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domingo, 26 de septiembre de 2010

Camino Huanta-Chincho


Cruzando el puente rumbo a Chincho, seis años después de lo contado en esta historia. En la otra foto mi mamá y Nacho en Huanta


A la memoria de Zenón Campana Auris, y a mi madre

Frente a Huanta, cruzando un valle, hay una cadena de montañas. Allí está Chincho, decía mi mamá, señalando uno de los cerros. ¿Ves esas casitas? Yo no veía nada. Mamá tenía una vista de lince. Por allí está mi casa. Martes, 26 de setiembre, minutos antes de las cinco de la mañana: vamos, Arol; despierta, Nachito. Todavía tengo sueño, abuelita. Tenemos que caminar bastante. Las primeras luces del alba empezaban a dar forma a las cosas. Nos alistamos. Nos despedimos de la tía Susana. Vamos al quiosco para que desayunen. Se nos va a hacer tarde, hermana, gracias. La tía me dio tres soles. En el camino no hallaría dónde gastarlo. ¿Cuándo vuelven? El domingo. Van con cuidado. Cuiden a Nachito. Salimos de la ciudad y nos internamos en el valle. Todo era chacras, tunales, árboles. Nadie nos acompañaba. Blanca se iba los fines de semana con el tío Andrés a una feria. Ojalá que no nos perdamos. Desde que regresamos a Lima, nunca había vuelto a Chincho. ¡Tantos años ya! Mis padres habían muerto, también mis hermanos Anacleto y Teodora. Durante la guerra no se podía viajar. En agosto de 1980, estuvimos en Huanta y Jiljarajay, pero no llegamos a Chincho. La guerra había empezado tres meses atrás, pero no se notaba aún, era como un cáncer que empezaba a hacer estragos en silencio. Iba a volver a mi casa después de años. Íbamos bien pertrechados para la jornada: una Coca–Cola, dos botellas de agua, sobres de refresco, un kilo de azúcar, galletas, panes, un kilo de manzana, un kilo de pepino, un kilo de níspero ayacuchano, fósforos, mi cuchillo, también coca para mitigar el cansancio y cigarros Inka. Suficiente para alimentarnos un par de días. Al quiosco de la tía Susana llegaban tempranito los chinchinos a desayunar. Decían que habían salido a las cuatro de la mañana. ¿En cuántas horas llegaríamos nosotros? Nacho iba sobre mis hombros. Tenía cuatro años, qué iba a caminar mucho. Por lo menos llevaba quince kilos sobre las espaldas. Mamá llevaba un quipi con ropa usada. El río Cachi era nuestro primer objetivo. En el trayecto encontramos casitas quemadas, abandonadas, invadidas por la tuna y la malahierba. Hasta había una escuelita en las mismas lamentables condiciones. Para que enseñes, hijo. Reímos. Llevaba una copia de mi título de profesor. En Lima no encontraba trabajo. Quizá mi primo Néstor, alcalde de Chincho, podría ayudarme. Seguíamos andando. Ni un alma a la vista. El camino estaba regado de tunas. La tuna es como la malahierba: cae una penca al suelo y empieza a crecer, a dar fruto. Criando cochinilla podríamos hacer fortuna. Caminamos, caminamos. Ya era de día. Iba a ser un día de mucho sol, por lo visto. Caminamos, caminamos. Llegamos a la altura de Cangari. Allí naciste, hijo. Cuando estaba embarazada de ti, un puma vino a buscarte. Dicen que esos animales atacan a las gestantes, les abren la barriga y se comen el feto. Estábamos solas en la chacra tus hermanas y yo, tu padre había ido a Lima a cobrar una letra de la casa. Carolina me despertó: mamá, están tocando la puerta. Parecía que alguien quería entrar. Chocolate ladraba. ¿Juandi? Grrr. Puma, pensé. ¿Y ahora qué haremos? ¿Qué es, mamá? Shits, no hagas bulla. Carolina tenía cinco años; Mariana, tres. Las metí dentro de una tina y las puse debajo de la cama, protegiéndolas con sillas y los arados. Arrastré los baúles y la mesa para asegurar la puerta. El puma rugía con furia, arañaba la puerta. Chocolate le contestaba. Ojalá que no se le ocurra subirse al techo, pensé. El techo era de calamina, qué iba a resistir semejante peso. Busqué con qué defenderme. Estaba la escopeta de tu papá, pero no