–¡Feliz cumpleaños, Luz!
–Gracias, Luna.
Su voz sonaba distinta por el celular. ¿Qué estaría haciendo? Eran las siete de la mañana. Quizá estaba en su taller, pintando. O quizá todavía estaría en su camita, soñando despierta. ¿Habría salido a correr? De repente estaba de regreso y acababa de salir de la ducha. La había espiado todas las mañanas para verla pasar por la playa y admirarla en secreto.
–Perdona por llamarte tan temprano…
–No te preocupes…
–¿Aún estás en tu cama?
–Hoy sí. Es que es mi cumple…
–Ah, claro, siempre es bueno complacerse.
¿Complacerse? ¿Complacerse = masturbarse?
–¿Cuándo vienes para que veas el avance de tu retrato?
Ahora mismo, le diría. Me pondría unas alas de gaviota y saldría volando para el Malecón.
–Más tarde…
–Me imagino que hoy estarás súper ocupada con lo de tu cumple.
–No, claro que no. Apenas me harán un almuerzo –me empecé a acariciar el Secreto imaginando que era ella quien me lo acariciaba con sus manos ásperas–. ¿A qué hora te puedo visitar?
–A la hora que quieras, ya sabes que nunca salgo.
–¿A las ocho está bien?
–¿De la mañana o de la noche?
–De la noche –me unté los dedos con saliva.
–Perfecta esa hora. Para tomarnos un pisquito por tu cumple.
–Claro. Gracias.
–Bueno, te dejo. Que pases un lindo día.
–Gracias –aceleré el movimiento de mis dedos–. Tú, igual.
–Un beso.
–Otro para ti.
Cortó. Casi salto de alegría: Luna me había llamado. Al menos pensaba en mí: se había acordado que hoy cumplía años. Me seguí acariciando, pensándola, respirando su olor con la imaginación.
Volvió a sonar mi celu. Era María.
–¡Feliz cumpleaños, querida!
–Gracias.
–Uy, parece que estás contenta.
–Ajá.
–¿Acaso te han regalado una muñeca inflable?
–Casi –me clítoris estaba durito–. Quiero pedirte un favor…
–¿Cuál?
–Esta noche voy a salir…
–¿Estás choteándonos, huevona?
–Es que me voy a encontrar con alguien especial.
–Putamadre, ¿y nosotras qué somos, ah, la caca del perro?
–Contigo puedo salir todas las veces que quiera.
–¿Y Bárbara Patricia y Almendrita?
–¿Me podrán esperar un par de horas?
–¿Y si no vienes?
–Me disculparán.
–Putamadre, ¿vas a ir a cachar?
–Eso no lo sé… No creo.
–¿Dónde es tu plan?
–En un lugar secreto.
–¡Mierda!
–A mis viejos les voy a decir que voy a salir contigo y unas amigas. Lo mismo le dices a tu mamá por si mi vieja la llama.
–Bueno. Pero me debes una.
–Ya te la pagaré.
–¡Putamadre!
–Sorry.
–Bueno, qué chucha. Que la pases bien.
–Gracias.
Colgué.
Salí de mi cama y me metí al cuarto del baño. Me contemplé en el espejo: era la misma de anoche: las mismas tetas, el mismo vientre, el mismo pubis cubierto por pelos marrón oscuros. Ningún cambio visible, pero ya tenía diecisiete años. ¡Y Luna me había llamado!
–¡¡Luuuuuuuuzzzzzz, te llama la nona!!
Corrí al teléfono poniéndome la ropa en el camino.
–Ciao, nonna.
–Ciao, mía cara. Buon cumpleanno!
–Grazie, nonna.
–Ho inviato il tuo dono. Siamo arrivati Chaclacayo sicuro.
–Assicurazione nonna. Grazie.
–E ti amavo?
–C’è un ragazzo che mi piace…
–Qual è il tuo nome?
–Miguel Luna…
–Quanti anni hai?
–Venti.
–E hai detto?
–Eppure. Basta supere che siamo.
–Spero che faccio presto.
–Anche io.
–Devo passare con tua madre?
–Ma la nonna. Ci vediamo piò tardi.
–Chau, figlia. Buon divertimento.
