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martes, 21 de septiembre de 2010

Los vampiros de La Realidad


Los primeros habitantes llegaron a La Realidad huyendo de la ocupación del ejército chileno. Entonces la distancia entre el valle y la capital era enorme, había que cruzar un enmarañado monte infestado de fieras y un caudaloso río. ¡Quién se iba a imaginar que un siglo y medio después todo se llenaría de cemento e hidroeléctricas! Irónicamente, estas están ahora en manos de nuestros antiguos enemigos. Entre ese grupo de personas estuvieron los Helder; nadie sabía de dónde habían salido, pero destacaban por su belleza física, gente de tez blanca, ojos claros y cabellos rubios y su hablar extraño, una mezcla de español y un idioma desconocido. Eran cuatro: papá, mamá y una niña y un niño. Desde un comienzo, esta familia se comportó de una manera extraña: buscaron para habitar un lugar aislado y alejado, casi nunca se les veía en el pueblo. Un día ocurrió un crimen en las afueras del pueblo, camino a la estancia de los Helder: José, un chico que presumía de sostener amoríos con Marianne Helder, fue hallado muerto con orificios en el cuello y sin una gota de sangre. ¿Qué animal habría hecho eso? A esa muerte siguieron otras, y otras. Había que hallar un culpable, y todas las miradas apuntaron a esa familia tan extraña. Son brujos, dijo alguien. Practican el incesto, añadió otro, por eso papá Helder ha matado al amante de su hija. Son vampiros, dijo uno que había estado alguna vez en Europa y escuchado la leyenda del Empalador de Transilvania, ¿acaso se les ve de día?, ¿y ese idioma con el que se comunican entre ellos? Alguien aseguró haber visto a papá Helder merodeando el pueblo a altas horas de la noche. La chusma, enardecida, decidió hacer “justicia” con sus propias manos y acabar con los que estaban cometiendo esos crímenes. Los cuatro Helder fueron muertos con una estaca clavada en sus corazones. Fueron enterrados en el patio de su casa. Unos años después, cuando la peste arrasó con casi toda la población de La Realidad, los muertos fueron enterrados al lado de los supuestos vampiros. El lugar se convirtió en el cementerio oficial. Con el tiempo, alguien construyó un mausoleo para los cuatro en la parte más alejada del cementerio. Cuando éramos niños y había algún muerto en el pueblo, solíamos acompañar al cortejo y siempre íbamos a ver la tumba de los “vampiros”. Pero un día dejé de ir, murieron amigos, vecinos, y nunca iba, hasta que murió mamá. Cuando cumplió un año, fui con un amigo y allí nos agarró la noche bebiendo. Entonces recordé a los vampiros cuya historia pobló mi niñez de terror. Fuimos a buscar el mausoleo. Allí estaba, carcomida por el paso de los años y la malahierba. ¿Sería cierto que los mataron ensartándoles estacas en el corazón? No sin esfuerzo, utilizando un fierro como palanca, abrimos la cripta y descendimos hacia las profundidades después de espantar a una bandada de murciélagos. Allí estaban los cuatro, intactos a pesar del paso del tiempo. Marianne Helder parecía una princesa dormida con el rostro hermoso, puro, las pestañas largas, los labios rojos, la piel lozana y los cabellos largos y rubios. Los lamparones de sangre aun parecían frescos en el vestido blanco como de novia que tenía por mortaja. Antes de cerrar el ataúd, no resistí la tentación de acariciarle el rostro. Así lo hice. Siempre había leído que los vampiros tenían la piel fría como la de los muertos, pero el rostro de la chica estaba suave y tibio, podía sentir en la punta de los dedos el fluir vigoroso de la sangre. Puse la tapa en su lugar y abandonamos el camposanto.
Hace poco fue hallado un muerto con unos orificios en el cuello. La gente del pueblo empieza a hablar otra vez de los Helder.

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