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domingo, 15 de mayo de 2011

Tiempo de morir (un cuento de mi libro Historias urbanas)

Ahora que la hija del ladrón, asesino y corrupto está a punto de ser elegida presidenta de esta república bananera, es bueno refrescarnos la memoria con uno de los crímenes por los cuales fue condenado a 25 años de cárcel. Lo único que quiere Keiko es liberar a su padre, el resto le importa un carajo, ¿para qué quiere otra cosa si se robaron 6 mil millones de soles de las arcas?


Es como un fantasma que volviera, desde el fondo del tiempo, a mostrarme a los muertos y a cosas olvidadas, MARIO VARGAS LLOSA, Historia de Mayta

No son los asesinos sino los sobrevivientes los que vuelven al lugar del crimen, PABLO DE SANTIS, Filosofía y Letras


El 18 de julio de 1992, el Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado por los aparatos represivos del Estado, secuestró y asesinó a nueve estudiantes y un profesor de La Cantuta, leyó una y otra vez Agustín. ¿Habían sido nueve u ocho los estudiantes secuestrados y ejecutados por el entonces clandestino brazo armado de la dictadura fujimontesinista? El entonces temible Grupo Colina. Temible Grupo Colina. Sonaba bien esto de temible Grupo Colina. Habría que añadirlo al texto. Oficialmente eran nueve alumnos y un profesor. Oficialmente. Pero él, Agustín, al amparo de la oscuridad y los matorrales, había contado ocho alumnos. ¿Entonces por qué siempre se hablaba de nueve estudiantes? Eso es lo que nunca había entendido. Hizo una bola con la hoja y la arrojó a la papelera.

Reelaboró el texto: El 18 de julio de 1992, el Grupo Colina… Se acordó que tenía que poner temible Grupo Colina. Hizo otra bola de papel y la arrojó a la papelera. Estaba mejorando su puntería.

Tenía una duda: ¿ese 18 de julio cayó sábado o domingo? No lo recordaba. ¿Le estaría fallando la memoria? ¿Dónde había puesto el viejo calendario de 1992? El tiempo estaba haciendo mella en su memoria. ¿Dónde? Buscó inútilmente entre la pila de papeles, recortes periodísticos y apuntes que de vez en cuando su nieta trataba de ordenar. ¿Ximenita lo habría botado a la basura al ver a la rubia desnuda que adornaba aquel ajado calendario?

El 18 de julio de 1992, el temible Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado por los aparatos represivos del Estado, al amparo de la oscuridad, secuestró y asesinó a ocho alumnos… ¿Ocho o nueve? ¿No sería mejor ceñirse a la cifra oficial?: Nueve alumnos y un profesor. Nueve alumnos muertos y todos en paz.

Sentía una opresión en las sienes. Se puso en pie y dio vueltas por su flamante estudio. Las paredes estaban atestadas de libros que había ido acumulando a lo largo de toda su vida. Cuántos años de lectura estaban allí sobre los anaqueles. Libros que había adquirido en la desaparecida feria del libro de la avenida Grau cuando aún no había sido invadida por los ladrones y las putas; en Quilca, posteriormente en Amazonas, en El Virrey –a veces se había dado ese lujo–, en la feria del libro de la avenida La Marina, del Jockey Plaza, del Museo de la Nación. Libros que había robado de la biblioteca de los colegios por donde había pasado, libros que le habían regalado sus amigos. No era fácil conservar tantos volúmenes: la capa de polvo que los cubría, que un día limpiaba y al siguiente reaparecía, parecía formar parte de ellos. Recordó que a Mily no le gustaba la lectura y siempre se molestaba cuando llegaba con su paquete de libros: hoy tragarás papel, le espetaba. Rossana leía poesía española –sobre todo García Lorca, Bécquer, Hernández–. Ximenita –toda la saga de Harry Potter y El Señor de los Anillos– solía llevarse varios libros a la vez que luego devolvía acomodándolos en los mismos lugares de los cuales los había sacado. Cada libro suyo tenía su lugar en la biblioteca.

Se concentró otra vez en su labor: El 18 de julio de 1992, el temible Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado por los aparatos represivos del Estado en colaboración con la CIA norteamericana… ¿Acaso Montesinos no había sido espía de la CIA? ¿No lo expulsaron del ejército por filtrar información a los gringos?

