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viernes, 10 de junio de 2011

Amor de verano


DOMINGO 4:

Miraba embelesada el mar, ¿embrujada por la agonía del sol en un manto púrpura? En el cielo azul planeaban las gaviotas esperando el momento propicio para lanzarse en picada, como los arpones sobre el lomo de Moby Dick, al agua y salir con un pez dando coletazos entre sus picos. A lo lejos pasaba un barco, ¿rumbo al Callao, a Guayaquil o al Canal de Panamá?, en cuyo mástil flameaba una bandera chilena. Estaba sentada sobre una toalla verde, tenía las piernas recogidas, los codos sobre las rodillas. Llevaba ropa de baño color celeste y, atado alrededor de la breve cintura, un pareo amarillo. Tenía los cabellos negros, como una noche de verano, largos y lacios. ¿En qué o en quién estaría pensando? ¿Estaría recordando otros veranos, otras playas?

Parecía una sirena contemplando el atardecer desde un farallón. ¿De dónde sería? Nunca la había visto en Pisco. Quizá era una princesa venida del mar. Quizá era Mera, la novia de Acuaman, cuyas historias yo leía en los viejos chistes que coleccionaba mi papá. Ahoritita se arrojará al agua y desaparecerá en las profundidades marinas, pensé, donde tiene su reino y una corte de tritones, caballitos de mar, calamares, hipocampos, cetáceos, toda la fauna marina, que la adoran.

La dibujé. Le puse cola de sirena. De fondo, dibujé el Muelle, unos botes, unas palmeras movidas por la brisa marina, unas gaviotas volando en dirección al sol. Me dibujé contemplándola. Mira, te he dibujado, ¿te gusta? Oh, qué lindo dibujas, ¿quién te enseñó? Mi papá, es profesor de arte y siempre para dibujando y pintando. Me puse a tararear esa vieja canción de Guillermo Nacho Dávila que siempre escucha mamá y dice así: Me pongo a pintarte / y no lo consigo. / Después de estudiarte lentamente / termino pensando: / que faltan sobre mi paleta colores intensos / que reflejen tu rara belleza…, con la cual la conquistó papá.

Una mujer, de la edad de mi madre, salió del agua y se le acercó.

–¿No te bañas, Mar…? –¿dijo Marina o Malvina? ¿O María, como mamá y la abuela? Fue una palabra que terminaba en ina, o ía, según leí en los labios de la señora.

–Después, má. Primero, un bañito de sol –le dijo Mar ¿Marina o Malvina o María?–. ¿Jugamos tenis?

–Ya pues, hija. A ver si esta vez te gano yo.

–Ojalá, má.

–¿Qué apostamos?

–¿Un helado?

–Ya pues.

–Ya me veo comiendo un rico helado de chocolate.

–No cantes victoria todavía que estoy rezándole a Poseidón para ganar.

Rieron. La chica se puso en pie de un salto. Eran casi de la misma estatura. Parecían hermanas. Así sería a los treinta y cinco, cuarenta años. ¿Dónde estaríamos entonces? Ella casada, yo casado, cada uno con sus hijos. Otros veranos, otras playas, otros atardeceres, otros veraneantes. Cada verano es único, irrepetible. Cada playa es distinta.

Sacó un par de raquetas de su mochila y una pelotita y se pusieron a jugar. Un golpe, un salto, punto para mí, má, otro golpe, otro salto, punto para mí, hija, un bólido amarillo dibujando una parábola en el cielo, sus cabellos revolviéndose, los cuerpos arqueados.

–Punto para mí, má. Ya tengo el cono del helado.

Pucha, creo que no debo jugar contigo para no seguir perdiendo.

–Sigue nomás, má, que ahorita me dejo ganar para que no llores.

–Bueno, un helado no es nada.

Risas.

