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sábado, 5 de febrero de 2011

Memorias de la guerra

Foto de Edith Lagos obtenida del archivo digital de la CVR
La noche es una copa de mal. Un silbo agudo / del guarda la atraviesa, cual vibrante alfiler. / Oye, tú, mujerzuela, ¿cómo, si ya te fuiste, / la onda aún es negra y me hace aún arder? El viejo bebió un tragó, chupó su cigarro. Vallejo, dijo. Me clavó su mirada acuosa, botó el humo por boca y nariz. Se ha escrito casi todo sobre el poeta: César Vallejo o la teoría poética, Los peruanismos en César Vallejo, Vallejo como paradigma, Cómo leer a César Vallejo, El cántico material y espiritual de César Vallejo, César Vallejo en su fase trílcica, y un etcétera infinito. Me imagino, dije. ¿Qué más se podría escribir sobre el poeta?, ¿se preguntó?, ¿me preguntó? Eso es lo que no sé, maestro. De la rockola brotaba un bolero. Olga Guillot, dijo el viejo, Campanitas de cristal. Los borrachines tenían apretados a las polillas como si se les fueran a escapar. Había una de ceñido vestido rojo con un gran escote en la espalda. Estaba sin sostén. La mano del hombre con el que bailaba parecía una estrella de mar abandonada en esa piel de luna. Pensé en Edith: estaría pelándose de frío en la puna perseguida por los sinchis. Todo el mundo quiere escribir sobre el poeta como si ya no se hubiese escrito lo suficiente, dijo el viejo, mesándose la barba. Le di un sorbo a mi vino. Deberías de hacer tu tesis sobre Los siete ensayos ahora que los senderistas tienen al Amauta como uno de sus pilares porque, cuando termine la guerra, todo el mundo será mariateguista. Adelántate a la historia, muchacho. Edith, murmuré. Está escribiendo su propia historia a sangre y fuego, dijo el viejo, mientras nosotros lo hacemos con alcohol. Rió hasta las lágrimas. Edith tendría la piel de las mejillas por el frío, quizá estaría pasando hambre, durmiendo a la intemperie. Quizá debí marchar con ella. ¿Sabías que el poeta visitó el frente de guerra cuando estuvo en la Madre Patria? Eso leí. ¿Que España, aparta de mí este cáliz fue publicada por el Ejército Republicano? Algo leí sobre eso, dije, pero el viejo parecía no oírme. La puta de la espalda desnuda alzó y brindó conmigo a la distancia. Hice lo mismo. Me regaló una sonrisa mientras se alisaba el cabello quemado por el agua oxigenada. No tendría más años que Edith. Quizá debas visitar la Madre Patria, preguntar a los milicianos sobrevivientes. Claro, murmuré. O, por último, ir a Santiago de Chuco. Si no me equivoco, poco se ha escrito sobre la niñez del poeta, y esa etapa es una presencia constante en su obra, carraspeó el viejo. Presencia del hogar en la poesía de César Vallejo la publicó el año pasado la Universidad de Cajamarca, dijo, deberías leerla, la debo de tener por allí, si es que no la presté. Esta tarde llueve, como nunca; y no / tengo ganas de vivir, corazón. / Esta tarde es dulce. Por que ha de ser? / Viste gracia y pena; viste de mujer. El viejo le dio una calada a su cigarrillo, exhaló, el humo se elevó para perderse entre las arañas que pendían del techo. Heces, 1918. Hace sesenta y cuatro años ya. La de la espalda desnuda me volvió a sonreír. El viejo se dio cuenta. Bonita, ¿no? Es una puta más, dijo, y las noches de Lima están pobladas de putas. Que no te deslumbre la sonrisa de una de ellas. La vi acercarse con sus andares de gata. ¿Bailamos, guapo? Miré al viejo: miraba su copa. Claro. La mujer agarró mi mano y me condujo a través de las mesas llenas de borrachos hasta el espacio donde se bailaba. La tomé de la cintura y de los hombros y ella pegó su cuerpo al mío. Aspiré el aroma de su cuerpo, un aroma a transpiración y perfume barato. Empezamos a movernos. ¿Cómo te llamas, guapo?, su aliento tibio abrasó mi rostro. Agustín, ¿y tú? Estrella. ¿Estrella?, repetí, mirando sus labios rojos como sangre, sus dientes pequeños y relucientes, su nariz respingada, sus ojos grises. Ajá, Estrella Gómez. ¿Tu padre es don Virgilio? No, le dije. Lo acabo de conocer. Ah, ya, pensé que el viejo loco era tu padre. ¿Viejo loco? Mmm. ¿Y tú qué haces aquí? No tienes pinta de bohemio. Me iba a encontrar con mi asesor, pero creo que me equivoqué de lugar. ¿Asesor de? De tesis. ¿Tesis? Si, para sacar mi título. Ah, ya, dijo Estrella, pensé que era tu asesor de la vida nocturna y puteril de Lima. Rió con estruendo. Algunos borrachos volvieron los rostros para mirarnos. Busqué al viejo por sobre el hombro de Estrella: dormitaba. ¿Y sobre qué es tu tesis? Sobre Vallejo, dije. Estrella no me diría sobre el poeta se ha escrito en exceso. Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo lo sé. Volvió a reír con ganas. Gotitas de saliva me salpicaron el rostro. Mi mano se deslizó sobre su espalda desnuda. Estaba húmeda y tibia. Sentía la forma de sus senos y sus caderas, la tibieza de su cuerpo. Mi sexo cobró vida. Estrella lo notó. ¿Puedes pagarte un polvo, Agustín? Busqué al viejo: tenía el mentón apoyado en el pecho. Claro. ¿Dónde atiendes? En el segundo piso. ¿Vamos?