Percibió que la puerta del estudio se abría despacito, que unos pasitos se acercaban de puntillas.

Unas manitos le cubrieron los ojos.

–¿Adivina, abue? –preguntó una vocecita de ángel.
–¿Carmencita?

–¡Nooo, tonto!

–¿Luisita?

–¡Tampocooo!

–¡Ximenita! –levantó a la niña, la hizo girar en el aire, y con ella sobre los hombros, bajó al comedor.

–¿Qué haces todo el día encerrado allá arriba, papá? –le preguntó Rossana.

–Durmiendo.

Rossana lo miró ¿con ironía, con lástima? ¿Pensaría que jubilarse lo había trastornado?

–¿Sigues escarbando en el pasado, papá?

Agustín no dijo nada, comía en silencio.

–¿Por qué no dejas en paz a los muertos, papá?

No es tu problema, hija, tuvo ganas de decirle, pero no lo hizo.

–Podrías escribir cuentos infantiles, o poemas, como antes.

–¿Me dejas cenar tranquilo, Rossana?

–¿Mañana vamos a Huachipa, abue?

Rossana le clavó los ojos. Así le miraba Mily cuando estaba en desacuerdo con él.

–Por si acaso, vamos a ir al zoológico. Si quieres, vienes con nosotros.

Rossana no dijo nada.

¿Su hija prefería que pase las horas vegetando? ¿Algo le decía él cuando se pasaba las tardes viendo telenovelas? No estaba, tampoco, todo el día metido en su estudio. Preparaba el almuerzo, hacía la limpieza, llevaba y traía a Ximenita del colegio. Esta semana había pintado la fachada y las rejas de la casa para dejarla presentable con motivo de las Fiestas Patrias. ¿Rossana también quería que le lave los calzones?

Terminaron de cenar en silencio.

Regresó a su estudio. Puso Las cuatro estaciones. La música empezó a brotar casi como un susurro de los parlantes empotrados en las esquinas del estudio. Una mariposa elevándose por los aires.

Retomó su trabajo: El 18 de julio de 1992, el sanguinario Grupo Colina, comandado por Martin Rivas, secuestró y asesinó… Hizo una pausa: ¿no corría el rumor, últimamente, que los estudiantes fueron llevados de La Cantuta hacia las instalaciones del servicio de inteligencia para ser interrogados? Se les pasó la mano a los milicos y decidieron ejecutarlos a todos. Después los llevaron a Huachipa para enterrarlos, y cuando aparecieron las primeras denuncias de la prensa los trasladaron a Cieneguilla previa incineración. Se acordó de las denuncias de COMACA y León Dormido, del fémur que llegó en un sobre a un congresista de la oposición.

Tantas conjeturas, hipótesis, suposiciones dando vueltas en su cabeza. Hizo la enésima bola de papel y la arrojó al tacho, ya repleto. ¿Tantas hojas desperdiciadas tratando de escribir, de ordenar un par de líneas? ¿Y si Rossana tenía razón? ¿No sería más fácil contar sus aventuras con Karem en Piel de ángel, o su amor casi prohibido por Hilda Angélica en El profesor de música? El castillo olvidado era una historia juvenil que bien valía la pena contarse.

Escribir sobre La Cantuta se le estaba complicando, pero tenía que seguir adelante.

Un par de horas después, Ximenita entró al estudio a darle el beso de las buenas noches y a rezar con él. La niña le recordó que al día siguiente tenían que ir a Huachipa.

–No te vayas a ir si mí, abue.

–Claro que no, hijita, cómo crees.

–Me despiertas tempranito, abue.

–Ya –dijo, besando las mejillas sonrosadas de su nieta.

–Hasta mañana, abue.

–Hasta mañana, hijita.

El también tenía que acostarse. Guardó el CD en su lugar, apagó las luces y salió de su estudio.

Una garúa interminable, terca, persistente, caía sobre La Realidad. Nada como Chosica y su eterno sol, pensó, recordando su paso por La Cantuta.