–Grazie, nonna.
Llamé a mi mamá y le di el teléfono.
Papá y la Francesca me felicitaron y me entregaron mis regalos.
–¿Qué te parece si por tu cumple vamos a almorzar al Malecón? –propuso papá–. Oriana no está y hoy estoy sin ánimos de entrar a la cocina.
–Vamos. Hace tiempo que no comemos en la calle.
–Irán solos porque yo no puedo arriesgarme a recibir mucho sol –dijo mamá.
–Te pones sombrero pues, mamá, y llevas paraguas.
–Mejor me traen mi comida.
–¿O cenamos afuera? –dijo papá–. Para estar toda la familia completa.
–Voy a salir con María en la noche –dije.
–¿A dónde? –preguntó mamá.
–Al Malecón nomás –dije.
–¿Puedo ir? –preguntó la Francesca.
–Cosa de adultos –dijo papá.
–Las van a confundir con las puttanas –dijo mamá.
La miré. Miré su cara untada con crema como un pan con mantequilla. Fácil y la confundían con la Laura Bozzo. ¿Así sería yo dentro de cuarenta años? Guag, era para matarse. Y ni siquiera era dulce, buena. Parecía una bruja. ¿Cómo pudo enamorarse papá de una mujer tan fea, encima vieja?
La odié.
–Quizá encuentren su primera chamba –dijo papá.
Mamá ni se rió. Ojalá se te haga mierda la cara, deseé, y nunca vuelvas a salir a la calle.
Fuimos al comedor.
–Primero, vamos a cantarle el sapo verde a Luz –dijo papá–. A la voz de tres…
–¿Traigo tu guitarra y mi flauta, papá? –lo interrumpió la Francesca.
–Claro, Frances.
La Francesca se fue corriendo.
–¿Qué se siente cumplir diecisiete años, princesa? –me preguntó papá.
–Creo… –mamá abrió la boca.
–Dije princesa, no la abuela de la princesa –le dijo papá.
Mamá miró con rabia a papá. Uy, esta noche tampoco cacharán, pensé.
–Ya quiero tener dieciocho –dije.
–Caramba, princesa, vive intensamente tus diecisiete –me dijo papá–, que el tiempo pasa y no vuelve más.
–Te está dando permiso para que tires –me dijo mamá.
–Últimamente estás pensando en la putería –le dijo papá.
–Parece que por fin quiere hacer algo en la vida –dije.
La vieja se paró, ahorita me da como regalo una cachetada, pensé, pero justo llegó la Francesca.
–A la voz de tres, empieza la fiesta –dijo papá, después de comprobar la afinación de su guitarra–. Uno, dos, ¡tres!
El comedor se llenó de música con la guitarra de papá y la flauta de la Francesca cantándome Cumpleaños feliz y después Las mañanitas. Papá tenía una voz de tenor afónico. La única que no abrió la boca fue mamá, ¿por temor a que se le descuelgue la cara?
–¿Nos regalas unas palabras por tu cumpleaños, Luz?
–Pero que sea breve –dijo mamá.
–Es su cumpleaños y puede hablar una hora si quiere –dijo la Francesca.
–Sabias palabras –le dijo papá, acariciándole la rubia cabellera.
–¿Puedo postergar mi elocución para la hora del almuerzo? –dije.
–Claro –dijo papá–. Es tu cumpleaños y puedes hacer lo que quieras.
Mañana tampoco mamá le abrirá las piernas, pensé.
–¿A qué hora regresarás?
–Ay, mujer, deja que la chica se divierta –dijo papá.
–Espero que tú te diviertas cuando venga con la panza inflada –dijo mamá.
Me reí: ¿yo con panza? De Luna.
–No te preocupes, mamá, que en el colegio me enseñaron a usar los métodos anticonceptivos. Todavía no pienso hacerte abuela.
–¿Qué es eso? –preguntó la Francesca.
–Son pastillas para que no te den dolores de cabeza, hijita –le dijo mamá–. ¡Ay, si las hubiera tomado durante mi luna de miel!
Cada día está más loca, pensé.
–¿Podemos ir de excursión, papá? –propuso la Francesca.
