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miércoles, 7 de julio de 2010

Pecados infantiles

Este es un proyecto que pienso retomar en cualquier momento.
–Hola, chicos, ¿qué tal? Soy Luisa Flores, la profesora de guitarra.
Tenía una bonita sonrisa de labios sin pintar. Su voz era el canto de un pajarillo. Tendría veinte años, o un poquito más.
–Bien, miss –dijimos todos.
–Está buena –susurró Viejo a mi izquierda.
Miss Flores llevaba un jean celeste, ajustado, un polito anaranjado, un carmín del mismo color sujetando su rubia y ondeada cabellera. Lástima que no tenga mucha teta, murmuró mi amigo. Era alta y esbelta. Tenía un rostro lozano, albo, unos ojos grises como de gata. Tenía las cejas sin depilar.
–Conmigo van aprender a tocar la guitarra y cantar –dijo la miss.
–Y a cachar –susurró Viejo.
Con tu mamá aprenderemos eso, tuve ganas de decirle. Me dieron ganas de meterle una patada en los huevos.
–Primero conoceremos nuestra guitarra, chicos –ella sacó de su estuche una reluciente guitarra. Era mejor que la mía. La mía me había costado las propinas de un año.
–Aquí está la abuelita de esa guitarra –dijo la Bebe. Su guitarra era vieja, llena de calcomanías.
Hasta ahí todo bien. Yo ya sabía lo que era el mástil, las clavijas, los trastes. Sabía qué era la caja de resonancia. Sabía poner las cuerdas. Sabía afinar.
–¿Sabrá lo que es esto? –Viejo se toco los huevos.
–¿Te callas, mierda? No me dejas escuchar.
–¿Por qué te asas si no es tu jerma?
–Ahora una canción –miss Flores tomó asiento, puso la guitarra entre sus piernas y empezó a tocar y cantar La playa: No sé si ya me recuerdas / nos conocimos al tiempo / tú, el mar y el cielo / quien me trajo a ti...
–Se nota que está sufriendo –dijo la Bebe.
–Quiere pinga –dijo Viejo.
–Pinga quiere tu mamá, huevón.
–Cállate, conchatumadre.
–Déjense de huevadas –dijo la Bebe.
La miss terminó la canción y la aplaudimos.
–Nunca vamos a aprender a tocar así –dijo una chica de la primera fila.
–Todo es cuestión de práctica –dijo miss Flores–. Tenemos dos meses por delante. Ahora un poco de teoría para que aprendan a leer música.
Dejó su guitarra apoyada en la pared, agarró el plumón y empezó a dibujar en la pizarra acrílica líneas, bolitas, puntos. La primera línea se llama mi, el primer espacio fa. La segunda línea es sol. La negra vale un tiempo, la blanca dos, la redonda cuatro.
–¿Y usted?
–¿Te callas, mierda?
–Es que aburre. Debería de tocar de una vez.
–Atentos, chicos, porque después van a estar perdidos en el espacio.
Risas.
–Ahora vamos a aprender a afinar nuestra guitarra. Escuchen: la primera cuerda al aire es mi. Muevan la clavija hasta que suene igual que la mía.
Sonaron infinidad de cuerdas. Algunas parecían el graznido de cuervos. Menos mal que yo sabía afinar. Afiné la guitarra de la Bebe. Ella era dura de oído, igual que la Chata.
–Ahora vamos a aprender acordes. Un consejo: hay que cortarse las uñas de la mano izquierda para no picar los trastes y presionar las cuerdas bien –nos enseñó su mano izquierda: estaban bien recortadas–. Las uñas de la derecha sí tienen que estar un poco largas.
Empezamos a hacer acordes. Fácil. La que pataleaba era la Bebe. En el grupo, ella tocaba la pandereta. Pon este dedo aquí, este acá. Duelen los dedos. Yo recordaba las ampollas y los callos que me salieron cuando empecé a tocar. Tocaba a escondidas al principio. A mi papá no le gustaba que agarraran su guitarra.
Las dos horas de clase pasaron rapidito.
–Para mañana practican estos tres acordes para hacer canciones –dijo miss Flores.
–¿Por qué no practicamos poses, mejor?
