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sábado, 23 de junio de 2012

Fuiste mía en verano (cap. 1, corregido)


La playa estaba solitaria como todas las mañanas. La marea nocturna había barrido la arena llevándose los castillos con sus princesas y dragones construidas por los niños la víspera.


Las olas llegaban a la orilla, besaban mis pies y retornaban a la inmensidad del océano dejando una estela de espuma blanca que desaparecía segundos después tragada por la voracidad de la arena.

Las gaviotas desplegaban las alas y se echaban a volar, los pelícanos escapaban con paso torpe.

El mar esmeralda, las olas con sus crestas blancas, el cielo acerado, la larga bahía que termina en los farallones. Los pescadores regresando al puerto, felices, entonando sones marinos que hablan de sirenas, tortugas gigantes, barcos fantasmas, buques hundidos por los piratas y filibusteros en tiempos del Virreinato o por los chilenos durante la guerra del Pacífico, con voces gruesas, con las bodegas llenas de pescados que sus mujeres ofrecerán en el Muelle.

El sol amarillo y redondo saliendo por entre los cerros. El sol que dentro de unas horas lo abrasará todo con un calor de desierto.

Leonardo Favio cantando en mis oídos, con voz grave y viril, Fuiste mía un verano.

Me sentía dueña de la playa, una sirena.

Allá está la Isla, una mole blancuzca. El fantasma del poeta Jovaldo también estará contemplando el amanecer para inspirarse y escribir poemas en la arena que de vez en cuando algún recolector de choros tiene la suerte de leer antes de que las olas las borren. Las barcas dan un rodeo para no encallar en los bancos de arena que la rodean. No está lejos, apenas a unos diez minutos de nado parejo y constante. O puedes dejarte llevar por Lisette, la ola grande, para ahorrar energías.

Tener un amor, enamorarme, estar con alguien para caminar juntas por la orilla del mar mirando este amanecer único, espléndido, hermoso, aspirando la brisa salina…

–¡¡Ay, mierda!! –lancé un alarido, levanté el pie derecho, perdí el equilibrio y caí de culo. Aullé como una loba en noche de luna llena. Vi todas las estrellas del firmamento.

–¿Qué te pasó?

Abrí los ojos: no era el viento el que me hablaba. Era una mujer, joven y bonita, como la canción de Heleno. Estaba de cuclillas frente a mí. Tenía mi celular que había hecho volar cuando caí.

–Creo que me he cortado el pie…

–Uy, caramba. ¿A ver? –me devolvió el celular, que menos mal no cayó al agua, y tomó entre sus manos mi pie lastimado. Las tenía ásperas y con restos de pintura, las uñas mal pulidas como las de las mujeres que venden en el Muelle. Manos de arco iris, pensé, uñas de Cenicienta. Limpió la sangre que brotaba de mi herida–. Pucha, te has cortado con este vidrio –levantó un pedazo de botella. Se había manchado las manos con mi sangre. Sangre de amor correspondido, recordé el título de una novela de Puig–, aunque no mucho. Has tenido suerte porque te habrías podido rebanar el pie.

Transpiraba. Su olor se metía por mis narices. Era como el aroma de una noche apasionada que brotaba de su piel. Un aroma agradable. Un aroma de mujer, de hembra. Le miré las axilas: las púas empezaban a brotar entre los pliegues oscuros de piel. Sentí hormiguitas en mi Secreto. Tenía el rostro colorado, los ojos oscuros, negros, las cejas tupidas. Tenía un aire a lo Kim Kardashian. Llevaba el cabello, largo, negro y lacio, atado en una cola de caballo. Con el pelo suelto se verá más sexy, pensé.

El sudor le bajaba por el cuello, delgado y largo como un junco, humedeciendo el body blanco, sin manga, transparentándolo: allí estaban sus tetas, redondos y abundantes. No llevaba sostén. Los pezones, oscuros y puntiagudos, se dibujaban claramente debajo de la tela. Chupárselos hasta que se pusieran duritos…

–¿Tus zapatos?

–Salí a caminar descalza… –dije en un tono de niña pobre.

–Ah, bueno. ¿Vives cerca?

–Sí, allá –apunté al conjunto de casas construidas en el cerro–. ¿Tú? –empecé a sondear el terreno.

–En el Malecón.

–Ah, qué bien. Somos vecinas.

¿En cuál de las casas del Malecón vivirá? ¿En la zona antigua o en la moderna? En la zona antigua las casas son grandes y amplias como la que tenemos en Chaclacayo. En la zona moderna abundaban los chalets, los departamentos, las discotecas. Hice un recorrido mental por el Malecón, por sus calles angostas, empedradas. Quizá en la zona moderna. Habrá venido con su marido a pasar el fin de semana y alquilado un depa. Mientras su marido dormía aún, ella había salido a correr para mantener la línea, para estar en forma, para estar apetecible para su maridito, y también para todos los hombres y algunas mujeres, como yo, para tener esa figurita envidiable de modelo y lucirlo en la playa.

Por un segundo le di una ojeada a su ingle: lo tenía humedecido. Tendrá el Secreto mojadito. Me relamí la lengua mentalmente. Pasárselo por el surco, sentir en el paladar el sabor de su conchita… Las hormigas empezaban a hacer estragos en mi entrepierna.