–Claro, para darle un buen regalo a Luz.
–Vamos de una vez –dije–, que acá me asfixio.
Terminamos el desayuno, metimos una botella de agua, varios panes y algunas manzanas en una mochilla y salimos de excursión.
Escalar los farallones nos tomó su tiempo por lo empinado que son.
–¡Wao, qué paja! –exclamamos, ya en la cima, contemplando el inmenso mar azul, el límpido cielo al alcance de las manos, la Isla convertida en un bloque gris.
Busqué la casita de Luna. ¿Qué estaría haciendo? ¿Me escucharía si la llamaba?: ¡¡¡¡¡¡¡¡¡Luuuuuuuuuuuunaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!!!!!!
–¿Quién hizo todo esto, pá? –preguntó la Francesca.
–Dios –dije–. ¿Quién más?
–¿Y los peces?
–También.
–¿Cierto, pá?
–Sí –dijo papá–. Quién más podría hacer tanta maravilla.
¿Quién hizo a Luna? ¿Quién llenó de amor nuestros corazones? ¿Quién la puso en mi camino?
Estuvimos por un buen rato contemplando el mundo desde la cima de los farallones. Más allá, unos chicos se arrojaban en parapente.
–Deberíamos de saltar también –dije.
–Si quieres, salta tú.
–No es tan peligroso.
–Mejor no me arriesgo. No quiero que se queden huérfanas.
–¡Qué miedoso eres, pá! –le dijo la Francesca.
–Precavido, tesoro, precavido –dijo, abrazándonos y besándonos–. ¿Bajamos para darnos un chapuzón?
–Espérenme, voy a hacer pis –dijo la Francesca–. No me miren.
Papá rió.
–A las dos las he visto desde que eran unos renacuajos –dijo.
–Pero ahora ya estamos grandes, pá.
–Bueno.
Papá se sentó de cara al mar. La Francesca se bajó el short y el calzón y se puso de cuclillas. Su chuchita se abrió como una rosa y el líquido ambarino brotó con la fuerza con la que brota el agua de la manguera de los bomberos.
–¿Qué tanto me miras la vagina, Luz?
Sentí que las orejas me empezaban a arder.
–La Frances está orinando bien amarillo –dije, sintiendo que mis orejas se derretían–. De repente también tiene cálculos.
–Es muy chica para tener cálculos –dijo papá–. ¿Estás tomando bastante agua, tesoro?
–Sí, pá.
–Debe ser por el esfuerzo nomás. ¿Bajamos?
Empezamos el descenso. El mar a nuestros pies, la playa, la arena. Quizá un día le podría decir a Luna para escalar los farallones. Se maravillaría de la vista que se consigue desde lo alto.
La playa. Nos metimos al agua y nos pusimos a jugar como cuando éramos más chicas. Lástima que mamá no estuviera aquí. Entre más vieja más jodida se había vuelto. Si seguía con el mismo cuento, algún día papá la traicionaría y se buscaría otra chica. ¿Seguirían tirando todas las noches como antes?
–¿Vamos a la Isla?
–Vamos pues.
–¿Si me ahogo? –dijo la Francesca.
–Nosotros te vamos a cuidar, no te preocupes. Luz va delante, tú en el medio y yo detrás, ¿de acuerdo?
–Ya, pá.
Empezamos a nadar en dirección a la Isla, esa mole de roca que tapaba el sol cada atardecer.
Pensé en Galia, en Ivoncita. Le había mandado una solicitud de amistad a Ivoncita pero no me había aceptado. Quizá se había reconciliado con Galia y no quería saber nada de mí. Quizá le había contado que con ella también había hecho el amor. Dirían Luz es una perra. Ojalá que un día volviera a Puerto Viejo para nadar a la Isla y tirarnos un buen polvo.
–¿Cansada? –le preguntamos a la Francesca, haciendo un alto.
–No.
–Nos avisas si te cansas.
–Ya.
Continuamos nadando.
