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sábado, 12 de septiembre de 2009

Animal nocturno


1

-Bueno, chicos, hasta la siguiente clase –dijo el profesor Harol-. Que pasen un buen fin de semana, no cometan excesos, si juegan a la ruleta rusa usen preservativo –risas-. Ah, no se olviden de terminar la lectura de El Jekyll y Mr. Hyde. Chau.
Salió del salón con Cynthia y Marfe.
-¿Un cafecito, chicas?
-Claro, profe –dijo Marfe, rubia, jean azul, chompa violeta-. Gracias.
-Pota, qué frío –dijo Cynthia, pelo negro, pantalón blanco y chompa rosada-. Tengo las patas congeladas.
-¿Pata o pie? –dijo el profesor.
-Pie –dijo Cynthia.
-Es que Cynthia a veces piensa con los pies –dijo Marfe.
Risas.
Entraron al cafetín de la Facultad. Se sentaron al lado de una amplia ventana desde donde se tenía una visión panorámica del campus universitario. Cruzando la valla, estaba la avenida Venezuela, el anillo vial a medio construir.
El profesor pidió tres capuchinos y tres porciones de queque de chocolate.
-¿Qué celebramos? –preguntó Marfe.
-La llegada de la primavera –dijo Cynthia-. Ojalá que este frío de miércoles se vaya de una vez.
-Eso está más verde que la selección peruana –dijo el profesor-. Mañana hará calor y pasados nos volveremos a congelar.
-Es por el calentamiento global –dijo Marfe-. Dicen que los glaciares se están derritiendo.
-Dentro de algunos años, todo será desierto –dijo el profesor-. El agua dulce escaseará.
-Pota, la gente se va a pelear por una gota de agua –dijo Cynthia.
-El agua o la vida –dijo Marfe.
-La vida –dijo Cynthia.
Risas.
-¿Quién cree que gane mañana, profe, Perú o Uruguay? –preguntó Cynthia.
-Chile –dijo Marfe.
Marfe era chilena.
-Chile está mejor que Perú –dijo el profesor-. Un empate, y en Sudáfrica. Perú, así gane, irá a jugar a Chincha nomás.
-Ay, profe, usted parece chileno –dijo Cynthia.
-No es eso, sino que soy objetivo –dijo el profesor.
-¿Una apuesta? –dijo Cynthia.
-Una vez ya me ganaste –dijo Marfe.
Cynthia se puso colorada. Rió.
-Apostamos quién ganaba, si Kina o Halana dos Santos –dijo.
-Perdí un beso –dijo Marfe.
-¿En los cachetes o en el Bocaccio? –preguntó el profesor Harol.
-¿Qué chiste tiene apostar un beso en las mejillas? –dijo Marfe.
-Ustedes están como Eva y Liliana –dijo el profesor.
Risas.
La mesera les dejó los cafés y el queque.
-¿Se animan o no? –insistió Cynthia-. Apuesto que gana Perú. Juega el loco Vargas –suspiró.
-Suspiras como si el loco fuera tu marido –dijo Marfe.
Más risas.
-Para mí, gana Uruguay –dijo el profesor Harol.
-Primero, qué apostamos –preguntó Marfe.
-Lo que quieras –dijo Cynthia.
-Si gano, pago los cafés de la siguiente clase, y si pierdo…
La mesera había subido el volumen del televisor que colgaba de la pared. El noticiero informaba del hallazgo, esa mañana, del cadáver de una joven mujer en el puente Atocongo. En la pantalla se veía a un grupo de policías subiendo una bolsa negra a una camioneta de la DININCRI. Lo más raro, dijo la periodista, es que la víctima tenía la cabeza rapada. ¿Estamos ante un grupo neonazi o ante un psicópata?, se preguntó. Tandas comerciales.
-¡Pota, qué horrible! –exclamó Cynthia.
-Hace poquito, mataron a un chiquita en Valparaíso –dijo Marfe-. Y la arrojaron al mar.
-Pota, qué feo –dijo Cynthia.
Ninguna de las chicas vio el gesto de satisfacción que se dibujó por un segundo en el rostro barbado del profesor Harol.
-Son cosas que pasan –dijo el profesor, moviendo su café después de echarle media cucharadita de azúcar-. Todos los días se mata, se nace, se muere.