sabía cómo se disparaba. Hice una lanza con un palo largo y un cuchillo. También tenía el machete. Entra, desgraciado, y te atravieso como anticucho. Grrr, grrr, seguía el puma. Guag, guag, le contestaba Chocolate. Mamá, tengo miedo, lloriqueaba Carolina. Mariana dormía plácidamente. Shits, hijita. Ojalá que amanezca pronto, rogaba yo, sosteniendo mi lanza y el machete. Casi amanecía cuando cesaron los rugidos. Salí a ver: unas enormes huellas estaban grabadas en la tierra mojada. Las garras eran como cuchillas. ¡De la que nos salvamos! Menos mal que ese día llegó mi papá a visitarnos y después mandó a mi hermano Teófilo para que nos acompañara hasta que regresara tu padre. ¿Y ahora por cuál camino vamos? Estábamos en la intersección de tres caminos. El cerro donde estaba Chincho no se veía. ¡Tantos años sin andar por ahí! El camino se había borrado de mi memoria. Vimos venir a un gringo. Hay que preguntarle. ¿Y si es un pishtaco? Dicen que los sacagrasa son gringos. Busqué mi cuchillo con disimulo. El tipo venía despreocupado. ¿Cuál es el camino que lleva a Chincho, joven? Sigan por allí. Gracias. De nada. Suerte. Él se fue por el camino de la izquierda. Parecía hijo de los Rivero. Ellos nos arrendaron su chacra en Cangari. Era chiquito cuando lo dejamos. Continuamos. Cruzamos un arroyo, una cañada. Parecía uno de esos paisajes sacados de los cuentos de hadas. Empezamos a subir una cuesta. Este lugar es Cascabel. Más allacito está el cementerio. Allí está enterrada mi hermanita Antonia. Mi tía Antonia había muerto jovencita, le había chocado el abuelo. Hicimos un alto en el cementerio. A mi hermana la habíamos enterrado debajo de un guarango. El guarango estaba, pero de la tumba de mi tía no había la menor huella. El tiempo, el paso de los hombres y los animales habían borrado el montículo de tierra que señalaba su tumba. Mamá sollozó, hizo una oración. Algunas tumbas estaban con las cruces volteadas, partidas, caídas, con los nombres borrados por la lluvia, la helada, el sol. Había una tumba con un pequeño dibujo de una hoz y un martillo que las inclemencias del tiempo también habían estropeado. Sendero había estado en Cangari. Los enfrentamientos fueron feroces, contaba el tío Ponciano, marido de la tía Irma. Tumbas olvidadas, sin una sola flor. Así será después de nuestras muertes: pasarán cincuenta, sesenta, cien años y nos olvidarán. Había algunos Gastelú entre los difuntos. Quizá serían parientes nuestros. Reanudamos la marcha. Cruzamos Jello Jello. La tierra era amarilla como lo indicaba su nombre, seca, parecía un paisaje lunar. Allá está el río Cachi. ¡Al fin! A las siete de la mañana cruzamos la frontera entre Ayacucho y Huancavelica. Cruzamos el puente cuyos maderos alguna vez quemaron los senderistas. Los pilares aún conservaban las huellas del fuego. La primera etapa de nuestro trayecto estaba cumplida. Allí desayunamos mirando las cristalinas aguas del río Cachi. Ese mismo río lo cruzó alguna vez el abuelo Ignacio llevando sobre sus espaldas un fantasma. ¿Hace cuántos años ya de eso, papá? ¿Medio siglo quizá? Más, seguramente, cuando no existía ni un tronco sobre el lecho del río. Cuenta, abuelo. Me dirigía a Huanta, era una madrugada, me estaba acercando al río cuando vi que un hombre se acercaba y se alejaba de la orilla, se alejaba y se acercaba, como preguntándose ¿cruzar o no cruzar? Me llené de temor, pero continué caminando. Mi padre era valiente, ¡si hasta había agarrado la cabeza voladora de una bruja! El caudal estaba bajo, ¡fantasma!, pensé. Los fantasmas le tienen miedo al agua. Empuñé mi machete. El hombre me saludó con una voz gutural que hizo que se me pusieran los pelos de punta. ¿Podría ayudarme a cruzar al otro lado, por favor?, me dijo. Suba. Me encaramé en las espaldas del cristiano. No pesaba nada. Se metió al agua. Yo pensaba ahoritita me va a tragar. Dicen que los fantasmas se tragan a los cristianos para