pareja.

Me retorcí de dolor.

–¿Qué pasa, Harold?

–Creo que me he roto el pie.

Me lo masajearon, lo lavaron con agua de mar, pero nada, el dolor no pasaba. Se empezó a hinchar.

–Mejor vamos a mi casa de una vez.

En el Malecón tomamos mototaxi hasta mi casa.

–¿Qué pasó? –preguntó mamá.

–Pisé una mina.

–Ahora te van a amputar la pata –me dijo. Menos mal que no se enojó–. Vamos al Seguro.

Fuimos en taxi. Entramos por Emergencia. Una hora después, salí con el pie izquierdo dentro de una bota de yeso. Menos mal que solo me había torcido el tobillo. Un par de semanas con la bota, y estaría como nuevo.

Regresamos a casa. Marina y mis amigos fueron los primeros en estampar sus firmas en mi bota.

–Ahora ya no saldremos a correr –dijo Marina.

–Pueden salir sin mí.

–¿Qué gracia tiene? ¿Acaso no somos un equipo?

–Claro, pero tienen que pensar también en ustedes, ¿no?

–Esperaremos a que estés bien.

–Tampoco saldré a vender este fin de semana.

–No importa –dijeron–. Primero es tu salud.

Mamá preparó lonche.

Marina se fue y regresó en la noche con su mamá. Me trajo Melocotones helados. Me leyó el primer capítulo mientras nuestros padres conversaban. Me gustaba su voz, me pasaría todo el tiempo escuchándola, mirando sus ojos de mar, dándole besitos, acariciando sus cabellos oscuros.

JUEVES 12:

Amanecí con fiebre.

–Si quieres, me quedo acompañándote –me dijo Marina.

–¿Quién me va a hacer copiar las tareas después, mmm?

–Es que te voy a extrañar.

–Yo también, pero primero es el cole, ¿no?

–Primero eres tú –me dijo, con su voz de enamorada–. Me voy a sentir sola en el cole.

–Y yo me voy a morir de aburrimiento aquí.

–Piensa en mí que yo pensaré en ti.

–Eso haré.

Casi a las ocho se fue corriendo.

Me quedé dormido hasta que me despertó el celular. Era Marina. ¿Cómo te sientes, amor? Regular. Todo el salón te manda saludos. A la salida te vamos a ir a visitar. Te cuidas. Tú también.

–Van a venir a visitarme los del salón, má.

Mamá se puso a preparar refresco y panecillos. Llamó tu abuelo Juan, dijo, dormías y no te quise despertar. Llámalo.

Lo llamé. Estaba preocupado. No es nada, abuelo Juan, apenas una torcedura. De todas maneras mañana estoy allá, dijo. Te cuidas. Ya, abuelo, gracias.

–Les dices a Marina y Pamela que sirvan –me dijo mamá, antes de irse al trabajo.

Me puse a leer Melocotones helados y me quedé dormido hasta que sonó el timbre. Allí estaban casi todos los del salón y el profesor Palacios. Los chicos empezaron a disputarse mi pie para poner sus nombres, hacer dibujitos.

–Con calma, chicos, ¿o quieren que Harold termine con el otro pie enyesado, eh? –les llamó la atención el profesor.

Llegó papá. Se puso a charlar con el profesor mientras Marina, Pamela y Niurka repartían los refrescos y los panecillos.

Al final, Marina y Pamela tuvieron que barrer la sala que quedó peor que el salón durante la última hora de clase.

Se fueron. Marina dijo que volvería después para que me pusiera al día con las tareas.

No es fácil caminar con muleta. A veces, sin querer, me apoyaba en el pie lastimado y veía estrellitas. Caminaba apoyándome en las paredes, en el barandal, daba un par de pasos y descansaba. Qué difícil es darse un baño, subir a la cama. ¿Cómo haré para subir hasta el salón? Me demoraré por lo menos una hora.

Marina regresó a las cinco. Nos pusimos a hacer las tareas. A las seis y cuarto llegó mamá. Sirvo en cinco minutos, dijo, me voy a dar un baño. ¡Qué calor! Te quedas, Marina, para que nos acompañes a cenar. Gracias, señora.

–Harold nos ha hablado maravillas de ti –le dijo papá a Marina–. Dice que eres una chica súper inteligente.

Marina se puso colorada.

–No tanto, señor –dijo–. Harold exagera.

–No creo. Antes no sabía cuánto era dos por dos y ahora se sabe hasta la tabla del veinte –dijo mamá–. Y al derecho y al revés.

Risas.

–El amor, el amor –suspiró papá.

–¿A qué edad tuviste tu primera enamorada, papá?

–Te agarraron, Juan –dijo mamá.

–Ya ni me acuerdo –dijo papá.

–Ya pues, Juan, cuéntanos, no te hagas de rogar.

Papá también se había enamorado de su compañera de carpeta. Se llamaba Paola. También era la chica más bonita de mi salón, dijo, mirando a mamá. Un día se fue y sufrí mi primera decepción amorosa. ¡Oh, pobrecito!, dijo mamá. Y yo tan lejos sin poder consolarte. Risas.

–¿Y tú, María?

–Ni me acuerdo –dijo mamá.

–Cómo que no te acuerdas, má.

–Es que sufro Alzheimer.

–Qué secretos guardarás, má.

–Cuando éramos enamorados nos contamos toda nuestra existencia –dijo papá–. Su primer novio lo tuvo a los trece años.

–A esa edad fue que me dieron mi primer beso –dijo mamá–. Se ve que cuando te contaba mi vida estabas pensando en Paola, Juan.

–Caramba, María, qué va a pensar nuestra nuera, que soy un jugador.

Risas.

Éramos una familia feliz a pesar de mi pie baldado.

–¿Y qué fue de Toño? –cambiamos de tema.

–No da señales de vida –dijo Marina–. O sigue en Palpa, o ya llegó a Chile.

–Palpa, Palpa –dijo papá–. ¿Le contaste a Marina cuando fueron con tu abuelo allá en busca del famoso Prudencio Luján?

–Sí. También se le quitaron las ganas de conocer Palpa.

Risas.

Volví con la imaginación a Palpa, a ese soleado día de febrero en que mis primos Nacho y Diego vomitaron hasta las tripas por el largo viaje.

–A ver si un día vamos y le decimos a doña Elena Luján que su tatarabuelo Prudencio nos ha dejado un millón de dólares para repartirlo entre toda la familia –dijo mamá– y nos da un vaso de agua siquiera.

–No es mala idea –dijo papá.

VIERNES 13:

Qué aburrido es quedarse en casa, estarse echado en la cama o tendido en el sofá. El tiempo pasa lento como una tortuga con una pata de menos. ¡Quiero volver al colegio!

–Sube y baja las escaleras para que el lunes no te demores una eternidad –me decía mamá.

–Hasta el lunes estaré bien.

–Ojalá, sino, tendré que acompañarte.

–Los chicos se van a burlar de mí: tan viejo y con su mamita.

–Soy tu madre, ¿no?, y tengo que estar contigo en las buenas y en las malas. Ya cuando te cases, Marina te cuidará.

–Ella podría ayudarme el lunes.

–Es tu enamorada, no tu empleada.

Subí y bajé las escaleras cuidado por papá, que los viernes tenía día libre.

Tocaron la puerta.

¡Era el abuelo Juan! Pensábamos que iba a llegar en la noche. Como siempre, madrugó. Se vino en su Volkswagen.

–Yo te ayudaré a ir al colegio –me dijo–. Vamos y venimos en el escarabajo.

–Gracias, abuelo.

–Harold ya tiene enamorada, don Juan –le dijo mamá.

–Caramba, ¿y quién es la afortunada?

–Una chiquita que vino de Chosica a estudiar acá. ¿Se acuerda de esa vez que salimos a pasear de noche por su cumpleaños y nos encontramos con mi colega y había una chica con ella?