¿Qué podría pasar con Luna en la noche? Tampoco tenía que hacerme muchas ilusiones, de repente era bien mujercita y solo quería ser mi amiga. Solo siente un interés artístico por ti, Luz, me dije, sonriéndome. ¿Qué más podía sentir por una chica que no era nada? Yo no era nadie a su lado. Una chica más del verano. Si era lesbiana, buscaría a una de su edad, o a una de sus alumnas que con el tiempo sería profesional como ella. Yo a su lado era una simple ama de casa. Yo tenía que conformarme con alguien como Oriana, Galia o Ivoncita.
Y recién tenía diecisiete años. Me faltaba uno para ser mayor, cinco o seis para ser profesional. ¡Putamadre! Este año tenía que ingresar como sea a cualquier universidad, aunque sea a la más pelada. Podía postular a una de esas carreras que todos desprecian porque no hay futuro en ella, ejemplo educación, y después cambiarme a otra facultad, hasta a otra universidad, como hacía todo el mundo. Sin un título, no era nadie. Hasta las putillas del Malecón eran universitarias. ¿Y yo? Ni eso.
–Ya me cansé –dijo la Francesca.
–Apliquemos el plan de emergencia.
Nos pusimos a sus costados para que se sostuviera en nuestras cinturas y seguimos avanzando. Isla de mierda, parecía cerquita y estaba lejos. Fue una locura lo que hice con Ivoncita esa noche, pudimos ahogarnos. Seguro por el alcohol nos hicimos las machitas. Aunque no era la primera vez que nadaba hacia ella, claro que sola era más fácil.
–¡Un último esfuerzo, chicas!
–Ya.
Seguimos nadando. Una brazada, un pataleo, otra brazada, otro pataleo.
Y llegamos.
–Parecemos Cristóbal Colón llegando a América.
–Ajá.
Nos quedamos sobre la arena, tirados, extenuados, tragando aire como las ballenas varadas.
–Creo que aquí nos quedaremos hasta mañana –dijo papá, con la respiración aún acezante.
–No querrás que pase aquí mi cumpleaños, ¿no?
–¿No quieres tener un cumpleaños ecológico, princesa?
–Me cago en la ecología. Yo quiero bailar esta noche.
Nos reímos.
Recorrimos la Isla. Estaba cubierta por una capa de excremento de las aves guaneras que le daban un color blanco gris como un paisaje lunar. El suelo era de mierda y plumas. Había lobos marinos que retozaban a sus anchas.
–¿Por qué no construimos una casa acá, pá? –dijo la Francesca.
–Sería bacán vivir alejados de la civilización –dije, pensando en Luna: ella y yo solitas sin que nadie nos joda.
–Claro que sería bacán –dijo papá–. Pero no somos millonarios como para darnos ese lujo.
–Pero si esto no tiene dueño.
–¿De dónde sacamos agua dulce para beber, comida para alimentarnos?
–Podemos comer pescado todos los días y beber el agua de la lluvia –dije.
–Tú creo que has leído mucho Robinson Crusoe, hija –dijo papá.
–Pero sería bacán, ¿no crees?
–Claro que sí, pero ya estoy viejo para tener esos sueños. Eso lo dejo para ustedes.
–Eres un aguafiestas, pá.
–Soy realista, hija.
Llegamos al extremo de la Isla. Cruzando un canal de aguas bravas como las que atravesaban la Boca del Diablo, estaba el otro bloque. Allí, hace años, había existido una colonia penal para presos políticos. Durante la guerra interna, cientos de ellos fueron masacrados por la Marina de Guerra cuando se sublevaron, entre ellos Jovaldo, el poeta rebelde cuyo fantasma, dicen, escribe versos en la arena para que las lean los pescadores.
–¿Cierto que hay fantasmas, pá?
–Eso sí no lo sé, hija.
–¿Y Jovaldo?
–No he visto sus poemas escritas en la arena, así que nada puedo decir.
–¿Existen los fantasmas, pá?
–Tu bisabuelo cargó uno, Frances.
–¿Sí?
–Sí.
–A ver, cuéntanos, pá.
Papá nos contó la historia del fantasma que el bisabuelo Ignacio ayudó a cruzar el río, allá en su pueblo.
–Qué valiente era el bisabuelo.
–Mmm. ¿Regresamos?
–Mejor esperemos una lancha para que nos lleve de regreso a la playa.
