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viernes, 22 de enero de 2010

Hotel Tokio - Cuento ganador


Mi cuento "Hotel Tokio" está entre los 10 ganadores del concurso de relatos convocado por Ediciones Irreverentes. Allí está la noticia y el cuento ganador.


Ganadores del Primer Premio Sexto Continente de Relato
viernes, 22 de enero, 2010 14:30
De:
"Ediciones Irreverentes" Añadir remitente a Contactos
Para:
"'Ediciones Irreverentes'"
Ganadores del Primer Premio Sexto Continente de Relato en
http://ediciones-irreverentes.blogspot.com/2010/01/i-premio-sexto-continente-de-relato.html

Un saludo
http://www.edicionesirreverentes.com/



HOTEL TOKIO


Los peruanos sí que eran desagradecidos. Qué rápido habían olvidado que él, el Chino, los había salvado del apocalipsis en que los dejó el gobierno de García: dos mil por ciento de inflación anual, los comunistas a punto de tomar por asalto Lima. Si no fuera por él, el Chino, los limeñitos estarían hoy en los campos de arroz con las espaldas dobladas trabajando de sol a sol hasta reventar como animales de carga. Y así le pagaban: con el exilio, con una patada en las posaderas. Tokio era una ciudad impresionante: altísimos edificios, trece líneas de metro, calles limpias, peatones que respetaban las señales del semáforo, no como los peruanos que cruzaban las pistas en forma temeraria. La Lima que encontró al asumir su mandato era un caos, un desastre, lleno de vehículos destartalados, de edificios a punto de derrumbarse. Él, el Chino, la había modernizado. Diez años más y sería una urbe del primer mundo. Tenía un tren eléctrico a medio construir, herencia del gobierno aprista. Lo habría concluido pero prefirió que se quedara así como lo había dejado García, para que el pueblo no olvidara el desastre en que dejó Caballo loco al Perú. Un café, sintió ganas de beberse un café, tener noticias del Perú, enterarse de los malabares que estaba haciendo la justicia peruana para sentarlo en el banquillo de los acusados, leer los últimos informes que Kenji le mandaba a su correo, las palabras de aliento que las Marthas –Chávez, Hildebrandt y Moyano– le mandaban todos los días desde que salió del Perú abruptamente. Ahora el Escritor se estaría riendo de él. Nunca le había perdonado que lo derrotara, que no lo dejara llegar a la presidencia como había sido su sueño. Un simple profesor de matemática de una universidad nacional había humillado al más grande escritor peruano de todos los tiempos, incluso más que Vallejo, eterno candidato al Nobel, doctor honoris causa de muchas universidades del mundo. Y eso no tenía perdón. Había truncado sus aspiraciones presidenciales. La campaña electoral del noventa había sido feroz: los banqueros y la oligarquía habían puesto en movimiento toda su maquinaria para que el Escritor llegara al poder pero él, el Chino, se les había interpuesto en el camino montado en un viejo tractor de agricultor. Y el truco le había funcionado. Sonrió de medio lado, con esa sonrisa torcida con que lo dibujaban los caricaturistas. Él, el Chino, un hijo de inmigrantes japoneses, un caído del palto, como lo calificaban sus enemigos políticos, había derrotado al representante de los dueños del Perú que, desde tiempos de la Corona, ostentaban el poder. Eso no se lo habían perdonado nunca como no lo habían hecho con Velasco y, más atrás todavía, con Odría, quienes habían gobernado para el pueblo y por el pueblo a pesar de ser calificados como dictadores por los políticos tradicionales. Por eso habían mostrado una dura oposición en el Congreso a todos sus proyectos. Hasta que se hartó y los puso de patitas en la calle ese 5 de abril de 1992, hace ocho años ya. Cómo había pasado el tiempo. Ese 5 de abril tomó la decisión de gobernar con mano de hierro para derrotar a la subversión, para reconstruir el país, para hacer que el Perú renaciera de sus escombros como el ave Fénix. Había sacrificado su vida personal, su matrimonio se había ido al diablo por pensar en el Perú. Susana también se estaría riendo de él. Alguna vez soñaron que pasarían sus últimos días en el país de sus ancestros pero jamás se imaginó que solo él, el Chino, vería hecho realidad su sueño, el sueño de ambos. Volvió a sonreír de medio lado. Susana: cuatro hijos, un matrimonio tirado por la borda, una mujer que le había dado la espalda acusando a su familia de quedarse