–No me digas que esa noche quedó prendada de ti.

–Antes. Estudiamos en el mismo salón.

–Caramba, este chico no pierde el tiempo. Así era yo a tu edad.

Risas.

–Seguro hoy la conocerás –le dijo papá–. Siempre viene a visitar a tu nieto.

–Así está bien. ¿Y cuánto tiempo tienen ya?

–Mañana cumplimos un mes.

–Caramba, eso merece un brindis –dijo el abuelo–. A ver si vamos a dar unas vueltas por allí para celebrarlo.

–Con este pie…

–Ni te preocupes que yo te llevo cargado como cuando eras chiquito. Fuerza todavía tengo.

Mamá se fue a trabajar.

A la una y minutos llegó Marina. Ella es tu nueva nieta, papá. Marina se puso colorada. Mucho gusto, señor. El gusto es mío, hijita. Te traje las tareas, Harold.

–Quédate a almorzar con nosotros –le dijo papá.

–Muchas gracias, señor.

–Así que eres de Chosica, ¿no?

–Sí, señor.

Hablamos de Chosica, de su eterno sol.

–Harold dice que mañana cumplen su primer mes de enamorados.

–Así es, señor.

–Pues los invito al Norky’s.

–Oh, muchas gracias, señor.

–No es nada. El amor merece celebrarse.

Después de almorzar, nos pusimos a hacer las tareas. Luego Marina se fue, tenía que preparar la gelatina que venderían al día siguiente.

SÁBADO 14:

El sol se coló temprano por la ventana como saludando este primer mes con Marina. ¡Un mes ya! Si no tuviera el pie lastimado, saltaría por la ventana y correría donde ella y le diría Marina, te amo, te adoro, eres todo para mí, el aire que respiro, el agua que bebo, eres el mar, la arena, el cielo, las gaviotas. Eres la vida misma.

Una chica contemplando el mar, una pelotita pasando como un bólido a milímetros de mi cabeza con las intenciones de dar la vuelta al mundo sobre la cresta de una ola, un corazón dibujado en la arena, el primer roce de nuestros labios.

La llamé.

–¡Feliz primer mes, corazón!

–Para ti también, amor –dijo, con su voz de enamorada–. ¿Recuerdas lo que nos prometimos?

–Sí. Y lo cumpliremos.

–¿Pero tu pie?

–Aunque sea iré caminando con las manos.

Rió. Imaginé los hoyitos en sus mejillas.

–Mi abuelo dice que no te olvides de venir a la una para ir al Norky’s.

–No lo olvidaré –dijo–. Terminamos de vender y regreso volando a la casa y luego paso por la tuya. ¿Está bien, amor?

–Sí, corazón.

Recordamos cuando nos conocimos. Gracias a una pelotita ahora éramos felices. Cantamos Canción de boda, nuestra canción: Sé que te amaré siempre, / yo sé que te amaré hasta el fin del fin

–Chau, amor.

–Chau, corazón. Buen día.

–Igual para ti.

Leí Melocotones helados, hice mis tareas, el abuelo me ayudó a bañarme y cambiarme y listo, a esperar a Marina.

Llegó antes de la una. Estaba hermosa.

–La bella y el cojo –bromeé.

Rió. De regalo me dio la pelotita de tenis donde había escrito nuestros nombres dentro de un corazón. En la playa te doy tu regalo, le dije. Mamá y papá nos felicitaron. Ojalá que su amor sea para siempre, dijo mamá, se les ve tan felices. Gracias, señora. María ya huele a suegra, dijo papá. Risas.

–¿Tanto demora tu abuelo?

–Quizá quiera impresionar a alguna pisqueña.

El abuelo Juan era así, tenía una paciencia única para cambiarse. Era un caballero.

Hasta que al fin se apareció. Estás guapo, papá. Gracias. Feliz mes, chicos. Gracias, señor.

Fuimos al Norky’s en el Volkswagen del abuelo. En el trayecto Marina me contó que habían vendido todas las gelatinas y los sánguches. Un par de fines de semana más y completaríamos nuestra cuota. Menos mal que seguía haciendo calor y los turistas seguían viniendo a las playas de Pisco.

El pollo a la brasa estuvo rico, sazonada con las historias del abuelo, historias que había vivido él mismo o el bisabuelo Ignacio.

–Queremos ir a la playa.

–Los acompañamos.

Fuimos hasta el Malecón. De allí Marina y yo caminamos hasta la playa, yo apoyado en mi muleta y en sus brazos. Llegamos al lugar exacto donde nos habíamos conocido aquel domingo cuatro de marzo. Nos juramos amor eterno. Para ti, le di la rosa que había hecho con mis propias manos. Nos dimos un beso, escribimos nuestros nombres en la arena, cantamos Canción de boda.

LUNES 16:

El abuelo me ayudó a bañarme. ¿Te acuerdas cuando la abuela María te bañaba en una tina junto a Nacho y Diego? Sí, abuelo. Siempre miro esas fotos donde estamos mis primos y yo dentro de una tina roja en el patio de la casona mientras la abuela nos jabonaba.

A las siete y media Marina tocó la puerta. Buenos días, señora María. Buenos días, don Juan. ¿Desayunaste? Sí, señora, muchas gracias.

–Hola, Harold.

–Hola, Marina.

–¿Nos vamos?

–Sí.

El abuelo, Marina y yo subimos al Volkswagen. Con cuidado, Harold, no te vayas a romper el otro pie…

En menos de cinco minutos estuvimos en la puerta del colegio.

Usted tiene los pies de bronce, yo de yeso, le dije a la estatua de Valdelomar. No es fácil caminar con una muleta, dando saltitos como si jugaras a la rayuela.

Fuimos hasta nuestro pabellón. Allí estaba el tercer piso, el 5° A al final del pasillo. ¿Llegaría?

–Subamos.

Tomé aire como si fuera a escalar el Everest.

Una grada, otra grada…

El abuelo Juan iba detrás de mí, por si acaso perdiera el equilibrio, Marina a mi lado llevando mi mochila. Primero el pie sano, después el lastimado. Un escalón, otro escalón. No era como en la casa, acá estaba sudando la gota gorda, o la gota fría más bien. Un mal paso, y terminaría en el patio, o en el hospital.

Llegamos al descanso del segundo piso. Veía con envidia cómo los alumnos llegaban felices, algunos entraban corriendo a sus salones para dejar sus cosas, otros iban a los servicios higiénicos antes de formar, todos de prisa, menos yo.

–Continuemos.

Primero el pie sano, luego el baldado. Un escalón, otro escalón. Estaba subiendo a Machu Picchu, a una pirámide azteca.

–Con cuidado.

–Ánimo, muchacho, falta poquito.

Un paso, otro paso.

¡Al fin llegamos arriba! Había coronado el Everest.

Allí estaba el mar, azul como siempre, las gaviotas en el cielo brillante, límpido color ojos de Marina, Mar.

Marina bajó a apoyar la formación. Los alumnos ocuparon sus lugares, la escolta marchó con Marina a la cabeza, ¡firmes, descanso, atención!, la profesora Lina hizo la oración, el auxiliar Pablo dirigió el Himno Nacional. El director tomó la palabra para darnos consejos, para instarnos a estudiar, a mantener limpio los ambientes, para cuidar las plantas.

Terminó la formación y los alumnos pasaron a sus salones. El abuelo se marchó después de darnos propina. Vuelvo a la una, chicos. Gracias, abuelo. Gracias, don Juan.

Mis compañeros se alegraron de verme otra vez con ellos. Los que faltaban poner sus nombres en mi bota de yeso, lo hicieron. El profesor me dio la bienvenida.

–Hoy leeremos cuentos fantásticos, de misterio, de terror.

Leímos cuentos de Cortázar, Poe, Maupassant, Valdelomar y H. P. Lovecraft. Lo siguiente fue escribir un texto con la misma temática. Trabajen en pareja.