La escalera de madera crujía con nuestras pisadas. Era una escalera larga, empinada y estrecha. Yo iba detrás de Estrella, contemplando su espalda desnuda; los huesos de su columna vertebral sobresalían como dunas. Su trasero, redondo y abundante, se dibujaba debajo del vestido.
Al final de la escalera se iniciaba un largo pasillo con puertas a ambos lados, cada una de las cuales tenía escrito un nombre de mujer: Pamela, Celeste, Susy, Ámbar, Mariposa. Estrella me tomó de la mano, una mano cálida. Dentro de unos minutos íbamos a estar desnudos, amándonos. Pensaba en eso y sentía que mi sexo crecía y crecía.
Karen y Xiomara eran los nombres de los últimos cuartos antes de que el pasillo doblara a la izquierda y se hiciera más estrecha que la escalera. Apenas un par de focos la iluminaban. Las paredes estaban hinchadas y con lamparones de humedad. Mi habitación es la penúltima, dijo Estrella. Es que vine hace poco nomás.
Abrió la puerta donde estaba su nombre con la llave que sacó de su escote. Pasa, cariño, me dijo, bienvenido a mi cubil. Rió. La habitación era mediana, las paredes eran altas, estaban pintadas de rosado. En medio del techo colgaba un foco lleno de manchas dejadas por las moscas. El catre estaba en un rincón. Al frente tenía un enorme espejo. Debajo había una bacinica y un lavatorio de losa, ambos desportillados. Había una silla de madera.
Estrella me dio un beso. Primero hay que asearnos, dijo cuando mi mano se perdió debajo de su vestido. Desató el nudo que tenía en el cuello y se sacó el vestido quedando en calzón y tacos. Tenía los senos pequeños, los pezones oscuros. Se sentó en el filo del catre y se sacó los tacos y después el calzón y se puso de cuclillas sobre el lavatorio y se refregó el sexo. Cuando terminó, se secó con la toalla que estaba en el respaldar de la silla. Lávate el pipilí, querido, me pidió. Pon el lavatorio en la silla para que no tengas que agacharte. Al contacto del agua fría, mi furor pareció desaparecer. Pensé en Edith. ¿Qué hacía allí con una puta? ¿Iba a gastarme el dinero de mi tesis en un polvo? ¿Qué le diría si saliendo me encontraba con Miguel? ¿Pero para qué necesitaba a Miguel si el viejo sabía más de Vallejo que cualquiera? Edith estaba en la puna porque le daba la gana…
Ven, cariño, hazme feliz, me llamó Estrella. Me eché a su lado. Caramba, ¿tan chiquito lo tienes?, me preguntó, con un tono de burla, tomando en sus manos mi miembro. Vamos a hacer que crezca. Tenía la boca caliente y húmeda. Sentía el roce de sus dientes y la punta de su lengua moviéndose en círculos. Le acaricié los cabellos. Las raíces empezaban a crecer negras. Su trasero se reflejaba en el espejo.
Ahora sí está firme como un cañón, dijo Estrella, listo para el combate. Se puso sobre mí, me agarró el miembro y lo guió a la entrada de su hendidura. Empezó a bajar poco a poco. Sentí un calorcito envolviendo mi miembro, cobijándolo.
Mierda, exclamé, cuando el foco se apagó después de un parpadeo. Ay, cariño, tirar en la oscuridad es más rico, dijo Estrella.