-Yo no mataría ni una mosca –dijo Cynthia.
-Pero te intentaste suicidar –dijo el profesor-. ¿Ves que a veces no puedes controlar tus impulsos autodestructivos y destructivos?
-Pero matar es otra cosa –dijo Cynthia-. Prefiero estar muerta que pasarme la vida en la cárcel.
-Ningún crimen es perfecto –dijo Marfe.
-Ejemplo, Eva y Liliana –dijo Cynthia.
-¿Usted cree, profe, que Eva mandó matar a su propia madre? –preguntó Marfe.
-Quizá en un momento de furia, rabia, ofuscación –dijo el profesor-. No olviden que todos tenemos un Mr. Hyde en lo más profundo de nuestro corazón.
-Para mí que lo hizo instigada por Liliana –dijo Cynthia-. Su carita de monga no me gusta nada.
-Las investigaciones dirán si son culpables o no –dijo el profesor.
-¿Verá mañana el partido, profe? –preguntó Marfe.
-No –dijo el profesor-. Me voy el fin de semana a Tornamesa.
-¿Solo, o con la miss de mate? –preguntó Cynthia.
-No sé nada de ella –dijo el profesor-. Encontré su hi5, le mandé un mensaje, me dijo que me iba a agregar, pero nada.
-Mejor olvídela –dijo Cynthia.
-¿Y no nos invita a Tornamesa? –dijo Marfe-. Nosotras también queremos tomar un poquito de sol, respirar aire puro, bañarnos en el río.
-Si quieren, vamos –dijo el profesor Harol.
-¡¡Yupi!! –dijo Cynthia.
-¿Llevamos nuestros bikinis? –preguntó Marfe.
-Claro, tonta –dijo Cynthia-. ¿O te quieres bañar calata para que al profe le salga un orzuelo del tamaño de una pelota de fútbol?
Risas.
-¿Dónde te recojo? –le preguntó el profesor a Cynthia.
-¿Puede ser en Santa Anita? ¿O quiere ir a Carabayllo?
-Carabayllo es muy lejos. Que sea en Santa Anita.
-Frente a los bancos –dijo Cynthia-. A las nueve de la mañana.
-Perfecto.
-A mí me avisan cuando pasen por Huaycán –dijo Marfe-. No se vayan a ir solos.
El profesor y Cynthia sonrieron.
-Bueno, nos quitamos –dijo Cynthia-. Tenemos clase con la vieja de mate. No nos vaya a poner falta.
-Es bien jodida –dijo Marfe-. Mejor estaba la miss Bere.
-Ya no sigas que el profe va a llorar y no nos va a llevar a Tornamesa –dijo Cynthia-. Nos vemos, profe. Gracias. Cuídese.
-Ustedes también.
-¿Entra en la noche al chat? –preguntó Marfe.
-Un rato –dijo el profesor.
-Entonces allí ultimamos los detalles –dijo Marfe.
-Ya.
Las chicas se despidieron con un beso en la mejilla del profesor y salieron del cafetín. El profesor las imaginó con las cabezas rapadas, dentro de una bolsa negra.
***
-Asfixia –dijo el médico-. Le aplastaron el rostro sobre una superficie blanca, probablemente una almohada, hasta que sus pulmones explotaran.
-Puta, qué bestias –dijo el teniente Gonzáles.
-Ni tanto –dijo el doctor-. Fue una muerte suave comparada con lo que le hicieron al estilista.
-El cabrini debe haber sufrido peor que Cristo –dijo el mayor Huamán.
-Le metieron un polo de su equipo favorito en la nuca, lo ahorcaron, le metieron la cabeza dentro de una bolsa –el teniente Gonzáles se estremeció-. Lo más fácil es meterle un tiro en la nuca, y ya.
-Son asesinos inexpertos –dijo el mayor-. No han ido a una escuela de guerra.
-Ni han estudiado medicina –dijo el doctor.
Rieron con estrépito.
-¿Y por qué chucha le pelarían así la cabeza, como a Gianmarco? –preguntó el teniente.
-No solo la cabeza –dijo el mayor-. Le pasaron la máquina de afeitar hasta en sus partes íntimas.