con los donativos que la comunidad japonesa hacía a los peruanos más menesterosos. Eso no se lo había perdonado nunca, por eso la había sacado de Palacio y puesto a Keiko como primera dama. Y no lo había hecho nada mal su hija. Quizá algún día llegara a la presidencia también, el camino estaba desbrozado, la semilla echada en la tierra: diez años en la presidencia no eran un día. Cuando él, el Chino, llegó al poder, el Perú se desangraba en una cruenta guerra civil. Después de arrasar los Andes, los comunistas habían fijado su mirada en las grandes ciudades, sobre todo en Lima. Un poco más, y el Perú colapsaba. Quizá debió dejarlos así, que se jodieran, total, él podía haber agarrado a su familia y marchado, o retornado, al país de los suyos, al país del sol naciente de donde, hace más de medio siglo ya, sus padres se habían embarcado a la tierra de los incas en busca de un futuro más promisorio. Ahora él, el Chino, había hecho el viaje de retorno para escapar de las fauces de sus enemigos políticos quienes no pararían hasta verlo en el cadalso con la soga en el cuello, pidiendo clemencia. Tendrían que esperar. Al menos en Tokio estaba a salvo, ¿pero hasta cuándo? García, ese 5 de abril, había huido como una rata asustada y ahora anunciaba su regreso después de haber vivido a cuerpo de rey entre Colombia y Francia. No solo regresaba sino, anunciaba su candidatura presidencial. El exilio de Caballo loco había durado ocho años, ¿cuánto duraría el suyo? Cuando los peruanos se dieran cuenta que los políticos tradicionales se habían complotado para desalojarlo de palacio… ¡Presidente Fujimori!, le gritó, desde la vereda, con emoción, un peruano, uno de los tantos peruanos, descendientes de japoneses, que también había hecho el viaje de retorno al país del sol naciente porque en el Perú de inicios de los noventa no se podía vivir. Estamos con usted, presidente Fujimori. El ex presidente sonrió, murmuró un gracias, hizo una venia. La inmensa mayoría de peruanos estuvo de acuerdo con el cierre del Congreso, un Congreso de incapaces, de corruptos, de ladrones. Quizá debió mandar bombardear el Palacio Legislativo tal como Pinochet hizo con La Moneda, expatriar a todos esos miserables. En los Andes lo querían porque gracias a él, el Chino, ahora vivían en paz, Sendero había sido derrotado para siempre. ¿García se habría atrevido a presentar a Abimael enjaulado y en traje a rayas? Seguro que no. Ni Belaunde. Nada habían hecho esos mequetrefes para derrotar a la guerrilla. Durante diez años habían dejado que los terroristas hicieran lo que les diera en gana, hasta que llegó él, el Chino, y los puso en vereda a todos esos mal nacidos, traidores a la patria, hijos de puta. A todos los había enjaulado, aislado, mandado a pudrirse en la gélida Yanamayo, construida especialmente para albergar a esos mal peruanos. ¿Eso había hecho Belaunde, García? No, habían sido cobardes, les habían tenido miedo a los terroristas, les habían temblado la mano; a él, el Chino, no. Creó tribunales especiales con jueces sin rostro, condenó a cadena perpetua a todos los líderes de la guerrilla. Él, el Chino, les había devuelto la paz a los peruanos. Y así le pagaban, con una patada en el trasero. Debió dejar que se jodieran, pensó una vez más. ¿Cuándo se jodió el Perú, Chino? Cuando García se enfrentó a la banca internacional. ¿O cuando propalaron el video Montesinos-Koury? Extrañaba el aplauso del pueblo, las calles polvorientas de los barrios populares, los vítores de las masas: ¡Chino, Chino, Chino! Un chinito de medio pelo se había dado lujo de derrotar a dos peruanos ilustres: primero al Escritor y luego a Javier Pérez de Cuellar, ex secretario general de la ONU, nada menos, con quien compitió en las elecciones del 95. Si se hubieran lanzado solos, quizá lo habrían derrotado, así como él, el Chino, hizo con el Escritor el 90, pero lo hicieron acompañados por todos esos viejos partidos políticos que los peruanos despreciaban. Pedir un café, un periódico en español o inglés, mirar la televisión, hablar con sus hijos por internet. Pasar desapercibido, perderse entre la masa, ser uno más de ellos, un japonés, ¿hasta cuándo? Añoraba el regreso, el aplauso de la gente, la sobonería de Laura Bozzo, la llamada abogada de los pobres. Si no fuera por Montesinos, todo sería diferente. ¿Cómo se le ocurrió al estúpido ese