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miércoles, 16 de septiembre de 2009

El profesor de música


¿Hilda? La rubia no me quitaba los ojos de encima. Imposible. Me salté un par de compases. La rubia sonrió: sí, era ella: esa sonrisa la conocía bien. Traté de concentrarme en la ejecución de Mauka zapato, pero los recuerdos me traicionaban, tomaban por asalto las fortalezas de mi memoria, la partitura me parecía escrita en chino, como decía Hilda cuando era mi alumna, mis dedos golpeaban dubitativamente los trastes de mi vieja guitarra. ¿Hace cuántos años que no la veía? Muchos. El tiempo había pasado veloz y aquella niña estaba ahora transformada en mujer. Hilda. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Si la memoria no me fallaba, fue en la clausura de mi último año escolar en el Túpac Amaru. ¡Hace tanto tiempo ya! Aquel día me ignoró olímpicamente. Ni siquiera me dio las gracias por haberla aprobado. Debí de haberle puesto un cero cinco para que me suplicara, para que se arrastrara por un once, para que viniera a buscarme como la López y me dijera que estaba dispuesta a todo, a todo, profesor, con tal de no salir desaprobada porque en mi casa me van a matar. Tarde para lamentarme. Para el pueblo de mis padres, Mi Huancavelica. Ese día llevaba su famoso pantalón verde limón que dejaba adivinar en toda su plenitud su abundante trasero, dueño de mis obsesiones, fantasías y deseos. Diablos, mi verga empezaba a despertar de su prolongado letargo. Las mismas facciones de entonces, pero más maduras, más acentuadas, los labios rojos y carnosos como los de la Angelina Jolie, sus grandes ojos enmarcados por largas pestañas y su rubia cabellera que brillaba como un sol en el verano. Me comí otro par de notas pero nadie se dio cuenta. Aplausos para el maestro Agustín, nuestra primera guitarra. Gracias, gracias. Hilda aplaudía con entusiasmo mientras mis manos ejecutaban las melodías por inercia. Yo estaba de vuelta en las destartaladas aulas del Túpac Amaru. ¿Se acordaría de las veces que se quedaba dormida en mis clases?, ¿que pedía permiso para ir al baño y ya no regresaba? ¿Cuál era su segundo nombre? ¿Ángela?, ¿Angélica?, ¿Angie?, ¿Agnetha?, ¿Angelina? El cerebro me estaba fallando. Toda mi habilidad estaba en mis manos, en esas garras que pulsaban las cuerdas ajenas a mis recuerdos, a mi pasado en el Túpac Amaru. Ahora Carnaval ayacuchano. Así se baila en Huanta, en Paucar del Sara Sara, en Parinacochas y Huamanga. La rubia se puso de pie, ¡Hilda, no te vayas!, y abandonó el auditorio sin decirme ni siquiera un miserable adiós con las manos. ¿Y si no era ella? Hilda debe estar jodida con una recua de hijos colgándole de las marchitas tetas, debe estar gorda como una vaca, debe estar con los dientes destruidos por la caries, debe tener el sexo seco, podrido como el mío. ¿Cómo pude creer que semejante rubia podía ser Hilda? Seguramente fue una visión, una alucinación, una mala jugada de mis ojos, de mis recuerdos, de mis esperanzas. Pero podría jurar que eran exactas como dos gotas de agua. Sería su doble, seguramente. ¿No dicen que todos tenemos un sosias, un clon? ¿No me han visto en Trujillo mientras yo estaba dando un recital al otro lado del mundo? ¿No encontraron en Puerto Viejo a un ahogado que se parecía a mí mientras yo estaba en Acapulco? Ahora un potpurrí latinoamericano. La vidala Lloran las hojas al viento del gran Atahualpa Yupanqui. Pero juraría que era Hilda. Hilda. Era ella. La misma forma de mirar, de sonreír, de alisarse los cabellos, de sentarse. Ahora la galopera Pájaro choguí. Hace tiempo que debí de haberme dado una vueltecita por el Túpac Amaru. ¿Seguirá allí? De repente se marchó al extranjero como tantos peruanos. De Chico Buarque, Fado tropical. Allí estaba de nuevo la rubia, ¿o Hilda? Se sentó en primera fila, me miró, sonrió y leí que sus labios me decían profesor Agustín. Mi cansado y viejo corazón empezó a latir más veloz que mis dedos sobre las cuerdas de mi guitarra. La rubia, ¿Hilda?, cruzó las piernas y por el corte del vestido le miré la blanca, reluciente y lampiña piel. Cómo latía mi pobre corazón. Recé para que no me diera otro infarto como el que me tuvo alejado un año de los escenarios. Después de Alma llanera y Sombras retornamos al Perú. A bailar con el Carnaval arequipeño. Nos despedimos con Ayrampito. ¡Bis bis! Nada de bis bis. Hasta otra oportunidad.