-¿Y por qué, doc? –preguntó el teniente Gonzáles-. ¿Estaba loco o qué mierda?
-Un loco no hace eso –dijo el médico-. Ni un asesino vulgar. El que lo hizo, lo hizo adrede: para no dejar ninguna huella. Incluso, le cortaron las uñas de manos y pies, por si acaso.
-Puta, no me diga que estamos ante un psicópata –dijo el mayor.
-Yo diría que sí –dijo el médico-. ¿O ustedes creen que un asesino le da un baño a su víctima, la acicala y la viste como la vistió para dejarla tirada debajo de un puente? Actuaron con total sangre fría.
-Yo estaba pensando que el asesino quiso decirnos algo al vestir así a su víctima –dijo el teniente.
-¿Qué pensó usted, Gonzáles? –preguntó el mayor.
-Metafóricamente, quiso decirnos que la mujer era una puta.
-¿A quién se les dice putas? –preguntó el mayor. Él mismo se respondió-. A las infieles, ¿no?
-Quizá el marido descubrió que era un cornudo.
-¿No creen que la muertita era demasiado joven para estar casada? –preguntó el mayor Huamán.
-A esa edad las mujeres están en la universidad.
-Por lo pronto, en mi universidad no se ha reportado ninguna alumna desaparecida –dijo el teniente.
-¿RENIEC ya envió los datos de la víctima? –preguntó el médico.
-Todavía –dijo el mayor.
-Como siempre, esos burócratas hueveando –masculló el médico-. Sin sus datos no vamos a poder hacer nada.
-Deberíamos tener acceso a sus archivos directamente –dijo el mayor.
-La atacaron por sorpresa –dijo el médico-. Por la espalda. Hay hematomas en la nuca y en los muslos.
-¿Se la estaban dando por el chico? –preguntó el mayor Huamán.
-Exacto –dijo el médico-. El desgarro contranatura es reciente.
-Puta, para mí que la mujer se resistió cuando le estaban inaugurando la falsa vía –dijo el teniente-. El marido se empinchó, y la mató.
-¿Ustedes matarían a sus mujeres si no se dejan penetrar por el chiclayo? –preguntó el médico.
-Yo lo intentaría la siguiente vez –dijo el mayor.
-¿Y tú, Gonzáles?
-Gonzáles todavía le es fiel a manuela –dijo el mayor, soltando una sonora carcajada.
El médico también rió.
-¿No hay una cachimba que te atraiga, teniente?
El teniente pensé en la rubia que siempre andaba con el profesor de literatura.
-Siempre hay algo –dijo.
-Hay que leer más a Neruda, a Vallejo –dijo el médico.
El teniente sonrió.
-¿Cuántos años tendría, doc? –preguntó el mayor.
-Veintiuno, veintidós.
-Un escritor colombiano dijo que es un pecado vivir más de veinticinco años –dijo el teniente.
-Y seguro se mató a esa edad –dijo el mayor.
-Exacto –dijo el teniente.
-Los poetas y los escritores son suicidad en potencia –dijo el doctor-. Había una poeta inglesa que metió su cabeza en el horno de gas y se mató.
-Sylvia Plath –dijo el teniente Gonzáles.
-No recuerdo cómo chucha se llamaba, pero solo una loca hace eso, ¿no?: matarse siendo tan joven y bonita.
-Había un médico-poeta, Lucho Hernández, que se arrojó a las líneas del tren allá en Buenos Aires –dijo el teniente-. Solía escribir sus versos en cuadernos escolares y con plumones de colores.
-Puta, ni la ciencia escapa de la locura –dijo el médico-. Espero que usted no termine así, teniente.
-Matándose con la pistola de reglamento –añadió el mayor.
El teniente rió, se inclinó a recoger la bala que se le había caído.
-Cuando vea mi nombre escrito con letras de bronce en la historia de la DININCRI, quizá lo haga.
-Resuelva el caso de las Fefer, y pasará a la historia, teniente –le dijo el médico.
-El caso es sencillo: las cabritas son las asesinas –dijo el mayor.
-Lily le dijo a Eva matemos a tu mamá y nos repartimos tu herencia –dijo el teniente-. Qué simple. ¿Y todo por una chucha?
