EL PROFESOR DE MÚSICA
¿Hilda? La rubia no me quitaba los ojos de encima. Imposible. Me salté un par de compases. La rubia sonrió: sí, era Hilda: esa sonrisa la conocía muy bien. Traté de concentrarme en la ejecución de Mauka zapato, pero los recuerdos me traicionaban, tomaban por asalto las fortalezas de mi memoria, la partitura me parecía escrita en chino, como decía Hilda cuando era mi alumna, mis dedos golpeaban dubitativamente los trastes de mi vieja Falcón. ¿Hace cuántos años que no la veía? Muchos. El tiempo había pasado veloz y aquella niña estaba ahora transformada en mujer. Hilda. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? Si la memoria no me fallaba, fue en la clausura de mi último año escolar en el Túpac Amaru. ¡Hace tanto tiempo ya! Aquel día me ignoró olímpicamente, ni siquiera me dio las gracias por haberla aprobado. Debí de haberle puesto un cero cinco para que me suplicara, para que se arrastrara por un once, para que viniera a buscarme como la López y me dijera que estaba dispuesta a todo, a todo, profesor, con tal de no salir desaprobada porque en mi casa me van a matar. Tarde para lamentarme. Para el pueblo de mis padres, Mi Huancavelica. Ese día llevaba su famoso pantalón verde limón que dejaba adivinar en toda su plenitud su abundante trasero, dueño de mis obsesiones, fantasías y deseos. Diablos, mi verga empezaba a despertar de su prolongado letargo. Las mismas facciones de entonces, pero más maduras, más acentuadas, los labios rojos y carnosos como los de la Angelina Jolie, sus grandes ojos enmarcados por largas pestañas y su rubia cabellera que brillaba como un sol en el verano. Me comí otro par de notas pero nadie se dio cuenta. Aplausos para el maestro Harold, la guitarra más brillante del Perú, Premio Amauta de las Artes. Gracias, gracias, estimada concurrencia. Hilda aplaudía con entusiasmo mientras mis manos ejecutaban las melodías por inercia, mecánicamente. Yo estaba de vuelta en las destartaladas aulas del Túpac Amaru de Vitarte donde me inicié en el magisterio. El patio de tierra, un par de arbolitos raquíticos. Los techos de calamina, el salón convertido en un horno en los días de sol. ¿Se acordaría de las veces que se quedaba dormida en mis clases?, ¿que pedía permiso para ir al baño y ya no regresaba? Hilda. ¿Cuál era su segundo nombre? ¿Ángela?, ¿Angélica?, ¿Angie?, ¿Agnetha?, ¿Angelina? Mi cerebro no era el mismo de antes. Toda mi habilidad estaba en mis manos, en estas garras que pulsaban las cuerdas ajenas a mis recuerdos, a mi pasado en el Túpac Amaru. La primera fila de carpetas, Hilda abanicándose para espantar el calor. Ahora Carnaval ayacuchano. Así se baila en Huanta, en Paucar del Sara Sara, en Lucanas y Huamanga. La rubia se puso de pie, ¡Hilda, no te vayas!, y abandonó el auditorio sin decirme ni siquiera un miserable adiós con las manos. ¿Y si no era ella? Hilda estaría jodida con una recua de hijos colgándole de las marchitas tetas, estaría gorda como una vaca, estaría con los dientes destruidos por la caries, tendría el sexo seco, podrido como el mío. ¿Cómo pude creer que semejante rubia podía ser Hilda? Seguramente fue una visión, una alucinación, una mala jugada de mis ojos, de mis recuerdos, de mis esperanzas. Pero podría jurar que eran exactas como dos gotas de agua. Sería su doble, seguramente, alguien parecido a ella. ¿No dicen que todos tenemos un clon? ¿No me han visto en Trujillo mientras yo estaba dando un recital al otro lado del mundo? ¿No encontraron en Puerto