salvarse. Llegamos a la otra orilla, salté al suelo, le di las gracias al cristiano y continué mi camino. ¡Uff, la saqué barata! Ese mismo río lo había cruzado mi papá en mis sueños antes de morir: mi viejo iba de prisa, Julia, Griselda y yo íbamos detrás de él tratando de alcanzarlo, llegó al río, se quitó el pantalón y lo cruzó. Justo cuando mis hermanas y yo llegamos a la orilla, aumentó el caudal y ya no pudimos cruzar. El viejo seguía caminando de prisa. Un par de semanas después recibiste un telegrama donde te anunciaban que yo había muerto. Esta vez sí de verdad. Mi mamá había muerto años antes, en 1954, si no me equivoco. Mi padre en 1960. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Nos lavamos y continuamos nuestro camino. Ahora el paisaje era distinto: cactus secos, viejas y moribundas tunas esperando la lluvia para renacer. Parecía el lecho de un río seco. Caminamos, caminamos. Desde Huanta parecía tan cerca. Por esos mismos caminos andarían los senderistas. Caminos solitarios, alejados, poco frecuentados. Te emboscaban y nadie se daba cuenta. Por allí habrían andado las patrullas de sinchis y militares en busca de los tucos. A la derecha había una casita de adobes y paja. Allí vivía mama Bini. Alguien pasteaba cabras. Antiguamente los que íbamos o veníamos de Chincho hacíamos un alto allí para reponer fuerzas. Unos años antes de la verdadera muerte de mi padre, recibí un telegrama donde me decían que había fallecido. Camino a Chincho me detuve donde mama Bini a tomar un vaso de agua. Sacié mi sed y continué mi camino. Más allá me sentí mal. El agua me había chocado. Sentí que me moría. Si no es por unos paisanos que me encontraron en el camino, no iba a llegar vivo a Chincho. Mi padre no estaba muerto. Le pedí a tu primo que te escribiera ese telegrama para que te acordaras que tu viejo aún existía. El que casi mueres fuiste tú, hijo. La broma me iba a salir caro. A mama Bini los transeúntes solían preguntarle ¿maymi queso, mama Bini; maymi suero, mama Bini? Ahora ya no había ni suero ni queso. Nacho hizo la caca, la vieja orinó. Estábamos al pie del apu Qqasi. De nuevo teníamos el dilema de no saber por dónde ir. Ningún camino a la vista. Solo una trocha abierta por un tractor que moría unos cuantos metros arriba. Ninguna huella que nos indicara por dónde ir a Chincho sin perdernos. Acuérdate, vieja. Es que todo ha cambiado. Subiremos por aquí pues. Empezamos a subir buscando alguna huella humana. El sol empezaba a quemar con fuerza. Seguimos subiendo. ¿Y si nos perdemos y vamos a otro sitio? Por este cerro se va a Chincho, de eso no tengo dudas. Mira: allá viene una señora. Qué suerte. La esperamos. Allinllachu, mama. Allinlla. ¿Va para Chincho? Arí, mama. Nos acompañaremos entonces. Qué alivio. ¿Vienen de Lima? Sí, señora. ¿Qué familia son? Gastelú Palomino. ¿Usted es la hija de mama Felícitas? Sí. La mataron los terrucos, ¿no? Sí, esos ajarways. Había conocido a mi hermano Anacleto. Me preguntó por mis sobrinos. Le dije que Víctor había muerto hace años. Pobre Víctor, era tan bueno. Seguimos subiendo. Vimos venir a otra señora, una viejita. La esperamos. Ya éramos cinco rumbo a Chincho. Mamá les hablaba en quechua. Las señoras venían de Maynay. El domingo anterior había sido la feria del Señor de Maynay. Allí habíamos estado con mi hermana Susana y toda la familia tomando chicha de jora. Seguimos subiendo. Vimos venir a un joven. Nos alegramos. También iba a Chincho. Ya éramos seis. Soy Víctor Gastelú. Yo también soy Gastelú. Somos primos. Todos los Gastelú de Chincho y Chullayacu somos familia. Seguimos subiendo. El camino había sido borrado por la lluvia. A veces teníamos que abrir un paso con nuestros pies. Seguimos subiendo. Empezaron a sucederse los abismos, interminables, profundos. Una caída y sería el fin. Me llené de temor. ¿Y si nos volvemos a Huanta? Huanta estaba al frente. Huanta con sus techos de