Un viernes 22 de julio del 2005, a las 4:30 p.m. –más o menos-, mamá dejó de existir. Fue la mujer a la que más he amado en la vida, a la que amaré hasta el mismo día en que me toque partir y sé que lo haré con su nombre en mis labios.
Fue una mujer buena a cuya vida convirtieron en infierno sus hijos: el que se casó a la loca cuando ni siquiera tenía dónde caerse muerto, y tampoco lo tiene ahora, la que se metía en la vida de todos como si ella fuera un gendarme y la que le guardaba rencor dizque porque nunca le dio amor. ¿Nunca le dio o nunca dejó que le dieran amor? Toda esa tragedia familiar está plasmada en Cadena perpetua, La agonía de Juan de Dios y, más desencarnado aún, en El cazador nocturno, novela que llevo escribiendo hace un par de años. Todas estas novelas están escritas con el odio que es capaz de sentir alguien hacia las personas que le hicieron daño a la persona que más amaba.
Mamá era la que más me alentaba a la hora de escribir. ¿Tantas hojas rompes?, me decía. Antes yo escribía a máquina, una vieja máquina que perteneció a mi padre y que mi hermano dejó tirado en algún lugar. Así hace Vargas Llosa, le decía yo y ella sonreía. Ella tuvo la suerte de ver una vez a Vargas Llosa durante la campaña electoral de 1990. Siempre me deseaba suerte en los concursos, hasta me ponía un ramito de ruda en los bolsillos cuando iba a dejar mis escritos, pero nunca ganaba, hasta que la chunté con el Premio Horacio 2004 en cuento. Fue el único premio que compartimos pues falleció al año siguiente. En siete años he ganado un montón de premios, no solo en Lima sino también en Trujillo y Huancayo, hasta en España, pero no he vuelto a sentir la alegría que experimenté al ganar ese premio compartido por toda la familia. La única alegría que siento, cada vez que gano un premio, es el de restregárselo a mis herman@s como diciéndoles vean lo inútiles que son ustedes, que han sido ustedes. Siempre recuerdo el orgullo que sentía de decirles, a las pocas amigas que tenía, que su hijo era escritor, que su hijo se dedicaba a leer. Mi hijo vale oro, decía. Yo no sé si con razón o solo por su amor de madre.
Su muerte fue el golpe más intenso que he sentido hasta ahora. Su muerte anuló todos los dolores anteriores y posteriores. Incluso la muerte de mi padre, unos años después, no me dolió tanto. Me quedó un hueco en el corazón que hoy, siete años después, el amor va llenando a cuentagotas.
En siete años han pasado un montón de cosas en mi vida: dejé el 7080, también el Inei 46 y ahora estoy trabajando en Chosica. No me ha importado dejar amistades, ¿qué es una amistad ante la pérdida de una madre? Casi nada. He publicado un par de novelas, un libro de cuentos –este sí lo llegó a ver mi madre-, estoy en tres antologías, una española, y en un estudio sobre la literatura de Huancavelica.
Siete años después, allí sigue colgado el último pantalón que me planchó para irme elegante a trabajar.
Extraño su voz, mirarla, mirar sus ojos, extraño sus comidas, su ají de gallina en cada cumpleaños mío. Si pudiera, daría mi vida para abrazarla y decirle “mamá, te amo”.
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