-¿No hacemos peores cosas por una chucha? –preguntó el médico.
-Tiene razón, doc –dijo el teniente-. Pero mientras no tengamos los datos de la RENIEC, no podremos hacer nada. Y mañana es sábado.
-Y juega Perú –dijo el mayor-. ¿Apostamos unas chelitas?
-Claro. Pero ya se sabe que pierde Perú. Los uruguayos tienen garra y acá se la juegan todo.
-En ese caso, un parcito por cabeza y un cevillano –propuso el médico.
-Es lo justo –dijo el mayor.
-De acuerdo –dijo el teniente-. Ahora me quito, me han dejado una novela media jodida para leer: El doctor Jekyll y Mr. Hyde.
-Carajo, ¿usted está estudiando medicina o literatura, teniente, ah? –le espetó el médico, serio.
-Medicina –dijo el teniente. Y riendo, añadió-. Para mirarles el culo a las muertas.
Risas.
***
-¿Cuánto cobras por tus servicios? –le había preguntado a la chica.
Era alta, delgada, bonita, joven, tenía los cabellos pintados de rojo. Llevaba una blusa blanca, escotada, se podía ver el nacimiento de sus senos redondos, duros, una minifalda roja y unos pantys negros cubriendo sus largas piernas. ¿Qué hacía una chica así en una maloliente calle? Una mariposa en el charco, pensó el hombre.
-Veinticinco soles –dijo la chica, mirando al hombre vestido de negro y con la mitad del rostro cubierto por una chalina-. ¿Vamos?
Hacía frío esa noche de setiembre. Un par de clientes más y se marcharía.
-¿Dónde atiendes?
-Acá en la vuelta, en Emancipación. ¿Vamos?
-¿No atiendes a domicilio? –preguntó el hombre.
-¿Dónde vives? –preguntó la chica, alisándose los cabellos rojos.
-En Magdalena.
-Pero me vas a tener que dar para el taxi –dijo la chica. Se llevaría los veinticinco soles completos, no tendría que dar los cinco soles por la mugrienta cama, quizá hasta se ganaría una taza de café. El hombre tenía traza de ser tranquilo, no era como esos obreros que los viernes y sábados tomaban por asalto Caylloma apestando a alcohol y sudor.
-No te preocupes. Si quieres, te traigo en mi carro.
-Ah, mejor –dijo ella-. ¿Vamos?
-Vamos pues.
Llegaron a la avenida Nicolás de Piérola.
-Espérame aquí cinco minutos –dijo el hombre-. Voy por mi carro.
-Ya.
-¿Cómo te llamas?
-Rossana. ¿Tú?
-Agustín. Me esperas entonces.
-Sí.
Menos de cinco minutos después, Rossana subió al auto de Agustín. Era un auto con las lunas polarizadas. Doblaron hacia la avenida Garcilaso.
-¿Cuántos años tienes, Rossana?
-Veinte –dijo la chica-. ¿Y tú?
-Cuarenta.
El auto avanzaba lentamente por los trabajos en el Paseo de los Héroes Navales. La capital parecía una ciudad bombardeada.
-¿Eres casado?
-Divorciado –dijo el hombre-. ¿Y tú?
-Madre soltera –dijo Rossana.
-¿Cuántos años tiene tu hijita?
-Tres –dijo Rossana.
-Lo tuviste chiquilla.
Ella asintió, se puso colorada.
Agustín abrió la ventanilla, le compró a un ambulante un par de chocolates Cañonazo, le convidó uno a la chica, come, endulza tu vida. Ella le dio las gracias y el le acarició las piernas enfundadas en el panty negro. En la radio Django cantaba, con su voz gruesa y viril, Cuando quieras, donde quieras.
-¿Tú no tienes hijos?
-Una hija –dijo el hombre-. Tiene dieciocho años. Vive con su madre.
-¿Y cómo te llevas con ella?
-No la veo hace cinco años –dijo el hombre-. Está en Chile con su mamá.
-¿Era chilena tu esposa?
-Sí. Una jodida. Tienes unas bonitas piernas.
-Gracias.
-¿No me das una chupadita?
-Claro –dijo Rossana-. Pero te lo voy a ensuciar con chocolate.
-No importa.
Risas.