Con Viejo no se podía. Su obsesión era el sexo. Entraba a internet solo a ver porno.
Abandonamos el salón en estampida. En el patio nos reunimos con Chato, la Chata y mi hermana Alexandra, que se fue volando porque tenía clase de flauta dulce. La hermana de Viejo estaba en cerámica al frío. Recorrimos los pasillos del Centro Cultural. En el salón de flauta, estaba miss Flores.
–Qué bien toca la flauta –dijo Viejo. Me pude imaginar lo que estaba pensando.
–Si sigues así, nunca vas a aprender a tocar la guitarra.
–Con tocarle las tetas, me conformo.
–No seas cochino, hay mujeres –dijo la Bebe.
–¿Mujeres? ¿Dónde? Yo solo veo un palo con pelos y una pulga amaestrada.
–Huevón.
–Me la has visto.
–No veo huevadas.
Fuimos al quiosco y compramos una Inca Kola helada entre todos. El calor nos sancochaba el cerebro. Después, en el jardín, les repetí las lecciones. Mejor nos hubiéramos apuntado en cerámica al frío, o en pintura, como el Chato.
A la una se nos reunieron los demás. Primera clase y Alexandra ya sabía un par de canciones con la flauta dulce. Claro que El reloj y Pimpón son para mongos. Los chatos habían hecho unos gatitos de cerámica.
Mamá nos mandó a practicar al techo porque la abuela estaba con dolor de cabeza.
A los tres nos fuimos al río. Mi hermana llevó su flauta. El río estaba cargado. La Bebe se bañó en ropa interior. De las tres chicas, era la más desarrollada, tenía buenas tetas y buen culo. Ella se afeitaba abajo. A la Chata y a mi hermana se les escapaban los pendejos por los costados de los calzones.
–¿Se la has dado por el culo? –preguntó Viejo.
–Lo único que hacemos es meternos al colchón en tu cara. Me contó que el otro día se la quisiste empujar todo. Así no vale.
–Carajo, tengo que aprovechar, ¿no? Ya que tú no haces nada.
–Si vamos a hablar de jermas, mejor está la tía de guitarra –dijo Chato.
Me reí.
–¿Ustedes creen que nos va a dar bola? No sean huevones.
–¿Un pajazo en su nombre?
–Guarda leche para la noche porque esta vez se la doy con todo a tu hermana, Viejo.
–Ahí sí te la meto por el tubo por pendejo.
–Tú sí cuidas a tu hermanita, cabrón.
–Sin saber que a ella ya le pica la chuchita. El otro día me la quiso chupar.
–No hables huevadas, Chato, o te ahogo.
–¿Están rajando de nosotras, creo? –preguntó la Bebe, sentándose al lado nuestro. Debajo del calzón tenía una hendidura.
–Mira cómo estoy por ti, Bebita –le dijo Viejo, sopesándose los huevos.
–Fuera, cochino.
–Rica el agua –dijo la Chata.
Era chiquita, pero bien formada. Tenía mejores tetas que la Bebe, hay que reconocerlo. Era bien peluda.
–¿Por qué no hacen un concurso de pajas, chicos? –propuso ella.
–¿Por qué no se meten la flauta de Alexandra, ah?
–Muy chica para mí –dijo la Bebe.
–No se metan con mi flauta porque es personal –dijo mi hermana.
–¿Es para ti nomás?
Mi hermana se puso colorada. Me miró como diciéndome por qué no le sacas la mierda a ese baboso.
–Mejor guardamos energías para la noche. Vamos a nadar un poco más.
En la noche, después de cenar, nos encontramos en la Casona. Viejo llevó trago, Chato, unos cigarrillos que le había robado a su papá.
No había fluido, nos alumbrábamos con la luz de la calle que se colaba por las ventanas rotas.
Empezamos a jugar a la botella borracha.
–Tín y la Bebe al colchón –mandó Viejo.
–¿No puedes mandarme con tu hermana?
–¿Al colchón o al sótano?
En el sótano penaban.
–Vamos, amor –la Bebe me jaló de la mano.
Lo que más roche daba del colchón era quitarse la ropa delante de todo el mundo. Siempre que íbamos a la Casona, yo me ponía mi mejor calzoncillo.
