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viernes, 15 de enero de 2010

Nocturno de Lima, capítulo 1


La noche es una copa de mal. Un silbo agudo / del guardia la atraviesa, cual vibrante alfiler. / Oye tú, mujerzuela, ¿cómo, si ya te fuiste, / la onda aún es negra y me hace aún arder?, carraspeó el viejo, bebió, le dio una calada a su cigarro. El gran Vallejo, quién más, dijo, mirándome con sus ojos acuosos. Se ha escrito casi todo de él y sobre él: Juan Larrea: César Vallejo y el surrealismo, editorial Visor, Madrid, 1976. Mariano Ibérico: En el mundo de Trilce, editorial UNMS, Lima, 1963. Alberto Escobar: Cómo leer a César Vallejo, editorial PL Villanueva, Lima, 1973. Ernesto More: César Vallejo en la encrucijada del drama peruano, editorial Bendezú, Lima, 1968. Y etcétera y etcétera; un largo e interminable etcétera. ¿Qué más se podría escribir sobre nuestro gran vate?, ¿se preguntó?, ¿me preguntó? Levanté los hombros, bebí. De la rockola brotaba un bolero de Los Panchos, Quizá, quizá, quizá. Los borrachines apretujaban a las polillas. Había una de vestido verde limón con un gran escote en la espalda. Se notaba que estaba sin sostén. Tenía la piel blanca. La mano del hombre con quien bailaba parecía una estrella de mar en esa espalda amplia como un desierto. Pensé en Edith: estaría pelándose de frío en las alturas de Ayacucho, estaría durmiendo a la intemperie, quizá ni habría cenado, quizá estaría huyendo de los sinchis y los llapan atic que la perseguían como perros de presa desde su fuga del penal. Quizá deberías de escribir tu tesis sobre Mariátegui, me dijo el viejo, después de darle una larga chupada a su cigarro, ahora que los guerrilleros lo tienen como uno de sus puntales porque, cuando termine la guerra, si es que alguna vez termina porque esto tiene para largo, todos serán mariateguistas. Adelántate a la historia, muchacho. Edith, dije. Está escribiendo la historia a sangre y fuego, dijo el viejo. Abimael es un loco de mierda, ¿verdad?, durante veinte años nos estuvo jodiendo con su cantaleta de la lucha armada y ahora tiene en zozobra al país entero. ¿Te imaginas a un puñado de locos mal armados asaltando esa fortaleza que es el CRAS de Huamanga, ah? Imaginé a Edith en medio de los dinamitazos, escapando bajo una lluvia de balas. ¿Dónde estaría? Decían que la habían visto en Ayacucho, en Huancavelica, en Andahuaylas, montada en un caballo blanco y enarbolando una bandera roja. ¿Qué escribir de Vallejo que ya no haya sido escrito? Levanté los hombros. Usted es el asesor, le dije. Volví la vista a la espalda desnuda de la polilla, bajé los ojos y los posé en su trasero, redondo, generoso. Si el Che Guevara habría tenido el apoyo del campesinado como lo tiene Abimael, otra habría sido la historia de Bolivia, dijo el viejo. Si yo tuviera veinte años, también marcharía a Ayacucho, no por Abimael, porque nuestras divergencias son insalvables, sino por el pueblo. ¿Sabías que Vallejo visitó el frente de guerra cuando estuvo en España?, preguntó el viejo, paladeando su vino, ¿que España, aparta de mí este cáliz fue publicada por el Ejército Republicano? Ignoraba, murmuré. La polilla de la espalda desnuda levantó su copa y brindó conmigo en la distancia. Hice lo mismo. Me regaló una amplia sonrisa. Quizá deberías visitar la Madre Patria, preguntar a los milicianos sobrevivientes. Claro, murmuré, sin mucho ánimo. O, por último, ir a Santiago de Chuco. Si no me equivoco, poco se ha escrito sobre la niñez y adolescencia de nuestro poeta universal, etapas que son constantes en sus textos. Presencia del hogar en la poesía de César Vallejo fue publicada el año pasado por la universidad de Cajamarca, es un texto ilegible, pero se deja leer, por ahí lo tengo, otro día la traigo. Gracias. El viejo ya estaba borracho. Esta tarde llueve, como nunca; y no / tengo ganas de vivir, corazón. / Esta tarde es dulce. Por qué ha de ser? / Viste gracia y pena: viste de mujer. Chupó su cigarro con ganas, botó el humo por boca y nariz. Heces, dijo, 1918, hace sesenta y cuatro años ya. Yo nací un año después. Bien pudo Vallejo acunarme en sus brazos, rió. Es una puta más, dijo, cuando descubrió mis ojos puestos en la polilla de la espalda desnuda, y las noches de Lima están pobladas de putas. La vi venir con sus andares de felino. ¿Bailamos, guapo? Claro. Me tomó de la mano, una mano suave. El bolero era Bésame mucho. Nos abrimos paso entre las mesas, entre los borrachos. Puse mi mano en su cintura, ella juntó su cuerpo al mío, sentí sus senos, medianos, duros, fundirse en mi piel. ¿Cómo te llamas, guapo?, su aliento tibio con aroma a menta me abrasó el rostro. Tenía los labios carnosos, rojos como la sangre, o como la bandera que Edith enarbolaba montada sobre un caballo blanco simultáneamente en varios lugares según la creencia popular. Agustín, le dije, ¿y tú? Estrella, dijo, pasándose la lengua, puntiaguda, rosada, por los labios. ¿Estrella? Ajá, Estrella Gómez. ¿Sería su nombre de combate o así la habrían bautizado? Edith ya no era Edith, ahora era Lidia. Le miré el generoso escote, el nacimiento de los senos. ¿Ese viejo cara de sapo es tu padre?, preguntó. Me reí. Mi asesor. ¿Asesor? Sí. ¿De? Estoy escribiendo mi tesis. Ah, pensé que era tu asesor de la vida nocturna y puteril de Lima. Soltó una carcajada. También reí. ¿Sobre qué es tu tesis? Vallejo. ¿Vallejo?, repitió. Ajá. ¿Y qué esperas encontrar en este antro, expertos sobre Vallejo? Quizá, ¿por qué no? Reímos con ganas. Restregaba su cuerpo con el mío. Hay golpes en la vida tan fuertes, dijo, yo sí sé. Otra carcajada. Mi sexo empezó a despertar de su letargo y el bolero parecía no tener final, o lo habían repetido. ¿Tienes para pagarte un polvo? Claro, ¿dónde atiendes? En el segundo piso, ¿vamos? Miré al viejo: dormitaba. Volví media hora después. César Vallejo. Camp de L’arpa, número 71, Barcelona, 1980, murmuraba el viejo entre dientes, el rostro sobre el pecho, un hilo de baba cayendo de la comisura de sus labios.

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