Estábamos hablando sobre el arte rupestre, sobre las
pinturas halladas en las cuevas de Tito Bustillo y Lascaux, sobre mi visita a
la península Cantábrica para escribir un ensayo sobre los orígenes de la
pintura, cuando empezó a llover. Faltaban pocos minutos para las tres. Pensé
que iba a ser una llovizna como la de los últimos días pero me equivoqué. A
cada minuto que pasaba, la intensidad iba en aumento. El patio se convirtió en
una piscina.
Está lloviendo como en Macondo, dijo una de las
chicas. Minutos después diría que estaba lloviendo como en el diluvio
universal. Recordé la historia de Noé que me contaba mi padre, Biblia en mano,
en los lejanos días de mi infancia.
Si sigue lloviendo así, va a caer un huaico, dijo otra
de las chicas.
El cielo se había oscurecido. Empezaron a retumbar los
relámpagos y rayos. Las alarmas de emergencia se activaron y nos pidieron que
subiéramos al último piso para ponernos a salvo ante una posible inundación.
La intensidad de la lluvia había crecido tanto que
parecía que los bomberos nos estaban echando agua para apagar un incendio.
Las chicas fueron presas del pánico, de la
desesperación. Algunas se desmayaron, otras lloraban incontrolablemente.
Un estruendo terrible se escuchó por los alrededores.
Un hongo oscuro y siniestro se elevó hacia las alturas. Parecía que la
Coalición estaba bombardeando Raqqa.
Huaico, dijo una chica. Es el fin del mundo, dijo
otra.
Parecía. Parecía que en el cielo se estaba librando la
batalla del Juicio Final entre las huestes de Satanás y los Ángeles. El cielo
estaba más negro que nunca, los rayos, truenos y relámpagos reventaban cada vez
más seguido. Y seguía lloviendo.
Este es mi fin, pensé. Estaba empapado de pies a
cabeza. Había perdido mis lentes y no veía más allá de mis narices. No había
señal para comunicarme con los míos. Yo había venido a Chosica en busca de sol
después de soportar más de diez años los crudos inviernos limeños. ¿Querías
sol?, me reproché. Pues aquí tienes sol.
A las cinco y minutos, cuando la lluvia amainó, al fin
pudimos salir. Afuera el paisaje era desolador: piedras, lodo por doquier. Las
casas destruidas, los cadáveres flotando, los sobrevivientes cubiertos por
capas de barro como esculturas de terracota.
Me trepé al primer helicóptero de rescate para ser
evacuado. Mientras me alejaba del lugar del desastre, juré que el otro año
estaría lo más lejos posible de Chosica.
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