La Bebe se quitó la faldita y el polito. Quedó en ropa interior. Ahora tenía un calzón negro. Me imaginé que ella era miss Flores. Traté de pensar en otra cosa para que no se me parara. Me palteaba que mi hermana me viera con la pinga al palo delante de todo el mundo.
Se quitó el sostén. Allí estaban sus tetas, medianas, puntiagudas. Se me estaba empezando a parar. Pensé en el perro muerto lleno de gusanos que habíamos visto en el río.
–¡El calzón!, ¡el calzón! –pidieron los demás.
–Quítate el calzoncillo, Tín.
Busqué el rincón donde la luz de la calle no llegaba. Me lo quité.
Risas.
–Con eso no vas a sentir nada, Bebe.
–Es un manicito.
–Tu hermano es un impedido físico, Al.
–Cuando se pare, te vas a asustar, Viejo.
–¡El calzón!, ¡el calzón!
–Paciencia, huevones. Música, maestro.
Mi hermana tocó El reloj. Tic tac, la Bebe movía las caderas, tic tac, tic tac, se quedó quietecita y se quitó el calzoncito. Los chicos le estarían viendo el culo.
Se sentó sobre mi pinga, aplastándola.
–Ay –dijo–, qué grande la tienes.
–Mentirosa.
–En serio, parece una anaconda. ¿No quieres probar tú, Viejo?
Viejo no dijo nada.
–¡Las tetas!, ¡las tetas!
Hice lo que me pedían. Los pezones de la Bebe se endurecieron en mi boca. Mi sexo también se puso dura. La abracé por la cintura. Me imaginé que era miss Flores a la que estaba abrazando, chupando las tetas.
Ella se echó, levantó las piernas y las puso sobre mis hombros. Sobé mi sexo en el suyo. El cuarto olía a sexo.
–¡Cache!, ¡cache!
Seguí sobándome hasta que terminé sobre su pubis pelado.
Casi a medianoche regresamos a nuestras casas.
Todos estaban durmiendo. Fuimos a la cocina, de puntillas, cogimos un par de manzanas y nos metimos a nuestro cuarto.
–No me gustó lo que hiciste con la Muñeca –me reclamó Alexandra. Estaba seria.
–Solo era un juego.
–Pero no lo vuelvas a hacer.
–¿Y qué hago si me mandan?
–No sé…
Me besó. Su boca olía a manzana. Me eché sobre ella. Le besé la cara, el frágil cuello, las orejas. Bajé hacia su pecho, le quité los botones de la blusa, le solté el sostén y le besé las tetas. Tenía los pezones duros. Seguí besándola, bajando por su piel. Me detuve en su ombligo. Metí y saqué mi lengua. Seguí bajando. Ella gemía, me acariciaba los cabellos. Le bajé el buzo, el calzoncito. Allí estaban sus vellos, oscuros, rizados. El olor de su sexo penetró por mis fosas nasales, llenó mis pulmones. Era un olor que yo ya conocía. Aparté la mata de pelos y hundí mi rostro en esa hendidura roja, reluciente, de labios oscuros. Se lo besé, chupé, succioné. Ella gemía. Yo me imaginaba que era a miss Flores a quien le estaba haciendo eso, que era miss Flores la que gemía, la que se abría de piernas para dejarme entar en ella.

***

Fui uno de los primeros en llegar a la clase de guitarra. Allí ya estaba miss Flores.
–Holas, Agustín, ¿no? –me dijo con una sonrisa de dientes blancos y parejos, haciendo una pausa a lo que estaba tocando.
–Sí. Buenos días, miss.
Estaba bonita. Era bonita. Tenía los cabellos todavía húmedos, lisos. Llevaba un body blanco de lycra, adentro un sostén negro. Tenía jean negro y zapatillas.
–Eres uno de los pocos que ya saben tocar. ¿Dónde aprendiste?
–En mi casa. Con la guitarra de mi papá. Me compré un manual y practiqué acordes, canciones.
–Qué bien. Te felicito, Agustín. ¿Qué canciones te gustan?
–Las baladas.
–Vaya, a mí también. Entonces nos llevaremos bien –sonrió–. ¿Alexandra es tu hermana?
–Sí.
–Lo supuse. Ustedes tienen oído para la música.