filmar cosas tan delicadas? Un video se había tumbado su gobierno. ¡Un simple video! Maldito Fernando Olivera. Debió de haber sacado el ejército a las calles, encarcelado a todos esos viejos políticos. Estaba seguro que el pueblo apoyaría esa medida como lo apoyó el 5 de abril del 92. ¿Acaso él, el Chino, gobernaba para los ricos, para la oligarquía? Por supuesto que no. A él lo había elegido el pueblo, el Perú profundo. Los blanquitos, los ricos, los pitucos estaban con el Escritor, con Javier Pérez de Cuellar, con Toledo. Montesinos sí que había sido un estúpido. ¿Pero quién habría filtrado ese maldito video? Alguna amante despechada de su asesor, seguro, alguna vieja celosa de Jacky, la gatita del doctor. La Pollito, ¿cómo se llamaba la Pollito? Tenía un nombre horrible y un apellido más horrible todavía que se duplicaba. Matilde se llamaba. Pinchi Pinchi eran sus apellidos. Quizá no tuvo padre y su madre tuvo que duplicar su apellido. Qué apellido más asqueroso. ¿Por qué a Montesinos le gustaba tener en su entorno a gente tan horrible: la Pinchi Pinchi, la Bozzo? Estaba seguro que esa vieja bruja había filtrado el video. Siempre le había dicho a su asesor que no se fiara de las mujeres a menos que fuera su madre. Ni siquiera en tu mujer confíes. Esas son las primeras en traicionarte. Y peor en las secretarias. Pero el hombre no le había hecho caso. Siempre estaba rodeado de mujeres bellas, modelos, reinas de belleza, bailarinas. Cómo no iban a despertar los celos de las brujas. O la Bozzo tal vez, sus loas no eran gratuitas, no le había bastado el programa propio y se llevaba su buena cantidad de dólares para echarle rosas a su gobierno. Montesinos, el expulsado del ejército por traidor, el capitancito de medio pelo que ponía y sacaba generales como quien se cambia de camisa. El estúpido ese se había mandado construir un palacio en playa Arica, tenía cuentas en Suiza, Luxemburgo, Panamá. Había robado a sus espaldas a manos llenas, más de lo que él, el Chino, suponía, y ahora estaba jodido, más jodido que él todavía. Él, el Chino, al menos tenía la protección del Japón. Panamá le había negado el asilo a Montesinos, había regresado al Perú con el rabo entre las piernas y había vuelto a huir Dios sabe a dónde. Ahora toda la policía estaba tras el ex hombre fuerte del Perú, para muchos el poder en la sombra. Fujimori volvió a sonreír de lado. Montesinos había hecho bien su trabajo, pero, bueno, nadie es perfecto. Desde donde estaba, el décimo piso del hotel Tokio, tenía un amplio panorama de la capital japonesa. Hace más de medio siglo el Japón había estado en guerra, dos bombas atómicas habían devastado su territorio. Nueve años antes, y con él en el vientre, sus padres habían abandonado el archipiélago como tantos otros japoneses porque les dijeron que en la tierra de los incas podían, al menos, vivir de su trabajo. Y ahora el hijo, él, el Chino, había hecho el viaje de retorno. Pero ya no era el hijo de unos inmigrantes. Era un ex presidente. Un ex presidente peruano descendiente de japoneses a quien la patria de sus antepasados había acogido con los brazos abiertos. La justicia peruana lo había pedido en extradición pero el Japón les había dicho con firmeza que no extraditaba a ninguno de sus súbditos. La INTERPOL estaba tras sus pasos. Nunca podría salir de la isla, volver al Perú, a menos que su hija Keiko llegara a la presidencia. Qué rápido había olvidado el pueblo peruano que gracias a él, el Chino, setenta y un rehenes, de setenta y dos, habían sido rescatados con vida de la residencia del embajador japonés en Lima después de ciento veintiséis días de cautiverio. Ese 17 de diciembre de 1996 tuvo suerte: estaba a punto de abandonar palacio con dirección a la residencia del embajador Aoki, cuando una voz interior le susurró a los oídos que no lo hiciera. Y no lo hizo, canceló su cita y salvó el cuello. Esa misma voz, diez años atrás, y después de pasar a la segunda vuelta electoral, le dijo que no aceptara la propuesta hecha por el Escritor: formar un cogobierno. Dijo no y la victoria fue suya y el Escritor se marchó del Perú con el rostro desencajado y el corazón lleno de veneno. Ahora se estaría riendo. Un café, noticias del Perú, llamar a sus hijos. ¿Ya capturaron a Montesinos? ¿Todos los videos que quedaron allá ya fueron destruidos? No dejen que ni uno más se filtre a