Viejo a un ahogado, que se parecía a mí, mientras yo estaba en Acapulco disfrutando de mis días de gloria? Ahora un potpurrí latinoamericano. La vidala Lloran las hojas al viento del maestro Atahualpa Yupanqui. Pero juraría que era Hilda. Hilda. Era ella. La misma forma de mirar, de sonreír, de alisarse los cabellos, de sentarse, de cruzar las piernas. Ahora la galopera Pájaro choguí. Hace tiempo que debí de haberme dado una vueltecita por el Túpac Amaru. ¿Seguiría allí? De repente se marchó al extranjero, como tantos otros peruanos, en busca de un mejor futuro. De Chico Buarque, Fado tropical. Allí estaba de nuevo la rubia, ¿o Hilda? Se sentó en primera fila, me miró, sonrió y leí que sus labios me decían profesor Harold. Mi cansado y viejo corazón empezó a latir más veloz que mis dedos sobre las cuerdas de la guitarra. La rubia, ¿Hilda?, cruzó las piernas y por el corte del vestido le miré la blanca, reluciente y lampiña piel. Cómo latía mi pobre corazón. Recé para que no me diera otro infarto como el que me tuvo alejado un año de los escenarios. Después de Alma llanera y Sombras retornamos al Perú. A bailar con el Carnaval arequipeño. Las parejas bailaban con ganas. Ahora Carnaval cajamarquino para que sigan bailando, un homenaje al recientemente desaparecido Indio Mayta. Tocaba la caja de la guitarra como si fuera una tinya. Y nos despedimos con Ayrampito. ¡Bis bis! No me jodan, no hay bis bis. Hasta otra oportunidad.
La rubia vino a mi encuentro con una amplia sonrisa y los brazos abiertos.
–¡Profesor Harold!
–¿Hilda?
–Ella misma, profe –dijo, abrazándome y llenándome de besos. Aspiré su cálido aliento a rosas. Yo sabía que era ella, mi corazón me lo decía. Estaba frente a Hilda después de tantos años–. ¡Felicitaciones, querido profesor Harold, estuvo genial! Usted es el mejor guitarrista peruano de todos los tiempos.
–Gracias, Hilda. Estás irreconocible –le eché una ojeada.
Hilda sonrió.
–Gracias, profe. Usted siempre tan picarón. No ha cambiado nada.
Reímos.
Nos trajeron vino y brindamos por nuestro reencuentro.
–Tomas, ¿no?
–Claro, profe, ya no estoy en el cole.
–Eso se nota –le dije, recorriéndola con la mirada, desnudándola con los ojos. Sonrió–. Cuando te vi, pensé que estaba soñando.
–Estoy aquí en carne y hueso, profesor –dijo, hundiendo suavemente las uñas en mi brazo como lo hacía en el cole para decirme despierte, profe, parece que está enamorado, está sin estar.
–Yo veo más carne que hueso.
Soltó una sonora carcajada, se acomodó la tira del vestido y por un segundo pude vislumbrar la tira de su sostén. Allí estaban sus senos, grandes, redondos, lejanos, inalcanzables.
–No me imaginaba que tomabas bien.
–Hay que aprovechar que el vino es gratis, ¿no? –dijo, con una coqueta sonrisa.
Seguimos brindando. A veces nos interrumpían para pedirme un autógrafo. Yo fingía una sonrisa al estampar mi firma en esos discos donde estaba mi cara llena de arrugas que me recordaban los estragos que había hecho el tiempo en mí.
–¡Ya es tardísimo, profe Harold, me tengo que ir! –dijo, a la enésima copa, mirando el pequeño reloj que llevaba en la muñeca–. ¡Wao, voy a llegar mañana a mi casa!
–No te preocupes, yo te llevo. ¿Sigues en Vitarte?
Asintió.
–Vámonos, pues.
–Antes, voy a ir al baño –dijo, e imitando la vocecita de una niña, preguntó–: ¿Me da permiso para ir a hacer pis, profe Harold?
–Vaya nomás, alumna Hilda, pero cuidadito con quedarse jugando en el baño porque a la última hora tenemos práctica instrumental. ¿Trajo su flauta dulce?