Me puse colorado.
–¿Por qué no te matriculaste en el curso de avanzados?
–Para aprender la teoría.
–¿Lees música?
–Un poquito, miss.
El salón se fue llenando poco a poco.
–Después conversamos.
Nos dio copias de canciones según nuestros gustos musicales. A mí me tocó Fuiste mía en verano. Fácil: mi mayor, la menor y re menos. A la Muñeca le tocó Por qué de Floricienta. A Viejo Yesterday.
–Creo que estoy embarazada –me soltó la Muñeca en lo mejor del ensayo.
La miré: era horrible con toda esa tonelada de maquillaje en la cara, con las pestañas postizas, con los labios pintados de rojo oscuro. Parecía una payaso en decadencia.
–¿Qué?
–No me ha venido mi regla. Hoy me tocaba.
Yo no sabía si la regla venía con el nuevo día.
–No te la metí.
–Pero te vaciaste cerquita de mi chucha. Algún espermatozoide se habrá metido.
Estaba seria. Ese rostro parecía una pared pintada por un borracho.
–¿Cómo se llamará nuestro bebé?
–Después hablamos. Déjame practicar.
Miss Flores pasaba viendo si nos salían los acordes, corrigiendo las posiciones de los dedos, pidiendo a algunos que se cortaran las uñas de la mano izquierda.
Ser papá. La Muñeca estaba embarazada. La Muñeca estaba loca, más loca que su mamá.
–¿Puedes salir adelante a tocar, Agustín?
Salí, toqué y canté: …cada chica que pase / con un libro en la mano, / me traerá tu nombre como en aquel verano…
–Aplausos para Agustín.
Yo estaba colorado.
Al terminar la clase, miss Flores me dio otras canciones.
–Para que practiques –me dijo.
–Gracias, profesora.
–De nada.
–Sospechoso que la miss ande detrás de ti –dijo Viejo.
–No jodas, Viejo.
–¿Por qué estás asado, Tín?
–La Muñeca está en bola.
Viejo se mató de la risa.
–¿Te dijo que estaba embarazada?
–Mmm.
–¿Te la has tirado?
–En el colchón nomás.
–¿Alguna vez se la has metido hasta el fondo?
–Si no se la has metido, ¿cómo va a estar en bola? Lo que pasa que esa tarada cree que es la virgen María.
–Shit. Ahí viene.
–Tú síguele la corriente nomás para ver hasta dónde llega.
–Hola, chicos.
–Hola, Muñeca.
–¿Y los demás?
–En clase.
–¿Sabes que voy a ser mamá, Viejo?
–Vaya, recién entero. ¿Y quién es el papá?
–Ahí lo tienes –Muñeca me señaló.
–Felicitaciones, Agustín –dijo Viejo, abrazándome–. Ya era hora de que sentaras cabeza, muchacho.
Tuve ganas de matarlo.
–¿Y cuándo es la boda, ah?
–¿Cuándo nos casamos, amor?
–Nunca.
–¿Qué? ¿Quieres que se me salga el bebito acaso?
–Es una broma, amor.
–Más te vale –dijo la Muñeca.
Viejo se aguantaba las ganas de matarse de la risa.
Fuimos a sentarnos al pasto. La Muñeca se sentó frente a mí, con las piernas abiertas. Mis ojos siguieron el recorrido de sus muslos, se perdieron dentro de su faldita. Allí estaba su calzón, blanco, con unas manchitas rojas. Estaba abultado.
–¿Vamos al río en la tarde?
–No –dijo la Muñeca–. Tengo que acompañar a mi mamá al Jockey.
–¿En la noche vas a la Casona?
–Sí. De todas maneras.
Regresamos a nuestras casas en grupo.
En casa, mamá estaba molesta. Había discutido con papá. Parece que el viejo estaba trampeando con una de su trabajo.
No fuimos al río. Nos bañamos en la casa nomás. El resto de la tarde, la pasamos ensayando en el gallinero. Alexandra ya sabía tres canciones.
En la noche fuimos a la Casona. Cuando pasamos por la casa de la Muñeca, su hermanita nos dijo que todavía no regresaba.
Todos andábamos aburridos. Estuvimos un rato allí, y luego nos regresamos.

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