Terminamos el primer polvo y el cuarto seguía en tinieblas. ¿Cuánto es? ¿Tienes prisa, cariño? No, pero… En ese instante un poderoso estruendo remeció los cimientos de la construcción. Dios mío, bomba, exclamó Estrella. Era dinamita. A la explosión le siguió un tiroteo. ¿Cuántos dinamitazos le habrían lanzado al CRAS? ¿Cuánta bala gastaron para rescatarlos? Seguro los terrucos estarán asaltando un banco. No te vas a ir así, ¿verdad? No vivo lejos, sobrado llego a pie. ¿En dónde? En Breña, ¿y tú? En Comas. Eso sí es lejos. Pero yo no tengo prisa. ¿Tú? Tampoco.
Voy a asegurar la puerta, dijo Estrella, saliendo de la cama. Chocó con la silla. Carajo, se cayó la llave. La escuché tantear el piso. ¿Y si le decía mejor me voy que mañana tengo que levantarme temprano para ir a trabajar? La oí llegar a la puerta, meter la llave en la cerradura, hacerla girar. Regresó, puso la llave debajo de la almohada y se echó a mi lado. Nos cubrimos con la frazada. ¿Con quién vives? Solo. ¿Y tu familia? En Jauja, mentí. Si le decía en Huancavelica seguro me diría no serás terruco, ¿no? ¿Estás aquí por motivos de estudios? Sí. ¿Qué carrera sigues? Literatura. ¿Eso es para escribir poemas como el viejo loco? Reímos. Para enseñar castellano. ¿Dónde trabajas? En La Realidad. Wao, qué lugar tan feo, ¿por qué te han mandado allá? Porque todavía no tengo título. Cuando sea titulado podré enseñar en el Guadalupe, en el Melitón Carbajal o en el Alfonso Ugarte. Mejor enseña en mi colegio, dijo, acariciándome el miembro. ¿Dónde estudiaste? En el Ester Festini. Ese es un colegio de mujeres. ¿Conoces? De pasada nomás, hice unas prácticas en el Wiese. ¿En qué año? En el 79. Justo ese año estaba en quinto, dijo Estrella. ¿Tienes veinte, veintiún años? ¿Acaso no sabes que eso no se les pregunta a las mujeres?, dijo, besándome.
No tengo para pagarte otro polvo, le dije cuando empezó a acomodarse sobre mí. No te preocupes, la casa paga, dijo, riendo, lástima nomás que no tengamos nada de beber. Mmm. Hazme sentir, pidió, mientras su sexo se desliza en el mío como por una pendiente. Ya. Empezó a moverse suavemente como una barca en un mar en calma. ¿Edith habría logrado escapar con vida del CRAS? No me había escrito a pesar que cuando estaba detenida lo había hecho en cuatro oportunidades, pero ahora nada. Estaría oculta en las alturas para burlar la implacable persecución de los sinchis. Si habría caído, la noticia se esparciría como reguero de pólvora porque era considerada una de las más notables líderes de la revuelta que asolaba los Andes desde el 17 de mayo de 1980.
La habitación se había llenado de un fuerte aroma a sexo. Un aroma dulzón como la de los jazmines al anochecer. Afuera, reinaba el silencio. De vez en cuando la luz de un faro iluminaba brevemente el cuarto, el rostro congestionado y perlado de sudor de Estrella.
Lanzó un alarido y se dejó caer sobre mí. La sentí tragar el aire como un pez fuera del agua. Sentía en mi pecho el retumbar de su corazón. ¿Sabes, Agustín? Dime. Es la primera vez que un hombre me hace sentir así. A todos tus clientes les dirás lo mismo, tuve ganas de decirle, pero no lo hice. No me crees, ¿verdad?, preguntó, bajito, acariciándome el rostro, sintiendo un dejo de culpabilidad en su voz. ¿Crees que porque soy puta no tengo sentimientos? No sé mucho de mujeres… Rió. ¿Cuántas chicas has tenido, ah? Solo una. Anda, mentiroso, te va a crecer la nariz como tu pipilí, dijo, mordisqueándome la nariz. En serio, ¿no me crees? Te creo, dijo, no tienes cara de mentiroso. Reímos. ¿Cómo se llamaba tu único amor, la mujer que te robó el corazón? Edith… ¿Edith? Sí. ¿Como la terruca esa? ¿Cuál terruca? La que se escapó hace unos meses de la cárcel de Ayacucho. Ah, sí, pero no son las mismas. Menos mal, dijo, ya me estabas asustando. Reí, sintiendo falsa mi risa.