la prensa. Quemen todas las pruebas. Un café. Sentía una acidez en la boca del estómago. Y Toledo, ese cholito que había movilizado a las masas en la llamada Marcha de los Cuatro Suyos. Allí se le fue la mano a Montesinos: dinamitó e incendió la sede central del Banco de la Nación matando a seis vigilantes y eso exasperó a la gente y allí estaban las consecuencias. Sino hasta ahorita estaría en el poder. ¡Chino, Chino, Chino! ¿De quién fue la idea de lavar la bandera peruana frente a sus narices? Debió meterles bala como hicieron las autoridades chinas con los revoltosos de la Plaza Tiananmen. Esas eran malas señales. Se acercaba la tormenta y él no supo darse cuenta a tiempo. No debió presentarse a las elecciones del 2000. Debió dejar que su hija ocupara su lugar, Keiko seguro arrasaba con todo como él, el Chino, lo había hecho hace diez años ya. Extrañaba el ceviche, el arroz con mariscos, la mazamorra morada, el suspiro limeño, el pisco sour. Eso era lo malo del exilio: extrañar la comida. A su edad ya no estaba para cambiar de gustos culinarios. ¿De dónde había salido ese cholito, Toledo, que lo había desafiado tan descaradamente? Era un pobre diablo que gracias a su inteligencia había estudiado en los Estados Unidos. Ahora quería ser presidente. Había soñado con ser presidente desde niño. Cholo imbécil. Estaba casado con una rubia belga-francesa de raíces judías. Ese había dirigido la Marcha de los Cuatro Suyos. Se hacía llamar Pachacútec. Claro, era un indio, un serrano. Era casi seguro que sería el próximo presidente del Perú. Se había retirado de la segunda vuelta electoral denunciando fraude. Había prometido que metería a la cárcel a todos los corruptos. Y eso es lo que estaba haciendo el gobierno provisional de Paniagua: muchos de sus ex ministros estaban presos o en el exilio: Joy Way, su ex primer ministro y ex presidente del Congreso, estaba en San Jorge como un vulgar delincuente. Igual Villanueva Ruesta, ex ministro del interior. El caso más patético era el del general Hermoza Ríos: tenía veinte millones de dólares en un banco suizo. ¡Milico ladrón! Ahora se iba a pudrir en la cárcel por estúpido. Ya no era el general victorioso que exigía que lo hicieran mariscal como a Ramón Castilla o a Sucre, ahora era poco menos que un vulgar delincuente. Podría decir que él no sabía nada, que todos esos sinvergüenzas habían robado a sus espaldas, ¿pero quién le creería a estas alturas si también había huido cuando debió presionar más y cerrar canales de televisión, confiscar los diarios, meterles bala a todos los que protestaban contra su gobierno, a todos los que pedían democracia? Quizá debió fusilar a todos esos delincuentes de saco y corbata para congraciarse con el pueblo. Empezando por Montesinos. Montesinos. Tenía que reconocer que el “doctor” había hecho un buen trabajo de demolición en las pasadas elecciones: a Castañeda lo había llamado el Mudo: el hombre que no quería hablar porque no tenía nada que ofrecerle a los electores, que se orinaba de miedo cada vez que tenía que decir algo en público. Andrade había sido el Chancho, el Cerdo, el que comía de más mientras el pueblo mostraba las costillas como los perros famélicos. Solo iba a entrar a llenarse la panza con la plata del pueblo. Toledo era el Cholo fumón, borracho y frívolo. Los había hecho pedazos desde esos periodicuchos de medio pelo que embrutecían a la población con sus espeluznantes noticias de crímenes, violaciones, incestos y las infaltables calatas que adornaban sus portadas. Pero también habían tenido que comprar periodistas “serios”. América Televisión y el Canal Cinco también se habían vendido por unos cuantos dólares. Sonrió de medio lado. Todo para ganar las elecciones, para perpetuarse en el poder, para no salir con el rabo entre las piernas de Palacio, para no ser investigado por los numerosos crímenes que las ONGs de derechos humanos le achacaban a su gobierno. Barrios Altos y La Cantuta eran los casos más emblemáticos. Milicos estúpidos, ¿cómo se les ocurrió enterrar a los muertos tan cerca de la ciudad en lugar de tirarlos al mar o cremarlos? A veces Montesinos actuaba como un idiota. Ya le había dicho que no dejara huellas de nada pero el imbécil ese parece que estaba más preocupado en sus aventuras con las mujeres y sus viajes de placer en lugar de hacer un buen trabajo. Y allí estaban las