calamina reverberando al sol. Desde Huanta todo parecía tan cerquita, tan fácil. Quién iba a pensar que ese cerro era una montaña llena de abismos. Seguimos subiendo. Teníamos que seguir. Sí, Sendero había estado en Chincho. Había matado, destruido, quemado, en esos abismos había arrojado a sus víctimas, los había hecho caminar descalzos sobre las pencas de tuna antes de matarlos. Solo habían dejado destrucción y muerte a su paso esos ajarways. El sol quemaba con furia. Seguimos subiendo. Yo iba feliz sobre los hombros de mi tío Titala. Mi tío se sacó los pasadores y ató mi brazo al suyo por seguridad. Bajo la sombra de unos añosos sauces hicimos un alto. Esos sauces eran de mi época. ¿Agüita? Un poco de gaseosa para todos. Coman galleta, fruta. La viejita nos invitó papa sancochada que conservaba caliente en un atado. Gracias, señora. Sigamos. Iba disminuyendo el peso de la mochila, pero a medida que íbamos subiendo yo sentía que todo se me hacía más pesado. No iba a ser fácil llegar a Chincho. Esos abismos daban vértigo, miedo. Miedo de resbalar, de caer, de rodar hacia el final. La vieja estaba colorada, sudorosa, pero seguía caminando, no se quejaba. Yo siempre he sido fuerte. De niña he caminado harto con mi tío Antonio Palomino haciendo trueque. El tío Titala dio un mal paso y empezó a cojear del pie izquierdo. Me conseguí un palo seco para utilizarlo como bastón. ¿Puedes caminar un poquito, Nachito? Nachito no quería bajar de mis hombros. ¿Lo llevo, primo? Que te cargue tu tío Víctor. No, tío Titala. Me duele el pie. Camina un poquito, por favor. Nada. ¡Camina, carajo! El tío Titala me metió un palazo. Mi bastón se rompió. Lloré. El tío Titala también lloró. Camina un poquito, por favor, Nachito, sino no vamos a llegar a Chincho. Te cargo, Nachito. Me monté en los hombros del tío Víctor. Me estaba arrepintiendo de haberle dicho a la vieja quiero conocer Chincho. Mejor nos hubiéramos quedado en Huanta. ¿Ir y venir cada mes de Chincho a Huanta a cobrar mi sueldo por este camino? Víctor me pidió mi mochila. Igual me seguía doliendo la rodilla. La viejita me leyó la coca: le ha dado veta, no llegará a Chincho, pronosticó. ¿Me iba a morir en el camino? El viejo había llegado una vez a Chincho medio muerto, ¿por qué yo no? Yo había caminado por los cerros de La Realidad con Viejo, Pelusa y Lube cuando éramos niños y este cerro no me iba a vencer por más abismos que tuviera. Sigamos. El cerro se partía en dos. El abismo era interminable. Saltemos, es solo un paso. Un mal paso y, adiós. Salté. La vieja saltó. Seguimos subiendo. Allá está la punta. ¡Al fin! Llegando allí se ve Chincho. Nos apuramos. A las tres y dieciocho de la tarde coronamos la cima desde el cual se veía Chincho. Allí estaba mi pueblo. Los ojos se me empañaron. Hace décadas que la había visto por última vez. Siempre había querido volver y no había podido hacerlo. Ahora estábamos a unos cuantos pasos de ella. Ahora el camino era en bajada. Nos apuramos. Las señoras se adelantaron. Le dicen a Néstor que su tía María viene en camino. Una hora después ingresamos a Chullayacu, un pueblito a un paso de Chincho. Estaban haciendo una reunión en una casa a un lado del camino. Nos llamaron. ¿Vienen de Lima? Sí. Sírvanse sopita caliente. Para ese pie, nada como un traguito. Muchas gracias. ¿Qué familia son? Gastelú Palomino. En Chullayacu también había Gastelú. Nos atendieron bien. Dos años después pediría un poco de agua caliente a esa misma señora. Fue en julio cuando fuimos con mi marido y mi nieto Lala a la fiesta de la Virgen del Carmen. Ni sabíamos que era nuestro último viaje a nuestro pueblo. Esa vez fuimos por Huanchuy. Flora estaba en Chincho. Bajó con los burros y se llevó todas las cosas incluyendo la comida y el agua. No teníamos nada para llevarnos a la boca. Empezó a llover. Mi marido y Lala casi se mueren. Mi mujer era fuerte. Ella nos decía apúrate, camina, Juandi. La