–¿Te acuerdas de la historia de Blas Alva que nos contó el abuelo Juan?

–Sí.

Blas Alva era el alcalde del pueblo de mi abuelo que salió de su tumba tres días después de haber sido enterrado. El abuelo todavía recordaba con terror las huellas como garras que las manos de Blas Alva dejaron en la tierra recién removida de su tumba. Tenía unos diez años cuando pasó eso. Decían que Blas Alva se había condenado por ladrón.

El regreso de Blas Alva fue el título que le pusimos a nuestro trabajo. Estuvo entre los mejores.

En el recreo, Agustín bajó por las gaseosas y las galletas.

–Te envidio, amigo –dijo–. Hasta empleado tienes.

Risas.

El abuelo vino a la una. Se alegró cuando le contamos lo que hicimos con la historia de Blas Alva. Nos ganamos un helado.

MIÉRCOLES 18:

Regresamos a pie del colegio, saboreando un rico helado que nos invitó el abuelo Juan. Un paso, dos pasos, mil pasos y estuvimos en la casa. ¿Ves que te dije que sí podías, Harold? Gracias a usted, abuelo. Más bien a Marina. Como siempre, Marina se quedó a almorzar en la casa. No quería, pero mamá le insistió. Como aquí, como en mi casa, voy a engordar. La gordura no es pecado, hijita, mi mujer era gordita, le dijo el abuelo Juan. Risas.

Me gustaría acompañar a Marina hasta su casa, pero no puedo, seguro ella diría, al llegar a su casa, te acompaño a tu casa y luego yo lo mismo hasta el infinito.

En la tarde, Pamela, Agustín y Marina vinieron a visitarme.

–Deberíamos reunirnos aunque sea una vez a la semana para prepararnos para postular a la universidad –dijo Marina.

–Es una buena idea –dijo Agustín.

–Claro. ¿Por qué no? Marina podría enseñarnos todo sobre matemática.

–Y Harold y Agustín a tocar guitarra como un modo de relajarnos.

–Podríamos formar un grupo musical. Las chicas cantan y nosotros tocamos.

–Y quizá algún día seamos las Beatles de Pisco.

–¿Y por qué no? –dijo Agustín–. Si yo soy más guapo que John Lennon.

Risas.

VIERNES 20:

Voy mejorando a pasos acelerados, se podría decir. Ya no se me hace tan pesado subir hasta mi salón. La bajada es más fácil. A la salida siempre regresamos a pie el abuelo, Marina y yo.

–¿Qué hablaré el lunes sobre el día del idioma, ah?

–De los libros que has leído, de Abraham Valdelomar, de Vargas Llosa y García Márquez, de Ciro Alegría, de lo fantástico y maravilloso que es leer los poemas de Eguren, Chocano, Vallejo.

–¿Lo redactamos de una vez, Harold?

–Claro.

Hicimos un borrador, lo corregimos y lo pasamos a limpio. Marina lo leyó, corregimos algunas cositas y listo, quedó para su disertación. La recolección de libros quedó postergada hasta una nueva fecha por falta de coordinación.

SÁBADO 21:

–El lunes me regreso a La Realidad –dijo el abuelo.

–Oh, abuelo.

–Harold ya está mejor –dijo–. Tiene una buena enfermera. Además, mis plantas se estarán secando.

El abuelo ha sembrado en la ladera de su casa eucaliptos, molles, nísperos, etc.

–¿Qué les parece si mañana nos vamos a pasear a Chincha?

–Claro, abuelo. Gracias.

–Invita a tu mamá –le dijo a Marina.

–Gracias, don Juan.

–Me gustaría ir a Palpa, pero mejor no, allá no nos quieren.

Risas.

DOMINGO 22:

Llegamos a Chincha a las diez de la mañana. Lo primero que hicimos fue comprar dulces, fréjol colado, un king kong; el abuelo compró un vino de uva para el almuerzo. Almorzamos carapulca en El rincón chinchano.

–¿Qué les parece si nos vamos a la playa? –dijo el abuelo–. Cruz Verde es una playa muy bonita.

–Vamos, pues.

Fuimos por Tambo de Mora.

Cruz Verde es una playa de olas inmensas, se parece a Máncora, dijo la mamá de Marina. Había pocos veraneantes. Mientras los mayores conversaban, nosotros nos pusimos a recolectar conchitas, restos de caracoles y cangrejos y piedritas de colores. Había viejos botes abandonados que le daban al lugar un aire a esos cuadros que aparecen en los libros de arte.

Marina hizo un ensayo de su disertación teniendo como fondo musical el sonido de las olas del mar.

–Perfecto –le dijo el abuelo.

–Pero no muevas tanto las manos –le dijo su mamá–. Pareciera que estuvieras nerviosa.

–Nerviosa voy a estar –dijo Marina–. Imagínate hablar ante tantos alumnos.

–Tú habla como si estuvieras sola en tu cuarto –le dijo su mamá–. O en la playa.

–Ay, má, sal por mí.

–Claro, hija, aunque yo prefiero hablar de números que de otras cosas.

–Matemática tenías que ser.

Risas.

Regresamos a la ciudad. Después de un paseo por la Plaza de Armas, volvimos a Pisco.

LUNES 23:

Después de la oración y del Himno Nacional, Marina subió a disertar sobre el día del idioma. Abraham Valdelomar, a través de sus poemas y cuentos, sigue recorriendo las calles de Pisco, sigue contemplando el mar que tanto amó. Y José Santos Chocano está allí, entre las dunas, cantándole a la Huacachina. Aplausos. Marina sí que era una chica inteligente. El abuelo Juan, que también estaba entre el público, aplaudió con ganas. Esa niña es un diamante, decía siempre.

El abuelo se despidió de nosotros. Volveré cualquier día, chicos. Ya, abuelo, lo esperaremos. Estudien. Para su helado. Gracias, abuelo, buen viaje.

Leímos el primer capítulo de Don Quijote. Daba risa ver a mis compañeros, y a mí mismo, pronunciando ese castellano antiguo en que está escrito. ¿Así hablarían los conquistadores? Con razón Atahualpa no le entendió ni michi al padre Valverde y le tiró la Biblia.

–Para la siguiente clase, me escriben un texto con esas palabras –nos dijo el profesor–. Como es un poco difícil, pueden hacerlo entre cuatro o cinco.

–Si terminamos como don Quijote, usted será el culpable, profe.

Risas.

Sí que era complicado. Escribimos La captura –sobre Atahualpa–, primero en español “normal” y luego lo transformamos en castellano antiguo.

Estábamos en mi casa. De paso, nos pusimos a estudiar para los exámenes. Se acababa el bimestre y estábamos en pleno evaluación.

–¿Se imaginan que los cuatro ingresemos juntos a la universidad?

–Marina postulará a La Cantuta…

–Se supone que el contrato de mi mamá se termina en diciembre y…

–Pero podrías quedarte con nosotros, ¿no?

–¿Qué como?, ¿dónde duermo?

–Podríamos alquilar un lugar para los cuatro –dijo Agustín–. Porque nosotros también tenemos que irnos a vivir a Ica. Ir y venir todos los días no nos conviene.

–¿Y de qué vivimos? ¿Seguiremos vendiendo gelatina?

–¿Por qué no? Y dando clases particulares. Así sobreviven los universitarios.

–Porque si te vas a La Cantuta, Harold no solo tendrá el pie roto, sino también el corazón.

Risas.

–No es mala idea –dijo Marina–. Así seríamos amigos para siempre.

–Claro. Y si un día nos casamos, podemos ser los padrinos de nuestros hijos.

–Sería bacán.

MARTES 24:

Repartimos mosquitos por toda la ciudad anunciando que el domingo recolectaríamos libros para la biblioteca del colegio. Aunque sea un libro viejito, sin pasta, para incentivar la lectura.

