Harold lanzó una maldición. Trató de encender una y otra vez el motor del auto, pero todos sus intentos fueron inútiles. Afuera la lluvia arreciaba. ¿Dónde encontraría un mecánico a esa hora? ¿Un hotel? Era casi la medianoche en su reloj. Las casas de
Bajó del vehículo y cruzó la carretera en dirección al pueblo caminando bajo la copiosa lluvia. Las calles estaban convertidas en un lodazal, el agua se metía por sus zapatos y ni una sola casa con las luces encendidas. Dobló una calle, y otra, y otra. Todo el mundo parecía dormir. No debió de haber viajado tan tarde, debió de haber esperado el día siguiente, pero cómo iba a saber él que iba a llover de esa manera. Esa lluvia era inusual. Por aquí llovía en verano, nunca en julio.
Mañana era veintidós de julio. Treinta años atrás, su madre todavía estaba viva. Treinta años atrás, su madre estaba viviendo su última noche de existencia. Al día siguiente moriría, culminaría su paso por la tierra. Todavía recordaba cuando se dijeron hasta mañana, mamá, hasta mañana, hijo por última vez. Qué rapidito había pasado el tiempo, casi sin darse cuenta.
Cruzó la plaza y vio una casa con las ventanas iluminadas. Se alegró. Era la única con las luces prendidas en ese pueblo fantasma. A ella se dirigió de prisa sintiendo cómo el frío le calaba los huesos, el alma.
Cruzó un jardín lleno de geranios. ¿Beethoven? Alguien tocaba el piano. En medio del golpeteo de la lluvia y el rumor del río reconoció La patética de Beethoven. Cuántas veces lo había tocado su madre. Se abrió una puerta en su memoria y vio las manos, blancas, bien cuidadas, de largos y finos dedos, de su madre cayendo como esta lluvia sobre las teclas del viejo piano que ahora estaría apolillándose en algún rincón de la antigua casona familiar.
Los Eucaliptos 141, decía la placa sobre la puerta de madera recién barnizada. Los Eucaliptos 141, repitió bajito. Vaya coincidencia: esa era la misma dirección de su casa. En todos los pueblos había una calle llamada los Eucaliptos, por lo visto.
En lugar de timbre había un reluciente puño de bronce.
Llamó.
Nadie.
Insistió. ¿Y si alguien se había quedado dormido escuchando un disco de Beethoven? La lluvia se intensificaba.
Llamó otra vez. Dejaron de tocar el piano, o apagaron el tocadiscos. Escuchó unos ligeros pasos acercándose a la puerta.
–¿Quién? –preguntó una voz de mujer.
–Mi auto se ha malogrado cerca de aquí. No sé si podría…
La puerta se abrió.
–Buenas noches, señorita, disculpe que la moleste tan tarde, es que mi auto…
–Pase, pase –dijo la joven–. No vaya a pescar una pulmonía en este frío.
–Gracias.
Ella lo condujo a una salita. En la chimenea ardían los leños llenando de calor el ambiente. En un rincón estaba un viejo piano. Parecía el mismo piano que había pertenecido a su mamá.
–¿Era La patética lo que tocaba?
La chica dijo que sí.
–Para no aburrirme.
Alimentó el fuego con otro leño.
Tenía una belleza serena, unos aires distinguidos. El fuego le daba unos matices rojos a su albo rostro. Tenía los ojos grandes y oscuros. Su negra y ondeada cabellera estaba atada en una cola de caballo.
–Mamá también tocaba el piano –dijo Harold–. Y tocaba La patética. Al escucharla me acordé de ella.
–¿Tocaba?
–Sí. Mañana son treinta años desde que murió.
–Lo siento mucho –dijo la chica–. ¿Cómo se llamaba?
–María Luisa.
–Qué coincidencia, yo también me llamo igual.
Harold hizo un gesto de incredulidad.
–En serio –dijo ella–. María Luisa es un nombre común.
–Ah, claro –murmuró Harold.
María Luisa era joven. A lo mucho tendría unos veinte años. ¿Qué habría estado haciendo su mamá a esa edad? ¿Estaría aún en el campo o ya había emigrado a la capital? Se conoció con su padre por lo menos a los veintitrés o veinticuatro años…
–¿Una taza de café? –ofreció María Luisa–. Ha quedado un poco de comida. ¿Le sirvo?
–Si no es mucha molestia. Gracias.
–De nada.
Pareces mi mamá, le iba a decir. Su mamá siempre lo esperaba con la comida caliente, con una taza de café. Se desvelaba por él.
–¿Qué hacía a estas horas en la carretera? –preguntó María Luisa desde la cocina.
–Iba a mi pueblo. Mañana le vamos a hacer una misa a mamá. Quería limpiar la casa donde vivimos.
Alguien empezó a toser en un cuarto cercano.
–Es mi madre que está con una fuerte gripe –dijo María Luisa, cruzando la salita–. Ya vengo.