próxima hay que traerle algo a esa señora. No hubo próxima vez. Esa fue nuestra despedida de Chincho. Con los estómagos llenos hicimos el tramo final, esta vez por tierra firme. Apenas había cambiado en tantos años de ausencia. Esa es la casa de tu papá. Era una de las primeras casas entrando al pueblo. Tenía la puerta clausurada con espinas. Allí viví hasta que me llevaron a Huanta después que le saqué la mugre al hijo de la profesora. Por allá está mi casa, mamá señaló al cerro del frente. Mañana lo vamos a ver. Por allá estaba la casa de tu tío Anacleto. Llegamos a casa del tío Porfirio. Allí nos alojamos. Arol y Nacho se acostaron mientras yo me quedaba conversando con mi cuñado. Al día siguiente, miércoles veintisiete de setiembre, recorrimos nuestro pueblo. Fuimos a la casa donde había vivido. Solo estaban los restos de los cimientos. Lloré recordando a mi mamá. Allí estaba mi cocina, la vieja señaló un rincón, allí dormíamos, por allí teníamos otra puerta para bajar al pozo a traer agua. Allí había un molle, hacíamos chicha con sus semillas. Habían abierto por mitad de tu chacra un camino hacia Villoc. Voy a reclamarle a Néstor. ¿Quién se habrá llevado las cosas de mi mamá? Sus ollas, sus platos. Hasta sus tejas se habían llevado. Saquearon todo cuando se enteraron que me habían matado los terrucos. Ni las cosas de los muertos respetan. Así era en tiempos de esos ajarways. A ver si hacemos que siembren a medias en la chacra. Fuimos donde Félix Escobar, el primo de la vieja. El tío Porfirio nos dijo que su señora era huesera. ¡Primo! ¡Prima María! Mi primo había sobrevivido a la guerra. Su señora me revisó el pie. Solo había pisado mal. Me masajeó con un ungüento. El tío tenía un ciervo gris que había capturado hace poco. Recordamos a Anacleto, a mamacha. Le regalé un saco que había llevado. Nos despedimos. Era para siempre esa despedida. Un par de años después moriría él, luego le seguiría yo. Vamos al cementerio a buscar a mi papá. El cementerio estaba en las afueras de Chincho. En un rinconcito, junto a la pirca, estoy enterrado yo, Julián Palomino, muerto el siete de abril de 1973, diez años antes que los senderistas llegaran a mi pueblo. Primera vez que vienes a visitarme, hija. No se podía por culpa de los terrucos, papá. Esos ajarways. Lloré recordando a mi padre. La próxima vez hay que traerle flores. ¿Dónde estarán enterrados el abuelo Ignacio y la abuela Isidora? Ni huellas de mis abuelos paternos. Néstor debe saber, hay que preguntarle. Había tumbas sin nombre. En los cementerios siempre hay tumbas sin nombre. Tumbas olvidadas para siempre. Chau, papá, otro día volvemos. Chau, hija. Gracias por haber venido a visitarme. Recorrimos el pueblo. Allí estaba el local municipal que Sendero quemó. Lo habían construido por gestiones de mi padre cuando era representante de los chinchinos residentes en la capital. Allí estaba la antigua escuelita. Los militares la habían convertido en base antisubversiva. Esa es la casa que tu tío Anacleto compró, la vieja señaló una casa a un lado del local municipal, no tenía puerta, la utilizaban como baño. ¡Si el tío la viera! Había tantas casas vacías en el pueblo. Antes, cuando yo era chica, había bastantes habitantes, señores principales. Casi todos se han ido por culpa de los senderistas. Vamos a ver la casa de tu papá. Fuimos a la casa de mi abuelo Ignacio. Allí vivió tu abuelo cuando tenía tu edad, Nachito. Miramos al interior: las paredes estaban llenas de hollín. ¿Hace cuántos años que nadie vivía allí? Uff, un montón de tiempo. Aunque los que los habitamos alguna vez seguimos allí para siempre. Todo lo que sucedió seguirá sucediendo hasta el fin de los tiempos. Vamos a ver el pozo donde sacábamos agua. Lejitos era desde tu casa. La vida no era tan fácil en Chincho. Allí estaba el mismo pozo donde los viejos sacaban agua cuando eran niños. Para los muertos el tiempo es como el agua del