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domingo, 2 de enero de 2011

La muerte de Juan de Dios Gastelú (primeras páginas)

Mi padre en Cocachacra, un lugar que le gustaba visitar, igual que mi madre.
Yo siempre le decía a mi padre Escribe tu historia, pero nunca se animó. Papá tenía una vida interesante poblada de fantasmas, jarjachos, condenados, brujas y brujos, familias con taras, la esperanza de la resurrección, una vida digna de una novela. Aquí están las primeras páginas de ese intento. Veremos en qué termina, si sale algo digno de la vida de mi padre.
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Papá está mal. Me pasé toda la mañana en el Almenara sacándole cita, esperando los resultados de unos análisis.
¿Qué tendrá? Tiene los ojos amarillos, la piel amarilla, parece un patito, dijo una enfermera, le pica el cuerpo.
Por el color amarillo de sus ojos y su piel, debe ser el hígado, especulan las enfermeras. ¿Qué comió?
¿Qué comiste?, le pregunto.
Lo mismo de siempre, me dice.
Desde que mamá murió, el viejo come lo que puede, lo que le prepara Mariana, lo que le da Carolina, lo que a veces le da Flora de mala gana. Muchas veces come la comida fría.
Eso debe haberle chocado.
Lloriquea.
Todo saldrá bien, le digo, acariciándole la calva, confía en la ciencia.
Qué fregada es la edad, qué frágil se vuelve uno con los años. Del hombre fuerte que era, solo queda la sombra, un ser asustado, el llanto por cualquier motivo.
El viejo se aburre. Se acaba enero y el calor es insoportable pese a que su cama está a un paso de la ventana que da a la calle. Se aburre sin ver sus películas, sin regar sus plantas.
Está harto de estar conectado al suero sin tener ningún alivio.
¿Por qué no me llevan al otro hospital?, me dice.
Se refiere al Jesús Labrador de Lince, donde estuvo en noviembre cuando tuvo un ligero derrame cerebral. Está harto de compartir su habitación con cinco personas, hombres y mujeres. En el Jesús Labrador tenía un solo compañero, tenía la ducha a un paso.
Te tienen que hacer más análisis, le digo, pegando mi boca a su oído izquierdo porque está sin su audífono.
Viene una enfermera a medirle la presión, a tomarle la temperatura.
Don Juan de Dios es especial, me dice, nunca está contento con nada.
Así es, le digo. Dice que no lo dejan bañarse.
Quiere ducharse a las cuatro de la mañana, me dice la señorita, ¿y si enferma más de lo que está?
Ah, claro, le digo. ¿Puedo ayudarle a bañarse antes de irme?
Sí, me dice la enfermera, le voy a quitar el suero un rato. Su presión está normal, igual su temperatura.
La enfermera le quita el suero, le cubre la vía con espadrapo.
Ahora sí puede bañarse todo lo que quiera, don Juan de Dios, le dice la señorita levantando la voz. Ya sabe que papá no escucha muy bien.
Le doy las gracias.
Ayudo a papá a bajar de su cama y vamos a la ducha.
Se quita la bata. Tiene la piel amarilla. Está lleno de marquitas que se ha hecho de tanto rascarse. En su pecho y en sus brazos tiene las cicatrices que le dejó la explosión del horno cuando trabajaba en una panadería en Pisco. Su espalda se ha curvado tanto que parece una joroba. Sus nalgas parecen dos pelotas pequeñas. Apenas se le nota el pipilí, oscuro, arrugado, cubierto de vellos grises.
Algún día estaré así. Dentro de cuarenta años. Si llego a los ochenta y dos.
Abro el grifo y el chorro de agua fría cubre su cuerpo.
Se jabona. Me pide que le jabone la espalda.
Se queda un buen rato bajo el chorro de agua. Parece un niño.
Lo ayudo a secarse, a cambiarse.
Báñate también, Arolín, me dice.
En la casa, le digo, aunque ganas no me faltan. Este calor es de infierno.
Se afeita, se lava los dientes, los pocos dientes que aún le quedan.
Volvemos a la sala. Se para al lado de la ventana, yo me siento en la silla que hay para las visitas. Me saco los zapatos aprovechando que no hay ninguna enfermera a la vista. Los pies me arden, tengo ampollas. ¿Serán mis riñones?
¿Cuándo iremos a Chincho?, me pregunta.
En julio, le digo.
¿Ya te pagó Vinces?
Todavía.
Deberías denunciarlo.
Eso es lo que voy a hacer, le digo. Si quieres, podemos ir a Pisco cuando te den de alta.
Sonríe. Seguro está recordando lo que nos pasó hace dos años en Palpa cuando fuimos tras las huellas del mítico Prudencio Luján, su bisabuelo o tatarabuelo que llegó de España y se casó con una chinchana.
Mejor vamos a Chincho, me dice.
Como quieras.
Con la plata que te den, podemos mejorar la casa de mi papá, comprar un terrenito en Huanchuy para criar chanchos.
Claro, claro.
Nacho y Diego podrían estudiar en la San Cristóbal de Huamanga, me dice.
Es buena idea.
Podrías reasignarte a Huanta, o a Huamanga. Allá seguro consigues esposa.
Ah, claro, le digo.

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