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viernes, 11 de noviembre de 2011

El flautista de mamá


Sonó el timbre de la calle. Un sonido breve, firme, ¿corchea o semicorchea? Eran cinco para las siete en el reloj redondo que colgaba en la pared. Puntual como siempre. Un metrónomo.

–Debe ser tu profesor de flauta dulce.

No debe ser. Es. Corrige.

–El famoso flautista de Hamelín.

En el rostro de mamá se dibujó una tenue sonrisa.

–Ve a abrirle, Marfe.

–Vaya tú y dile que no estoy.

–Segurito que no has estudiado nada por estar chateando, ¿verdad?

–La música me llega. ¿No puedo estudiar otra cosa?

El rostro albo de mamá se tornó carmesí.

–¿Te quieres quedar sin internet toda la semana, ah?

–Al menos ahí hay cosas más interesantes que la flauta dulce. Tú deberías de tomar las lecciones en mi lugar. Yo ya estoy harta de estar sople y sople como una idiota.

Mamá echaba candela por los ojos. Se aguantaba las ganas de meterme un lapo.

Sonó el timbre por segunda vez. Una redonda. O una redonda con puntillo.

–Qué jodido es ese profesor. ¿No tendrá nada mejor que hacer en su casa los sábados en la noche? Qué ganas de joder a los demás.

–Ve a abrirle de una vez, Marfe, o te cortó el internet por todo el mes.

–¿Por qué no vas tú, mamá, si tú eres la interesada?

–¿Vas o saco la computadora de tu cuarto ahora mismo?

Fui a la puerta antes que cumpliera su amenaza. Ahora el flautista de mamá me va a jalar las orejas por no haber estudiado. ¿Qué le diré? Estuve en exámenes, estamos terminando el bimestre… ¿O la verdad?: ¿sabe qué, profesor Harold?: la flauta dulce me llega.

–Buenas tardes, profesor Harold –me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla recién afeitada. Olía a colonia. Bien perfumadito para visitar a su amada, ¿no?

–Hola, María Fernanda –él no me dice Marfe–. ¿Cómo estás?

–Bien. ¿Y usted?

–Bien también. ¿Estudiaste?

Las orejas me empezaron a quemar. Rapidito habían pasado los días. Ya estábamos en sábado. Los sábados de pesadilla.

–Un poquito nomás… He tenido un montón de tareas esta semana. Estamos terminando el bimestre…

Me miró como dudando. En serio, profesor, créame. O, más le conviene que me crea.

Allí estaba mamá, con su mejor sonrisa de la semana. El amor le cambia a uno la cara: del rostro de ogro de hace un minuto, estaba hecha ahora un dulce.

–Hola, Harold!

–Hola, Karem Geraldine!

¡Hola, Harold!, ¡hola, Karem Geraldine!, repetí mentalmente mientras ellos se saludaban con besito en las mejillas. ¿Por qué no se besan de una vez en la boca si son novios, ah? ¿Acaso creen que no sé? El flautista de Hamelín no viene por mí, sino por mamá. Dense un chape con lenguado nomás que yo entenderé.

–Lo espero en el estudio, profesor.

–Ya. Ahorita subo.

Subí las gradas de dos en dos. Me detuve en el descanso. Paré las orejas.

–Bastante frío, ¿no? –le decía mamá.

–Mmm. ¿Y cómo has estado?

–Ahí, pataleando con esta chica. Cada día está más insoportable. No sé qué le pasa.

–Paciencia que así son todos los adolescentes. Y peor si es hija única.

–Es que tú no te animas a darle un hermanito…

Dejaron de hablar. ¿Se estarían besando? Bajar y sorprender a los noviecitos. El profesor y la mamá de su alumna chapando rico.

Escuché los pasos del profesor y me puse a repasar la partitura de El himno a la alegría.

–A ver, María Fernanda, te escucho –dijo, mirando su reloj. Me esperaban los peores sesenta minutos de la semana. Recé para que la hora se pasara volando.

