Parecía que iba a ser una lluvia más de esas a las
cuales estamos acostumbrados los que vivimos por la zona, pero no, la lluvia
seguía cayendo imparable. Una hora, dos, tres horas. El cielo se oscureció más
de lo que estaba ya. Empezaron a retumbar los truenos. Los chicos fueron
evacuados a sus hogares ni bien la lluvia amainó.
Yo también partí a mi casa donde me esperaba la
familia preocupada pues las noticias que empezaban a propalar los medios de
comunicación y redes sociales eran alarmantes. Pero fue imposible encontrar
algún vehiculo porque el lodo y las piedras hacían imposible el paso de
cualquier transporte.
Caminé y caminé. La ciudad se sumió en las tinieblas
pues habían cortado el fluido eléctrico.
Ríos de lodo se deslizaban de los cerros. Me hundí en
el fango hasta el cuello, perdí mis lentes. Pero no era el único, cientos de
personas, en mis mismas condiciones, iban por las orillas de la carretera en
ambos sentidos. Dicen que la desgracia hermana. Y es cierto porque empecé a
caminar con una desconocida que seguía mi misma ruta.
Varias horas después, ya con la ropa y los zapatos
estropeados, llegamos a la ciudad. Cuando íbamos a cruzar el parque, nos
detuvimos al ver un corro de personas y escuchar una voz estentórea. Era un
tipo con los cabellos largos y la barba crecida que predicaba, Biblia en mano,
la llegada de un nuevo diluvio universal. Estaba empapado de pies a cabeza como
nosotros, se parecía a esos muñecos de barro que mis hermanas y yo hacíamos de
arcilla en nuestra infancia. Pedía que la gente se arrepintiera de sus pecados,
que dejaran de fornicar, fingir y mentir, pero los espectadores solo se
sonreían. Los dejamos allí pues la lluvia había empezado a caer de nuevo y en
casa nos esperaban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario