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miércoles, 6 de enero de 2010

El escote


La vi subir y dejé de leer. Se paró al lado mío. Llevaba pantalón negro, casaca beige con el pecho abierto y debajo una cafarena negra y transparente.
Le di el asiento antes que otro lo hiciera por mí.
–¿Le llevo sus cosas? –preguntó después de darme las gracias.
Le alcancé mi maletín. Eso me daba la impunidad para pararme al lado suyo.
Era guapa. Tenía una naricita respingada, los ojos castaños, las pestañas rizadas y las cejas pobladas. Su pelo era negro, lacio, peinado con raya al medio y sujeto por un par de ganchitos de colores. En la oreja izquierda –la otra no la podía ver– llevaba tres aretitos: una estrellita de oro, un corazoncito violeta y un arito de acero.
–¿Puede prestarme su periódico?
–Claro.
Mientras ella leía las noticias: la carta de renuncia de Solari, Toledo en la ONU, las decapitaciones en Irak, la liberación de la Trevi, yo estaba concentrado en las fronteras de su sostén: un poquito menos de tela y se habría visto la areola de sus pezones, cuyo punto exacto trataba de adivinar sin éxito alguno. Sus generosos senos, dignos de un Óscar, se movían al ritmo del vaivén del bus sobre la maltrecha Carretera Central.
Un tipo se paró al lado mío dispuesto a disfrutar de mi descubrimiento y hasta me miró mal como diciéndome ya has visto bastante, amigo. Hizo el intento de desplazarme de mi lugar, pero yo permanecí firme como un perno. Una señora me clavó sus ojos de inquisidora y me hice el loco. Estás picona porque a ti ya nadie te mira, tuve ganas de espetarle.
Y la chica ni enterada, seguía leyendo las noticias. ¿Cómo hacerle el habla? Si al menos hubiera un robo, si al menos el bus atropellara a alguien, ¿preguntarle qué opinas sobre la renuncia del ministro de salud?, ¿o qué hora tienes?
Empezaron a pedir pasajes. La chica abrió su bolso negro, vi un par de disketes, una bolsita de toalla higiénica, un cuaderno, sacó un sol y se lo dio al cobrador. A cambio recibió un boleto que guardó en su bolso. Siguió ojeando las noticias y yo, y el otro, contemplando su escote, lo que había debajo de su cafarena transparente. ¿Dónde estudiaría? ¿Trabajaría? Si la contemplaba de frente, desplazando a mi enemigo, podía mirar el nacimiento de sus senos en toda su plenitud, pero esa visión duraba pocos segundos porque el tipo luchaba a toda costa por ocupar mi lugar, ¿por qué si desde el suyo tenía una visión más privilegiada que desde la mía?
Faltaba poco para que yo bajase. Si no fuera porque tenía clase a la primera hora, habría seguido de largo hasta el paradero final.
Las cosas buenas no duran tanto. Todo tiene su final. Le eché una última ojeada a ese escote y me bajé después de darle las gracias por haber llevado mi maletín.
–Te lo regalo –le dije cuando quiso devolverme mi periódico.
Me dio las gracias. A ti más bien, pensé.

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