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sábado, 16 de mayo de 2009

Camionero

Las potentes luces del camión parecieron traspasar su frágil figura. Estaba en medio de la intensa llovizna, antes del puente de Rumichaca. Agitó los brazos frenéticamente como pidiendo ayuda.
Paré el camión. Abrí la ventanilla.
–¿Va para Huanta, señor?
–Sí. Sube.
–Gracias, señor.
Abrí la puerta y le tendí la mano para ayudarla a subir. Fue como si hubiese tocado un trozo de hielo: tenía los miembros helados. Pobre chica, pensé, cuántas horas habrá estado esperando a que alguien la lleve.
Chorreaba agua. Le alcancé mi toalla para que se secara. Me dio las gracias.
–Nos haremos compañía.
Dibujó una tenue sonrisa. Había cierta tristeza en ese gesto. Sus ojos grises también eran tristes. Tenía el rostro redondo, las mejillas cuarteadas por el inclemente clima serrano, los cabellos largos, lacios y negros.
–¿Cómo te llamas?
–Sara, señor.
–¿Como la canción de Sósimo Sacramento?
Me miró, extrañada. Por lo visto, no había escuchado al cochamarquino.
–Sósimo Sacramento tiene un tema llamado Sarita.
–Ah, ya –dijo, sin mayor interés.
Iba a poner el caset de Sósimo, pero me desanimé.
–Pensé que me iba a quedar botada en el camino –dijo ella–. Nadie me quería recoger.
–Pensarían que eras una terruca, o un fantasma. Mira la hora que es.
Era casi la medianoche en el reloj del tablero.
–Nadie me quería recoger –repitió. Seguía temblando de frío.
–En ese termo hay café caliente. Sírvete.
–Gracias, señor.
–No tienes de qué. No te vayas a congelar.
Otra vez sonrió con esa sonrisa triste que parecía tener grabado perpetuamente en el rostro. Sacó un par de chaplas y un pedazo de queso seco y me los dio. Le pedí que me sirviera un poco de café. La temperatura seguía bajando entre más altura alcanzaba el camión.
–Mi tía es mama Susana Palomino. ¿La conoce? –me preguntó.
–¿La que tiene su puesto de comida en el mercado?
–Sí. Ella misma.
–Siempre voy a desayunar y almorzar allí. Cocina rico.
El camión seguía devorando los kilómetros en su trayecto hacia Huanta. Menos mal que la Vía de Los Libertadores estaba en buenas condiciones.
La chica se había quedado en silencio. ¿En qué estaría pensando?
–Doña Susana no me había dicho que tenía una sobrina tan guapa –intenté sacarla de su mutismo.
Apenas sonrió.
–Bien guardadito se lo tenía.
Ni se inmutó. Parece que el frío le había congelado la alegría.
–Menos mal que ahora ya no hay terrucos –dijo, por fin.
–Sí. Menos mal. Porque sino, ni loco iría a Ayacucho.
–Usted debe saber que a mi papá lo mataron los terrucos, ¿no?
–Un poco. A tu tía no le gusta hablar de esas cosas. ¿Cómo fue?
–Los terrucos tenían su campamento en mi pueblo, Yanaqaqa. Mi papá había ido varias veces a Lima llevando a mis hermanos mayores para que los senderistas no los levaran. Eso no les gustó a ellos. Le hicieron un juicio popular y lo mataron acusándolo de traidor. Le metieron un balazo en la cara. Como no moría, le aplastaron la cabeza con una piedra.
–Esa gente no tenía corazón.
–No dejaron ni que lo lloremos. Si lloran, a ustedes también los vamos a matar, nos dijeron. Por eso mi mamá se volvió media loca.
–Cuánto lo siento.
–A ella la mataron los soldados. Los terrucos nos obligaban a participar en sus saqueos. Un día los cachacos llegaron a Yanaqaqa y encontraron en mi casa las cosas que habíamos robado en un pueblo. Se llevaron a mi mamá a Acobamba y allí la quemaron viva.
–Lo siento mucho –dije.
–Yo vi cómo la mataron. Los soldados nos llevaron a todos los chiquitos y nos hicieron ver cómo “castigaban” a los terrucos: había un pozo lleno de leña donde arrojaban a los presos con las manos atadas para que se quemaran. A nosotros nos daban de comer chicharrón que habían hecho con la carne de las personas que habían matado antes.
Contuve las ganas de vomitar.
–¿Cuántos años tenías?
–Siete.
–¿Y te acuerdas todavía?
–Sí. Me acuerdo clarito. Todos los días me acuerdo. Mi mamá gritaba, pedía compasión, pero igualito la quemaron –dijo la chica. Silenciosas lágrimas surcaban su maltratado rostro. Yo lo único que decía era lo siento mucho, lo siento mucho. ¿Qué más podía decir?
El camión seguía yendo raudo hacia su destino. Las luces de los faros se abrían paso en medio de la lluvia y la bruma.
–¿Y cómo te salvaste tú?
–Mi tía Susana nos fue a reclamar al cuartel. Los soldados no nos querían soltar porque decían son hijos de terrucos y hay que matarlos. Mi tía les suplicó. Si no es por ella, ahora estaría muerta.
–Es triste todo lo que cuentas, ¿pero qué se puede hacer? Ya pasó, tienes que seguir adelante nomás.
El camión seguía avanzando. Nunca había sentido tanto frío en la cabina.
–A mi abuelita Felícitas también la mataron los terrucos –continuó la chica. Parece que quería desahogarse conmigo.
–¿Cómo fue?
–La degollaron. Se la querían llevar de cocinera, y como no quiso ir, la mataron. Mi primo Inquicha, que era opita, salió a defenderla y también lo mataron.
–Lo siento mucho.
Durante todo el trayecto Sara me estuvo contando de muertos y desaparecidos. Casi toda su familia había sido exterminada por los terrucos y soldados.
Con el nuevo día la lluvia cesó. A las siete de la mañana llegamos a Huanta, por fin. Nunca había escuchado tantas historias de muertos.
Sara se bajó del camión para ir donde su tía.
–Dejo la carga y voy a desayunar –le dije–. Dile a tu tía que me vaya preparando una patasca.
–Ya, señor.
A las nueve me presenté en el puesto de mama Susana Palomino.
–Bien guardadito se tenía a su sobrina Sarita –le dije a modo de saludo.
–¿Sarita?
–Sí. La recogí anoche en Rumichaca. La pobre estaba que se moría de frío.
–Sarita murió hace veinte años, Agustín –me dijo mama Susana–. Los cachacos la mataron junto a su mamá.
–Usted me está mintiendo, mama Susana.
–Claro que no, Agustín. Cuando los soldados se llevaron a su madre, también se llevaron a Sarita. Y como no se quería separar de su mamá, a las dos las quemaron vivas.

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