DOMINGO 29:

Recolectamos casi una tonelada de libros. Sería bueno, pero no fue así. Lo que más conseguimos fueron revistas y periódicos pasados. La gente nos confundió con recicladores, por lo visto. Hay que planificar bien una segunda campaña, dijo Marina.

MAYO

MARTES 1:

La Huacachina estaba llena de gente como en un día de verano. Nos tomamos fotos con la sirena, solo una foto, Harold, que Marina se pone celosa, ¿y le pega a la sirena?, ajá, risas, bajo la sombra de las palmeras, al lado del poema de José Santos Chocano.

¿Sería cierta la leyenda de la sirena? Quizá. Si hay hombres que vuelven del más allá, si hay cabezas voladoras, ¿por qué no podría existir una sirena?

–¡A agua, patos! –dijo Pamela.

–¿Y yo?

–Este es un trabajo para la doctora Marina –dijo Marina–, especialista en patas de palo.

–Chistosa.

Sacó un par de bolsas negras, envolvió mi pie enyesado y la selló con cinta de embalaje.

–Listo, a nadar como el rey del mar.

Como siempre, el agua estaba tibiecita en la orilla. Apoyado en mis amigos, me adentré hasta que el agua me llegó a las axilas.

–¿Nadamos hasta la otra orilla?

–Claro. El que llega último, paga los helados.

–Seguro que seré yo –dije.

–Empieza primero para que no te piques, Harold.

–Gracias, estaré cojo, pero puedo nadar.

–Conste que te advertimos.

–¡Un, dos, tres! ¡¡Ya!!

Empezamos a nadar. Dentro del agua, no sentía mi pie lastimado, parecía que me hubieran salido aletas. Recordé la tarde en que conocí a Marina, dentro de tres días serían dos meses ya, yo nadando como un delfín tras su pelotita de tenis que se escapaba para conocer otros mares. Buceé para avanzar más rápido. En el centro, el fondo era de lodo.

Saqué la cabeza. ¿Dónde estaban mis amigos? ¿Ya habían llegado a la otra orilla?

–¡Harold, espera!

Volví el rostro: a muchos metros de mí estaban los tres. Pamela era la última.

Alcáncenme si pueden, pensé, y me zambullí de nuevo para seguir nadando con más ímpetu mientras escuchaba que mis amigos me gritaban Harold, espera, Harold, espera. Mover los pies como aletas, los brazos como aspas. Ahora de nuevo el fondo de la laguna era de arena.

–¡Tu pie!

La bolsa se había roto y había perdido la bota de yeso. Menos mal que mi pie estaba sano, sino, mi mamá me mataba. Pero igual caminé con cuidado, una mala pisada y tendría que volver a andar con muleta. Por eso solo Pamela, Agustín y Marina se deslizaron por las dunas.

–Nos ahorraste el viaje al Seguro –dijo mamá.

La bota se quedó debajo del agua. Si un día lo encuentra la sirena, ojalá que me la devuelva porque a ella no le va a servir de mucho.

VIERNES 4:

Hace dos meses Marina y yo nos conocimos. Marina, Mar. Una pelotita que quería dar una vuelta al mundo, una pelotita que quería navegar los siete mares.

–¡Feliz dos meses, amor!

–¡Feliz dos meses, corazón!

Un ligero beso. El sabor a miel de los labios de Marina.

–Para ti.

Con un pedazo de franela amarilla había hecho una pelotita de tenis y dentro le había puesto la melodía de Titanic que lo saque de un peluche de Bere.

–¡Oh, qué lindo! –dijo Marina–. Esto es para ti, amor.

Eran unos chocolatitos que compartimos. Marina sabía que muero por los chocolates.

–¿En la tarde vamos a la playa?

–Sí, amor.

A la playa, a nuestra playa.

Ensayamos A la sombra de mi madre para nuestro debut musical el otro viernes. Los chicos tocaríamos la guitarra y haríamos la primera voz y las chicas los coros y tocarían la pandereta. Por si acaso, practicamos Amor eterno. No nos fueran a pedir un temita más y tendríamos que decir se lo cantamos en la próxima actuación.

–Si no nos tiran tomates, quizá podamos dedicarnos a cantar profesionalmente –dijo Agustín.

–Claro. Podríamos ser los Mocedades de Pisco.

Como una promesa eres tú, eres túúúú, Harooollldd –entonó Marina.

Risas.

Pamela y Agustín se marcharon.

Marina y yo fuimos a la playa. Allí, sentados en el mismo lugar donde nos conocimos hace dos meses ya, y teniendo como fondo musical el rumor del mar, nos juramos amor eterno, luchar por nuestros sueños, estar siempre juntos en las buenas y en las malas.

Cantamos nuestra canción mientras veíamos morir la tarde.

LUNES 7:

–Estaba pensando dar clases particulares de matemática –nos dijo Marina–, para recaudar fondos para nuestra bolsa de viaje de promo.

Estábamos en el quiosco.

–Es una buena idea –dijo Agustín–. En épocas de examen, casi todos andan preocupados por matemática, química, física.

–Hay que poner un aviso y listo.

–El aviso lo hago yo –dije–. Se dictan clases particulares de matemática, álgebra, trigonometría. Preparación exclusiva para la NASA.

Risas.

MARTES 8:

Pusimos nuestro aviso en el panel del colegio. Al poco rato, empezó a sonar el celular de Marina. ¿Cuánto la hora? Cinco soles. ¿Tres veces por semana? Sí, o todas las horas que quieras. Algunos llamaban para hacer bromas, otros preguntaban si allí daban informes sobre las clases de matemática y decían llamo después. Ya, te esperamos.

–En mi otro cole siempre daba clases –me dijo Marina. Estábamos regresando a nuestras casas–. A mamá siempre le demoraban en pagar y a veces estábamos misias y yo le ayudaba así. Cobraba un sol la lección.

La abracé. Cada día la quería más.

–Adivinen quién me llamó –dijo Agustín, cuando vino para el ensayo.

–¿El alcalde?

–No.

–¿El Papa?

–Peor.

–¿Tu abuelita Jovita?

–El dueño del hotel Libertadores. Quiere que le den clases a su hija.

–¿En serio?

–Sí. Le dije que te llamara, pero la llamada no entraba a tu celular, Marina. Así que le dije que la hora cuesta diez soles y aceptó sin chistar. Vamos a visitarlos de una vez para cerrar el trato.

–Creo que tú vas a ser mi promotor, Agustín.

Risas.

Fuimos los cuatro. Marina fue la que habló con el dueño y su hija, que allí mismo sacó su cuaderno lleno de ejercicios y Marina le dio una clase magistral. Se demoró dos horas. Marina le daría clases tres veces por semana durante dos horas cada vez.

–Hoy yo pago los helados –dijo cuando terminó de darle clases a la chica.

–Es lo mínimo que puedes hacer por tus socios.

Pidió doble helado para cada uno.

VIERNES 11:

–Mejor no hay que salir –dijo Pamela, presa de los nervios–. Presiento que vamos a hacer el ridículo.

El patio principal estaba lleno, también los pasillos de los pabellones.

–Si en los ensayos lo hemos hecho perfecto.

–Una cosa es cantar a solas, y otra ante cientos de personas –alegó Pamela.

–No mires a nadie. Cierra los ojos y canta como si estuvieras sola.

–La voy a malograr todo.

–Caramba, no digas eso.

–Escucha a esos chicos de cuarto.

Unos chicos de cuarto estaban interpretando un tema de RBD. La verdad, lo hacían mal, pero aun así, los aplaudían. Nosotros nos habíamos matado ensayando, era imposible que hiciéramos el ridículo.

Un número más, y nos tocaba. Ya, cálmate, Pamela, mira cómo Marina está feliz.

–Es que le voy a cantar a mi mamá –dijo.

Hasta que nos anunciaron: ahora los chicos del 5° A nos interpretarán A la sombra de mi madre de Leo Dan. Aplausos.