Rossana se inclinó y se metió el miembro en La boca. Era gruesa y grande.
El auto al fin cruzó el atolladero y salió en el Paseo Colón. Allá estaba el Museo de Arte. Circundó la Plaza Bolognesi y entró la avenida Brasil.
-¿Te saco la leche? –preguntó Rossana, haciendo un alto a su labor.
-Mejor no –dijo Agustín-. No me vaya a estrellar.
Rieron.
Doblaron hacia la Marina y después entraron a Sucre y volvieron a doblar hacia la calle Huamanga. Se abrió un portón a control remoto y entraron.
-Bonita tu casa –dijo la chica, mientras subían por una escalera de caracol hacia el segundo piso.
-¿Dónde vives tú?
-En el Agustino –dijo la chica.
-Agustín – Agustino –dijo el hombre-. Qué casualidad.
La chica sonrió.
-Adelante, princesa –Agustín abrió la puerta de la sala.
-Pasu machu, ¿tantos libros tienes? –preguntó Rossana, viendo una pared cubierta de libros-. ¿Eres escritor?
-Profesor de literatura –dijo el hombre.
-Qué bien –dijo Rossana-. Pareces Vargas Llosa.
Agustín sonrió.
-Ponte cómoda –le señaló un sofá.
-Gracias.
-¿Un vinito?
-Claro –dijo la chica.
Agustín abrió un mueble y Rossana vio varias botellas de vino. Parece que esta era su noche de suerte. No todas las noches una se encontraba con un profesor de literatura en su camino. Quizá podía tenerlo como cliente fijo. Eso hacían sus amigas: se encontraban con un hombre decente y lo convertían en su cliente habitual y salían lo menos posible a la calle. Todo dependía de ella, tenía que esmerarse en atenderlo, aceptar todo lo que le pidiera, bien valía el sacrificio.
-¿Te gusta la música instrumental? –preguntó el hombre.
-Sí –dijo la chica.
Agustín puso un disco en el equipo y una suave melodía subió por los aires como una mariposa.
-Cuando tú no estás –dijo el hombre-. De Manuel Alejandro interpretada por la orquesta del francés Franck Pourcel. La habrás escuchado en la voz de Raphael, ¿no?
-Sí –dijo Rossana.
Brindaron y se besaron. Después Agustín le dijo para ir a su habitación. Allí había una cama de dos plazas, una mesa de noche sobre la cual había un libro delgado. El doctor Jekyll y Mr. Hyde, leyó la chica.
Se desnudaron y el hombre estuvo un buen rato metido entre las piernas de la chica, después la penetró y terminó casi al instante.
Descansaron y Agustín trajo la botella de vino y las copas y continuaron brindando. Rossana pensó que esa noche era su noche de suerte. Con un poquito de suerte más, podría terminar convertida en amante del profesor de literatura y quién sabe si más adelante… Tantas cosas más podían pasar más adelante.
Con una succionada le devolvió la vitalidad al miembro del hombre.
-Me pongo detrás de ti –le dijo él.
-¿Quieres dármela por el chico?
-¿Te gustaría?
-Claro. Pero me va a doler: la tienes grande y gruesa.
-Te lo haré con amor.
-Para no matarme. Eres zapatón.
Rieron con ganas.
El hombre la tenía ensartada por atrás y presionada por los muslos. Rossana estaba de cara sobre la cama, quieta como una muñeca, pensando que las siguientes veces sería menos doloroso, que la siguiente vez podría quedarse un fin de semana con el profesor de literatura, cuando sintió que una garra le presionaba la nuca. ¿Qué te pasa, huevón?, iba a protestar, pero no lo hizo, quizá el profesor gozaba así, pero, a los pocos segundos, la sorpresa inicial se transformó en terror: la garra le había hundido el rostro en la almohada y ya no podía respirar.
(CONTINUA)
__
Estoy intentando escribir una novelita policial, veremos qué sale. Ese es el esbozo del primer capítulo. Hay que leer a Simenon, a la Cristhie, pero, bueno, intentémoslo robándole un poco de tiempo a "El castillo olvidado". El título no es muy original, si encuentro otro mejor, lo cambiaré y ojalá que las ganas de hacerlo sigan como hasta ahora.

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