¿Y desde cuándo trabajas en esto?, le pregunté, acariciándole el vientre, enredando en mis dedos los vellos que cubrían su pubis, deslizando mi índice en su húmeda hendidura. Desde los diecisiete. ¿Y por qué? Salí embarazada y me botaron de mi casa. No tenía dónde ir y una amiga me ofreció trabajar en esto. ¿Tienes un hijo? Una hijita. ¿Cuántos años tiene? Vivo, ¿no?, quieres calcular mi edad. Reímos. No había pensado en eso… Shits. Afuera sonaron tiros, escuchamos gritos. Hay que escondernos debajo de la cama, no nos vaya a caer una bala perdida.
Nuevamente volvió el silencio. ¿Sabes? Dime. Estaba pensando en irme a los Estados Unidos si esto se pone peor. Se va a poner peor, le dije. ¿Cómo sabes? Si ya tomaron una ciudad para liberar a todos sus presos, algún día lo harán con la capital. ¿Crees? Claro, así que harías bien en irte antes que terminemos como en Cuba. ¿Y tú qué harás, Agustín? No sé… me adaptaré a las circunstancias. Pensé en Edith. ¿No te gustaría irte conmigo? Podría ser, antes que nos agarre el Apocalipsis. Claro, allá podemos trabajar en lo que sea, dicen que pagan por horas, podríamos juntar y después poner un local, dicen que a los gringos les gustan las latinas. Quise reírme pensando en la cara que pondría Edith cuando se enterara que había terminado convertido en caficho. ¿Qué dices? Deja que saque mi título, quizá pueda enseñar allá. Ojalá.
La luz parecía que no iba a regresar nunca. Desistí de ir a mi cuarto y, después del tercer polvo, decimos dormir.












Perdón, ¿puedes prestarme un lapicero?, escuché que me decía una voz con los mismos aires andinos que los de mi madre. Levanté los ojos: frente a mí estaba una chica ni alta ni baja, rostro blanco y redondo, ojos claros, y cabellos negros hasta la altura de los hombros. Llevaba chompa negra de lana con el pecho abierto, blusa roja y pantalón azul. Es que la mía se ha terminado y todavía necesito hacer unos apuntes, añadió, con la misma voz que yo creí venía de otra persona cuando le vi los ojos y el rostro. Claro, le dije, extendiéndole mi lapicero. No faltaba más. Le miré la mano con que me recibía el lapicero: era pequeña, de dedos delgados y largos que terminaban en unas uñas cortas, maltratadas y sin pintar. ¿Lo estás utilizando?, preguntó, mirando mis hojas. Antes que le dijera algo, preguntó si podía sentarse en mi mesa. Claro, le dije. Fue a traer sus cuadernos. Había estado sentada tres mesas más allá. Ni me había dado cuenta de su presencia a pesar que eran pocos los concurrentes en la biblioteca.
Creo que fue un martes cuando la conocí. Los martes tenía un par de horas libres antes del almuerzo e iba siempre a la Biblioteca Central en busca de esos libros que no existían en la biblioteca de la facultad. Sí, fue un martes, ahora estoy seguro. Un martes de junio, garuaba y hacía frío en la capital. Una semana antes de mi cumpleaños.
Trajo sus cosas, un bolso hecho de manta, y unos cuadernos, las puso junto a las mías y tomó asiento frente a mí moviendo con cuidado la silla como para no interrumpirme. ¿Qué lees?, me preguntó cuando hice un alto y la miré y me encontré con su mirada azul, el mismo azul que aún me miran treinta años después. ¿Qué leía ese día en que nos conocimos? Probablemente los cuentos de Borges. Recién cuando la perdí definitivamente me puse a pensar en ese día de nuestro encuentro. El Aleph, le diría, o quizá Ficciones. ¿Y tú? Estoy tomando apuntes de Los siete ensayos. ¿Lo has leído? Sí, pero en el primer ciclo y ya no lo recuerdo mucho. ¿Qué carrera estás siguiendo? Derecho, dijo, ¿y tú? Literatura. Leerás bastante, supongo. Sí, sino no paso de ciclo. Sonrió. Tenía los labios delgados. Si no fuera por la carnosidad oscura que tenía en el ala derecha de la nariz, su rostro habría sido perfecto. Me imagino que también lees poesía, ¿verdad? Poco, Machado, Albeti, García Lorca. ¿No has leído a Heraud? Ah, sí, ¿quién no ha leído El río?
El bibliotecario anunció que dentro de cinco minutos cerraría porque era hora del almuerzo. ¿Almuerzas en el comedor?, me preguntó la chica, mientras guardaba sus cosas. Sí, le dije. ¿Tú? También. Vamos a hacer cola entonces.
El bibliotecario nos preguntó nuestros nombres para devolvernos nuestros carnets. Harol Gastelú, le dije. Edith Lagos, dijo la chica.

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