Subimos al tabladillo. Sentí que mis piernas flaqueaban al ver tantas cabezas, brazos, ojos. ¿Dónde estaría mi mamá? ¿Dónde la mamá de Marina? Nosotros en el tabladillo. Micrófonos para nuestras guitarras, micrófonos para nosotros. Un par de acordes.

–¡Uno, dos, tres, va!

Cerré los ojos y canté, canté como si estuviera solo a orillas del mar, solo yo y mi guitarra, solo yo, mi guitarra y Marina, solos los cuatro en la playa. Las olas que iban y venían, una pelotita que pasaba como un bólido a un milímetro de mi cabeza.

Aplausos.

–¡Bis, bis!

Todos cantaron con nosotros Amor eterno.

Más aplausos.

–¿Ves que fue fácil?

Allí estaban mamá y la mamá de Marina. Nos abrazaron, nos felicitaron.

–Estuvieron geniales, chicos.

–Eso ya se sabía –dijo Pamela.

Risas. Siempre nos reíamos de todo.

DOMINGO 13:

La mamá de Marina nos invitó a almorzar a su casa por el día de la madre.

–Fijo que esta historia de amor acaba en matrimonio –dijo mamá, mientras nos dirigíamos a casa de Marina.

–Sería bacán –dijo papá–. Esa niña es inteligentísima, trabajadora. Sé que serían felices.

–Harold tiene una suerte única para el amor –dijo mamá.

–Ha salido a mí.

–Se nota.

Reíamos, éramos felices.

¡Hola, Marcela, feliz día! De igual manera, María. ¡Feliz día, señora! Gracias, hijo. Gracias, hijita. ¡Feliz día, colega! Gracias, colega.

Marina había preparado arroz con pollo que le salió riquísimo.

–Además, cocina perfecto –dijo papá.

Marina y su mamá nos miraron. Mamá le dijo sería lindo que nuestros hijos se casaran. Pero primero tienen que terminar su carrera. De hecho, colega, cada día la situación está más difícil. Díganmelo a mí. Ya te nombrarás en el siguiente examen, Marcela, tú eres inteligente.

–Ha salido a mí –dijo Marina.

–Ajá.

Después del almuerzo, vimos Titanic.

LUNES 14:

¡Segundo mes de enamorados! Marina Mar con el pie lastimado, Marian Mar diciéndome tienes que pedirme que sea tu enamorada para que me beses, Harold, Marina Mar con los ojitos llenos de felicidad. Nuestros labios que se unieron por primera vez, Marina Mar, el rubor en nuestros rostros, nuestros labios que temblaron al primer contacto. Todo parecía un sueño, pero ya habían pasado dos meses.

Después de las clases, fuimos a la playa a renovar nuestro juramento de amor y a cantar Canción de boda como cada cuatro y cada catorce de cada mes.

En el Muelle nos encontramos con don Miguel y nos ganamos un paseo en lancha. No era Venecia ni estábamos en una góndola, pero lo parecía.

JUEVES 31:

Se termina mayo. Dentro de seis días cumpliré diecisiete años.

JUNIO

LUNES 4:

Hace tres meses Marina y yo nos conocimos. ¡Qué rápido ha pasado el tiempo! Quién iba a pensar que iba a conocer a una chica maravillosa, inteligente, linda. Cierro los ojos y recuerdo clarito ese día de marzo: una chica contemplando el mar como si recordara otras playas, otros veranos, como si mirara una isla lejana, como si esperara a alguien. Ahora sé que me esperaba a mí, que me miraba a mí.

Toc, toc.

Era Marina. Un beso de buenos días.

–¿Nos vamos, amor?

Echamos a andar rumbo al colegio. Para ti. Un corazón, unos chocolates. Gracias. ¡Feliz tres meses de conocernos! Las casas de adobe, las veredas con parches, rotas, cuarteadas. Era nuestras veredas, nuestras calles. Hace tres meses que nos conocimos. Fue amor a primera vista, ¿no? Sí. Me quedé pensando en ese chico que rescató nuestra pelotita, que no le tenía miedo a los temblores. Yo en esa chica que contemplaba el mar como si viniera de las profundidades marinas. Venía de allí, dijo Marina, ¿no lo sabías? Recién me entero. Risas. Siempre reías. Tú que vienes del mar. Tú que miras el mar. Marina Mar. Un dibujo en la playa, un corazón, tu nombre. Un te amo.

Después de darle clases a Stephanny, fuimos a la playa. Hacía frío, pero igual nos sacamos los zapatos y caminamos por la arena mojada y escribimos nuestros nombres dentro de un corazón y cantamos nuestra canción.

MARTES 5:

Mañana cumplo diecisiete años. Lo mejor de estos dieciséis años es, sin duda alguna, haber conocido a Marina. Y tener a mi abuelo, también a mis padres. También tener amigos como Pamela y Agustín.

Mañana.

MIÉRCOLES 6:

–Cierra los ojos, pide un deseo y sopla las velas, Harold –dijo Marina.

Que nuestro amor sea eterno, dije dentro de mí. Que vivamos juntos para siempre hasta que la muerte nos separe así como al abuelo Juan y a la abuela María.

Soplé y solo apagué la velita con el número siete.

–Sopla fuerte como el lobo feroz –dijo Agustín.

Marina volvió a prender la velita.

Esta vez soplé con todas mis fuerzas como el lobo feroz. Besos, abrazos, ¡feliz cumpleaños, Harold! Gracias.

–¡Que partan la torta, que partan la torta, si no nos vamos a ir! –pidieron todos.

La torta era de chocolate, mi sabor favorito. Y por supuesto que mamá había preparado chocolatada.

–Que lo parta Marina –dije yo.

Marina tomó el cuchillo y partió la torta en siete tajadas.

–¿Qué se siente tener diecisiete años, Harold? –me preguntó Agustín.

¿Qué se sentía? Me sentía contento, feliz, dichoso. Era un día especial. Me sentía especial. Tenía a mis padres, a mis amigos. Tenía enamorada. Me querían.

Di las gracias a mis padres por todo el amor que me daban, a mis amigos por su amistad incondicional, a Marina por quererme, a su mamá por tener una hija tan linda.

Pusieron música y nos pusimos a bailar. Tiempo de vals lo bailé con Marina. Ensayen para el próximo matrimonio, dijeron. Para nuestro matrimonio teníamos nuestra canción.

–¿Contento, amor?

–Sí.

Ahora Marina y yo estábamos solos en la Plaza de Armas. Habíamos salido a pasear después de mi fiestita.

–Tu cumpleaños tiene que ser mejor.

–Falta mucho para setiembre.

–Ahoritita llegamos, ya verás.

–Ojalá. ¿Vamos a misa?

En la vieja iglesia de San Clemente no entraba un alma más. Le pedimos a Dios que bendijera nuestro amor.

–Hola, chicos, soy el padre Francisco. Ustedes son los que cantaron por el día de la madre en el colegio Abraham Valdelomar, ¿verdad?

–Sí, padre.

–¿No les gustaría integrar el coro de la iglesia? –nos propuso el padre–. Teníamos un guitarrista pero se fue.

–Encantados, padre.

JUEVES 7:

Agustín y Pamela también estaban contentos de cantar en el coro de la iglesia. Mínimo nos escucharán cien personas en cada misa, dijo Agustín. De la iglesia pasamos al Monumental, y de allí al Madison Square Garden. Risas.

LUNES 11:

Los días son fríos. En las tardes, Marina va a darle clases a la hija del hotelero. Después nos reunimos todos para estudiar, cantar en misa de seis y soñar con nuestro futuro.

JUEVES 14:

Marina y yo cumplimos tres meses de enamorados. Parece un sueño, pero es verdad. ¿Cuántos besos crees que nos hemos dado, amor? Noventa, dijo, uno por día. Risas. Por supuesto que fuimos a la playa a renovar nuestro juramento de amor.