Eso hicimos.
–Gracias, Luna.
Su voz sonaba distinta por el celular. ¿Qué estaría haciendo? Eran las siete de la mañana. Quizá estaba en su taller, pintando. O quizá todavía estaría en su camita, soñando despierta. ¿Habría salido a correr? De repente estaba de regreso y acababa de salir de la ducha. La había espiado todas las mañanas para verla pasar por la playa y admirarla en secreto.
–Perdona por llamarte tan temprano…
–No te preocupes…
–¿Aún estás en tu cama?
–Hoy sí. Es que es mi cumple…
–Ah, claro, siempre es bueno complacerse.
¿Complacerse? ¿Complacerse = masturbarse?
–¿Cuándo vienes para que veas el avance de tu retrato?
Ahora mismo, le diría. Me pondría unas alas de gaviota y saldría volando para el Malecón.
–Más tarde…
–Me imagino que hoy estarás súper ocupada con lo de tu cumple.
–No, claro que no. Apenas me harán un almuerzo –me empecé a acariciar el Secreto imaginando que era ella quien me lo acariciaba con sus manos ásperas–. ¿A qué hora te puedo visitar?
–A la hora que quieras, ya sabes que nunca salgo.
–¿A las ocho está bien?
–¿De la mañana o de la noche?
–De la noche –me unté los dedos con saliva.
–Perfecta esa hora. Para tomarnos un pisquito por tu cumple.
–Claro. Gracias.
–Bueno, te dejo. Que pases un lindo día.
–Gracias –aceleré el movimiento de mis dedos–. Tú, igual.
–Un beso.
–Otro para ti.
Cortó. Casi salto de alegría: Luna me había llamado. Al menos pensaba en mí: se había acordado que hoy cumplía años. Me seguí acariciando, pensándola, respirando su olor con la imaginación.
Volvió a sonar mi celu. Era María.
–¡Feliz cumpleaños, querida!
–Gracias.
–Uy, parece que estás contenta.
–Ajá.
–¿Acaso te han regalado una muñeca inflable?
–Casi –me clítoris estaba durito–. Quiero pedirte un favor…
–¿Cuál?
–Esta noche voy a salir…
–¿Estás choteándonos, huevona?
–Es que me voy a encontrar con alguien especial.
–Putamadre, ¿y nosotras qué somos, ah, la caca del perro?
–Contigo puedo salir todas las veces que quiera.
–¿Y Bárbara Patricia y Almendrita?
–¿Me podrán esperar un par de horas?
–¿Y si no vienes?
–Me disculparán.
–Putamadre, ¿vas a ir a cachar?
–Eso no lo sé… No creo.
–¿Dónde es tu plan?
–En un lugar secreto.
–¡Mierda!
–A mis viejos les voy a decir que voy a salir contigo y unas amigas. Lo mismo le dices a tu mamá por si mi vieja la llama.
–Bueno. Pero me debes una.
–Ya te la pagaré.
–¡Putamadre!
–Sorry.
–Bueno, qué chucha. Que la pases bien.
–Gracias.
Colgué.
Salí de mi cama y me metí al cuarto del baño. Me contemplé en el espejo: era la misma de anoche: las mismas tetas, el mismo vientre, el mismo pubis cubierto por pelos marrón oscuros. Ningún cambio visible, pero ya tenía diecisiete años. ¡Y Luna me había llamado!
–¡¡Luuuuuuuuzzzzzz, te llama la nona!!
Corrí al teléfono poniéndome la ropa en el camino.
–Ciao, nonna.
–Ciao, mía cara. Buon cumpleanno!
–Grazie, nonna.
–Ho inviato il tuo dono. Siamo arrivati Chaclacayo sicuro.
–Assicurazione nonna. Grazie.
–E ti amavo?
–C’è un ragazzo che mi piace…
–Qual è il tuo nome?
–Miguel Luna…
–Quanti anni hai?
–Venti.
–E hai detto?
–Eppure. Basta supere che siamo.
–Spero che faccio presto.
–Anche io.
–Devo passare con tua madre?
–Ma la nonna. Ci vediamo piò tardi.
–Chau, figlia. Buon divertimento.