Me puse a nadar para que no pensaran que era un sapo, buceé contando los segundos que podía resistir bajo el agua. Uno, dos, tres, cuatro… once… Mañana empezaban las clases. Este era el último día de mis últimas vacaciones de verano. Faltaba la de julio y nunca más tendría vacaciones escolares. El colegio se terminaría para mí. Esquivé las olas, busqué piedritas, conchitas, las guardé en los bolsillos de mi short como recuerdo de este día. Otro punto para mí, má. Ya tengo la primera bola de un rico helado de chocolate. Seguro habían venido de paseo. Ambas jugaban bien, parecían campeonas de tenis. Un salto, un golpe, un punto, perdiste tu bola de chocolate, hija, otro salto, otro golpe, otro punto, recuperé mi bola de chocolate, otro salto, otro golpe, la pelotita cruzando el cielo como un canario súper veloz. Tendría unos dieciséis o diecisiete años, como yo. ¿Estaría todavía en el colegio? No, seguro ya había terminado, sino estaría en su casa alistando su uniforme para mañana. Mañana empezaban las clases en todo el Perú. Quizá eran de Ica. Los de Ica siempre vienen a Pisco a darse un chapuzón. Y los de Pisco vamos a la Huacachina. O de Palpa. Quizá habían venido a conocer la Bahía de Paracas, las Islas Ballestas, la tumba de Sara Helen.

La pelotita pasó a un milímetro de mi cabeza como un cometa amarillo. O como un misil. Se hundió pero un segundo después salió a flote.

Las dos se acercaron corriendo a la orilla. La pelotita se alejaba mar adentro sobre la cresta blanca de una ola como esos barquitos de papel que solíamos hacer con mis primos Diego y Nacho cuando éramos chicos. Ninguna se atrevía a meterse y tratar de chaparla, ¿para qué si ya está tan lejos?, pensarían. Di la media vuelta y nadé tras ella. Mover los brazos como aspas, los pies como aletas. No te vayas, pelotita, ¿a dónde quieres ir?, ¿acaso quieres terminar en el vientre de una ballena como Jonás?, ¿llegar a Australia?, ¿quieres ver marsupiales? Ya te atrapé… Un olón me la arrebató de la punta de los dedos. Ah, pero no creas que te me escaparás. Ya, déjala, escuché que gritaban. No te vayas a ahogar. ¿Ahogarme yo? Yo he crecido a orillas del mar, señoras, antes de caminar, ya sabía nadar. Soy amigo de los peces, de las gaviotas, del sol. Soy del mar. Oh, qué lindo, me dirían. Allí estaba otra vez la pelotita, cabalgando sobre el lomo espumoso de una ola. Una brazada, otra brazada y otra brazada, no te me escaparás, pelotita. ¡Te atrapé! Punto para mí (mínimo me ganaría un helado de chocolate, ¿no?). ¿Creíste que te me ibas a escapar? Pues te equivocaste. ¡Ya te tengo y no te soltaré así chilles, patalees, me muerdas con tus dientes de tiburón!

Las dos empezaron a mover sus brazos con desesperación como si la pelotita se les hubiese escapado de nuevo, o como si yo fuese un pirata que se la estaba robando.

La gente corría como si un monstruo marino los amenazara o como si vieran un barco fantasma.

¡Temblor!

Estaba pasando temblor, pero dentro del agua no se sentía nada. Vengan, señoras, aquí se está bien, aquí nada se mueve.

Ellas seguían moviendo las manos, llamándome, ¿tendrían miedo que pasara un tsumani? Me apuré en salir.

–Aquí tienen su pelotita.

–¡Qué susto! –dijo la chica. Me miró: tenía los ojos azules como el mar. Los puntitos negros de sus pupilas parecían gaviotas volando en el cielo de Pisco. Así deben ser los ojos de las sirenas, pensé, y de las princesas–. ¿No sentiste el temblor?

–No.

–Qué suerte la tuya –me dijo la señora.

–Muchas gracias, amigo –me dijo la chica.

–De nada –le dije. Por un segundo toqué la punta de sus dedos y temblé como si recién se moviese la tierra para mí.

–Nadas muy bien –me dijo la señora–. Pero no debiste arriesgarte tanto, jovencito. Gracias.

¿Decirle no fue nada, he nadado en mares aún más furiosos? ¿Por qué le tienen miedo a una gota de agua?

–De nada, señora. Bueno, me voy. Hasta luego. Suerte en todo.

–Chau. Y muchas gracias de nuevo, amigo –me dijo la chica.

Agarré mis cosas y empecé a alejarme de la playa. ¿Quedarme? Me daba un poco de roche.

Me detuve en el Malecón y desde allí las observé. ¿Marina o Malvina o María? me miraba y, a pesar de la distancia, pude ver sus ojos color cielo, las gaviotas volando en ellos, fijos en mí. Adiós, nunca más te volveré a ver. Ojalá que te lleves un bonito recuerdo de este día, pensé, echando a andar de nuevo.

Regresé a casa. Mis padres estaban viendo una peli. ¿Dónde te agarró el temblor, Harold? En el agua. Qué suerte porque fue bien fuerte. Con razón la gente parecía loca del susto. Volví a ver a la chica y a su mamá moviendo los brazos con desesperación. Gracias, amigo. De nada, ojos azules como el mar, como el cielo de Pisco.

–Quítate la arena para subirle la basta a tu pantalón –me dijo mamá.

Me metí a la ducha. Todavía era de día. La chica aún estaría en la playa. ¿Por qué me vine? Qué tonto fui. Podía haberle pedido su correo. ¿Pero quién te da su correo de buenas a primeras? Nadie. Menos a un desconocido. ¿Le dijo Marina o Malvina o María como mi abuela? ¿Malvina, con ese, no es el nombre de una isla? ¿Y si le dijo Margarina o Mariluna? Gracias por haber rescatado mi pelotita. De nada. ¿Cómo te llamas? Tampoco nadie le dice su nombre a un desconocido así nomás. Me llamo Nadie. ¿De dónde vienes, Nadie? Del mar. Vengo del mar. Mar, Marina. ¿O Malvina? ¿Por qué te han puesto el nombre de una isla, ah? ¿Y si le dijo Zarina?

Mañana otra vez al colegio. Adiós, vacaciones de verano. Pero estás vacaciones habían terminado distinto a las otras. Estas vacaciones iban a ser únicas en mi vida. Sabía que siempre la recordaría.

Me sequé y bajé.

Mamá me midió la basta del pantalón. Caramba, Harold, no has crecido nada. Vas a ser chato como tu papá. Chato pero con un corazón gigante. Risas.

Afuera había oscurecido. La playa se estaría quedando vacía. La marea borraría nuestras huellas, mi dibujo; los castillos de arena, con sus princesas y dragones, volverían a ser simplemente arena. Mañana otras huellas ocuparían las nuestras; pasado, otras; después, otras y otras y otras y se terminaría el verano y vendrían otros veranos, ¿Marina o Malvina se acordaría de aquel verano del 2007 en la playa de Pisco en que un chico atrapó su pelotita de tenis que se le escapaba para conocer otras playas? ¿Alguna vez se acordaría de este domingo cuatro de marzo en que un temblor la agarró en la playa mientras un chico rescataba su pelotita?

Quizá nunca. La memoria es frágil como el pétalo de una rosa. El tiempo marchita los recuerdos hasta convertirlas en polvo. Vendrían otros veranos, conocería otras playas, quizá Acapulco, Cancún, Varadero, Punta Cana, Valparaíso y se olvidaría de esta playa.

–Cenamos en cinco minutos, chicos –dijo mamá.

–Voy a darme un duchazo –dijo papá–. Uff, qué calor.

Prendí la computadora y entré a hi5. Había 14453 Marinas. ¿Y si pongo Malvina? Había 721 Malvinas. O sea que Malvina no solo era el nombre de una isla. No conocía a ninguna chica que se llamara así. Era un nombre raro. Una página, una fila de fotos, otra página, otra fila de fotos, y ninguna era ella. ¿Marina qué, se llamaría? ¿Malvina qué? ¿María qué? Un millón de Marías.

–A cenar, chicos –llamó mamá.

Apagué la computadora.

Cenamos hablando de las vacaciones que estaban a punto de terminarse. ¿Se acuerdan que antes duraba todo el verano? Cuando estaba en primaria. Tres larguísimos meses para jugar, divertirnos, descansar. Entonces la pasaba en La Realidad con mis abuelos y mis primos yendo al río, a escalar cerros, a pasear a Matucana, Cocachacra, San Bartolomé. De vez en cuando íbamos a Naplo o a Puerto Viejo. Celebrábamos los cumpleaños de la abuelita María -28 de febrero- y del abuelo Juan -8 de marzo- con todos los tíos, las tías, mis primos, mis primas. Pero desde que había muerto la abuela las vacaciones no habían vuelto a ser las mismas.