VIERNES 15:

–Te cuidas, Harold.

–Tú también.

–Saludas a tu abuelito.

–Ya, amor, gracias.

Nos dimos un beso y subí al bus donde ya estaban mis padres. El bus arrancó y poco a poco Marina fue desapareciendo de mi vista. Era la primera vez que nos separábamos en tres meses.

El domingo era el día del padre y estábamos yendo a Lima para pasarla con el abuelo Juan. Él es Testigo de Jehová, pero igual se lo celebramos.

DOMINGO 17:

Toda la familia se reunió para celebrar el día del padre. El abuelo Juan fue el gran agasajado. Estuvieron sus seis hijos y todos sus nietos.

Después fuimos al cementerio a visitar a la abuelita María. Le llevamos flores y recuerdos.

Le dije al tío Ignacio que para las vacaciones de julio estábamos pensando ir a Marcahuasi con un grupo de amigos. Cuenten conmigo, dijo.

A las seis partimos de regreso a Pisco.

MIÉRCOLES 20:

Cantar en la iglesia es bonito. Hasta Pamela, la tímida del grupo, lo hace bien. El padre Francisco está contento con nosotros.

–Por lo pronto, si algún día deciden casarse por la iglesia, cuenten conmigo para oficiar el rito –nos dijo.

Sería bonito, ¿verdad?, aunque el abuelo me mataría. No le he contado que canto en el coro de la iglesia porque se molestaría.

VIERNES 29:

Feriado. Fiesta en el Muelle por San Pedro y San Pablo. Qué rapidito ha pasado el mes. Dentro de un mes ya estaremos de vacaciones.

JULIO

DOMINGO 1:

Llegamos a julio. Cuatro semanas más de clase, y menos, porque seguro que nos van a sacar para ensayar la marcha para Fiestas Patrias, y vacaciones de medio año. Nuestras últimas vacaciones. A estudiar con más ahínco para sacar buenas notas en el segundo bimestre y salir invictos como en el primero.

Los domingos la iglesia de San Clemente se llena de tope a tope.

–Me gusta esto de la iglesia –dijo Agustín–. Creo que voy a ser sacerdote, así como el padre José Mojica, que era un cantante famoso, lo dejó todo para ir tras Jesús.

–Bueno, creo que hasta aquí nomás llegamos –le dijo Pamela.

–Bromeaba –dijo Agustín.

–Más te vale –le advirtió Pamela–. Una broma más, y mejor te quedas en el claustro.

–Si Harold se vuelve sacerdote, yo me hago monja –dijo Marina.

–¿Para pecar en el templo del Señor?

–Ajá.

Risas.

MIÉRCOLES 4:

Hace cuatro meses Marina y yo nos conocimos. Nos va súper bien, nos queremos, somos felices, dichos. Es cierto que el amor es lo más bello del mundo, porque cuando amas, cuando estás enamorado, todo es más lindo. Como siempre, fuimos a la playa a renovar nuestro juramento de amor.

Estamos ensayando un par de canciones para la actuación por el día del maestro, para que nuestros profesores nos den un punto más en los promedios.

VIERNES 6:

Día del maestro. Actuación en el colegio. Como la mayoría de profesores pasa de los treinta años, hicimos un potpurrí con las canciones de Leo Dan que a todo el mundo le encantó.

En la noche, Marina y yo invitamos a nuestros padres al Norky’s con nuestras propinas. Estuvieron contentos.

–Así me gusta –dijo papá–. Que la familia esté unida, y reunida.

–Estoy orgullosa de Marina y de Harold –dijo la señora Marcela.

–Nosotros estamos orgullosos de ustedes –dijimos.

Creo que tenemos los mejores padres del mundo.

LUNES 9:

Empezaron los ensayos para el desfile por Fiestas Patrias. Después del recreo, hubo formación y nos quedamos en el patio y escogieron a los más grandes para que integren los pabellones. Yo quedé excluido por incapacidad, no vaya a ser que levante las piernas, golpee el suelo y crac, de nuevo con muletas. Marina encabeza la escolta.

SÁBADO 14:

Marina y yo cumplimos cuatro meses de enamorados. Un día serán cuatro años, después cuarenta años, así como los abuelos Juan y María, y nosotros nos seguiremos queriendo como el primer día que nos vimos en la playa.

Fuimos a la playa e hicimos un enorme castillo de arena.

–Allí vive la princesa más hermosa de todos los mares –dije–. ¿A que no adivinas quién es?

–¿Quién podrá ser? –preguntó Marina.

La tenía abrazada, aspirando el aroma de su piel, besando sus cabellos.

–Tienes que adivinar…

–¿Por si acaso no se llama Marina, una chica que viene del mar?

–Ajá.

–Ella espera a su príncipe azul. ¿A que no adivinas quién es?

–¿No es el príncipe Harold, cuyo reino es la playa de Pisco y sus alrededores?

–Sipi.

Nos dimos un beso, un beso tierno, dulce.

DOMINGO 22:

Hace dos años murió la abuelita María. Hace dos años que le brotaron alas y se volvió un angelito.

MIÉRCOLES 25:

Dos días más y ¡vacaciones! Mañana es la actuación para cerrar este medio año de clases, el viernes es el desfile, y a descansar dos semanitas.

VIERNES 27:

¡Vacaciones! Nuestro colegio obtuvo el gallardete en la Parada Escolar. ¿No digo yo que el Abraham Valdelomar es el mejor colegio de Pisco?

Mañana iremos a Paracas. El martes partiremos a Lima.

AGOSTO

VIERNES 3:

San Pedro de Casta es un pueblito enclavado en medio de los Andes, a tres horas de Chosica. La carretera se abre al filo del abismo. Las chicas gritaban cuando la combi se ladeaba amenazando rodar al precipicio. Mejor vamos a pie, decían, no queremos morir, todavía no hemos amado. ¡Uuuhhh, miedosas!

Aquí el sol brillaba en todo su esplendor, pero se sentía cierto friecito y el aire cortaba como una hoja de afeitar. Hicimos bien en hacerle caso al tío Ignacio cuando dijo que trajéramos chompas, chalinas, guantes.

Marina había invitado a sus amigas Fabi y Mily, la primera de las cuales hizo química con Nacho. Sería chévere que nos encontremos en el Cusco. Claro. Todo es cuestión de coordinar con los tutores para que las fechas coincidan. Yo también puedo ir, ¿no?, dijo Nacho, mirando a Fabi. Claro, con nuestra promo, dijo Agustín. Entre más alumnos, mejor.

–¿Ven que no les mentía cuando les dije que tenía enamorado? –les dijo Marina a sus amigas.

–Existes, Harold –dijeron ellas, revolviéndome los cabellos, pellizcándome.

Risas.

Lo primero que hicimos fue buscar alojamiento y después un restaurante para almorzar.

–Coman, porque mañana vamos a caminar bastante y van a necesitar todas sus energías –nos dijo el tío Ignacio.

–¿No podemos subir mejor en helicóptero? –dijo Bere, señalando la montaña que se recortaba a través de la ventana–. Yo creo que no vamos a llegar.

–Caramba, Bere, no seas pesimista –le dijo el tío Ignacio–. El camino es bonito, y no es tan alto como parece desde aquí.

–Ojalá, tío Ignacio, ojalá, sino me regreso.

–Bueno, si deseas, te puedes quedar en el hotel viendo televisión.

Bere torció la boca.

–Llegaremos –dijo Marina–. Aunque sea en dos días.

–Qué optimistas son estas chicas, caramba.

Recorrimos el pueblo. Los niños andaban con los rostros chaposos y sus ojotas como en cualquier pueblito de la sierra.

Nos acostamos temprano porque al día siguiente teníamos que madrugar.