–Mmm. Hay que lavar esta herida, está llena de arena y sangre.

–Gracias…

–Luna Gabriel. ¿Y tú?

–Luz. Luz Castelló.

–Bonito nombre.

–Gracias. El tuyo también –¿decirle tienes un nombre raro? ¿Es tu nombre de pila o te lo has puesto tú? Pensé en Ana y en Juan Gabriel. Preguntarle ¿son tus primos? ¿Tú también cantas? ¿O Gabriel es por tu marido? Algunas se tatúan el nombre de sus maridos, otras se lo ponen como segundo nombre o como apellido.

Sonrió.

–¿Sabías que la luz es color?

La miré, intrigada. Puta, de repente es una loca que anda por las playas, pensé.

–¿Que, si descomponemos la luz blanca, obtenemos todos los colores del arco iris?

–Ah, claro –dije, recordando las clases de arte en que la pasaba hueveando sin hacer caso del profesor Dragón–. El prisma de Newton.

–Exactamente. O sea tu nombre contiene todos los colores del arco iris.

–Qué bacán. Debí llamarme Iris.

–Ajá, como la diosa griega de alas de colores.

Reímos.

En la siguiente ola juntó agua en la cuenca de sus manos y me lavó el pie herido con diligencia. Era la primera vez en mi vida que alguien me lavaba los pies.

–Listo. Quedó limpito. La heridita es superficial, así que en un par de días estarás como nueva.

–Gracias, Luna.

–De nada. Tienes los pies bonitos –me lo acarició suavemente como si acariciara una gaviota herida. Mmm, si así me acariciara la conchita, pensé, las tetas… – como los de una princesa.

Me puse colorada. ¿Eso era un piropo? ¿Me estaba seduciendo? Si me acariciara un poquito más arriba. Subir como quien no quiere la cosa. Vamos, atrévete, mete tus manos debajo de mi falda, acaríciame las pantorillas, las rodillas, los muslos que yo nada diré.

–Gracias…

–¿Podrás llegar a tu casa?

–Tengo que poder… –dije, con un tonito de niña herida como para que me tenga lástima y se compadezca de mí.

–Deja que te acompañe.

–Gracias.

Me ayudó a ponerme de pie.

Llevaba una lycra blanca con el logo de Red Bull estampado a lo largo del muslo derecho. Debajo se notaba su calzoncito de encaje color crema. Quitárselo, abrirle las piernas… Hice como si me doliera para apoyarme más en ella. Su piel caliente y sudada. El deseo creciendo en mí. Las ganas de amar. Acariciarle la piel. Llenarle de besos el Secreto.

–Apóyate en mí y pisa con el empeine para que no se te meta arena en la herida y te arda.

–Ok. Gracias –le dije, pensando lo que me arde es el Secreto.

Le pasé un brazo por la cintura. Sentí con más intensidad su piel caliente, húmeda, pegajosa debajo del body. Sentí un estremecimiento entre mis piernas. Era el placer naciendo, las ganas, los deseos de amar. A veces eran unos deseos incontrolables, incontenibles. A veces mis instintos eran más fuertes que mi voluntad. A veces era presa del deseo, esclava del placer. Esclava del placer: parece el título de una peli de Lexi Belle.

Echamos a andar. Yo como un pelícano para que la farsa me saliera perfecta.

–¿Has venido a pasar el fin de semana?

–Las vacaciones de verano. ¿Tú?

–También.

–¿Qué estudias?

–Acabo de terminar el cole –le dije, pensando que a cualquier mujer le gusta la carne tierna, fresca. Nuestras caderas se rozaban. Yo sentía hincharse mi clítoris, crecer, asomarse por entre los pliegues de mi intimidad, rojo y lustroso. Llegaré a casa y me tocaré. ¿Ella no sentirá nada? Qué va a sentir algo si es bien mujercita, ¿no? Llegará a su depa, se dará un buen baño y se olvidará de mí–. ¿Tú qué haces?

–Pinto –dijo, mostrándome su mano libre con restos de pintura. ¿Así serían las manos de Miguel Ángel, de Picasso, de Szyszlo?–. El aguarrás y la pintura me las dejan como las de un albañil.

–¿Pintas casas?

–Cuadros –dijo, riendo.

–¿Estudias pintura?

–Enseño.

–¿En Bellas Artes?

–En la Universidad Femenina.

La Universidad Femenina. Cientos de chuchas a tu disposición. Chuchas, tetas, culos, clítoris. Mmm, el paraíso. ¿Decirle allí me gustaría estudiar para cazar chicas como conejos?

–¿Eres profesora?

–Sí. ¿No lo parezco?

–Tienes cara de alumna.

Rió con ganas. La imité.

El bamboleo de sus tetas al ritmo de nuestros pasos, el roce de nuestras caderas. Estaba a punto de alcanzar un orgasmo. Un orgasmo en la playa. Tenía el Secreto húmedo, sentía el calzón mojado, los fluidos bajando por mis piernas.