Me hubiese quedado en la playa, hasta quizá de repente me invitaban a jugar tenis con ellas. ¿Por qué te viniste, Harold, si la playa es de todos? Qué tonto fui. ¿Y si se les volvía a escapar la pelotita? ¿Y si me invitaban un helado de chocolate? Les hubiera dicho el chocolate es mi sabor favorito.

Tocaron el timbre. Era Agustín y su guitarra.

–¿Te sirvo, Agustín?

–Claro, señora María. Gracias.

Hablamos de lo que haríamos después de terminar el colegio. Un año pasaba volando como si tuviera alas. Dentro de un año ya estaríamos en la calle.

–¿Vamos a dar unas vueltas por ahí, Harold? –me propuso Agustín.

–Vamos pues, amigo.

La Plaza de Armas estaba llena de gente. Había payasos, malabaristas, charlatanes dando su espectáculo.

¡Marina o Malvina! estaba sentada en un banco. ¿Y su mamá? No la veía por ningún lado, quizá se quedó durmiendo en el hotel, o viendo una peli. Mi corazón empezó a latir como un mar furioso toctoctoctoc. Pasaría por su lado, le diría hola, ¿te acuerdas de mí?, soy el chico que rescató tu pelotita en la tarde. Me diría claro que me acuerdo, cómo crees que te he olvidado en un par de horas. ¿Qué haces? Nada. ¿Te puedo invitar un helado? Claro. Le pediría su correo…

–¿Vamos por ese lado, Agustín?

–Vamos, amigo.

Un paso, otro paso, toctoctoc, el corazón se me subía por la garganta toctoctoc. ¿Te acuerdas de mí? Soy el chico que…

Oh, qué decepción, no era ella, la confundí. Sentí una desazón del tamaño del universo, un vacío en el estómago. Menos mal que no le dije hola, amiga, ¿no te acuerdas de mí?, fui el que rescató tu pelotita. Iba a hacer el ridículo. Hasta Agustín se iba a burlar de mí: vaya, Harold, ¿quién te enseñó ese truco para conquistar a las chicas, ah?

–¿Vamos a dar unas vueltas por la playa, Agustín?

La playa estaba solitaria. Las olas seguían yendo y viniendo como lo hacían desde tiempos inmemoriales y como lo seguirían haciendo por toda la eternidad aun después que nosotros desapareciésemos.

Vuelan al viento sus hojaaas, / los álamos dicen adióóós / a este verano marchitooo / que nuestro amor contemplóóó –me puse a cantar esa vieja canción de Manolo Galván. Marina o Malvina o María, o quizá solo Mar, todavía tendría la sal del agua en la piel, la piel ardiendo por culpa del sol, los cabellos con arena, las pupilas con mi imagen nadando en pos de su pelotita–. Hoy es la última nocheee, / mañana tú partirás / hacia destinos extrañooos, / quién sabe si volverááás.

Nunca más la volvería a ver en mi vida. Un día, cuando tuviese la edad del abuelo Juan, volvería a la playa y recordaría este domingo con ella.

El verano termina yaaaa, / y con él mi amor se vaaaa –cantamos a dúo el coro a todo pulmón–. Adióóóós, verano; adiós, amooooor.

Nunca más vería sus ojos color mar donde una vez nadé.

Nunca.

Las olas seguirían yendo y viniendo por siempre.

Y yo la seguiría recordando.

La noche despliega su mantooo, / el pájaro enmudecióóó, / la fuente paró su cantooo, / no quiere decirte adióóóós.

Algún día escribiría una novela recordando este verano y le pondría de título Tú que miras el mar.

Aunque cien años pasaran, / no te podría olvidar, / olvidaaaaar.

¿Mi dibujo? Alguien había trazado un corazón alrededor de él y escrito algo. Me puse de cuclillas. “Marina”, leí. Se llamaba Marina. Mi corazón volvió a latir de prisa toctoctoc. ¡Marina! Debajo escribí “Te amo”.

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