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viernes, 11 de noviembre de 2011

La Huacachina


Llegamos a Ica un domingo de febrero de espléndido sol después de cruzar Chincha y Pisco.

Buscamos un hotel, nos instalamos.

–Ahora a la Huacachina –dijo Ilse, dándose aire con las manos–. Quiero darme un chapuzón. Estoy que me sancocho.

–La van a confundir con una sirena, tía Ilse –le dijo Nacho.

–Y van a querer que se quede para siempre en la Huacachina –añadió Diego.

Ilse sonrió, halagada.

–¿Les gusta esta ropa de baño, chicos? –Ilse blandió en el aire un diminuto bikini.

–Claro que sí, tía.

–A usted le queda todo.

–Mejor no te pongas nada –le dije.

Ilse hizo una mueca de disgusto.

–Ay, flaco, tú siempre tan aguafiestas.

En una esquina de la Plaza de Armas tomamos un taxi.

–¿Es verdad que una sirena habita en la Huacachina? –le preguntamos al chofer.

–Sí –dijo el taxista, serio como si estuviese en un velorio–. Cuidado con ella que sale en las noches de luna llena y se lleva a los hombres.

Nos reímos. ¡Creyendo en sirenas en pleno siglo XXI!

–Y justo hoy es noche de luna llena –añadió el chofer.

–¿Es cierto eso, maestro, o es un cuento chino más? –le preguntó Ilse.

–No es cuento chino, señorita. La sirena sale de verdad y canta embrujando al hombre del que se ha enamorado –dijo el chofer, con una voz de narrador de cuentos de terror–. Hay varios que han desaparecido misteriosamente en los últimos años.

Nacho, Diego, Ilse y yo nos miramos: este hombre está loco de remate, nos dijimos con los ojos.

–Ojalá me embruje a mí –dije–. Ica es un buen lugar para vivir: mujeres hermosas, buen vino, radiante sol.

Ilse me pellizcó.

–Bromeaba, tonta. Las sirenas solo existen en La odisea.

–Y en La sirenita –dijo Diego.

–Ojalá que te lleve la sirena.

–Si al tío Harold se lo lleva la sirena, ¿yo puedo ocupar su lugar, tía Ilse?

–Claro, Nacho, ¿por qué no?

–Además, yo estoy mejor que el tío Harold –añadió Nacho, sacando punche.

Nos reímos, menos el taxista.

–La Cinthia está bien para ti, Nacho –le dije.

–Ya me la chapé –dijo Nacho.

–Anda, mentiroso.

–En serio, tío. ¿Tú viste, no, Diego?

–Sí –dijo Diego–. En el internet de Jhonny.

–Este Nacho no pierde tiempo –le dijo Ilse, revolviéndole los cabellos–. Es más terrible que su tío. Donde pone el ojo, pone la bala.

Risas de nuevo. El único que no se reía era el taxista.

–Parecen las dunas de La leyenda del rey errante –dijo Diego, señalando las montañas de arena, blancas como la nieve, que hay alrededor del oasis.

–¿Podemos subir después, tío Harold? –me preguntó Nacho, que siempre anda buscando aventuras.

–Claro, chicos. Para eso hemos venido: a divertirnos, a vivir nuevas experiencias.

–A conquistar chicas.

–Ajá.

–Tonto.

–Bromeaba, tonta. Mi sirena eres tú.

Risas.

–¡Wao, parece el desierto de Bagdad! –exclamó Ilse–. Me voy a sentir la princesa Scherezada.

–Yo podría ser el sultán Schariar –le dijo Nacho.

–Es una buena idea –le dijo Ilse–. Nos podemos divertir bastante.

–Lástima nomás que se nos hayan muerto los camellos –dijo el taxista, con pesar–. ¿Se imaginan ustedes todo esto lleno de dromedarios?

–Sirenas, camellos, dunas, palmeras, un oasis –dijo Ilse–. Wao, me voy a sentir como en Las mil y una noches.

–Yo podría ser el genio –dijo Nacho.

–Claro, claro –dije–. Soñar no cuesta nada.

–Tú siempre tan aguafiestas, flaco. Mejor te hubieras quedado en casa.

–Eso, eso.

Al fin llegamos a la Huacachina. Parecía un domingo en la playa: chicas en bikini, personas tomando sol, comiendo helado.

–Yo leí que esta laguna se formó con las lágrimas de una princesa inca –dijo Diego, el chancón de la familia–. Su novio murió en la guerra y ella lloró tanto que formó una laguna.

–Las mujeres somos así por naturaleza –dijo Ilse–: Lloramos por todo.

–Y por nada –dije.

