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sábado, 18 de febrero de 2012

Nocturno del Palais Concert*

Las gentes, mudas, consternadas, pálidas, han seguido llegando. En el salón tiembla un silencio extraño. Hay un perfume de flores y de lágrimas y una angustia infinita. El viejo calló, bebió un sorbo de su champán como para refrescarse la garganta, chupó su cigarro, botó el humo por boca y nariz. La fumarola se elevó formando volutas hasta perderse entre los múltiples focos de la araña que pendía del altísimo cielorraso. El Poeta se volvería a morir si supiera que esta noche el Palais Concert cerrará sus puertas para siempre, dijo, con pesadumbre en la voz y el rostro contrito. Aquí pasó los mejores momentos de su breve existencia. Aún me parece verlo declamando sus versos para deleite de las féminas, tan sibarita él, un dandy, un hombre que vestía con elegancia, con camisa de cuello flotante, con escarpines, que llevaba quevedos con cinta bicolor, que era tan fino en su persona, tan distinguido, hasta pretencioso, el más limeño de todos los limeños a pesar de ser provinciano. Los ojos acuosos del viejo se perdieron en la nada, o quizá en los recuerdos, en el pasado. Tan snob, tan ridículo, decían sus detractores, gente que envidiaba su genialidad. Si hubiera vivido unos años más, habría sido universal como Vallejo. Pero es así, todo lo grandioso es efímero, es un paréntesis ante tanta mediocridad. ¿Dime tú si después de esas noches en que aquí se reunía la crema y nata de la poesía se ha vuelto a repetir algo similar? Nunca. Jamás. Mañana esto lo convertirán en una chingana y la poesía habrá muerto definitivamente. Bebió. Se acomodó los anteojos redondos. La orquesta de señoritas volvió a romper fuegos y las bailarinas levantaron las piernas, movieron las caderas y quebraron sus cinturas en forma sincronizada. ¡Orquesta de señoritas las de los tiempos del Poeta!, dijo el viejo, con desdén. Por algo dicen que todo tiempo pasado fue mejor, maestro. Y así es, muchacho. Allí, donde estás sentado, lo estuvo alguna vez Vallejo, también Eguren y Mariátegui, aparte de Percy Gibson, Gonzáles Prada, entre otras luminarias de la poesía y el pensamiento de este villorrio. En esta mesa se gestó Colónida, dijo, golpeando el mueble con un puño, aquí celebramos la partida de Vallejo al Viejo Continente y lloramos el deceso de Abraham. Esa noche nadie bailó ni brindó consternados por la muerte del Poeta. ¡Ah, si hubieras visto cuántas lágrimas nos costó su prematura ausencia! Hasta sus detractores tuvieron que reconocer que había partido un grande, que la poesía perdía al más preclaro de sus hijos. Tú sonríes, pero tienes una sonrisa de eternidad. Tu frente parece que piensa todavía, y en los surcos prematuros no hay huellas de rencor ni de odio. Una de las chicas de la orquesta de señoritas estaba tan perdidamente enamorada del Poeta que, al enterarse de su muerte, se suicidó a pesar que él la miraba con desdén desde su Olimpo, ese Olimpo que hoy comparte con José Santos Chocano, César Vallejo y José María Eguren. Estaba destinado a morir joven, a no tener descendencia. Su vida era la poesía, su mujer eran las musas. Bebimos. Los innumerables espejos multiplicaban a las chicas que interpretaban melodías vienesas como hace treinta años, cuando el Poeta visitaba este lugar. Mañana todo sería silencio, abandono, oscuridad. Recuerdo que Eguren solía venir e irse a pie hasta Barranco. Cómo llegaría a su casa con tantas copas encima. Llegaba y con la misma se regresaba porque tenía que trabajar. Me imagino que en el trayecto se le quitaría la borrachera, ¿no? ¡Cosas de poetas! Se parecía a Chaplín con su bigotito recortado y sus pasitos de pato. Brindamos. Las chicas seguían levantando las piernas, moviendo las caderas, quebrando sus cinturas. ¿Y Vallejo? ¿Qué recuerda del poeta de Santiago de Chuco? César era el taciturno del grupo. Siempre sufría mal de amores porque las chicas no entendían sus versos. ¿Te imaginas enamorando a alguien con Trilce o con Los Heraldos Negros? El viejo rió. En cambio, con los versos de Abraham y de Eguren las chicas te abrían sus corazones sin pensarlo mucho. Bebió su champán, cerró los ojos como para evocar mejor aquellos tiempos de gloria del Palais Concert. Primero se fue Abraham, en 1919, después César en 1938 y Eguren en 1942. Aunque el que le siguió a Abraham fue Mariátegui en 1930. Todos murieron en la flor de la juventud: Abraham a los treinta y un años, Mariátegui a los treinta y seis años, César a los cuarenta y seis. Eguren sí vivió más, le dobló en años a Abraham. Hasta ahora lo recuerdo declamando con gangosa voz En el pasadizo nebuloso / cual mágico sueño de Estambul / su perfil presenta destelloso / la niña de la lámpara azul o En la ronda rondín / la brisa les bebe / su olor a aserrín. Uno era un dandy y el otro amaba los ocasos, las playas, los castillos, los reyes, las princesas, las niñas. Era producto de una cultura refinada y aristocrática, como el Palais Concert. Yo soy el último sobreviviente del grupo. El guardián de los recuerdos. ¿No es lo lógico que el Palais Concert cierre sus puertas cuando la poesía ya ha muerto? En la blanca sábana hay una mancha de sangre. En el suelo, pétalos de rosas frescas. En los rincones de la sala sombras confusas se funden y sollozos intermitentes parecen salir de pechos impalpables, recitó el viejo. Enterré a mis amigos, ¿quién me enterrará a mí?, ¿se preguntó o me preguntó? Bebió lo que quedaba de su copa, agarró la botella y vertió el champán casi hasta el borde. El resto lo vació en la mía. El último brindis, muchacho. Levantamos nuestras copas, las chocamos. ¡Por el gusto de haber estado aquí! ¡Por la memoria de los Poetas! Bebimos. La orquesta de señoritas se lanzó a ejecutar un ritmo bailable. El viejo suspiró, barrió el salón con la mirada y se puso de pie. Un bailecito para cerrar con broche de oro esta última noche del Palais Concert, dijo. Una mujer, de unos cincuenta y tantos años y algo subida de peso, bajaba por la escalera de mármol. El viejo fue a su encuentro y le tendió la mano. La condujo al centro del salón y empezaron a bailar. Lo hacían con gracia, con brío, con donaire. En los tiempos del Poeta la mujer habría tenido una figurita capaz de inspirarle encendidos versos. O quizá le habría dicho, después de presentarse como Abraham Valdelomar, Conde de Lemos, el Perú es Lima, Lima es el Jirón de La Unión, el Jirón de La Unión es el Palais Concerte, y el Palais Concert soy yo.

*Mención de honor en el concurso de cuentos sobre el Palais Concert

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