Apagó las luces de su dormitorio y se acostó pero el sueño no venía a él. Últimamente le era difícil conciliar el sueño. Era cierto eso que los viejos dormían poco. Por lo visto, no iba a ser tan sencillo escribir su Trilogía Guerrillera. Había pensado iniciar su llamado Ciclo Cantuteño con La universidad de los desaparecidos para luego seguir con Edith la guerrillera y culminar con Cadena perpetua, pero hoy se había trabado en las primeras líneas del primer capítulo de La universidad… ¿Dónde estaría el problema? ¿No estaría complicándose tratando de contar la historia desde el punto de vista de los desaparecidos? ¿Sería creíble una historia contada por los muertos? Podría mezclar las voces narrativas de vivos y muertos como en Pedro Páramo, ¿o no?

La Cantuta. Recordó ese lejano 18 de julio de 1992: despertó porque le dolía el estómago, había dobleteado en la cena. Salió con sigilo del dormitorio, los demás dormían profundamente ajenos al drama que se avecinaba. Dejó la puerta entreabierta para no hacer ruido al regresar y fue al descampado a hacer sus necesidades. Estaba cagando, cuando distinguió siluetas en la penumbra. Mierda, los cachacos, pensó, ocultándose detrás de unos matorrales. Venían a hacer una requisa, seguramente, a buscar material subversivo. La noche anterior el Partido había golpeado sin misericordia el corazón de la burguesía capitalina. Se dispuso esperar a que los soldados terminaran su labor y regresaran con el rabo entre las piernas a su base. Se arrepintió de no haber cerrado la puerta. Escuchó voces, gritos de protesta, lisuras. Después vio que sacaban a los alumnos y los hacían tenderse boca abajo en el patio. ¡Mierda, no era una requisa cualquiera, por lo visto!

Siempre oculto detrás de los matorrales, escuchó y vio que pasaban lista. Uno, dos, tres…, ocho alumnos. Escuchó su nombre al final de la lista y el corazón le empezó a latir con temor. Contuvo la respiración. Presentía que para nada bueno habían venido esa noche los soldados. Estarían furiosos por lo de Tarata. La guerra tomaba proporciones dantescas y el gobierno no atinaba a hacer nada. Otra vez lo llamaron. Nadie respondió. ¿Por qué lo estarían buscando? ¿Por haber escrito Haciendo cola para el almuerzo? ¿Los soldados creerían que ese poema era propaganda subversiva?

Empezaron a iluminar los rostros de los alumnos con sus linternas, buscándolo. Un par de soldados regresaron al dormitorio y al rato salieron con las manos vacías. Los cachacos empezaron a repartir golpes de fusil preguntando por él. Menos mal que ninguno de sus compañeros dijo debe estar andando por los alrededores.

Al rato los soldados se marcharon llevándose a ocho alumnos. A los demás los hicieron regresar al dormitorio. El ni pensó quedarse en La Cantuta, sabía que lo acusarían de infiltrado, de sapo, ¿alguien le creería si decía que salió a cagar?, ¿justo a esa hora? Con lo que tenía puesto se marchó para siempre de La Cantuta.

Me salvé por un pelo, pensaba ahora, echado en su cama, recordando la suerte de los estudiantes. Los desaparecidos. La universidad de los desaparecidos. La Cantuta 1992.

A nadie, ni siquiera a Mily, que había sido su mujer, le había contado que él también había estado en La Cantuta ese 18 de julio de 1992. Hace tantos años ya. ¡Qué rápido había pasado el tiempo!

Le empezó a doler el estómago, ¿sugestionado por ese dolor del pasado?, pero le daba flojera ir al baño. El sueño, al fin, empezó a vencerlo. Mañana le esperaba una larga jornada…, tenía que organizar mejor sus ideas, ¿no sería mejor preparar fichas?... ¿O contar la historia en forma lineal, clásica? Mañana…

Lo despertaron los violentos golpes en la puerta y los ladridos de los perros en el patio. Pensó que era Ximenita que a veces se venía a dormir con él. Estiró la mano para prender la luz, pero parece que el foco se había quemado. Pensó que no debía de haber puesto seguro a la puerta, Ximenita se estaría mojando con la lluvia.

