La vi llegar a la piscina. Era alta y delgada, tenía los cabellos negros, largos y lacios, la piel pálida. Llevaba un jean que alguna vez fue azul, unas sandalias negras y un polito blanco. Unas gafas oscuras cubrían sus ojos. Entró a los vestuarios. Salió enfundada en un bikini celeste. Se untó la piel con bloqueador. La piel pálida que el sol tostaría en un par de horas. Era uno de los días más calurosos del último verano. La piscina rebosaba de concurrentes.
Se echó sobre su toalla.
–¿Vamos a bañarnos, Agustín? –me dijeron mis amigos.
–Después –les dije.
–¿Has venido a bañarte o a pensar en la eternidad de los mosquitos, ah?
Sonreí sin ganas.
No insistieron.
Después de un rato de tostarse la espalda, la chica se dio la media vuelta y quedó de cara al sol. Sus pequeños senos apuntaron hacia el cielo como queriendo derribar al astro rey.
Mis amigos chapoteaban en el agua, nadaban de un extremo a otro de la piscina, buceaban. Salieron.
–¿Una Cristal al polo, Agustín?
–Después.
–Caramba, este hombre ha venido a mosquearse como un plátano. Anda, vamos –Vero tiró de mi brazo–. Vamos, no seas aguafiestas.
–Después.
La chica se paró, caminó hacia la piscina, remojó un pie como probando la temperatura del agua. Pareció desanimarse. Fue al quiosco, pidió una Pepsi. Bebió media botella en el trayecto de regreso. Se echó de nuevo sobre la toalla. El sol seguía quemando implacable su piel.
–Vamos, Agustín, una chelita no te hará daño –era Nati, la piel roja, el rostro lleno de pecas.
Los brindis, las risas, los planes para pasar un largo fin de semana en la playa para despedir el verano.
–¿Pedimos arroz con mariscos?
–Claro.
–Y cevichito también.
–Y una chelita más. Qué calor, ¿no?
La chica se puso otra vez de pie, se sacó los lentes, caminó en dirección al trampolín. Subió. Un paso y otro paso y otro paso hasta llegar arriba. El cielo al alcance de sus manos. Parecía la estatua de mármol de alguna diosa marina.
–Yo, ni loca me tiraría desde allí –dijo Nati–. Da vértigo.
–No es tan alto como parece –dijo Miguel.
–A ver, tírate tú –le dijo Vero.
–Primero las damas.
–Chistoso.
Me distraje por un segundo siguiendo con la mirada a una muchacha con un aire a Vanessa Tello. Los gritos de los bañistas rompieron el encanto.
¡La chica se estaba ahogando!
¿Y el salvavidas?
Corrí y me arrojé a la piscina. La saqué desfalleciente. Los párpados cerrados, la boca torcida en una mueca de desesperación, el terror dibujado en su rostro, los cabellos revueltos como algas. Tuve que hacerle respiración boca a boca. Sus labios fríos, mis manos presionando su barriga, la piel helada. Arrojó toda el agua que había tragado. El agua y la Pepsi.
Volvió en sí. Lloró. Ya pasó, le dije, no fue nada. Igual seguía nerviosa.
Se llamaba María Luisa. Vivía en Chaclacayo.
–Vamos, te acompaño a tu casa.
–Provecho con el plan, amigo –me susurró Nati.
–Nos cuentas después –dijo Vero.
–Con todos los detalles –otra vez Nati.
Subimos a una combi.
–No debí de arrojarme del trampolín –dijo María Luisa, aún con temblor en la voz–. Fue una imprudencia pues no sé nadar. Mis padres se iban a volver locos si me moría.
–Ya pasó –le dije. Le tomé las manos: seguían heladas. Le conté que hace años, cuando era chiquillo, casi me ahogo en el río cuando fui a robar fruta con mis amigos Viejo, Lube y Pelusa. Sonrió un poquito. Había tristeza en esa sonrisa–. Si quieres, puedo darte clases de natación. Aunque me imagino que ni querrás volver al club.
–En casa tenemos una piscina.
–Mucho mejor entonces. Nadar es fácil.
–Para no hacer el ridículo la siguiente vez.
–No digas eso. Ya verás que con un par de lecciones, serás medalla de oro en nado olímpico.
Una tenue sonrisa se dibujó en su rostro.
Bajamos en el paradero de los Álamos, subimos a lo largo de la avenida, doblamos a la derecha y llegamos a los Eucaliptos 141. Nos despedimos con un beso en las mejillas, me dio las gracias por haberle salvado la vida, entonces te espero mañana, Agustín.
Al día siguiente estaba ante esa misma puerta. Toqué una y otra vez. Cuando ya me iba a marchar, pensando que no había nadie, al fin me abrieron.