pozo: permanente. Vamos donde tu tía Julia. La tía Julia, hermana menor del viejo y mamá de Néstor, nos recibió bien. Allí almorzamos. Menos mal que los terrucos ya no vienen por aquí desde que armamos las rondas campesinas. En la noche fuimos a buscar a Néstor. No hay plaza para profesor de secundaria, primo. El colegio de aquí es de primaria nomás, apenas hay dos salones. Tendrías que ir a Julcamarca o Lircay. Chincho recién se está repoblando. Llegó un día en que solo era un pueblo de viudas, ancianos y niños. Cuánta gente había muerto durante la guerra. Los terrucos mataron a nuestros maridos, a nuestros hijos, a nuestros hermanos. Aunque sea sacaré mi partida de nacimiento, por gusto no hemos venido. ¿Sabes escribir a máquina, primo? Claro. Busqué en unos viejos libros y allí estaba mi partida. También vi la partida de nacimiento de mi prima Eva. Estaba escribiendo cuando entraron los ronderos armados con sus escopetas. Nos asustamos. Había un tipo alto y pelucón como Túpac Amaru. ¿Quién les dio autorización para entrar al municipio? Somos familiares de Néstor. Estoy sacando mi partida de nacimiento. Ah, ya. Arol terminó de escribir su partida y regresamos a la casa de mi cuñado Porfirio. Tengo miedo, tío Titala. La oscuridad parecía una taza de café. Nos perdimos. Llegamos casi a la salida del pueblo. Regresemos donde Néstor para que nos indique la casa de tu tío. Menos mal que al regreso pudimos encontrar la casa del tío Porfirio. Segunda noche que dormimos en Chincho. Al día siguiente, jueves veintiocho de setiembre, muchos años después de la muerte de Juan Ignacio, yo no lo sabía y la vieja ni lo recordaba, emprendimos el retorno a Huanta. El tío Porfirio tenía que viajar a Lima. ¿Con quién íbamos a regresar? Dicen que había pishtacos. Un hombre había desaparecido hace poco. Es peligroso que anden solos. A las seis de la mañana salimos del pueblo. Una hora después ya estábamos en la punta. Con mi cuchillo escribí mi nombre en una cabuya. Adiós, Chincho, algún día volveremos. Volví un año después, solo, por un día nomás. La bajada fue más fácil. Fuimos por el llamado camino de los animales, un camino ancho. Si por allí hubiéramos venido, no habría sentido tanto pavor. A las nueve de la mañana ya estábamos cruzando el puente sobre el río Cachi. Aparte del tío, íbamos con Zenón Campana Auris, quien llevaba botellas vacías de la gaseosa Panchito. Tenía su tienda. Un año después fuiste a buscarme a mi casa y mi mamá te dijo que había muerto en un accidente camino a Huancayo. Descansa en paz, amigo. Zenón conocía a los Palomino Chacón, había pasteado cabras con Eva. No creía que la prima ahora andaba con taco y pintada como un payaso. El tío Porfirio siguió a pie a Huanta llevando su burro, nosotros fuimos por Cangari para cortar camino. Pero el camino era feo, todo monte, inundado, lleno de mosquitos. Menos mal que mi mochila estaba casi vacía y a veces la vieja me ayudaba a cargar a Nachito en su manta. Allí naciste. La vieja señaló una casita de adobe. Allí habíamos ido a parar por culpa de unas brujas. A esa casa quiso entrar una noche un puma.

2 comentarios:

  1. FELICITACIONES, FUE DE PURA CASUALIDAD QUE ENCONTRÉ ESTA HISTORIA Y ME HIZO RECORDAR A MI NIÑEZ CUANDO ME LLEVABAN HASTA LOS DOCE AÑOS A VISITAR HUANCHUY, TIERRA DE MIS PADRES, HASTA QUE APARECIO SENDERO LUMINOSO Y YA NO FUI MAS POR ALLA, PASAMOS CASI LA MISMA SITUACION EN EL CAMINO DE HUANTA A HUANCHUY. AHORA HAY CARRETERA HASTA HUANCHUY PERO YO QUISIERA CAMINAR DE NUEVO DESDE HUANTA A HUANCHUY PARA RECORDAR ESOS AÑOS. OTRA VEZ FELICITACIONES POR TU NARRACIÓN. CARLOS ANTONIO HUAMANÍ PAZ

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  2. que linda narración por un momento me metí en cada párrafo como conocedora del lugar y ex compañera de colegio de zenon campana gracias por el relato. Un abrazo Sonia Valenzuela

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