La rubia vino a mi encuentro con una amplia sonrisa y los brazos abiertos.
–¡Profesor Agustín!
–¿Hilda?
–Ella misma, profe –dijo, abrazándome y llenándome de besos. Aspiré su cálido aliento a rosas–. ¡Felicitaciones, querido profesor Agustín, estuvo genial! Usted es el mejor guitarrista peruano de todos los tiempos.
–Gracias, Hilda. Estás irreconocible.
Sonrió. Yo sabía que era ella, mi corazón me lo decía. Estaba frente a Hilda después de tantos años.
Nos trajeron vino y brindamos por nuestro reencuentro.
–Tomas, ¿no?
–Claro, profe, ya no estoy en el cole.
–Eso se nota –le dije, recorriéndola con la mirada. Sonrió–. Cuando te vi, pensé que estaba soñando.
–Estoy aquí en carne y hueso –dijo, pellizcándome suavemente.
–Yo veo más carne que hueso.
Soltó una sonora carcajada, se acomodó la tira del vestido y por un segundo pude vislumbrar la tira de su sostén. Allí estaban sus senos, grandes, redondos, lejanos.
–No me imaginaba que tomabas bien.
–Hay que aprovechar que el vino es gratis –dijo, con una coqueta sonrisa.
Seguimos brindando. A veces nos interrumpían para pedirme un autógrafo. Yo fingía una sonrisa al estampar mi firma en esos discos donde estaba mi cara llena de arrugas que me recordaban los estragos que había hecho el tiempo en mí.
–¡Ya es tardísimo, profe, me tengo que ir! –dijo, a la enésima copa.
–No te preocupes, yo te llevo. ¿Sigues en el Túpac?
Asintió.
–Vámonos, pues.
–Antes voy a ir al baño –dijo, e imitando la vocecita de una niña, preguntó–: ¿Me da permiso para ir a hacer pis, profesor Agustín?
–Vaye nomás, alumna Hilda, pero cuidadito con quedarse jugando en el baño porque a la última hora tenemos práctica instrumental. ¿Trajo su flauta dulce?
–Ay, profe, lo olvidé por salir apurada. ¿Usted no tendrá una que le sobre? –dijo sonriendo y se alejó moviendo ese trasero que sería la envidia de la J.Lo.
Recordé que alguna vez la escuché orinar en el precario baño del Túpac Amaru. Ahora estaría bajándose la ropa interior, estaría sentándose en el water, su enorme y blanco trasero se estremecería al contacto del frío mármol, el líquido ambarino saldría expulsado con fuerza como de una manguera de bombero, terminaría de orinar, se sentaría en el bidet para lavarse la cucarachita ¿peluda o pelada como mi cabeza?, se lo secaría, se subiría el calzón, se lo acomodaría, se lavaría las manos, saldría del baño, volvería a mi lado.
Se había retocado el maquillaje. Sus labios estaban pintados de un rojo intenso. Se había echado rubor en las albas mejillas.
–¿Se lavó bien las manos, alumna Hilda?
–Claro, profe, no me vaya a dar cólera –dijo, enseñándome las blancas manos de largos y delgados dedos que alguna vez se movieron torpes sobre la flauta dulce.
Fuimos en busca de mi carro y enrumbamos hacia la Carretera Central. Puse un disco con los grandes éxitos de Ana Belén. Tiemblas, amor mío, / como una gota de rocío…, empezó a cantar la española con su peculiar voz.
–Nunca pensé que te volvería a ver, Hilda.
–Menos yo, profe. Usted casi nunca para en el Perú.
–Tú sabes que tengo un montón de compromisos artísticos.
–Por eso, cuando anunciaron su recital de gala por sus bodas de oro como guitarrista, me dije tengo que ir a escuchar a mi profesor porque de repente nunca más vuelve por estos lares.
–Gracias. Yo pensé que me habías olvidado.
–Claro que no, profe, yo siempre lo escucho, tengo todos sus discos –dijo, cruzando esas dos moles que eran sus piernas. Se los miré de reojo–. Usted es un genio musical.
–Tampoco exageres, hago lo que puedo con estas pobres garras.
–Yo siempre me acuerdo de sus magistrales clases de flauta dulce, profe –dijo con un dejo de nostalgia en la voz.
–Y yo me acuerdo que siempre te dormías en el salón, o que pedías permiso para ir al baño y ya no regresabas.
El rubor se apoderó de su rostro.
–Ay, profe, disculpe.
–Qué graciosa, pedirme disculpas medio siglo después.
–Más vale tarde que nunca, ¿no?
No le dije nada.
El auto seguía avanzando por la desierta carretera.