–Ay, profe Harold, lo olvidé por salir apurada. ¿Usted no tendrá una que le sobre? –dijo sonriendo y se alejó moviendo ese trasero que sería la envidia de la mismísima JLo.
Recordé que alguna vez la escuché orinar en el precario baño del Túpac Amaru. Ahora estaría bajándose la ropa interior, estaría sentándose en el water, su enorme y blanco trasero se estremecería al contacto del frío mármol, el líquido ambarino saldría expulsado con fuerza como de una manguera de bombero, terminaría de orinar, se sentaría en el bidet para lavarse la cucarachita ¿peluda o pelada como mi cabeza?, se lo secaría, se subiría el calzón, se lo acomodaría, se lavaría las manos, saldría del baño, volvería a mi lado.
Se había retocado el maquillaje. Había pintado sus labios de un rojo intenso. Se había echado rubor en las albas mejillas.
–¿Se lavó bien las manos, alumna Hilda?
–Claro, profe, no me vaya a dar cólera –dijo, enseñándome las blancas manos de largos y delgados dedos que alguna vez se movieron torpes sobre la flauta dulce.
Fuimos en busca de mi carro y enrumbamos hacia la Carretera Central. Puse un disco con los grandes éxitos de Ana Belén. Tiemblas, amor mío, / como una gota de rocío…, empezó a cantar la española con su peculiar voz.
–Nunca pensé que te volvería a ver, Hilda.
–Menos yo, profe. Usted casi nunca para en el Perú.
–Tú sabes que tengo múltiples compromisos artísticos.
–Por eso, cuando anunciaron su recital de gala por sus bodas de oro como guitarrista, me dije tengo que ir a escuchar a mi profesor porque de repente nunca más vuelve por estos lares.
–Gracias. Yo pensé que me habías olvidado.
–Claro que no, profe, yo siempre lo escucho, tengo todos sus discos –dijo, cruzando esas dos moles que eran sus piernas. Se los miré de reojo–. Usted es un genio musical, el Beethoven de la guitarra.
–Tampoco exageres, ya sabes que hago lo que puedo con estas pobres manos.
–Yo siempre me acuerdo de sus magistrales clases de flauta dulce, profe –dijo con un dejo de nostalgia en la voz.
–Y yo me acuerdo que siempre te dormías en el salón, o que pedías permiso para ir al baño y ya no regresabas.
El rubor se apoderó de su rostro.
–Ay, profe Harold, discúlpeme, ¿sí? Era chibola y no sabía lo que hacía.
–Qué graciosa, pedirme disculpas casi medio siglo después.
–Más vale tarde que nunca, ¿verdad?
No le dije nada. El auto seguía avanzando por la desierta carretera.
–¿Me disculpa o no, profe?
–Por supuesto, Hilda. No faltaba más. Yo no soy rencoroso –le dije, palmeándole la desnuda espalda. Tenía la piel suavecita como el durazno, como la seda. Mis garras se estremecieron a su contacto. Ana Belén decía Nombras tú mi nombre / como jamás lo dijo un hombre…
–Yo siempre me acuerdo del diecinueve que me puso en el último bimestre, profe Harold.
–¿Diecinueve? ¿Cuál diecinueve si tú con las justas llegabas a once? Parecías la hija de la Chuchi Díaz.
–Ay, profe, tampoco exagere que tan bruta no era. Por algo no me puso casi veinte.
–Ni me acuerdo cuánto te puse. He tenido tantas alumnas…
–Acuérdese de Hilda Angélica, la que se sentaba en la primera carpeta. A la que usted nunca le quitaba los ojos de encima.
Ah, su segundo nombre era Angélica. Claro, Hilda Angélica.
–Hilda Angélica, la flojita del 5° C, ¿verdad? Debí de haberte puesto cero cinco, no hacías nada en mi curso.
–Ay, profe Harold, cuidaba a mis hermanitos, no tenía tiempo ni para meterme un segundo la flauta dulce en la boca.
–Aún no es tarde para que lo hagas.
Rió con ganas. El carro seguía devorando los kilómetros como un león hambriento.
–Un puntito más, y me ponía veinte, profe.