–En junio cumpliré veintiséis años. A los diecisiete ingresé a Bellas Artes. Terminé a los veintitrés. El año pasado La Femenina convocó un concurso para una plaza de pintura y la agarré.

–Qué bacán. Tú lo has conseguido todo –le dije.

–Tampoco tampoco –dijo–. Aún me falta mucho camino por recorrer. ¿Y tú qué carrera piensas seguir?

–No sé… –sentí que el rubor se apoderaba de mi rostro de nuevo: acababa de terminar el cole y no sabía qué estudiar. De nada me habían servido todos los test vocacionales: algunos me mandaban a Derecho, otros a Turismo, otros directo al desagüe. Ninguno acertaba con mis gustos, con las cosas que yo quería hacer, que hacía–. Psicología, creo…

–Es una bonita carrera –dijo. Si supiera que dije Psicología por salir del paso–. Tengo una amiga psicóloga y le va muy bien.

–¿En La Femenina hay psicología?

–Sí. El examen no es tan difícil. Si quieres, te consigo las separatas y te las paso después.

–Gracias –pensé: después significa volvernos a ver, ¿no?

–¿Quieres descansar un ratito?

–Sí. Duele el pie al caminar como pelícano.

–Me imagino.

Me ayudó a sentarme. De reojo le miré el pubis hinchado, la hendidura de la chucha que la dividía en dos como a un pan francés. La lycra estaba tan pegada que parecía otra piel. Tendría una conchita deliciosa. Siempre he pensado que las mujeres bonitas tienen las conchitas deliciosas a pesar de los chascos que me he llevado. Sería rico llenarle de besitos, deslizar mi lengua a lo largo de su surco, beber sus mieles hasta emborracharme.

–¿A ver ese pie? –otra vez mi pie lastimado en sus manos ásperas. Me vas a raspar el Secreto cuando me lo acaricies. Acaríciame. Empieza por mis pies, sube por mis pantorrillas, continúa por mis muslos, llega a mi Secreto, mete la llave, hazla girar en la cerradura y entra. Poséeme–. Ya no sangra. Menos mal que no es tan profunda. En un par de días podrás correr la maratón de New York.

Reí. Rió.

–Gracias. ¿Y cuántos años duran los estudios de psicología?

–Cinco. Casi todas las carreras duran cinco años, excepto medicina. ¿Tú tienes dieciséis o diecisiete?

–Voy a cumplir diecisiete el diecinueve.

–¡Felicitaciones!, por adelantado.

–Gracias –¿decirle y no me das un beso por mi cumple? Tenía unas ganas locas de hacerle el amor, de besar su piel, de chuparle las tetas, de besarle el Secreto. Herida y caliente. Eres una perra, Luz, me dije mientras la miraba con el rabillo del ojo: tenía bonito cuerpo, un cuerpo apetecible. Era un poquito más baja que yo pero tenía más carne que yo–. ¿Y tú?

–El once de junio.

–Eres Géminis como mi papá.

–¿Sí?

–Sí. Él es del seis.

–Qué bacán. ¿Sabías que los géminis somos del elemento aire?

–Mmm. Los dos serían un tornado.

Risas. Parábamos riéndonos de todo como las locas. ¿Esa no era una buena señal para iniciar un idilio?

–¿Siempre andas descalza por la playa?

–Sí, me gusta sentir la arena bajo mis pies. Aunque hoy me levanté con mal pie, creo…

–Eso parece.

–Pero ni tanto, sino no nos hubiéramos conocido –corregí cuando vi que estaba metiendo la pata.

–Mmm –murmuró–. Pensé que te había dado un infarto o algo así y corrí para auxiliarte.

–¿En serio?

–Sí –se sentó a mi lado. Las dos juntas mirando el mar, la Isla, las olas. ¿Me ibas a hacer respiración boca a boca con tus labios carnosos? ¿Me ibas a meter la lengüita hasta el fondo de mi boquita como a veces yo la meto en una chuchita?–. Nunca faltan las tragedias.

–Ah, claro –le dije pensando te perdiste la respiración boca a boca, Luz, la próxima simula un desmayo–. Gracias por la ayuda.

–De nada. Cuando te vi de lejos pensé que eras una princesa salida de los cuentos de hadas…

Me reí. ¿Yo una princesa? ¿Yo un hada? ¿Existirán las hadas media calentonas, las princesas arrechas como perras en celo? ¿Las princesas también se humedecían? ¿A las hadas se les pone durito el clítoris?

–En serio. Eres una chica linda…

¿Eso era un piropo, una casi declaración de amor? ¿Por qué no me decía sabes: me he enamorado de ti a primera vista y quisiera estar contigo? ¿Existe el amor a primera vista? Quizá el amor no, pero sí el deseo, las ganas de tirarse un polvo.

–Gracias. Tú también eres hermosa…

Pregúntame ¿te gusto?

–Te pareces a la Kim Kardashian…

Rió.

–En serio.

–Gracias por el piropo. ¿Eres peruana?

–Sí. Pero mi mamá es italiana.

–Con razón has salido tan linda.

¿Me estaba coqueteando? ¿Se habrá dado cuenta que me gustan las chicas? ¿También le gustarán las chicas? ¿Tenía unas ganas locas de hacer el amor como yo? Volví a sonreír, me puse colorada por enésima vez.

Su olor a sudor ahora era tenue, se mezclaba con la brisa marina, con el aroma que brotaba de mi Secreto, ¿lo percibiría?

–Me imagino que tú pintas desde chica.

–Mmm. Pintaba y dibujaba por toda mi casa y mi mamá paraba gritándome por ensuciar las paredes pero se alegraba cuando ganaba los concursos de pintura de mi cole y casi se vuelve loca cuando ingresé a Bellas Artes.

–Qué chévere que tu familia te apoye.

–No todos. Mi hermana Mariana detesta mis pinturas.

–¿Por?

–No sé… debe ser una amargada. Aunque Carolina, la mayor, me admira, siempre está buscando mis obras en Google.

–Con que te quiera una, es suficiente.

–Mmm. Sobra el aire para vivir.

–Ajá.

–¿Y a ti qué te gusta hacer?

–No sé… escribir.

–¿Escribes?

–Sí… –sentí que el rubor se apoderaba de mi rostro de nuevo como si un dragón acabara de soplarme en la cara.

–¿Qué?

–Poemas, cuentitos, un par de novelas…

–¿Has escrito una novela?

–Tres: Diario de un amor imposible, Un amor en la playa y La agonía de Juan de Dios, en homenaje a mi abuelo, pero no las he publicado en papel aún. Ahí están, en mi blog, échales una mirada si gustas.

–¿Cómo se llama tu página?

–Luz desnuda –sentí que mis orejas se derretían–, porque desnudo mi alma, mi corazón en los textos. Hago un stripe tease literario, no vayas a pensar otra cosa.

–No soy tan pervertida.

Reímos.

Ya me gustaría desnudarme para ti, y que tú también te desnudaras. Las dos desnudas en la playa…

–Un nombre original.

–¿Sí?

–Sí, me gusta. A ver si te lo robo para el cuadro que estoy pintando ahora.

–Róbamelo nomás.

–Si es con tu permiso, lo haré.

Volvimos a reír. Era como si fuéramos amigas desde siempre.

–Estudia Ciencias de la Comunicación o Literatura.

–¿Crees?

–Sí. Como te gusta escribir, y me imagino que también leer, vas a estar como pez en el agua en esa carrera. No hay nada como trabajar en lo que te gusta. Nunca te cansas, siempre estás con ánimos de hacer tus cosas. Ejemplo yo: debería de pasarme las vacaciones durmiendo a pierna suelta en lugar de estar pintando horas y horas estropeándome las manos y contaminándome los pulmones pero me llega y sigo haciéndolo porque eso es lo que más me gusta. A veces mando mis pinturas a los concursos, la mayor parte de las veces pierdo, pero no me desanimo y sigo pintando porque me gusta, porque es mi vida, porque así soy feliz.

–Así como Vargas Llosa que ha ganado el Nobel y sigue escribiendo aunque algunos envidiosos le dicen que se dedique a cuidar a sus nietos.

–Ajá. Igual Szyszlo, pese a sus ochenta y tantos años sigue pintando con los mismos ánimos que tenía a los veinte. O Humareda, un pintor medio loco que cambiaba sus cuadros por materiales para seguir pintando así se muriera de hambre o viviera en un cuchitril. Su pasión era pintar, lo demás le importaba un carajo.

–Pucha, algún día encontraré mi verdadera vocación.

–Tampoco te preocupes. Apenas tienes dieciséis añitos, tienes toda la vida por delante.

Dieciséis virginales añitos. ¿No te gustaría comerle la conchita a una nena, mmm?, le preguntaría.

–Recién a los cincuenta escogeré qué carrera seguir.

–Tampoco tampoco.

Volvimos a reír con ganas como una pareja feliz.

–¿Y qué pintas ahora?

–Un paisaje marino lleno de sirenas… Estoy pintando sirenas últimamente… Debe ser influencia del verano.

–Ah, me imagino. Qué chévere.

–Si quieres, un día de estos date una vuelta por mi taller para que mires lo que hago.

–¿Y cómo llego?

–Fácil. En el Malecón pregunta por la pintora Luna Gabriel y te señalarán mi casa. Casi todos me conocen porque también pinto las embarcaciones de los pescadores.

–¿Sí?

–Sí. ¿No has visto esas barcas con sirenas que llevan el rostro de Larissa Riquelme, Vanessa Tello, Leysi Suárez, Tilsa Lozano?

–Ah, sí. ¿Los pintaste tú?

–Sí, han salido de estas manos feas –me enseñó sus manos. Eran más grandes que las mías, tenía los dedos largos. Me metes el índice y me rompes el himen, pensé–. Tengo mi famita de pintora en Puerto Viejo.

–Ah, qué chévere.

–Como solo cobro por los materiales, siempre que voy al Muelle regreso con un par de pescados –rió–, para prepararme un cevichito, un sudado. Cuando estoy aquí lo único que como es pescado. Uno de estos días voy a despertar llena de escamas y con cola.

Rió y reí. ¿Decirle se te vería más linda con cola? ¿Habrá sirenas lesbianas?

–Lo bueno del pescado es que no engorda.

–Pero igual salgo a correr todos los días para estar en forma. Llegando a casa me doy un duchazo, desayuno, y me pongo a pintar hasta la hora en que me toca almorzar. Después me tomo una siesta y pinto de nuevo hasta que oscurezca. De vez en cuando salgo a nadar.

–Tu vida es más interesante que la mía.

–Lástima que solo dure tres meses porque después tengo que volver a clase y no tengo tiempo ni para buscarme los piojos.

–Eso es lo malo porque estar aquí es chévere.

–Mmm. Este es un pequeño paraíso.

–Ajá.

¿Tendrá pareja, hijos? Seguro que no, sino diría tengo que cocinar para mis hijos, o para mi hijo, o para mi marido, o mis hijos no me dejan pintar, joden mucho, tengo que llevarlos a jugar a la playa, con gusto los ahogaría.

–¿Y tú qué haces?

¿Qué hacía yo?

–Vagar…

–Tu vida es más interesante que la mía.

Reímos. Sus dientes blanquitos, su lengua rosadita, larga y puntiaguda.

–¡Mira, un delfín!

–Pucha, qué bacán. Justo hoy no traje mi cámara.

–Tómale fotos con mi celular y luego te las envío.

–¿A ver?

Le di mi celular y corrió a la orilla y yo aproveché para mirarle el trasero, el calzoncito húmedo que se dibujaba debajo de la lycra. Qué rico sería besarle todo, acariciarle, aspirar el aroma que emanaba de su conchita. ¡Tenía unas ganas locas de cacharla!

El delfín hacía piruetas en el aire, se hundía en el agua, desaparecía y reaparecía y Luna le tomaba fotos desde diversos ángulos.

–¿Una fotito? –me dijo, al regresar–. Para que tengas un recuerdo del día en que nos conocimos.

–Claro.

–¿A ver, sonríe?

Miré a la cámara, sonreí y dije mentalmente su nombre e hice una promesa: Luna Gabriel, algún día serás mía.

–Ahora te tomo una a ti –la enfoqué pensando al menos tendré una fotito para recordarte, para mirarte y pensar en ti mientras me toco–. Sonríe.

Sonrió. Tenía una sonrisa linda, incitante.

–Listo. ¿Cuál es tu número para enviártelo?

Me lo dijo y le envié las fotos.

–¿Nos vamos?

–Sí –le dije aunque le hubiera dicho podemos conversar todo lo que quieras porque no voy a hacer nada durante todo el día.

Me ayudó a ponerme de pie y echamos a andar. Otra vez rozar sus muslos, sentir su piel caliente, otra vez sentir las hormiguitas invadiendo mi Secreto. Besarla, amarla. Besar su piel, sus tetas, su Secreto. Besar sus manos, sus pies, sus cabellos. Olerla, aspirar su perfume. Beber sus fluidos, sus flujos, sus jugos. Chupar sus pezones, su clítoris.

–¿Estás aquí con tus padres?

–Sí.

–¿Eres hija única?

–No, tengo una hermanita –decidí sondear el terreno para no pisar posteriormente una mina–: ¿Y tú con quién has venido?

–Sola.

¿Sola, sin marido, sin hijos? Esa era una buena respuesta. Sola solita sin nadie.

–¿Tus padres?

–En Trujillo.

–¿Eres trujillana?

–Sí. Pero desde los diecisiete estoy en Lima.

–Ah, qué bacán –le dije. Tuve ganas de decirle con razón eres tan bella como todas las trujillanas. Y esto es cierto: en la semana que estuve en Trujillo nunca vi una fea. Quizá un día me vaya a vivir al norte–. Trujillo es una ciudad bonita. El 2007 estuve allá.

–¿De vacaciones?

–Gané un concurso de cuento…

–¿Sí?

–Sí, en la Feria del Libro de Trujillo. Así que fui a recoger mi premio con mis padres y mi hermanita.

–Qué chévere. ¡Felicitaciones, Luz! –me palmeó la espalda–. Vas a ser como Vargas Llosa. Cuando te ganes el Nobel, me pasas algo por haberte curado el pie.

–Ya.

Reímos con ganas por enésima vez. ¿Por qué tanta risa, mmm? ¿Alguna relación amorosa habrá empezado riendo? ¿Por qué reían tanto dos mujeres que se acababan de conocer?

–¿Fuiste a Huanchaco?

–Obvio, casi todos los días que estuvimos allá. Hasta ahora me acuerdo de los caballitos de totora, de las olas.

–¿Te subiste a uno de ellos?

–Sí.

–¿Y qué tal la experiencia?

–Bacán, mejor que correr tabla.

–Mmm. ¿Fuiste a Chan Chan?

–Solo al museo que hay en la entrada. Me hermanita se cansó y no pudimos recorrer la ciudadela.

–Una pena.

–Ajá, porque no hemos podido volver.

–El otro verano estás invitada a mi pueblo.

–Gracias.

–Agradéceme recién cuando estemos allá.

–Te las voy dando por anticipado para que no te desanimes de invitarme.

Reímos. Dos mujeres que ríen, dos mujeres que se aman, dos mujeres felices.

–Allá vivo –le señalé mi casa al pie del cerro. Estábamos a menos de cincuenta metros–. La verdecita.

–Es bonita. Llena de plantas. Como para inspirarse mirando el mar.

–Mmm –murmuré. ¿Decirle como para que tú y yo vivamos solitas y nos amemos todas las veces que nos dé la gana?

Llegamos a la puerta de mi casa. Oh, todo tiene su final. ¿Qué diría si le dijese pasa, te invito a desayunar?

–Llegaste sana y salva.

–Muchas gracias, Luna.

–De nada. ¿Podrás subir las escaleras?

–Tengo que poder…

Nos miramos. Sus ojos oscuros, luminosos, sus cejas pobladas, ¿por qué no se las depilará? Quizá tampoco se depila el pubis. Las hormigas invadiendo mi Secreto. Decirle ayúdame a subir las escaleras para seguir sintiendo el roce de tu piel tibia que falta poquito para alcanzar un orgasmo.

–Bueno, me voy. Fue un gusto, Luz –me acercó el rostro y nos besamos. Su mejilla estaba tibia. Mover el rostro un poquito y darle un beso en la boca como por descuido–. Chau.

–Chau, Luna. Gracias por todo.

–No tienes de qué. Visítame cuando quieras.

–Ya.

Se dio la media vuelta, le miré el trasero redondo y generoso, el calzoncito perdido entre las nalgas, saqué mi celular y le tomé un par de fotos rapidito mientras ella empezaba a trotar, primero a ritmo lento y después a mayor velocidad. Llegó a la curva y desapareció de mis ojos. La imaginé yendo por el camino de tierra, cruzando el túnel, bajando hacia el pueblo.

Subí lentamente los peldaños, contándolos, uno, dos, tres, volviendo el rostro de cuando en cuando por si regresaba a la playa. Siete, ocho, nueve. Un descanso. Solo sabía su nombre: Luna Gabriel. Sabía que tenía veinticinco años. Sabía que vivía en el Malecón. Sabía que era pintora.

También tenía su número. Podía llamarla. Trece, catorce.

Me había invitado a visitarla. El Malecón estaba a un paso…

Traté de recordar su olor, el olor de sus axilas. El calor de su piel. El roce de sus caderas con las mías. Diecinueve, veinte.

–¿Qué te pasó en el pie, corazón?

Era papá. La barba cana, la cabeza rapada. El torso desnudo. La cicatriz de su operación al riñón.

–Pisé una mina.

–Uy, chucha, ¿a ver? –se puso de cuclillas y tomó mi pie. Tenía las manos de señorita que no hace nada. Unas manos suaves como la piel de un gusano. Las manos ásperas de Luna. Sus manos de albañil. Sus manos con restos de pintura. Ya habrá llegado a su casa. Antes de meterse a la ducha esperará unos minutos a que su cuerpo se enfríe. Estará preparándose el desayuno–. Menos mal que es leve nomás. Con una curita estarás bien.

Me dio un beso en el pie. El beso que no me había dado Luna.

–Tienes bonitas piernas, princesa. Mejores que las de tu madre.

–No seas incestuoso que vamos a tener hijitos con colas de chancho, pá –le dije, recordando Cien años de soledad que lo había leído hace poco.

–O nos convertiremos en llamas.

–Más bien en lobos marinos.

Nos reímos.

Me agarró de la cintura y cruzamos la terraza en dirección al interior de la casa.

–¿Y mamá?

–Durmiendo como una vaca.

–Ni que te escuche porque te corta los huevos –se los presioné suavemente por un segundo.

–Mis admiradoras secretas llorarán al verme desarmado.

Volvimos a reír. Luna, con ella también reía así.

–Date un baño y vienes para desayunar –dijo, pellizcándome el trasero cuando llegamos a mi cuarto.

Me metí al baño. Miré las fotos de Luna. Su lycra blanca con el logo de Red Bull en letras rojas. Sus piernas largas. Su calzoncito. Su pubis hinchado, partido en dos por la hendidura de la chucha. ¿Lo tendría peludo o pelado? Su trasero. La bajaría a mi computadora para ampliarla todo lo que quisiera. Yo sentada en la arena con la pata herida. El delfín haciendo piruetas.

Me desnudé y contemplé en el espejo: el cabello rubio y lacio caía como una lluvia de oro sobre mis hombros. Mi rostro como el de la Scarlett Johansson. Los senos medianos, la piel casi transparente en el lugar de la ropa interior, los pezones de un marrón clarito.

Mi pubis cubierto por un vello castaño oscuro cortado como el de Lexi Belle.

Mi Secreto. Mojé mi índice derecho en mi boca y empecé a deslizarlo a lo largo del surco mientras imaginaba que eran las manos ásperas de Luna las que me acariciaban. Luna Gabriel ¿qué más? ¿Tendrá face? Quizá esté en la página de la Universidad Femenina. Luna Gabriel pintora. Se busca. Quizá también estaría debajo de la ducha. No era ni media hora desde que nos habíamos despedido. Su olor. Sus cabellos negros. Con la mano libre me acariciaba las tetas y los pezones imaginando que eran sus manos las que me acariciaban. Acariciarla a ella, acariciar sus tetas, chuparlos, morderlos. Entrar a su Secreto. Chuparle el clítoris. Echarme más saliva para que no se me irrite. Dijo que estaba sola. ¿No tendrá enamorado? Pero si era tan linda. Quizá los hombres se volvían tímidos ante tanta belleza. En la Universidad Femenina hay gran cantidad de chicas como para escoger. Pasarle la lengua de abajo hacia arriba a lo largo del surco. Más saliva. ¿A qué olerá? Su olor, su olor a axilas, a transpiración. Su olor a bárbara. Mis pies en sus manos ásperas. Manos de mujer salvaje, de mujer que talla la piedra, de mujer que…

–Luz…

¡Mierda!

Era la Francesca.

–¿No sabes tocar, ah?

–Te estamos esperando para desayunar –por el espejo veía que me miraba el trasero con curiosidad, como fascinada. Temblé: ¿también le gustarán las chicas? Debo haber tenido su edad cuando me enamoré de Miriam Blanco…

–Diles que ya voy. Me estoy bañando.

–Papá dice que te has cortado el pie. ¿A ver?

–Pero no fue nada –me senté al borde de la tina y estiré el pie herido.

Hincó las rodillas en la baldosa, agarró mi pie con sus manitas de ángel, unas manitas tan suavecitas como una nube de algodón, y lo observó con atención como si fuera un bicho raro.

–Wao, debe de haberte dolido horrible. ¿Con qué te lo hiciste?

–Pisé un diente de la Bere.

Nos cagamos de risa. Tenía los cabellos más rubios que los míos, las mejillas sonrosadas, los ojos azules, una naricita de conejo. Iba a ser una chica hermosa, delicada. Habíamos salido a mamá, antes era hermosa; ¿por qué se había vuelto fea? Quizá por su carácter de ogro.

–¿Sangraste bastante? –me miró con los ojos agrandados de pestañas largas como hilos de oro.

–Como un río. Pensé que iba a morir desangrada.

–Ponte una curita.

–Eso haré.

Soltó mi pie. Miró mi pubis.

–¿A qué edad te salieron los pelos?

–Trece –me metí a la ducha–, o catorce, creo. ¿Tú ya tienes?

–Todavía.

–¿A qué hora vienen los primos? –cambié de tema.

–Supongo que a las diez. Diego llamó denantes para decir que estaban en el puente Atocongo.

–Uy, Dieguito está bueno para ti.

–No me molestes, ¿quieres?

–Pero si Diego es guapo como Leonardo di Caprio.

–Pero a mí me cae chinche…

–¿Por?

–¿Podrás bajar con nosotros a la playa? –cambió de tema. También era una chiquilla astuta.

–Me imagino que sí. Tan coja no estoy –abrí el grifo. El chorro de agua mitigó mi calentura.

Me eché champú y acondicionador en los cabellos y pasé jabón por la piel. Volví a abrir el grifo. ¿Luna ya se habrá terminado de duchar? Quizá estaría desayunando. O pintando. ¿Le habrán llegado las fotos? Llamarla para preguntarle si las recibió.

Cerré el grifo.

La Frances seguía allí, sin quitarme los ojos de encima. ¿Ya se masturbaría? Yo había empezado a los trece, por la época en que me enamoré de Miriam Blanco pero al hacerlo no pensaba en ella. Nunca había pensado en Miriam sexualmente. Ese primer amor había sido puro, limpio.

–¿Me pasas la toalla amarilla, porfis?

Me sequé.

–¿Me consigues una curita? Mamá debe tener.

Salió. Me puse un short de jean sin nada debajo para que mi Secreto se ventilara mejor, sostén rojo vino, uno de los colores favoritos de Lexi Belle, y un polito blanco.

La Francesca regresó. No había curita, solo espadrapo. Me puse un pedazo en la herida.

Fuimos al comedor.

–Buenos días, má. Hola, pá. Hola, Oriana.

Mamá apenas abrió la boca para murmurar un hola. Ni le di beso porque tenía la cara cubierta por una crema blanca semejante al semen. Cada vez estaba más vieja y horrible. Dentro de diez años estará peor que la Laura Bozzo. Hace poco se había estirado la cara y ahora a duras sonreía para que no se le descolgara la papada de nuevo.

–¿Qué tan profundo es ese corte?

Por lo visto, mi corte era la estrella del día.

–Pisó un diente de la Bere –dijo la Frances.

Papá y Oriana rieron, mamá, nada. Era una momia, una esfinge. Parecía de piedra.

–Es superficial.

–Deberías ir al médico, no se vaya a infectar y te lo cortan.

–Ay, pá, no exageres. Apenas me salió una gota de sangre.

–Quién habrá sido el huevón que dejó sus botellas enterradas en la arena después de chupar.

–Nadie le manda a tu hija a bajar a la playa sin zapatos como si no los tuviera –dijo mamá.

Vieja huevona, pensé, ¿por qué chucha me tienes tanta bronca, ah, acaso no soy tu hija?

–Hoy vamos a cocinar todos –dijo papá, cambiando de tema. También era astuto. Bueno, en realidad en la casa todos somos expertos cambiando de tema–. Sus primos mueren por un arroz con mariscos acompañado por su ceviche.