–Grazie, nonna.
Llamé a mi mamá y le di el teléfono.
Papá y la Francesca me felicitaron y me entregaron mis regalos.
–¿Qué te parece si por tu cumple vamos a almorzar al Malecón? –propuso papá–. Oriana no está y hoy estoy sin ánimos de entrar a la cocina.
–Vamos. Hace tiempo que no comemos en la calle.
–Irán solos porque yo no puedo arriesgarme a recibir mucho sol –dijo mamá.
–Te pones sombrero pues, mamá, y llevas paraguas.
–Mejor me traen mi comida.
–¿O cenamos afuera? –dijo papá–. Para estar toda la familia completa.
–Voy a salir con María en la noche –dije.
–¿A dónde? –preguntó mamá.
–Al Malecón nomás –dije.
–¿Puedo ir? –preguntó la Francesca.
–Cosa de adultos –dijo papá.
–Las van a confundir con las puttanas –dijo mamá.
La miré. Miré su cara untada con crema como un pan con mantequilla. Fácil y la confundían con la Laura Bozzo. ¿Así sería yo dentro de cuarenta años? Guag, era para matarse. Y ni siquiera era dulce, buena. Parecía una bruja. ¿Cómo pudo enamorarse papá de una mujer tan fea, encima vieja?
La odié.
–Quizá encuentren su primera chamba –dijo papá.
Mamá ni se rió. Ojalá se te haga mierda la cara, deseé, y nunca vuelvas a salir a la calle.
Fuimos al comedor.
–Primero, vamos a cantarle el sapo verde a Luz –dijo papá–. A la voz de tres…
–¿Traigo tu guitarra y mi flauta, papá? –lo interrumpió la Francesca.
–Claro, Frances.
La Francesca se fue corriendo.
–¿Qué se siente cumplir diecisiete años, princesa? –me preguntó papá.
–Creo… –mamá abrió la boca.
–Dije princesa, no la abuela de la princesa –le dijo papá.
Mamá miró con rabia a papá. Uy, esta noche tampoco cacharán, pensé.
–Ya quiero tener dieciocho –dije.
–Caramba, princesa, vive intensamente tus diecisiete –me dijo papá–, que el tiempo pasa y no vuelve más.
–Te está dando permiso para que tires –me dijo mamá.
–Últimamente estás pensando en la putería –le dijo papá.
–Parece que por fin quiere hacer algo en la vida –dije.
La vieja se paró, ahorita me da como regalo una cachetada, pensé, pero justo llegó la Francesca.
–A la voz de tres, empieza la fiesta –dijo papá, después de comprobar la afinación de su guitarra–. Uno, dos, ¡tres!
El comedor se llenó de música con la guitarra de papá y la flauta de la Francesca cantándome Cumpleaños feliz y después Las mañanitas. Papá tenía una voz de tenor afónico. La única que no abrió la boca fue mamá, ¿por temor a que se le descuelgue la cara?
–¿Nos regalas unas palabras por tu cumpleaños, Luz?
–Pero que sea breve –dijo mamá.
–Es su cumpleaños y puede hablar una hora si quiere –dijo la Francesca.
–Sabias palabras –le dijo papá, acariciándole la rubia cabellera.
–¿Puedo postergar mi elocución para la hora del almuerzo? –dije.
–Claro –dijo papá–. Es tu cumpleaños y puedes hacer lo que quieras.
Mañana tampoco mamá le abrirá las piernas, pensé.
–¿A qué hora regresarás?
–Ay, mujer, deja que la chica se divierta –dijo papá.
–Espero que tú te diviertas cuando venga con la panza inflada –dijo mamá.
Me reí: ¿yo con panza? De Luna.
–No te preocupes, mamá, que en el colegio me enseñaron a usar los métodos anticonceptivos. Todavía no pienso hacerte abuela.
–¿Qué es eso? –preguntó la Francesca.
–Son pastillas para que no te den dolores de cabeza, hijita –le dijo mamá–. ¡Ay, si las hubiera tomado durante mi luna de miel!
Cada día está más loca, pensé.
–¿Podemos ir de excursión, papá? –propuso la Francesca.
–Claro, para darle un buen regalo a Luz.