–Veinte puntitos menos, y salías debiéndome puntos.
–Qué malo, profe.
–Sí, pues, bien malo.
Ella seguía riendo mientras Ana Belén nos decía Eres el viento que no cesa, / eres el peso que no pesa…
–Usted se fue del Túpac y nunca más se acordó de los pobres, profe Harold.
–Más bien tú nunca te acordaste de tu viejo maestro, ingrata.
–No sabía dónde vivía –dijo, mientras Ana Belén cantaba Eres fuego y frío, / ni más ni menos, amor mío…
–¿No les di mi dirección para que me visitaran?
–No, profe. Solo sabíamos que vivía en La Realidad, pero como La Realidad es grande, una vez fui a buscarlo y me perdí…
–Tú todavía ibas a ir. No te creo.
–¿Y por qué no iba a ir si no había quién me lo impida, profe?
No había quién se lo impida. Faltaba poco para llegar a Vitarte, se bajaría y quizá nunca más la volvería a ver. Me hablas al oído / y todo tiene un nuevo sentido… Decidí arriesgar mi pobre pellejo. ¿Qué perdía a estas alturas de mi vida? Casi nada.
–¿Vamos ahora?...
Me clavó los ojos. ¿Me mandaría al diablo? ¿A estas horas? ¿Para qué quiere que vaya a su casa a estas horas, profesor Harold?
–…así me visitas cuando gustes…
–¿No se molestará su esposa?
–Vivo solo.
–¿No se casó con la profesora Martha?
–No. No pasó nada con ella.
–Estaba media loquita, ¿verdad? A veces la celaba conmigo.
–Justamente por eso terminamos…
–¿Por mi culpa, quiere decir?
–Ajá.
–Pucha, lo siento.
–No te preocupes. Fue lo mejor. Martha estaba vieja.
–Y loca de remate.
Reímos con ganas.
Se alisó los cabellos. Descruzó y volvió a cruzar las piernas. Y me siento entera / como una blanca primavera…
–¿Vamos ahora? –insistí.
–¿No se molestará su esposa?
–Te dije que vivo solo.
–Cierto. Por mi culpa terminó con la profesora Martha. Qué bruta soy.
–Por eso te puse diecinueve en música. ¿Vamos?
–Vamos pues, profe Harold, ya que insiste.
Pisé el acelerador a fondo antes de que cambiara de parecer. En menos de un cuarto de hora llegamos a nuestro destino.
–Bienvenida a mi cubil, Hilda Angélica.
–Pasu machu, ¿tantos discos tiene? –dijo, mirando las paredes llenas de discos–. Ni Julio Iglesias.
–Soy músico, ¿no?
–Eso es lo que estoy viendo.
–¿Un vinito para brindar por tu presencia en mi refugio, Hilda Angélica?
–Claro, profe Harold, tengo sed. Acá hace mucho calor.
Empezamos a brindar mientras Ana Belén nos decía Dices que me quieres / como una fuerza que me hiere… Ni en mis más remotos sueños creí que alguna vez Hilda Angélica iba a estar en mi casa.
–Nunca pensé que ibas a estar en mi humilde refugio, Hilda Angélica.
–¿Y por qué, profe, ah?
–Eras inalcanzable, una estrella lejana. Uno haciendo méritos, y tú, nada.
–No habrá hecho los suficientes, profe Harold –montó una pierna sobre la otra. Por el corte del vestido le vi los muslos blancos como la luna.
–Te puse un diecinueve.
–Yo quería veinte. Pero gracias de todas maneras.
–Creo que debí de haberte jalado.
–¿Y por qué no lo hizo, ah?
–No sé…, creo que eras mi alumna favorita…
Nos miramos.
–Y usted era un depravado de mierda, ¿no? –dijo, con irá, sacando un puñal de entre sus ropas.
Mientras caía con el pecho herido, la voz de Ana Belén se iba apagando: Eres el mar cuando se enfada, / eres noche iluminada…
–¿Su alumna favorita, no, cucaracha?
Entras en mi cuerpo / como la lluvia entra en mi huerto…
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