EspaInfo.es

espainfo.es
estamos en

sábado, 31 de enero de 2009

Examen de flauta


Sonó el timbre de la calle. Un sonido breve, firme, ¿de un tiempo o medio tiempo? Eran cinco para las seis en el reloj redondo que colgaba en la pared. Puntual como siempre.
–Debe ser tu profesor.
–El flautista de Hamelín.
En el rostro de mamá se dibujó una tenue sonrisa.
–Ve a abrirle, Marfe.
–Dile que no estoy.
–Segurito que no has estudiado nada por estar chateando.
–La música me llega. ¿No puedo estudiar otra cosa?
El rostro albo de mamá se tornó carmesí.
–¿Te quieres quedar sin internet toda la semana?
–Al menos ahí hay cosas más interesantes que la flauta dulce. Tú deberías de tomar las lecciones en mi lugar. Yo ya estoy harta de estar sople y sople como una idiota.
Mamá echaba candela por los ojos. Se aguantaba las ganas de meterme una cachetada.
Sonó el timbre por segunda vez. Un sonido largo, de cuatro tiempos por lo menos. Una redonda con puntillo.
–Qué jodido es ese profesor. ¿No tendrá nada que hacer en su casa?
–Ve a abrir de una vez, Marfe, o te corto el internet por todo el mes.
–¿Por qué no vas tú, mamá?
–Después vamos a hablar seriamente –mamá tenía una fea mueca en la boca.
Fui a la puerta de mala gana. Ahora me va a jalar las orejas por no haber estudiado. ¿Qué le diré? Tuve exámenes todos los días. Ya estamos terminando el bimestre.
–¡Buenas tardes, profesor Agustín! –se inclinó para recibir mi beso en la mejilla recién afeitada. Olía a colonia. Bien perfumadito para visitar a su amada, ¿no?
–Hola, María Fernanda –él no me dice Marfe–. ¿Cómo estás?
–Bien. ¿Y usted?
–Igual que siempre. ¿Estudiaste?
Las orejas me empezaron a quemar. Rapidito habían pasado los días.
–Un poquito nomás. He tenido un montón de tareas esta semana. Estamos terminando el bimestre.
–Oh.
Allí estaba mamá, con su mejor sonrisa del día. El amor le cambia la cara a uno. Del rostro de ogro de hace un minuto, se había convertido en la bella durmiente.
–¡Hola, Agustín!
–¡Hola, Karem!
¡Hola, Agustín; hola, Karem!, repetí mentalmente, mientras ellos se saludaban con besito en las mejillas, ¿por qué no se besan de una vez en la boca si son novios? ¿Acaso creen que no sé? El flautista de Hamelín no viene por mí, sino por mamá.
–Lo espero en el estudio, profesor.
–Ya; ahorita subo.
Subí las gradas de dos en dos. Me detuve en el descanso. Paré las orejas.
–Bastante frío, ¿no? –escuché que le decía mamá.
–Mmm. ¿Y cómo has estado? –Ahí, pataleando con esa chica. Cada día se vuelve más insoportable.
–Paciencia. Así son los adolescentes. Y peor si es hija única.
–Es que tú no te animas a darle un hermanito…
Dejaron de hablar. ¿Estarían besándose? Bajar y sorprenderlos. Los noviecitos.
Escuché los pasos del profesor y me puse a repasar la partitura de El himno de la alegría.
–A ver, María Fernanda, te escucho –dijo, mirando su reloj. Me esperaban los peores sesenta minutos de la semana. Recé para que la hora se pasara volando.
–No he estudiado nada, profesor –me sinceré, mordiéndome los labios. Quise tragarme la flauta dulce, desaparecer.
–Bueno, bueno, repasaremos –dijo, con una sonrisa condescendiente, tocándome los cabellos–. Mira, María Fernanda, tienes que tocar así.
Lo miré atentamente. Sus dedos, largos, delgados, de uñas recortadas y bien pulidas, parecían estar danzando Cascanueces sobre los agujeros de la flauta dulce. Tenía los ojos semicerrados. Tocaba sin saltarse un compás, marcando los tiempos exactos de las figuras de duración. Yo seguía la melodía en la partitura: sii, do, re, re, do, si. Así jamás voy a poder tocar, pensé. Ni aunque practique todas las horas del día y todos los días de la semana y todas las semanas del mes y todos los meses del año y todos los años de mi vida. Yo no he nacido para ser flautista.
–Así jamás voy a poder tocar, profesor Agustín, ni aunque practique veinte horas al día.
–No es tan difícil, María Fernanda. Todo es cuestión de practicar aunque sea diez minutos diarios. Esta canción se toca casi toda con la mano izquierda. En esta re es la única vez que se utiliza la mano derecha, ¿ves?
–Ay, profe, soy una burra para la música.
–¿Te acuerdas que cuando empezamos no sabías casi nada?
–La partitura era chino para mí.
–¿Ves? Poco a poco vamos a llegar lejos.
–Y algún día voy a tocar en la Orquesta Sinfónica de Boston, ¿no? –y usted, mi mamá y mi futuro hermanito me aplaudirán, ¿no?
–Claro, nada es imposible en la vida.
Reímos.
–A ver, ahora lo hacemos juntos. Dedos de la mano izquierda en los tres primeros hoyos.
Sii, do, re, re, do, si, la. Hasta el estudio llegaba el olor a carne frita. Sol, sol, la, si, sii, laa, sii. Ahora las cebollas y el tomate. Mamá le estaba preparando la cena a su amado. Do, re, re, do, si, la. Su plato favorito. A los hombres se les conquista por el estómago. Sol, sol, la, si, laa, sool. Ahora el coro: laa, si, sol, la, si–do. Un poco más rápido en las corcheas. Repetimos de nuevo: si–do, si, sol, la, si–do, si, la, sol, la, ree. Tapa bien los agujeros para que el sonido salga nítido. Mis dedos no llegan hasta el sexto hueco. Poco a poco lo conseguirás, todo es cuestión de práctica. Al fin el último pentagrama: sii, do, re, re, do, si, la, sol, sol, la, si, laa, sool. Se repite de nuevo. Ahora tú sola. Marca el compás con el pie.
Al fin terminamos la lección. Me dolían los dedos. Solo veía notas musicales delante de mis ojos.
Mamá había preparado saltado. A cenar, músicos. Me senté frente a ellos. El profesor comía con una paciencia de tortuga, una papita, una carnecita, la cebolla a un ladito porque luego me apesta la boca.
–¿Y cómo te va en el colegio, Agustín?
–Ahí, pataleando con los chicos.
–Los adolescentes son bien fregados.
–Mmm.
–Come más, Agustín.
–Ya me llené –dijo el profesor, tocándose el estómago.
–Ve al baño y libérate de ese sobrepeso.
–Ay, mamá, eres una cochina. Me voy a mi cuarto.
–No has comido nada, Marfe.
–Ay, no tengo hambre, mamá. Si me da, bajo después. Me guardas. Buenas noches, profesor.
–Chau, María Fernanda. No te olvides de repasar tus lecciones. Le dices a tu mamá que te ayude.
¿Qué ayuda me va a dar ella si ni sabe cuánto es una negra más una blanca más una redonda entre dos?
Subí de dos en dos las gradas. Me metí en mi cama y me cubrí con las frazadas para no seguir viendo notas musicales por todos lados. Parecían ojillos de roedores atisbándome, vigilándome, persiguiéndome.
siempre con una canción

1 comentario:

  1. Que buena la historia ... jajaja ! me mate de la risa cuando la leí jajajaja !


    Javiera.~*

    ResponderEliminar