–¿Me disculpa o no, profe?
–Claro que sí –le dije, palmeándole la desnuda espalda. Tenía la piel suavecita como el durazno. Mis garras se estremecieron a su contacto. Ana Belén decía Nombras tú ni nombre / como jamás lo dijo un hombre…
–Yo siempre me acuerdo del diecinueve que me puso en el último trimestre, profe.
–¿Diecinueve? ¿Cuál diecinueve si tú con las justas llegabas a once? Parecías la hija de la Chuchi Díaz.
–Ay, profe, tampoco exagere que tan bruta no era. Por algo no me puso casi veinte.
–Ni me acuerdo cuánto te puse. He tenido tantas alumnas…
–Acuérdese de Hilda Angélica.
Ah, su segundo nombre era Angélica.
–Hilda Angélica, la flojita del 5° D, ¿no? Debí de haberte puesto cero cinco, no hacías nada en mi curso.
–Ay, profe, cuidaba a mis hermanitos, no tenía tiempo ni para meterme un segundo la flauta dulce en la boca.
–Aún no es tarde para que lo hagas.
Soltó una sonora carcajada. El carro seguía devorando los kilómetros como un león hambriento.
–Un puntito más y me ponía veinte, profe.
–Veinte puntitos menos, y salías debiendo puntos.
–Qué malo, profe.
–Sí pues, bien malo.
Ella seguía riendo mientras Ana Belén nos decía Eres el viento que no cesa, / eres el peso que no pesa…
–Usted se fue del Túpac y nunca más se acordó de los pobres, profe.
–Más bien tú nunca te acordaste de tu viejo maestro, ingrata.
–No sabía dónde vivía –dijo, mientras Ana Belén cantaba Eres fuego y frío, / ni más ni menos, amor mío…
–¿No les di mi dirección para que me visitaran?
–No, profe. Solo sabíamos que vivía en La Realidad, pero como La Realidad es grande, una vez fui a buscarlo y me perdí…
–Tú todavía ibas a ir. No te creo.
–¿Y por qué si no había quién me lo impida, profe?
Faltaba poco para llegar al Túpac, se bajaría y quizá nunca más la volvería a ver. Me hablas al oído / y todo tiene un nuevo sentido… Decidí arriesgar mi pobre pellejo. ¿Qué perdía a estas alturas de mi vida? Casi nada.
–¿Vamos ahora?...
Me clavó los ojos. ¿Me mandaría al diablo? ¿A estas horas? ¿Para qué quiere que vaya a su casa a estas horas, profesor?
–…así me visitas cuando gustes…
–¿No se molestará su esposa?
–Vivo solo.
–¿No se casó con la profesora Martha?
–No.
–¿Por qué?
–Se me pasó el tiempo esperándote.
Sonrió. Y me siento entera / como una blanca primavera…
–¿Vamos ahora? –insistí.
–¿No se molestará su esposa?
–Te dije que vivo solo.
–Cierto. Se le pasaron los años esperándome. Qué bruta soy.
–Por eso te puse diecinueve en música. ¿Vamos?
–Vamos pues, profe, ya que insiste.
Pisé el acelerador antes de que cambiara de parecer. En menos de un cuarto de hora llegamos a nuestro destino.
–Bienvenida a mi cubil, Hilda Angélica.
–Pasu machu, ¿tantos discos tiene? –dijo, mirando las paredes llenas de discos–. Ni Julio Iglesias.
–Soy músico, ¿no?
–Eso es lo que estoy viendo.
–¿Un vinito para brindar por tu presencia en mi refugio?

–Claro, profe, tengo sed. Acá hace mucho calor.
Empezamos a brindar mientras Ana Belén nos decía Dices que me quieres / como una fuerza que me hiere… Ni en mis más remotos sueños creí que alguna vez Hilda iba a estar en mi casa.
–Nunca pensé que ibas a estar en mi humilde refugio, Hilda.
–¿Y por qué, profe, ah?
–Eras inalcanzable, una estrella lejana. Uno haciendo méritos, y tú, nada.
–No habrá hecho los suficientes, profe.
–Te puse un diecinueve.
–Yo quería veinte. Pero gracias de todas maneras.
–Creo que debí de haberte jalado.
–¿Y por qué no lo hizo, ah?
–No sé…, creo que eras mi alumna favorita…
Nos miramos.
–Y usted era mi profe favorito –dijo, y acercándose me besó. Y me siento entera / como una blanca primavera…, cantaba Ana Belén mientras nuestras lenguas se entrelazaban y nuestras manos exploraban por los recovecos de nuestros cuerpos. Eres el mar cuando se enfada, / eres noche iluminada… Nos besamos todo. Entras en mi cuerpo / como la lluvia entra en mi huerto…

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