La vio desaparecer en una puerta al fondo del pasillo. Afuera, la lluvia no tenía cuándo acabar. Las amplias ventanas eran golpeadas por las gruesas gotas de lluvia. A lo lejos el río bramaba como un animal furioso. Qué sería de su auto. Tantos sacrificios para comprarlo para que al final se lo lleve el río. Menos mal que no se quedó a dormir allí. Qué suerte había tenido al encontrar esta casa. La única casa en todo el pueblo con las luces encendidas. El resto parecía dormir placidamente.
María Luisa cruzó hacia la cocina. Harold escuchó el ruido de tazas, platos y cubiertos. Se acordó del ruido que hacía su mamá en la cocina de su casa. Siempre lavando un plato, una taza que ensuciaban los chicos, siempre preparándoles el desayuno a Nacho y a Diego, cambiándole los pañales a la hija de Mariana.
–Sírvase –dijo la muchacha, alcanzándole una bandeja donde humeaba una taza de café y un plato con lomo saltado.
–Está rico –dijo Harold, probando un bocado–. Parece la sazón de mi mamá. Muchas gracias.
María Luisa sonrió. Tenía una bonita sonrisa. Las lenguas de fuego se reflejaban en su blanca y pareja dentadura. ¡Treinta años ya sin ver sonreír a su madre!
Desde la otra habitación volvieron a toser y ella se fue corriendo.
–Ya regreso.
La lluvia seguía cayendo con furia sobre el pueblo. Harold, después de comer, se asomó a la ventana: las calles parecían ríos, el cielo era iluminado por los relámpagos a cada instante. Las casas continuaban con las luces apagadas. Suerte que encontré este refugio, se repitió otra vez, sino, dónde estaría ahora.
–De repente desea dormir –dijo María Luisa al regresar–. Tenemos un cuarto de huéspedes.
–Todavía no –dijo Harold–. Más bien me gustaría escucharla. Claro, si no es abusar de su hospitalidad.
–Al contrario –María Luisa sonrió, echó otro leño al fuego, y se puso al piano. Sus dedos, largos, delicados, casi transparentes, de uñas recortadas y bien pulidas y sin pintar, empezaron a caer sobre el teclado como la lluvia sobre ese extraño pueblo–. Casi nunca tengo oyentes.
–¿Die schöne müllerin?
Ella asintió.
–Schubert.
–Mamá solía tocarlo siempre –dijo Harold. Cerró los ojos para disfrutar mejor de ese instante tan especial. Vio a su madre tocando el piano en la sala de la casona familiar. Tenía las manos bien bonitas, así como las de María Luisa. Casi no recordaba su rostro. Sus manos sí las recordaba con toda claridad como si nunca las hubiera dejado de ver. Y también recordaba las canciones que tocaba. ¡Mamá! Después de tanto tiempo iba a visitar su tumba. Se sintió culpable de tenerla olvidada, de no llevarle ni un ramo de flores en tantos años. Esa pieza era Das wandern, el lied favorito de su madre, y el suyo también. Cuántas veces lo había tocado mamá. Si no hubiese muerto tan temprano, seguramente él también hubiese sido pianista y hoy estaría dando un recital en algún lugar del mundo y no estaría en ese pueblo perdido donde la lluvia no tenía cuándo acabar. ¿Tanta agua había en los cielos? Pero bien valía un chapuzón el estar aquí escuchando a María Luisa cuyas bien cuidadas manos seguían danzando sobre el teclado como una ballerina. Se miró las manos. No, esas no podían ser las manos de un pianista. Eran feas, sus dedos eran gruesos, torpes. Sintió vergüenza de sus manos. Ahora la chica tocaba Nouvelles pièces fruides. Satie. Otra vez su madre. Volver a la infancia, estar junto a mamá, escucharla tocar todas las tardes. Tocaba divino. Se arrepintió de no haber seguido sus pasos. Él era un músico frustrado. Claro de Luna. Vuelta Beethoven. Ese era el primer movimiento. Otra vez su madre. Afuera el cielo seguía derramando sus lágrimas sobre
Volvieron a toser.
–¡Dioses, ya es tarde! –exclamó la chica como si recién se diese cuenta de la hora que era–. Debes estar muriéndote de sueño.
Harold asintió aunque no tenía ganas de ir a dormir.
Mientras el sueño lo vencía, volvió a escuchar La patética. Beethoven. Su madre, sus manos bonitas y bien cuidadas de largos y frágiles dedos que caían como la lluvia sobre el teclado.
***
Unos días después, esta vez de día, un día hermoso lleno de sol y sin lluvia, Harold estaba de vuelta en
Nadie.
Insistió.
–Nadie vive en esa casa hace años –le dijo una señora sacando la cabeza desde la casa vecina.
–¿Nadie dice?
–Así es. Hace años vivía una viejita, viuda ella, que tocaba el piano. Pero se murió y desde entonces nadie vive allí. Decía que tenía un hijo, pero parece que el hijo se murió antes que ella porque nunca le vino a visitar.
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