–Tonto –me dijo Ilse, pellizcándome otra vez.

–Por eso existe la llorona y no el llorón –dijo Nacho.

Todos reímos, menos el taxista, el hombre seguía serio como un cachaco. Se despidió de nosotros con un cuídense mucho en un tonito que no me gustó nadita. Viejo loco, pensé.

Si era una princesa inca, como decía Diego, ¿por qué era la estatua de una sirena la que nos daba la bienvenida?, me pregunté. ¿Por qué?

–¡Diablos, qué calor! –exclamó Ilse–. Vamos a bañarnos de una vez.

–Póngase su bikini, tía Ilse, para ver si es cierto que el tío Harold tiene buenos gustos o no –le dijo Nacho.

–La tía Ilse es más bonita que la tía Marisela –dijo Diego.

–Eso está por verse –dijo Nacho–. ¿Te acuerdas de la tía Karem Geraldine?

–Era fea.

–Cómo que fea si hasta se parecía a la Vanessa Tello.

–¿Qué apostamos? –le retó Diego.

–Si tú pierdes, pagas los deslizadores; si yo gano, la tía Ilse me da un par de besos, ¿ok?

–Trato hecho –dijo Diego.

–Graciosos –les dijo Ilse, halaga con los piropos de los chicos–. ¡Wao, qué calor, me sancocho!

–Compra helados, tío Harold, sino la tía Ilse se va a deshidratar –dijo Nacho.

–Y se va a ver súper fea como la Laura Bozzo y la Magaly Medina juntas –añadió Diego.

–Ay, chicos, ustedes son la muerte –les dijo Ilse.

Fuimos por unos helados.

–¿Y estas aguas son medicinales, señora? –le preguntó Ilse a la heladera.

–Ya no, señorita –le dijo la vendedora–. Antes eran. Ahora traen el agua en camiones. La laguna se está secando.

–¿Y es cierto que en las noches de luna llena sale una sirena, señora? –le pregunté.

–Así dicen, joven –dijo la señora, con la misma seriedad del taxista–. Sale en las noches de luna llena y se lleva al hombre del que se ha enamorado.

–¡Wao! –exclamó Ilse–. Mejor nos vamos, Harold, no quiero quedarme viuda antes de nuestra luna de miel.

–Tía Ilse, recuerde que a rey muerto, rey puesto –le dijo Nacho.

Reímos todos, menos la señora.

–¿Y usted sabe algo de la princesa inca que perdió a su novio en la guerra y lloró tanto que formó esta laguna? –le preguntó Diego.

–Esa es otra versión del origen de la laguna –dijo la señora–. Se llamaba Huacachina, y no era una princesa, sino una chica común y corriente. Su amado era Ajall Kriña. Ella vivía en Taucaraca, más allá, cruzando las dunas –añadió la señora, señalando con el índice detrás de las montañas de arena–. Su amado vivía en Pariña Chica, por allá –su índice apuntó el otro extremo–. Un día lo llamaron para sofocar una sublevación contra el inca. Lamentablemente murió en combate. Al recibir la noticia, Huacachina, presa de la desesperación, corrió y corrió hasta caer exhausta en este lugar, que está a mitad de los dos pueblos. Aquí lloró y lloró formando esta laguna. Pero hay todavía otra versión –siguió diciendo la señora, indicándonos con su índice un lugar no muy lejos de donde estábamos–. Allí hay un poema de José Santos Chocano que habla de una princesa, también llamada Huacachina, a quien un mirón descubrió bañándose. Tenía un espejo. Al huir despavorida, se le cayó y rompió, formando esta laguna. La princesa se transformó en una sirena. Según el poema, Huacachina significa la que hace llorar.

–¿La sirena no será la princesa que llora a su amado? –conjeturó Diego.

–Quizás, niño –le dijo la señora–. No sé…

Fuimos a leer el poema de Chocano. Los versos hablan de una princesa que se bañaba desnuda a la sombra de un algarrobo. Termina de bañarse, sale y se cubre con una sábana. Se contempla en un espejo. Pero en el espejo no está solo su imagen, sino también el de un hombre que la mira con ojos lascivos. Huye espantada. La sábana con la que se cubría se enreda en un zarzal y la princesa cae. El sátiro se acerca a grandes zancadas. Es entonces cuando el espejo se convierte en laguna, la sábana en arena y la princesa en sirena.

–Interesante historia –dije.

–Leyendas son leyendas –dijo Ilse–. ¿Nos bañamos, chicos? ¡Me muero de calor!

–Ya era tiempo –dijo Nacho–. Quiero ver una sirena de carne y hueso y no una de los cuentos.