–Vamos de una vez –dije–, que acá me asfixio.
Terminamos el desayuno, metimos una botella de agua, varios panes y algunas manzanas en una mochilla y salimos de excursión.
Escalar los farallones nos tomó su tiempo por lo empinado que son.
–¡Wao, qué paja! –exclamamos, ya en la cima, contemplando el inmenso mar azul, el límpido cielo al alcance de las manos, la Isla convertida en un bloque gris.
Busqué la casita de Luna. ¿Qué estaría haciendo? ¿Me escucharía si la llamaba?: ¡¡¡¡¡¡¡¡¡Luuuuuuuuuuuunaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!!!!!!
–¿Quién hizo todo esto, pá? –preguntó la Francesca.
–Dios –dije–. ¿Quién más?
–¿Y los peces?
–También.
–¿Cierto, pá?
–Sí –dijo papá–. Quién más podría hacer tanta maravilla.
¿Quién hizo a Luna? ¿Quién llenó de amor nuestros corazones? ¿Quién la puso en mi camino?
Estuvimos por un buen rato contemplando el mundo desde la cima de los farallones. Más allá, unos chicos se arrojaban en parapente.
–Deberíamos de saltar también –dije.
–Si quieres, salta tú.
–No es tan peligroso.
–Mejor no me arriesgo. No quiero que se queden huérfanas.
–¡Qué miedoso eres, pá! –le dijo la Francesca.
–Precavido, tesoro, precavido –dijo, abrazándonos y besándonos–. ¿Bajamos para darnos un chapuzón?
–Espérenme, voy a hacer pis –dijo la Francesca–. No me miren.
Papá rió.
–A las dos las he visto desde que eran unos renacuajos –dijo.
–Pero ahora ya estamos grandes, pá.
–Bueno.
Papá se sentó de cara al mar. La Francesca se bajó el short y el calzón y se puso de cuclillas. Su chuchita se abrió como una rosa y el líquido ambarino brotó con la fuerza con la que brota el agua de la manguera de los bomberos.
–¿Qué tanto me miras la vagina, Luz?
Sentí que las orejas me empezaban a arder.
–La Frances está orinando bien amarillo –dije, sintiendo que mis orejas se derretían–. De repente también tiene cálculos.
–Es muy chica para tener cálculos –dijo papá–. ¿Estás tomando bastante agua, tesoro?
–Sí, pá.
–Debe ser por el esfuerzo nomás. ¿Bajamos?
Empezamos el descenso. El mar a nuestros pies, la playa, la arena. Quizá un día le podría decir a Luna para escalar los farallones. Se maravillaría de la vista que se consigue desde lo alto.
La playa. Nos metimos al agua y nos pusimos a jugar como cuando éramos más chicas. Lástima que mamá no estuviera aquí. Entre más vieja más jodida se había vuelto. Si seguía con el mismo cuento, algún día papá la traicionaría y se buscaría otra chica. ¿Seguirían tirando todas las noches como antes?
–¿Vamos a la Isla?
–Vamos pues.
–¿Si me ahogo? –dijo la Francesca.
–Nosotros te vamos a cuidar, no te preocupes. Luz va delante, tú en el medio y yo detrás, ¿de acuerdo?
–Ya, pá.
Empezamos a nadar en dirección a la Isla, esa mole de roca que tapaba el sol cada atardecer.
Pensé en Galia, en Ivoncita. Le había mandado una solicitud de amistad a Ivoncita pero no me había aceptado. Quizá se había reconciliado con Galia y no quería saber nada de mí. Quizá le había contado que con ella también había hecho el amor. Dirían Luz es una perra. Ojalá que un día volviera a Puerto Viejo para nadar a la Isla y tirarnos un buen polvo.
–¿Cansada? –le preguntamos a la Francesca, haciendo un alto.
–No.
–Nos avisas si te cansas.
–Ya.
Continuamos nadando.