SÁBADO 4:

Hace cinco meses Marina y yo nos conocimos. Era una tarde de verano. Ella contemplaba el mar y yo la contemplaba a ella. Una pelotita de tenis que pasó zumbando por mi cabeza como una abeja gigante fue el inicio de nuestra historia de amor. ¡Feliz cinco meses, amor! ¡Feliz cinco meses, corazón! Un beso con los labios casi congelados. En la mañanita el frío te cala hasta los huesos.

A las seis y minutos empezamos el ascenso hacia la montaña que alberga esas figuras pétreas que, según algunos, es obra de los extraterrestres y, según otros, producto de la erosión del viento y la lluvia.

Una curva, otra curva.

–Mejor hubiéramos subido en burro –dijo Mily, señalando el par de jumentos que llevaban nuestras cosas e iban mucho más adelantados que nosotros.

–La gracia es ir caminando para sentir cómo poco a poco te vas llenando de energía cósmica –dijo el tío Ignacio.

–¿De energía o de sudor?

–Bueno, de las dos cosas. No hablen mucho porque se van a agitar rápido.

El pueblito fue quedando atrás. Una curva, otra curva. Ay, qué cansancio. Caramba, chicas, ¿así piensan llegar a Machu Picchu? A Machu Picchu vamos a ir en tren.

Una curva, otra curva. San Pedro de Casta se veía como un conjunto de hormiguitas de lomos colorados y brillantes.

–¡Ya no doy un paso más! –dijo Bere, con la lengua afuera–. Mejor me regreso.

–Falta poquito nomás –le dijo el tío Ignacio. Le dio una pastilla para el soroche–. Descansemos un poco.

–Qué bonito se ve todo desde aquí –dijo Marina–. Las montañas, los precipicios.

–Ajá.

Sí, la vista era hermosa.

–En marcha, chicos–. Falta poquito nomás.

–Ojalá, tío Ignacio, ojalá.

Un paso, otro paso. El sol empezaba a quemar con furia.

Hasta que el tío Ignacio dijo llegamos, chicos. ¡Bravo! Ya era tiempo.

Íbamos a acampar en una cabaña de piedra donde había vivido Daniel Ruzo, el estudioso de Marcahuasi.

Después de descargar las cosas, salimos a recorrer la montaña. El anfiteatro era más grande que el Monumental. Suficiente podía aterrizar allí una flota de platillos voladores.

¡Impresionante! ¡Majestuoso! Estas palabras quedaban cortas para calificar las formaciones rocosas. ¿Pudo el viento, la lluvia moldear esas rocas que semejaban sapos, hipopótamos, leones? ¿Pudo la naturaleza tallar el llamado Monumento a la Humanidad? Esta es una inmensa cabeza pétrea que, según el ángulo en que le caen los rayos del sol, deja entrever las diversas razas humanas que pueblan la Tierra. Debió haberlo hecho alguien superior. Quizá la mano de Jehová, como dice el abuelito Juan, si es que no fueron civilizaciones superiores a nosotros.

En la noche, después de cenar un plato de sopa, nos sentamos a contemplar el firmamento. Jamás habíamos visto en nuestras vidas tal cantidad de estrellas en el cielo. ¡Qué grandioso es el universo, la Creación! Esa era la obra de Jehová, sin duda alguna.

DOMINGO 5:

–¡Alalau, qué frío! –nos quejamos.

La mañana sí que congelaba. ¿Así será el Polo Sur, tío Ignacio? Casi, dijo el tío. Pero no se preocupen que un buen café nos hará entrar en calor.

Después de desayunar, volvimos a recorrer la montaña, a contemplar las figuras de piedra, a tomarnos fotos.

Pasado el mediodía, emprendimos el descenso.

MIÉRCOLES 8:

Cocachacra está en las afueras de Chosica. Allí vivieron los abuelos un tiempito. Está cerca del río de límpidas aguas. A la abuelita le gustaba ese lugar porque le recordaba a su pueblo. Una vez, sacando paltas, destrozamos una camisa del abuelito. Casi nos saca la mugre por payasos.

Subimos a San Bartolomé. En el cementerio, correteamos lagartijas para dejarlas sin cola.

Estos paseos llenan de nostalgia al abuelito Juan. Cómo extrañábamos a la abuela María.

Bajamos al río a bañarnos.

SÁBADO 11:

Penúltimo día de vacaciones. Qué rapidito han pasado estas dos semanas. Las vacaciones de medio año deberían de durar un mes mínimo. Falta poquito para que descansemos todo lo que queramos. ¡Nooo!

Fuimos a los Toboganes de Santa Ana.

En la noche, Fabi hizo una reunión en su casa y nos invitó. Ella y Nacho están de enamorados. Ahora sí tenemos que ir todos juntos al viaje de promo. Ojalá.

DOMINGO 12:

Se acabaron las vacaciones. Mañana a estudiar. Fuimos a visitar a la abuela María para despedirnos.

LUNES 13:

Otra vez a formar. Otra vez la bienvenida, las recomendaciones de siempre: estudiar con ahínco, no pintar las paredes ni las carpetas, cuidar la naturaleza, vivir en valores. Atrás quedaron las vacaciones de medio año, el viaje a Marcahuasi, el paseo a Cocachacra, los Toboganes de Santa Ana. Tenemos cuatro meses por delante para estudiar fuerte, con ganas, y después a la universidad.

Otra vez el profesor Palacios.

–¿Escribimos “Así fueron mis vacaciones de medio año”, profe?

–Sí, pero imaginándose que ya ingresaron a la universidad y están recordando estas últimas vacaciones.

–Eso sí que está difícil.

Risas.

MARTES 14:

Sé que te amaré siempre, / yo sé que te amaré hasta el fin del fin. Nuestras voces se mezclaban con el rumor del mar y los chillidos de las gaviotas. Prometo que siempre te daré este mismo sí / y te entregaré lo mejor de mí, / lucharé sin cesar por ti. Éramos los únicos esa tarde en la playa cubierta de niebla. ¡Cinco meses ya de enamorados! Estaré junto a ti / para darte ternura, refugio y valor; / para que nada te haga sufrir / me tendrás junto a ti. Las gaviotas levantaban vuelo a nuestro paso. Nuestros pies descalzos se hundían en la arena mojada, las olas lavaban nuestros pies. Yo era un barco sin dirección, / un libro sin autor, / hasta que te encontré, / ojos cálidos de miel / y mi vida por ti cambió. Mira, una gaviota. Era una gaviota herida. Tenía el ala lastimada. Marina la tomó entre sus manos. Pobre, gaviotita, ¿quién te hizo esto? Ven a mí, / para darte la vida eres tú, / voy a ti, / vendrás a mi lado si quieres tú. ¿Lo llevamos a casa? Claro, mi mamá se alegrará. La soltamos cuando tenga el ala sana. Recordamos cuando andaba yo con muletas. Te parecías a la gaviota. En cualquier situación, / si me necesitaras, / me tendrás por amor. La gaviota nos miraba con ternura como si le gustara nuestras voces. Marina la cobijó en su pecho. Parecía un hijo nuestro. Tener alas y volar. Qué linda es. Tómala. Ah, si nos pudiera contar todo lo que ha visto desde las alturas. La inmensidad del mar, las islas lejanas, otros continentes.

–Me gusta caminar en la playa.

–A mí también.

–Y si es en tu compañía, mejor que mejor.

La abracé. Besé sus cabellos, su nuca delicada como un lirio.

–Un día hay que comprarnos una casita en el Malecón para contemplar todos los días el mar.

–Claro. Cuando terminemos nuestras carreras y empecemos a trabajar.

Las olas, el mar, la inmensidad. Una gaviota en nuestras manos.

Antes de irnos hincamos las rodillas en la arena, hicimos un corazón y dentro escribimos “Harold y Marina, amor eterno”.

Nos alejamos de la playa cantando nuestra canción.

