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martes, 12 de octubre de 2010

Cumpleaños del abuelo

Mi viejo, modelo del abuelo del protagonista de esta historia que vengo corrigiendo.
Cumpleaños del abuelo Juan. Lo llamamos tempranito para saludarlo y la tía Mariana nos dijo que hace como una hora había salido rumbo a Pisco en compañía de Nacho, Diego y Bere.
–Por lo menos a las once estarán acá –calculó papá–. El viejo se cree el rey de las pistas.
–Hasta que se estrelle…
–Mamá, si lo hubieras visto cuando fuimos a Palpa: corría a doscientos kilómetros por minuto. Nacho y Diego vomitaron hasta las tripas. El Volkswagen parecía un transbordador.
–Ese carrito nunca se va a jubilar.
–Es que es de acero puro –dijo papá–. No como los de ahora que un golpecito y chau, carro.
“¡Feliz cumpleaños, abuelo Juan!”, escribimos en un papelógrafo que colgamos en la entrada de la casa. El abuelo se estaba recuperando rápidamente de una operación a la vesícula. Esperaba vivir hasta los cien años, por lo menos. Cuando era niño, nos contaba siempre, vio en sus sueños un anciano de larga barba blanca. Hasta esa edad vivirás, le dijo su mamá cuando le contó su sueño. Y así parecía que iba a ser.
A mamá le di un ramo de rosas por su día.
–¿Y qué le vas a regalar a tu amiguita, mmm? –preguntó con cierta ironía.
–Nada –mentí. Es que me daba roche reconocer que sentía algo por Marina, decirle le voy a regalar un disco con canciones. ¿Piensas conquistarla con canciones?, iba a decir ella. No te equivocas, a las chicas les gustan las canciones, y si son canciones bonitas, como las que te gustan a ti, mucho mejor–. ¿Por?
–También es mujer, ¿no? ¿O crees que es una merluza?
¡Plop!
–Un día dijo que era del mar.
–¿Y tú le creíste?
–Sí.
–Qué tonto eres, Harold, no pareces mi hijo.
Mamá se mató de la risa. Yo también.
–A las chicas nos gusta que los chicos sean detallistas, que se acuerden de los momentos especiales.
–Ni que fuera su enamorado.
–Si eres indiferente, nunca la vas a conquistar, Harold. Así que ponte las pilas, y ya.
–¿Total, quieres que tenga chica o no?
–Yo decía nomás. Allá tú si me haces caso o no. Después no te quejes.
Salí a la misma hora de siempre. Marina venía a media cuadra. Me sonrió, agitó las manos. Correr, abrazarla, decirle feliz día, amor. ¿Algún día sería posible eso? Marina, estoy enamorado de ti, ¿quieres ser mi enamorada? Voy a pensarlo, ¿sí? La esperé sintiendo que mi corazón latía como nunca toctoctoctoc. ¿Y si me decía no te molestes, no necesito ningún regalo?
–Hola, Harold –tenía una amplia sonrisa dibujada en el rostro.
–Hola, Marina –nos dimos un beso en las mejillas–. Para ti, por tu día.
–¡Oh, gracias! –dijo, y se puso colorada.
–De nada. Espero que te gusten mis canciones.
–Claro que me gustarán –dijo–. ¿Y ya llegó tu abuelito?
–Antes del mediodía estará acá. Salió a las cinco de la mañana en su escarabajo.
Marina rió.
–Qué loco –Marina rió.
–Eso mismo dice mi mamá. Pero el abuelo maneja bien. Y mis primos también saben manejar. Así que, si el abuelo Juan se cansa, ellos tomarán la posta.
–Ah, claro. ¿Y qué le regalaste a tu mamá, mmm?
–Un ramo de rosas.
–¡Oh, qué romántico!
Me puse colorado.
–¡Oh, qué roche!
Nos matamos de la risa.
Llegamos al colegio. En la entrada habían colgado una gigantografía saludando a la mujer valdelomarina por su día. Durante la formación, el director recordó a María Parado de Bellido, Micaela Bastidas, Clorinda Matto de Turner y tantas otras ilustres peruanas que habían luchado en todos los campos para legarnos una patria mejor.
