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jueves, 26 de enero de 2012

Diario escolar



JUEVES 1:
Setiembre. Empieza un nuevo mes. Ya estamos en setiembre. Setiembre, el mes del amor, de la juventud, de la amistad. Mes de la primavera. Primavera, los corazones laten con más ímpetu, con más ganas, los jardines se visten de colores, los pajarillos cantan en los árboles hermosas tonadas, los niños juegan alegres en los parques. La gente se enamora en setiembre. En setiembre todo el mundo me pide poemas y cartas de amor. Setiembre, mes del paseo a Chosica. Chosica como todos los años a lo largo de mi vida escolar. En Chosica está el sol, por eso vamos en su busca. Ah, si pudiera ir en busca del amor. Saldré a buscar al amor, / con las uñas, con los dientes. / Saldré a buscar al amor que no sea indiferente. / Saldré a buscar al amor, / a ese amor que a mí me quiera. / Porque yo quiero a ese amor… Los días empiezan a ser más calurosos. Arañita se sancocha en su cuevita. ¿Quién habrá inventado el calzón? ¿Cuándo lloverá en mi Desierto? Arañita lo agradecería: gracias, gracias, gracias. El verano está a la vuelta de la esquina, falta poco para disfrutar del mar otra vez, de la arena, de las gaviotas, de los rayos del sol, de la brisa marina. Menos mal que aquí no tenemos huracanes asesinos como en los Estados Unidos. Si al Katrina se le hubiese ocurrido pasar por Vallecito, estoy segura que nada hubiera quedado en pie.
Me ducho, me rasuro las axilas. Yo también quiero estar peladita, pide arañita, pero no, no le hago caso, después pica feo. Espérate hasta el paseo a Chosica, arañita venenosa.
Entro cantando a la cocina.
–¿Por qué tan contenta? –me pregunta mamá mientras me sirve mi desayuno. Cocoa con leche como siempre.
–No sé.
–¿No sabes, o estás enamorada, hijita?
Ya la fregué todo por dármelas de cantora. No digo nada, solo me sonrojo. El rubor me delata. Enamorada estoy hace años, desde que era una pulga, desde que era una cosita sin tetas ni poto y él entró por primera vez al salón, entró a mi corazón y allí se quedó para no volver a salir.
–No vayas a meter la pata como Mariana, hija.
–¡Ma, qué cosas dices! –protesto. La que calla otorga. Yo tengo tantas cosas que otorgar, pero igual protesto.
–Si vas a tener intimidad, dile a tu enamorado que se ponga condón –mamá me mira. Esa mirada penetra las fibras más íntimas de mi alma. Ella me conoce bien.
Si vas a cachar, hijita, cuídate, porfis. Aprende de tu amiguita Angie, tan retaca, y se sabe todas las mañas de las callejoneras. No seas otra Mariana.
–¡Ma, tú estás más loca que una cabra! La primavera te está afectando la cabeza, por lo visto.
–Es que esa es la verdad, hijita. Recién me he dado cuenta –ella medio que quiere sollozar.
–Yo tengo que seguir estudiando, viejita. No te voy a fallar –le digo, abrazándola. La abrazo fuerte, la lleno de besos–. No soy tan sonsa como Mariana.
Claro que no. Yo no soy tan huevona. Yo me cuidaré. Uno hace el amor no solamente para seguir poblando el mundo, sino también para disfrutar, para gozar, ¿no? (palabras de Angie: el chuculún es bien rico.) Hay tantos niños sin papá, sin nombre, que sería pecado traer uno más. Claro que no, yo me cuidaré, pondré una alambrada de púas en la entrada de mi Jardín Secreto para que nadie ingrese sin mi permiso: la casa se reserva el derecho de admisión al Paraíso, no insistir, porfis. No seré ni como Mariana ni mucho menos como Angie. Yo me cuidaré, no me meteré con cualquier pobre diablo. ¿El amor es ciego? Me pondré buenos lentes, entonces.
–Me alegro que pienses así, hija. Si te vas a enamorar, hazlo de un hombre que valga la pena, no dejes que algún mocoso te pinte pajaritos y luego te haga el avión como a tu pobre hermana.
Un hombre que valga la pena. Mamá no ha dicho busca un chico que valga la pena, ha dicho un hombre que valga la pena. Un hombre. No un mocoso que no sabe ni limpiarse el culo y ya está pensando en cachar. ¿Habrá leído mi diario? ¿Mariana le habrá contado algo? Últimamente se han vuelto amigas, aunque Mariana siempre la mira con recelo, ¿no le perdonará que por su culpa se haya roto la pata y haya vivido sin papá? Un hombre que valga la pena. No un mocoso. ¿Quién podrá ser ese hombre?
Le doy un beso y marcho contenta al colegio.
Ahí está el profesor Palomino. ¡Al fin ha vuelto! El corazón quiere explotar de la emoción. Ahora sí nadie nos separará, amor. A ver, un besito a mi amado. Cierro los ojos cuando sus labios rozan mis mejillas. Béseme otra vez en los labios. ¿No ve que es setiembre? Setiembre, el mes del amor. Vuelvo a vivir, vuelvo a cantar, / porque tu amor volvió hacia mí (puedo soñar)…