consecuencias: los periodistas de los diarios de oposición habían descubierto la existencia del Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado para aniquilar a los terroristas. Ahora le culpaban a él, al Chino, de crímenes de lesa humanidad. También decían que a los terroristas que tomaron la residencia del embajador japonés en Lima los habían matado estando rendidos. ¿Por qué se preocupaban tanto de esos miserables asesinos, terroristas? ¿No vivían en paz ahora? Qué pronto habían olvidado los coches-bomba, las ejecuciones selectivas, los crímenes de María Elena Moyano, Pedro Huillca Tecse, Pascuala Rosado, el atentado de la calle Tarata. Ahora que vivían en paz recién sacaban las garras, ¿pero qué hicieron cuando Sendero y el MRTA eran dueños del país? Nada, estaban escondidos en sus guaridas, los que tenían plata habían abandonado el Perú. Eso se habían olvidado. Si algún día lo extraditaban, enfrentaría una pena de veinticinco años de prisión. Prácticamente era cadena perpetua a menos que viviera cien años, a menos que lo indultaran, ¿pero qué presidente lo indultaría?, ¿Toledo, García, Paniagua, la Flores Nano? Todos esos eran sus enemigos políticos, todos esos estaban felices de tenerlo tan lejos, al otro lado del mundo. Miró el cielo acerado de Tokio, imaginó los aviones aliados rumbo a Hiroshima y Nagasaki llevando las bombas atómicas en sus vientres, imaginó el hongo de fuego elevándose hacia las alturas, imaginó a las personas desintegrándose, imaginó a sus padres despidiéndose de sus padres para marchar a la tierra de los incas en busca de un futuro mejor. Ahora él, el Chino, había regresado. Quizá se quedaría en Japón hasta el día de su muerte. Un entierro discreto como el de Allende, lejos del pueblo, de las masas. La sonrisa se le congeló en el rostro. El Escritor se estaría riendo a carcajadas: ¿ve cómo terminó su gobierno, Ingeniero? Saltar a la vereda, abrirse el vientre, llamar a las fuerzas armadas, bombardear el Congreso, el Palacio de Justicia, pudo hacer tantas cosas pero prefirió huir. Peor estaba Montesinos. Al menos a él, al Chino, lo protegía el gobierno japonés, su ex socio sí que estaba jodido. ¿Cuándo se jodió el Perú, Montesinos? El Escritor diría el día en que los peruanos lo eligieron a usted en mi lugar, Ingeniero. Volver. ¿Pero cuándo? ¿Y si García ganaba las elecciones? Los peruanos tenían la memoria bien frágil. A Belaunde lo sacaron a patadas los milicos en 1968. Doce años después volvió a Palacio e hizo un pésimo gobierno, para el Arquitecto los terroristas habían sido abigeos, dejó que crecieran como un hongo. Luego entró García y sus cinco años fueron un desastre, el Apocalipsis, las colas interminables por un poco de azúcar y un par de panes y ahora anunciaba su retorno con bombos y platillos y quizá ganara las elecciones y allí sí él, el Chino, estaba jodido. Igual estaría si ganaba Toledo: el Cholo había prometido mandar tras las rejas a todos los corruptos del pasado gobierno, empezando por él, el Chino. Comer un ceviche, beber chicha morada, sentir el calor de la gente, ¡Chino, Chino, Chino!, sacar los tanques, volver a Palacio, saltar, abrirse el vientre, el cielo acerado de Tokio, los aviones aliados rumbo a Hiroshima y Nagasaki, quizá Keiko fuera la próxima presidenta del Perú y entonces sí podría regresar en olor de gloria, mandaría presos a todos esos que hoy pedían su cabeza.
***
Alberto Fujimori gobernó Perú con mano de hierro entre 1990 y 2000, en que se derrumbó su gobierno y huyó a Japón donde permaneció hasta el 2005 protegido por el gobierno nipón. Ese año llegó a Chile, desde donde pensaba participar en las elecciones presidenciales del Perú. Fue detenido y posteriormente extraditado. El 2009 un tribunal lo condenó a veinticinco años de prisión por los crímenes de Barrios Altos y La Cantuta y a penas menores por casos de corrupción. Fue la primera vez que un ex presidente peruano se sentó en el banquillo de los acusados y fue condenado. Actualmente está en la cárcel esperando la confirmación de su condena en última instancia.

2 comentarios:

  1. ¡¡¡FELICITACIONES!!!
    Me voy a leer tu cuento.
    Cariños.

    Caro

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  2. Perdon, olvide poner mi blog:

    http://www.loscaminos-demivida.blogspot.com/

    Caro

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