En comunicación, el profesor nos hizo escribir un poema a la mujer.
–Piensen en sus madres, en sus abuelas, en sus hermanas.
–¿También podemos pensar en la chica que nos gusta? –preguntó Toño.
–Claro –dijo el profesor–. No hay nada más maravilloso que el amor.
–Toño piensa en Claudia –dijo alguien.
Risas.
¿Qué diría Marina si escribía un poema con su nombre? Seguro le iba a dar roche, hasta se iba a molestar conmigo.
–¿Qué te parece mi poema, Harold? –me preguntó–. Está dedicado a mi mamá.
Su poema hablaba de una mujer que iba a todas partes llevando a su hija pequeña. Ambas compartían un plato de comida, un pan en los momentos duros de la vida, o un día de playa y un pollo a la brasa cuando las cosas iban mejor.
–¿Es tu historia, Marina?
–Sí… –los ojos se le aguaron. Sus ojitos color mar que ahora sí estaban tristes. Tuve ganas de abrazarla, de decirle no vayas a llorar porque te vas a ver fea con lágrimas en los ojos y yo no quiero verte fea, quiero verte siempre con una sonrisa en los labios, con esos hoyitos en tus mejillas–. Con mi mamá somos bien amigas. Nos queremos bastante.
–Me parece bien eso.
–¿Y tu poema?
–No sé qué escribir…
–¿No que escribías poemas?
–Sí, pero…
–Piensa en la chica que te gusta…
–Justo por pensar en ella es que no me sale nada. De repente no le gusta mi poema…
–Lo que no le va a gustar es que le entregues una hoja en blanco.
Nos reímos.
El profesor Palomino la felicitó por su poema.
En el recreo, los cuatro hablamos de poetas. A Marina le gustaba Alfonsina Storni, había llegado a ella gracias a la canción Alfonsina y el mar. Tenías que ser del mar, pues. Ajá. A mí me gustaba Miguel Hernández, el poeta que había sido cabrero. Lucho Hernández, el que escribía sus versos en cuadernos de colegio con lápices de colores, era el ídolo de Pamela. Agustín admiraba a Pablo Neruda.
Llamé a la casa para preguntar si ya habían llegado mi abuelo y mis primos. Hace media hora, me dijo mamá. Se han ido todos a la playa.
–Los de Lima vienen y de frente se van a la playa –dijo Agustín.
–Es que allá la playa es un lujo –dijo Marina–. Para ir a bañarme al mar tengo que salir tempranito como si me viniera a Pisco.
–Lo peor es que vas, te das un chapuzón, y con la misma te regresas.
Risas.
–El fin de semana nos bañaremos después de vender, ¿no, chicas?
–Yo me regreso al toque porque tengo que ir con mi mamá donde una tía –dijo Pamela.
–Ya pues, Pamela, no seas aguafiestas.
–De verdad.
Pamela se puso colorada. Agustín siempre había estado enamorado de ella, pero no tenía cuándo declarársele. Estaba peor que yo.
–¿Son enamorados? –me preguntó Marina camino a nuestras casas.
–No.
–Pero siempre andan juntos.
Nosotros también estamos empezando a andar juntos, tuve ganas de decirle, pero no lo hice por temor a que después prescindiera de mi compañía.
–Agustín siempre ha estado enamorada de Pamela –le dije.
–Pero parece que es tímido.
–Mmm. Como yo…
–¿Qué dijiste?
–Nada, nada. Que está bonito el día…
–Ah, bueno.
Silencio. Nuestros pasos sobre la vereda. Declararme. Decirle te amo, Marina. Apenas tres segundos. Primero tenemos que conocernos un poco más, Harold, me diría.
–¿En qué piensas, Harold?
–¿Ah?
–Que en qué piensas.
–En mi abuelo… ¿Y tú?
–En las gelatinas… ¿De qué sabor se venderán más?
–Habrá que hacer una encuesta entre los playeros.
Nos reímos.
–¿No me crees?
–Cómo no te voy a creer.
–Si vendemos cincuenta vasitos, tendremos veinticinco soles.
–Con este calor, hasta el doble podemos vender. O el triple.
–En un mes podemos sacar para el viaje de promo y, ¡hola, Machu Picchu!