–¿Y cómo está?
–Muy bien.
–Me alegro.
–Mira –me dice.
Reconozco mi llave. Me alegro.
–¿Vamos a seguir en la biblioteca?
–Vamos a sacar nuestras cosas.
La alegría escapa de mis manos como un suspiro, apenas me duró unos segundos, igual que ese beso que nos dimos hace casi tres meses ya. Vamos a sacar nuestras cosas, la biblioteca se terminó para nosotros. Y yo que quería estudiar para bibliotecaria.
En el camino hacia nuestro antiguo nidito saca su llavero, saca una llave y lo cambia por el de la profesora de computación.
–Esto es tuyo –me dice.
–¿Para qué lo quiero si ya no lo voy a poder utilizar? ¿Quiere que entre a robar libros?
–No. Guárdalo. Si me quieres recordar, con esa llave abrirás las puertas de nuestros recuerdos.
Qué poético: las puertas de nuestros recuerdos. Suena cursi: las puertas de nuestros recuerdos. Parece el título de una película hindú o de una canción de Los Iracundos. ¿Pero acaso el amor no es cursi? El amor es el sentimiento más estúpido que puedan sentir los seres que tragan y defecan y se limpian los dientes y el culo y se bañan después de hacerlo para librarse de los sentimientos de culpa.
–Guárdelo usted. De repente el otro año vuelve a la biblioteca.
–No, Camila, nunca volveré, te lo juro, más bien trataré de cambiarme de colegio, ya me cansé de toda esta mierda.
–Yo también –miento. Le pediría que luche, ¿pero para qué?
–Pero tú de todas maneras te tienes que ir. Te envidio.
Envidiarme. Nada más. No me dice te voy a extrañar cuando te vayas. Era tu mirada tierna la que me entregaba / la tibieza dulce de la madrugada, / no estaba seguro si era un sueño o no… Tus labios temblaban junto con los míos… Te extrañaré cuando te vayas, / te extrañaré cuando no estés, / quien va a creer lo que vivimos si ni yo lo puedo creer…
Tomar la llave, abrir la biblioteca, prenderle fuego e inmolarnos. ¿Pero para qué mierda? ¿Para que los demás se rían de nosotros?
Entramos. Probablemente es la última vez que estamos aquí. Mirar cada rincón, los estantes llenos de libros, nuestro escritorio. Ahí nos besamos una vez, hace tiempo ya. Ese tiempo no volverá. Ese día nunca más se volverá a repetir en esta vida, en nuestras vidas. Un día moriré recordando ese beso que nos dimos tres días antes de su cumpleaños. Ese beso lo llevaré como Jesús llevó su cruz al calvario. Nos dimos un beso y nadie se dio cuenta. Por ese beso pudieron habernos botado del colegio, pero nadie lo hizo. Por ese beso pudieron haberlo condenado a cadena perpetua, botado del magisterio, anulado su título de profesor, pero no lo hicieron. Nos botan por un beso que se dieron Bendezú y Portilla –¡quiénes todavía!– jugando a la botella borracha. Por eso nomás nos botan.
Guardar lo poco que es nuestro, la radio, los CDs, los casets, nuestros lapiceros.
–Escógete el libro que más quieras.
Lo miro, extrañada.
–Para que tengas otro recuerdo de tu paso por este lugar.
Otro recuerdo. ¿Para qué quiero otro recuerdo? El único recuerdo que me llevaré será el beso que nos dimos alguna vez. Solo eso me llevaré. La llave se oxidará en algún rincón de mi cajón, con las hojas del libro me limpiaré el poto con caca o haré barquitos de papel que se llevará el río hasta el mar. Ese beso que nos dimos nadie me lo quitará. Ese beso me lo llevaré a la tumba.
–¿No le dirán nada por chorearse un libro?
–Ni se darán cuenta, esas bestias ni leen. Y si se dan, es igual. Escoge el que quieras.
–El que quiero…
–Sí, el libro que más te guste.
–Cierre los ojos…
–¿Para qué? –me mira. Esos ojos siempre me han gustado. Esos labios siempre he deseado besar de nuevo.
–Para que no vea el libro que me voy a llevar. Así, si se dan cuenta, usted no sabrá nada.
–Bueno, Cami, como digas, pero apúrate que tenemos clase.
–No se preocupe que ya sé el libro que me voy a llevar. Cierre los ojos.
Cierra los ojos. Yo me pongo de puntillas, como cuando estaba en primer año, y le doy un beso. Lo amo, profesor. Lo amo desde que estaba en primer año, ¿nunca se dio cuenta? Dígame que me ama como yo lo amo. Dígame también te amo, Camilita, te amo y lucharé para quedarnos en este lugar. Nadie nos sacará de aquí.
No, no lo hace, se queda quieto como una estatua.
Escuchamos pasos y salgo huyendo de la biblioteca.

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