–¿A quién busca, joven? –me preguntó una anciana. Tenía los mismos rasgos de María Luisa, pero abatidos por el paso inclemente del tiempo. Debe ser su abuela, pensé.
–A María Luisa, señora.
–Pasa, pasa –me dijo la abuela. Estaba toda encorvada y se ayudaba con un bastón–. ¿Cómo así conociste a María Luisa?
–En Los Toboganes, señora. Fue a bañarse y…
¿Decirle que su nieta estuvo a punto de ahogarse? Mejor no, podría darle un infarto.
–Por lo visto, su alma sigue penando –dijo la anciana–. Ya no sabemos qué más hacer para que pueda descansar en paz. Todos los años le hacemos su misa pero parece que es por gusto.
¿Qué? ¿Su alma sigue penando? ¿Descansar en paz? ¿Misa?
–¿Qué dijo, abuela?
–María Luisa murió ahogada hace sesenta años, un diecinueve de marzo como ayer.
La miré, incrédulo, sorprendido.
–No tendría por qué mentirte. Era mi única hija. Siempre ronda las piscinas cada diecinueve de marzo. Ven.
Esta vieja está loca de remate, pensé, mientras cruzábamos un jardín devorado por la maleza. Yo no soportaría vivir un solo día en su compañía. En cualquier momento se aparecería María Luisa y me diría Agustín, no hagas caso a las tonterías que dice mi abuelita, ¿no ves que tiene demencia senil la pobrecita? Compréndela, ¿sí?
Llegamos a una piscina vacía en el borde del cual estaba sentado un anciano. No contestó mi saludo. La abuela loca de remate, el abuelo sordo, bonita familia, pensé. Nunca más vuelvo a esta casa. ¿Quién me manda a dármelas de instructor de natación, ah, de salvavidas?
–Está así desde que María Luisa se ahogó. Se pasa las horas mirando ensimismado la piscina como si quisiera escuchar el grito de nuestra hijita para arrojarse y salvarla como no lo hizo hace sesenta años –dijo la viejita, con los ojos arrasados por el llanto.
Se ha tomado en serio lo de la hijita ahogada, me dije. Debió de haber sido actriz en su remota juventud. O quizá María Luisa les contó que estuvo a punto de ahogarse y se querían divertir conmigo para olvidar ese hecho lamentable.
–Franz, ayer María Luisa se le apareció a Agustín –le dijo la viejita, tocándole los hombros. El anciano apenas hizo un movimiento para mirarme con unos ojos glaucos carentes de expresión alguna. Eran los mismos ojos de María Luisa.
No dijo nada. ¿No tendría lengua? Hedía. Tenía la barba crecida.
–Hasta se ha olvidado de hablar. Su vida es estar sentado en el borde de la piscina.
Par de viejos locos, pensé. Qué terrible es la edad. Yo, a los cincuenta años, me ato una piedra en el pescuezo y me arrojo al mar. La vida de María Luisa sería un infierno en este pequeño manicomio.
–¿Y cómo estaba María Luisa, Agustín?
–Linda, alta –decidí seguirles la corriente para no terminar como ellos.
–Era una niña muy preciosa –dijo la viejita.
¿En qué momento se aparecería María Luisa y me diría mis abuelos te están tomando el pelo, Agustín, no les hagas caso?
–¿Quieres conocer el cuarto de María Luisa?
–Claro, señora –dije, pensando se acabó la broma.
María Luisa estaría durmiendo aún, seguramente. La sacaría de su cama, le jalaría las orejas por no mandar a estos viejos al Larco Herrera.
–Vamos.
–¿El abuelo se queda?
–Sí. De allí nadie lo mueve hasta que lo llame María Luisa pidiéndole ayuda.
Volvimos a cruzar el jardín.
Entramos a un cuarto de niña cuyas paredes estaban cubiertas de fotos ya amarillas. Reconocí a la chica –con muchos años de menos, claro–, a quien había salvado la vida: los mismos ojos grandes y tristes, la misma cabellera negra. Había muñecas de trapo, cochecitos, mesitas, cocinitas.
–No hemos movido nada desde que María Luisa se ahogó –dijo la anciana–. A veces pensamos que es solo un mal sueño y algún día volverá y no queremos que se moleste si encuentra sus cosas donde no las dejó.
–¿Y cómo así se ahogó María Luisa, señora?
–Era bien traviesa. Mientras me fui al mercado, se subió al trampolín y se arrojó a la piscina como lo hacía su papá. No sabía nadar. Franz dormía aún y no escuchó sus gritos. Cuando nos dimos cuenta, estaba flotando en el agua. Desde entonces siempre se aparece en las piscinas en el aniversario de su muerte. Parece que su alma no puede descansar en paz.
–Lo siento mucho, señora.
Abandoné esa casa lo más rápido que pude.
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