Pucha, pero yo no sé nadar muy bien –se lamentó Ilse–. ¿Y si me ahogo?

–Yo le enseño, tía Ilse –se ofreció Nacho–. Y gratis.

–Gracias, Nachito –Ilse le estampó un beso en las mejillas–. Eres un amor.

–Y si se ahoga, ¿le puedo hacer respiración boca a boca, tía Ilse?

–Claro, Nachito, por mí no hay ningún problema, ¿verdad, Harold?

–Por mí puedes ahogarte todas las veces que quieras –le dije–. Total, por aquí debe estar la sirena esperándome.

–Tonto.

–Bromeaba, sonsa.

Nos pusimos a nadar. Yo pensaba en Huacachina, me la imaginaba recibiendo la infausta noticia, corriendo desesperada sobre la caliente arena, cayendo postrada en este lugar, llorando a lágrima viva la pérdida sufrida, muriendo de amor. También pensaba en la princesa transformada en sirena por culpa de un mirón.

Nadamos, almorzamos y nos pusimos a descansar bajo la sombra de una palmera mientras los chicos se deslizaban en las dunas.

Una chica, bonita, de largos y rubios cabellos, nadaba en medio de la laguna. La contemplé a mis anchas aprovechando que Ilse dormía a pierna suelta. Ella también me miró y, a la distancia, me sonrió. Wao, tengo mi jale, pensé. Ahoritita le saco plan, me dije. A reina muerta, reina puesta…

¿Qué? ¿Estaba viendo visiones? Vi que la chica tenía cola de pez. Caracho, ¿me he vuelto loco o qué? Me restregué los ojos y volví a mirar: sí, era una sirena, en lugar de piernas tenía cola.

–¡Ilse, mira, una sirena! –sacudí a Ilse hasta despertarla.

–Y mira allá, hay un genio que está saliendo de su lámpara –me dijo ella, de mal humor, como siempre que la despiertan mientras toma su siesta.

–En serio. Mira –apunté hacia el centro de la laguna donde la chica seguía nadando. El sol reverberaba en su cola dorada de pescado–. Allí está.

–Seguro se ha enamorado de ti, pues. Anda, enséñale a nadar y, si se ahoga, hazle respiración boca a boca.

Seguía sin creerme. Insistí.

–Me parece que te has excedido con el vino durante el almuerzo, Harold –me dijo Ilse, ahora sí molesta de verdad–. ¿Me dejas descansar? Tengo la panza llena y quiero dormir un poco. ¿Por qué no nadas un rato para que te despejes la cabeza?

Se tapó con la toalla y me dio la espalda.

Fui a buscar a los chicos. Les dije que había una sirena en la laguna.

–Vamos a atraparla, muchachos.

–¿Cuál sirena, tío Harold? –dijeron, escudriñando la laguna.

–¡Esa, la que está allí!

–¿Cuál, tío?

–Esa rubia.

–La única sirena que veo es a la tía Ilse –dijo Nacho.

–¡Miren su cola de pescado!

–Tío, esas son piernas, y buenas –dijo Nacho–. ¿Por qué no descansa un rato en la sombrita? Demasiado sol hace daño.

–Te calienta el cerebro y te hace ver visiones –añadió Diego–. Así como a los que se pierden en los desiertos.

Ellos tampoco me creían.

–¿Quién llega primero a la punta, Diego?

–¿Qué apostamos, Nacho?

–Si yo gano…

Me metí a la laguna. Allí estaba la sirena. La atraparía y los incrédulos me creerían. Nadé hacia ella, pero, cada vez que me le acercaba, ella se alejaba.

Desistí de mi propósito. Quizá todos tenían razón y el vino y el sol me estaban haciendo ver visiones.

Llegó la hora de regresar a la ciudad.

Esa noche, mientras dormía, me despertó un extraño canto. Una voz que nunca había escuchado cantaba melodías que parecían venir de mundos lejanos, perdidos, inexistentes.

Salí del hotel y caminé en dirección a la Huacachina siguiendo esa voz.

Llegué al oasis. Las aguas estaban quietas, como sumidas en un profundo sueño. Las dunas y palmeras proyectaban sus enormes sombras sobre la laguna.

Por detrás de las dunas empezó a salir la luna llena, amarilla como una yema. Se reflejó en las aguas como en un espejo.

¿Desde hace cuántos siglos estarían las dunas contemplando la laguna, reflejándose en ella?

La luna estaba ahora en el centro de la laguna.

Allí estaba la sirena, nadando suavemente como un barco sobre un mar en calma.

Cantaba.

Nos miramos.

Movió las manos, llamándome.

Empecé a caminar en dirección a las aguas.

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