–Ojalá que podamos hacer realidad el viaje.
–Sería bonito.
–Mmm.
Allá venían mis primos Nacho y Diego, alegres como siempre. Hola, primo; hola, primo. Una amiga de Chosica. Un gusto. ¿Cómo están las cosas por allá? Está lloviendo fuerte. ¿Es cierto que cayó huayco en Pedregal? Sí.
En la puerta de mi casa nos despedimos. Buen día, chicos. Nos vemos mañana, Harold. Chau, Marina, te cuidas. Tú también.
–¿Es tu enamorada?
–No, ¿por?
–Porque se nota que los dos están más enamorados que una flor de la primavera.
Puse mi cara de ¿en serio? En serio, Harold. ¿Qué hacer? Estoy enamorado de ti, Marina, ¿quieres ser mi chica? Lo voy a pensar, ¿sí? ¿Qué pensará cuando escuche mis canciones?
–Sí, estoy enamorado de ella, pero no sé cómo declararme…
–Acá es fácil –dijo Nacho, quien ya tenía experiencia en las lides del amor–. Invítala al Muelle, dile Marina, me gustaría ser un pescador y tú una sirena para atraparte en mis redes.
Nos reímos.
–¿Y tú crees que si le digo eso me va a aceptar? Se va a reír de mí. Marina es una chica inteligente.
–Estás en un problemón entonces –dijo Diego–. Ella va a analizar los pro y los contra de estar contigo.
–Y saldré perdiendo.
–Por monse.
Más risas.
–Yo creo que sí te va a aceptar –dijo Diego–. Se nota que también te quiere.
–Ojalá.
–Ya verás que sí, Harold.
El abuelo Juan estuvo súper contento con la corbata que le regalé. En la tarde fuimos a la playa y en la noche fuimos al Norky’s donde le celebramos su cumpleaños con pollo y torta. ¿Cuándo vamos a la Huacachina? Podemos ir el sábado temprano y volvemos el domingo en la tarde. Tengo que vender gelatina en la playa para la promo, dije. Pero puedes hacerlo el otro fin de semana, ¿no? Ah, claro. Mis primos me miraron, mamá me miró. Me puse colorado. ¿Y ahora qué dirá Marina? Come, Harold, está rico el pollo a la brasa. Hasta el apetito se me fue de la desazón.
Fuimos a pasear a la Plaza de Armas.
¡Oh, sorpresa!: Marina y su mamá estaban allí. Vamos a saludar a la colega Verónica. El corazón me empezó a latir de prisa, me puse colorado. Vi que Marina se ponía colorada también. Buenas noches, colega, ¿paseando? Así es. Mi papá. Papá, una colega. Un gusto, señora. El gusto es mío, señor. Harold y Marina están en el mismo salón. Oh, qué bien. Mucho gusto, señor. Hola, niña. Menos mal que ni a Marina ni a su mamá se les ocurrió decir que nos habíamos conocido en la playa. Ese era nuestro secreto. Mi prima Berenice, la que está en tu colegio. A ti te conocía de vista. A ti también. Marina y Bere se pusieron a hablar del Josefa. ¿Te está enseñando miss Janeth, el profe Lobo? Sí. Los saludas de parte de Marina del Mar, les dices que estoy cerca del mar. Risas. ¿Conoces a alguna del 5° A? A Pierina. Me la saludas y le dices que salude a mis amigas. Ok.
–¿Hiciste las tareas, Harold? –me preguntó Marina.
–Sí. ¿Y tú?
–También –dijo ella. Y en voz baja, añadió–: Lo hice escuchando canciones… para entender mejor…
¿Qué significaba eso? ¿Que se pasó la tarde escuchando mis canciones? ¿Decirle el fin de semana no los voy a poder acompañar a vender gelatina en la playa? Mejor no, se iba a poner triste. Mañana le diría.
Nos despedimos. Nosotras todavía vamos a estar un rato más, dijo la mamá de Marina. ¿Y si les decía para quedarme acompañándolas? Mamá se iba a dar cuenta que estaba enamorado. No me quitaba los ojos de encima.
Regresamos a la casa y vimos una película de John Wayne con el abuelo. A él le gustaban las películas del Viejo Oeste.

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