¿Qué podría pasar con Luna en la noche? Tampoco tenía que hacerme muchas ilusiones, de repente era bien mujercita y solo quería ser mi amiga. Solo siente un interés artístico por ti, Luz, me dije, sonriéndome. ¿Qué más podía sentir por una chica que no era nada? Yo no era nadie a su lado. Una chica más del verano. Si era lesbiana, buscaría a una de su edad, o a una de sus alumnas que con el tiempo sería profesional como ella. Yo a su lado era una simple ama de casa. Yo tenía que conformarme con alguien como Oriana, Galia o Ivoncita.
Y recién tenía diecisiete años. Me faltaba uno para ser mayor, cinco o seis para ser profesional. ¡Putamadre! Este año tenía que ingresar como sea a cualquier universidad, aunque sea a la más pelada. Podía postular a una de esas carreras que todos desprecian porque no hay futuro en ella, ejemplo educación, y después cambiarme a otra facultad, hasta a otra universidad, como hacía todo el mundo. Sin un título, no era nadie. Hasta las putillas del Malecón eran universitarias. ¿Y yo? Ni eso.
–Ya me cansé –dijo la Francesca.
–Apliquemos el plan de emergencia.
Nos pusimos a sus costados para que se sostuviera en nuestras cinturas y seguimos avanzando. Isla de mierda, parecía cerquita y estaba lejos. Fue una locura lo que hice con Ivoncita esa noche, pudimos ahogarnos. Seguro por el alcohol nos hicimos las machitas. Aunque no era la primera vez que nadaba hacia ella, claro que sola era más fácil.
–¡Un último esfuerzo, chicas!
–Ya.
Seguimos nadando. Una brazada, un pataleo, otra brazada, otro pataleo.
Y llegamos.
–Parecemos Cristóbal Colón llegando a América.
–Ajá.
Nos quedamos sobre la arena, tirados, extenuados, tragando aire como las ballenas varadas.
–Creo que aquí nos quedaremos hasta mañana –dijo papá, con la respiración aún acezante.
–No querrás que pase aquí mi cumpleaños, ¿no?
–¿No quieres tener un cumpleaños ecológico, princesa?
–Me cago en la ecología. Yo quiero bailar esta noche.
Nos reímos.
Recorrimos la Isla. Estaba cubierta por una capa de excremento de las aves guaneras que le daban un color blanco gris como un paisaje lunar. El suelo era de mierda y plumas. Había lobos marinos que retozaban a sus anchas.
–¿Por qué no construimos una casa acá, pá? –dijo la Francesca.
–Sería bacán vivir alejados de la civilización –dije, pensando en Luna: ella y yo solitas sin que nadie nos joda.
–Claro que sería bacán –dijo papá–. Pero no somos millonarios como para darnos ese lujo.
–Pero si esto no tiene dueño.
–¿De dónde sacamos agua dulce para beber, comida para alimentarnos?
–Podemos comer pescado todos los días y beber el agua de la lluvia –dije.
–Tú creo que has leído mucho Robinson Crusoe, hija –dijo papá.
–Pero sería bacán, ¿no crees?
–Claro que sí, pero ya estoy viejo para tener esos sueños. Eso lo dejo para ustedes.
–Eres un aguafiestas, pá.
–Soy realista, hija.
Llegamos al extremo de la Isla. Cruzando un canal de aguas bravas como las que atravesaban la Boca del Diablo, estaba el otro bloque. Allí, hace años, había existido una colonia penal para presos políticos. Durante la guerra interna, cientos de ellos fueron masacrados por la Marina de Guerra cuando se sublevaron, entre ellos Jovaldo, el poeta rebelde cuyo fantasma, dicen, escribe versos en la arena para que las lean los pescadores.
–¿Cierto que hay fantasmas, pá?
–Eso sí no lo sé, hija.
–¿Y Jovaldo?
–No he visto sus poemas escritas en la arena, así que nada puedo decir.
–¿Existen los fantasmas, pá?
–Tu bisabuelo cargó uno, Frances.
–¿Sí?
–Sí.
–A ver, cuéntanos, pá.
Papá nos contó la historia del fantasma que el bisabuelo Ignacio ayudó a cruzar el río, allá en su pueblo.
–Qué valiente era el bisabuelo.
–Mmm. ¿Regresamos?
–Mejor esperemos una lancha para que nos lleve de regreso a la playa.
Eso hicimos.
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