–Tendremos que ir al Muelle.

–Hay que traer los pescados más grandes que encontremos.

–¿Yo también puedo ir? –preguntó la Frances.

–Claro, hijita, para que vayas aprendiendo a hacer el mercado y tu marido no te pegue por floja –rió papá. La Francesca puso mala cara–. ¿Vamos, Luana?

–Ay, no puedo salir al sol.

–Se te derrite la cera que te han puesto en el cacharro.

–Mejor te callas, huevón. Y ustedes dejen de reírse como unas estúpidas.

–Ay, má, ¿cómo tú sí puedes decir lisuras en la mesa y nosotras no?

–¡Mejor te callas, Francesca!

–No me digas Francesca que no me gusta.

–Yo decía hay que ponerle María como mi madre, pero tu vieja terca como una mula Francesca Francesca como su abuela o bisabuela.

–Mula serás tú, huevón.

–Por algo lo dirás.

Risas. La única que no reía era mamá. En los últimos tiempos había dejado de reír como si reír fuese cosa de gente estúpida.

–¿Por qué no compras una lancha, papi?

–No es mala idea. Para hacer un viajecito a Pisco cantando como Perales: Ayer se fue, / tomó sus cosas y se puso a navegar… –papá miró a mamá.

–O a Huanchaco –dije, pensando en Luna–. No hemos vuelto a Trujillo en cinco años. Extraño el manjar blanco, la marinera.

–¿Yo también fui? –preguntó la Frances.

–Claro. ¿No has visto las fotos?

–Sí, pero no me acuerdo.

–Qué te vas a acordar, hijita. Apenas tenías siete añitos.

–¿El otro verano podemos ir?

–Claro, tengo ganas de admirar la belleza norteña.

–Irán solos porque yo me voy a Catania.

–Irás sola porque nosotros nos vamos a Trujillo.

En los ojos de mamá se dibujó la cólera. Al menos sentía algo, no era tan de piedra como parecía ser. O fingía ser.

Trujillo, Luna Gabriel. Huanchaco. Verla en ropa de baño. Luna. Las hormigas recorriendo mi Secreto de nuevo. Las ganas de masturbarme.

–Bueno, permiso –me puse de pie.

–Caramba, hija, no has comido nada.

–Ya me llené –dije, tocándome la barriga.

–Estás peor que tu mamá que come como un pajarito.

–Como pajaritos.

Carcajadas, aunque mamá ni rió.

–Te cagaron, papi.

–Ya le traeré un burro a esta ninfómana para que no se ande quejando.

–¿Qué es linfómana, papi?

–Es una mujer que nunca se alegra con nada, hijita.

–Ah, ya –dijo la Frances–. Linfómana = mujer triste.

Risas.

–Me avisan cuando van al Muelle.

Fui a mi cuarto y prendí mi laptop. Descargué las fotos que le había tomado a Luna. Allí estaba ella de espaldas al mar con su lycra blanca mostrándome el trasero redondo y generoso. La amplié para verle la raya de la chucha, su pubis hinchado, su calzoncito de encaje humedecido por el sudor, la mancha oscura que había debajo de ella. Era peluda, por lo visto. Como Sasha Grey, como Lexi Belle.

Puse Luna Gabriel + pintora + Universidad Femenina en el buscador de Google. Salieron 19,719 entradas. Entré a la página oficial de la Universidad Femenina. Se llamaba Luna Gabriel Colina. Era profesora principal de la facultad de Arte.

Allí estaba el enlace de su face.

Entré. Tenía 919 amistades, casi todas mujeres. ¿Serían sus alumnas? Su situación sentimental era soltera.

Me puse a ver sus fotos, en casi todas estaba con chicas. ¿No habrá tenido nunca enamorado? ¿O también era lesbiana? Luna con vestido negro, con vestido color melón, con vestido color azul eléctrico. Luna con mini negra y pantys negros. Luna con las piernas cruzadas y mostrando un pedacito de calzón celeste. Tenía un lunar bien grande sobre la rodilla en la cara oculta del muslo izquierdo. ¿Por eso le habrían puesto Luna? Luna = lunar. Las hormigas tomando por asalto mi Secreto. Me bajé el short, mojé mi índice y empecé a deslizarlo por mi hendidura. Imaginé que eran sus manos ásperas las que me acariciaban, que era su dedo la que hacía circulitos en mi clítoris hasta hacer que se pusiera durito. Acariciarle la conchita, besárselo, morderle los labios vaginales, chupárselos, chuparle el clítoris. Hacernos el amor. Que nuestras vaginas se rozaran, se friccionaran, se frotaran. Humedecernos. Hacernos la sesenta y nueve sería delicioso. Su olor. Sudor. Transpiración. Sus axilas. Ir a buscarla, ¿pero con qué pretexto? He venido a ver tus cuadros. Sus piernas, sus tetas. Los vestidos escotados. Luna. ¿También pensará en mí? Un corte en mi pierna, ¿qué te pasó? Su pubis hinchado, un surco dividiéndola. Chupárselo, morderle el clítoris.

Un volcán hizo erupción en mi Secreto.

Todos los hechos narrados solo sucedieron en la imaginación del autor.

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