MIÉRCOLES 15:

La misa estaba a punto de culminar. De pronto, sentimos que el piso se movía bajo nuestros pies. ¡Temblor! Vi mi reloj: 6:41. ¡Tranquilos, hermanos, no es nada, ahoritita pasará!, dijo el padre Francisco desde el púlpito. Parecía que era uno de esos temblores que siempre pasan en Pisco, pero no, este ya estaba durando demasiado. Guardamos nuestras guitarras en sus fundas. Que salgan las personas y salimos nosotros. Las lunas de los vitrales vibraban con furia amenazando estallar. Salgan sin atropellarse, por favor, se escuchaba la voz del padre Francisco a través de los parlantes. La gente se había aglomerado en la puerta. Una breve pausa, y de nuevo la sacudida, esta vez con más ímpetu. Las paredes se movían como si fuesen de gelatina, la cúpula amenazaba venirse abajo. ¡Sismo, es un sismo! Las personas empezaron a desesperarse. ¡Abandonen el templo en orden, por favor! De pronto, todo se sumió en la más completa oscuridad, hasta las velas se apagaron por el movimiento. ¡Las paredes se están cayendo! Hay que ponernos debajo de una columna. Ahoritita pasa. Tenía a Marina asida de mi mano. Buscamos una columna. La rodeamos con nuestros brazos. Pamela sollozaba. Tranquila, ya pasará. No hay que soltarnos por nada. La tierra seguía temblando, ¿cuánto tiempo ya? La cúpula se vino abajo con un ruido ensordecedor. Allí estaba el cielo, poblado de millares de estrellas.

–¡¡Mamá, auxilio!! –chilló una voz aguda en la oscuridad.

–Es una chiquita, hay que ayudarla –dijo Marina.

–¡¡Mamá!! –vuelta la voz.

–Hay que rescatarla –dijo Marina–. Espérenme.

–Voy yo.

–Puedes pisar mal, Harold, y te malogras el pie de nuevo.

–Pero…

–¡¡¡Mamá!!!

Marina se soltó de mi mano y se perdió en la oscuridad. Justo en ese instante un resplandor azul iluminó el cielo y un ruido descomunal lo opacó todo.

–¡¡Marina!!

Quise ir tras ella, pero la mano de Agustín me retuvo con firmeza.

La tierra seguía temblando. La iglesia empezó a venirse abajo como un animal herido.

–¡¡Es el fin del mundo!! –repetía Pamela.

–¡¡¡Marina!!!

Nos abrazamos a la columna. Apenas si se podía respirar mientras las paredes continuaban derrumbándose.

–¡¡¡¡Marina!!!!

Sentí que me aplastaban y ya no supe nada más.

JUEVES 16:

Abrí los ojos: allí estaban mamá, papá, el abuelo Juan, el tío Ignacio, mis primos, Agustín y Pamela. Por un segundo me pregunté qué había pasado, hasta que de golpe recordé el terremoto de la noche anterior, Marina soltándose de mi mano para acudir en auxilio de esa voz de niña que clamaba ayuda.

–¿Marina? ¿Dónde está Marina?

Mamá se cubrió el rostro y lloró. El abuelo Juan también estaba llorando como cuando murió la abuela María, y Pamela y Agustín también lloraban.

–¡Marinaaaaa! –grité–. ¡¡Noooooo!!

Intenté ponerme de pie, pero no pude, tenía el cuerpo magullado, adolorido.

–Jehová ha querido que sea así, hijito –me dijo el abuelo Juan, acariciándome los cabellos.

DOMINGO 19:

Íbamos en silencio por la playa solitaria alejándonos de la ciudad en escombros. Nuestra playa. La playa donde nos conocimos, donde nos quisimos, donde tantas veces nos juramos amor eterno, donde cantamos nuestra canción, esa canción que tanto nos gustaba: Sé que te amaré siempre, / yo sé que te amaré hasta el fin del fin… Yo llevaba la gaviota que encontramos en la playa con el ala herida. Llegamos al Muelle. Prometo que siempre te daré este mismo sí / y te entregaré lo mejor de mí, / lucharé sin cesar por ti… Don Miguel nos estaba esperando en El Titanic II. Subimos. La señora Marcela llevaba la urna con las cenizas de Marina. Don Miguel remó mar adentro. Una tarde de verano, una chica contemplando el mar, imaginando quizá veranos que ya nunca más vendrían. Una chica recordando su último verano. Estaré junto a ti / para darte ternura, refugio y valor… Una pelotita que pasó como un bólido a un milímetro de mi cabeza. ¿Te acuerdas, Marina Mar? Nadar tras ella, entregártela, mirar tus ojos color cielo poblados de gaviotas. Para que nada te haga sufrir / me tendrás junto a ti… Te dibujé en la arena; esa noche regresé a la playa, a nuestra playa, habías puesto un corazón alrededor de mi dibujo y escrito tu nombre. ¡Marina! Venías del mar. Ahora vuelves al mar. Yo era un barco sin dirección, / un libro sin autor, / hasta que te encontré, / ojos cálidos de miel / y mi vida por ti cambió… Al día siguiente nos encontramos en el colegio. ¿Escuchaste mi voz que te llamaba? Seguro. Ven a mí, / para darte la vida eres tú, / voy a ti, / vendrás a mi lado si lo quieres tú… Ahora era como un sueño, pero había sucedido, nos habíamos querido, nos habíamos amado, nos habíamos prometido amor eterno. Te había adorado. ¡Marina Mar! Tus manos bonitas, tus dedos frágiles, tus uñas recortadas, pulidas. Tus cabellos negros con aroma a rosas. En cualquier situación, / si me necesitaras, / me tendrás por amor… Una chica inteligente, hacendosa, sabia. Única. Los brazos de acero de don Miguel movían los remos con pericia. ¿Te acuerdas cuán asustada estuviste cuando subimos por primera vez a este bote? Me agarrabas fuerte de las manos. Temblabas. ¡Mi amor! Aquí está bien, dijo don Miguel, dejando de remar, es profundo. Bueno, dijo la señora Marcela. El bote se movía suavemente al vaivén de las ondas marinas. El abuelo Juan hizo una oración. El abuelo también te quiso, te quiso mucho. Las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Tenía la mejilla izquierda lastimada. Todos sollozábamos, hasta don Miguel, el viejo lobo de mar que un día casi llega a las islas Galápagos. A Marina le habría gustado esto: estar en el mar que tanto amaba. En el mar donde un día nuestros restos se unirán para toda la eternidad. Una casita junto al mar. Una casita en la arena. Una isla. Palmeras. El cielo poblado de gaviotas. Sé que te amaré siempre… Tu mamá echó en nuestras manos tus cenizas. ¡Marina! Abrí las manos y las cenizas empezaron a caer al agua. Vuelves al mar, Marina Mar. Una bandada de gaviotas surcó el cielo. Solté la gaviota que encontramos en nuestra playa. Desplegó las alas y voló para unirse con sus compañeras. Escuché tu voz cantando nuestra canción teniendo como fondo musical el rumor de las olas: Sé que te amaré siempre, / yo sé que te amaré hasta el fin del fin… Te vi sonreír, escuché tu risa, los hoyitos se formaron en tus mejillas.

Pisco, verano del 2007

Chosica, enero – diciembre 2008

2 comentarios:

  1. Es una historia como pocas de las que me hacen llorar su sencilles y magistral naturalidad es impresionante; Harol hermano creo que te acompañare en el sentimiento de esa imutable perdida tu corazon noble de poeta es lo que Marina se lleva, pero Dios promete un rencuentro con nuestros seres queridos no se cuanto esto te sirva, escribo diarios y me identifico contigo. Es un amor legendario
    ese dia del terremoto estube en lima Capital y vi como destellaba el cielo y muchos vidrios de la ciudad de los edificios caian y en tanto me imaginaba todo ese episodio que cuentas del templo en ese momento aunque no me lo creeras.
    Dios te cuide siempre, pero Dios no ha probocado esos temblores Se que el es bueno debes buscar otra expliacion.

    ResponderEliminar