Iba a ir a abrir la puerta, cuando ésta estalló en pedazos y vio siluetas de porte militar entrando a su dormitorio.

–¡Los cachacos! –escuchó que decían alrededor suyo.

¿Los cachacos?

–¡Quietos, terrucos de mierda, nadie se mueva o les metemos bala! –ordenó alguien con una voz fuerte, gruesa.

¿Qué estaba pasando? ¿Y Ximenita? Le dolía el estómago, ¿Rossana le estaría jugando una broma?

Les ordenaron, a punta de fusil, salir al patio.

Esto es La Cantuta, se dijo, reconociendo el lugar, mirando el cielo chosicano poblado por millones de estrellas, el cerro Talcomachay que se erguía al frente, escuchando el rumor del río Rímac. Reconoció los rostros de sus antiguos compañeros de internado. ¿Qué estaba sucediendo? Al frente estaba el descampado donde salió aquella noche fatal a hacer sus necesidades.

Un enmascarado empezó a pasar lista; otro verificaba la identidad del llamado iluminándole el rostro con una linterna. Tú aquí, tú allá. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho alumnos.

Al final escuchó su nombre: Agustín. Permaneció en silencio. Lo alumbraron con la linterna. El haz de luz se concentró en su rostro.

No contestó.

–Tú eres Agustín, ¿no? –le espetó el que verificaba la identidad de los alumnos–. El autor de Haciendo cola para el almuerzo, ¿no?

Permaneció en silencio.

–¿Por qué chucha no contestas, terruco de mierda? ¿Acaso eres mudo, ah? Ahora vas a aprender a hablar, huevonazo.

Los subieron a un portatropas que partió raudo hacia la Carretera Central. Nos están llevando a Huachipa para matarnos, pensó, tirado boca abajo en el vehículo militar, sintiendo en la espalda el cañón frío de un fusil.

El vehículo militar se detuvo y los hicieron bajar. Reconoció la entrada al campo de tiro. Lo había visto en periódicos y revistas cuando empezaron las excavaciones para ubicar los restos de los cantuteños.

Se negó a caminar y lo agarraron a culatazos. Lo llevaron a empellones hasta el campo de tiro.

–Si colaboras, nada te va a pasar –le dijo el tipo no tan alto pero fornido que parecía ser el jefe de los soldados–. ¿Quién puso el coche-bomba en Tarata, ah?

Silencio.

–Con que este angelito hijo de puta no quiere hablar, ¿no?

Agustín no dijo nada.

–¡Habla, huevón, o te mueres!

–No sé…

–¡Cómo que no sabes, terruco conchadetumadre! –lo empezaron a golpear.

Preguntaban y lo golpeaban, cada vez con mayor ferocidad.

–¿Dónde mierda está tu Presidente Gonzalo, ah?

¿Abimael? ¿Abimael Guzmán no había muerto hace años en la prisión de la Base Naval después de publicar De puño y letra?

–Murió en la Base Naval hace años.

–¿Murió en la Base Naval hace años? ¿Tú crees que somos huevones? ¿Quieres hacerte el loco con nosotros? –lo golpearon con brutalidad.

El paisaje empezaba a tomar forma. En la lejanía cantó un gallo.

–¡Habla de una vez, o te mueres, terruco de mierda, que se me está acabando la paciencia!

Silencio.

Lo siguieron golpeando sin piedad. El enmascarado lo agarró de los cabellos y a la fuerza le metió en la boca el cañón de su pistola.

–¡Habla, o te mueres, terruco de mierda!

Se miraron. Uno tenía los ojos llenos de asombro, de incredulidad; el otro tenía la mirada fría, inexpresiva, cansada como la de una tortuga.

–¿Dónde mierda está Abimael? ¿Quién chucha puso el coche-bomba en Tarata, ah?

Silencio.

–¡Habla de un vez, o te mato, terruco conchadetumadre!

Agustín pensó en Ximenita, en Rossana, en Mily. Se acordó de su madre muerta hace tantos años atrás, también en julio, de su padre muerto en marzo once días después de cumplir los ochenta y dos años.

–¡Habla, mierda! ¿Dónde chucha está Abimael?

–Murió en la Base Naval

El enmascarado jaló el gatillo. Amanecía en La Realidad.

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