–No he estudiado nada, profesor Harold –me sinceré, mordiéndome los labios. Quería tragarme la flauta, desaparecer.

–Bueno, bueno, entonces repasaremos –dijo, con una sonrisa condescendiente, revolviéndome los cabellos–. Mira, María Fernanda, tienes que tocar así.

Lo miré atentamente. Sus dedos, largos, delgados, de uñas recortadas y pulidas, parecían estar danzando Cascanueces sobre los agujeros de la flauta dulce. Tenía los ojos semicerrados. Tocaba sin saltarse un compás, marcando los tiempos exactos de las figuras de duración. Yo seguía la melodía en la partitura: sii, do, re, re, do, si. Así jamás voy a poder tocar, pensé, ni aunque practique todas las horas del día y todos los años de mi vida. Yo no he nacido para ser flautista.

–Así jamás voy a poder tocar, profesor Harold, ni aunque practique veinticinco horas al día.

–No es tan difícil como parece, María Fernanda. Todo es cuestión de práctica. Esta canción se toca casi toda con la mano izquierda. En esta re es la única vez que se utiliza la mano derecha, ¿ves?

–Ay, profe, soy una burra para la música.

–¿Te acuerdas que cuando empezamos no sabías casi nada?

–La partitura era chino para mí.

–¿Ves? Poco a poco vamos a llegar lejos.

–Y algún día voy a tocar en la Orquesta Sinfónica de Boston, ¿no? –y usted, mi mamá y mi futuro hermanito me aplaudirán a rabiar, ¿verdad?

–Claro. Nada es imposible en la vida.

–Solo la flauta dulce.

Reímos.

–A ver, ahora lo hacemos juntos. Dedos de la mano izquierda en los tres primeros agujeros.

Sii, do, re, re, do, si, la, hasta el estudio llegaba el olor a carne frita, sol, sol, la, si, sii, laa, sii, ahora las cebollas y el tomate, mamá le estaba preparando la cena a su bello amado, do, re, re, do, si, la, su plato favorito: lomo saltado, a los hombres se les conquista por el estómago, hijita, sol, sol, la, si, laa, sool. Ahora el coro: laa, si, sol, la, si-do, un poco más rápido en las corcheas. Repetimos de nuevo: si-do, si, sol, la, si-do, si, la, sol, la, ree. Tapa bien los agujeros para que el sonido salga nítido. Mis dedos no llegan hasta el sexto hueco, profesor. Todo es cuestión de práctica, María Fernanda. Al fin los últimos compases: sii, do, re, re, do, si, la, sol, sol, la, si, laa, sool. Se repite de nuevo. Marca el compás con el pie.

Al fin terminamos la lección. Me dolían los dedos. Solo veía notas musicales delante de mis ojos.

–¿Lo podrás hacer sola la siguiente clase?

–Claro, profesor Harold. ¿O tengo otra opción?

Risas.

–A cenar, músicos –llamó mamá.

Me senté frente a ellos. Una papita, una carnecita, la cebolla a un ladito porque luego le apesta la boca.

–¿Y cómo te va en el colegio, Harold?

–Ahí, pataleando con los chicos.

–Los adolescentes son bien fregados.

–Mmm. Sin alusiones personales.

–Ay, mamá, me voy a mi cuarto.

–No has comido nada, Marfe.

–No tengo hambre. Si me da, bajo después. Buenas noches, profesor.

–Chau, María Fernanda. No olvides repasar tus lecciones. Le dices a tu mamá que te ayude.

¿Qué me va a ayudar ella si ni sabe cuánto es una negra más una blanca más una redonda entre dos?

Subí volando las gradas rumbo a mi cuarto. Me metí en mi cama y me cubrí con las colchas para no seguir viendo notas musicales por todas partes. Parecían ojillos de roedores atisbándome, vigilándome, persiguiéndome.

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