Mario Vargas Llosa cumple setenta y nueve años.
Y sigue en pie como el peñón de Gibraltar.
Sigue escribiendo todos los días con esa disciplina militar que se
impuso para llegar a ser un escritor de verdad, no uno más de esos que abundan
ahora. Sus opiniones, sus textos, su presencia les sigue dando urticaria a
todos esos badulaques que solo tienen la boca para decir estupideces y comer.
Hace tiempo los imbéciles pidieron que mejor se dedicara a cuidar a sus nietos
porque ya estaba chocheando, pero Mario les ha demostrado que cada día escribe
mejor, incluso hace meses subió al escenario para hacer realidad el viejo sueño
que de ser actor tenía.
A Mario lo empecé a leer en el último año del
colegio. Mi profesora de castellano había decidido marcharse del Perú y
generosamente me regaló una buena parte de su biblioteca. Te va a servir de
mucho a ti que te gusta escribir, me dijo. Lee sobre todo a Vargas Llosa, el
resto no vale la pena. Yo entonces escribía mis versos para conquistar chicas y
cuentos fantásticos.
Entre los libros de Vargas Llosa que recibí
estaban “La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Conversación en La
Catedral”, “La guerra del fin del mundo”, “Historia de Mayta”. También sus
obras teatrales “La señorita de Tacna” y “Kathye y el hipopótamo”. Los leí con
fruición, pero confieso que terminé más perdido que el minotauro en su
laberinto. ¿Para ser escritor tendría que escribir así todo chueco, torcido,
hacer un laberinto con la estructura? A la mierda con la escritura.
Pero en ese entonces no soñaba con escribir.
Mis sueños eran ser músico, guitarrista, compositor. Quería musicalizar mis
versos y echarme al mundo guitarra al hombro como Serrat, Pablo Milanes, Luis
Eduardo Aute. También quería ser pintor para pintar desnudas a mis primas y
vecinas.
Una cosa es querer y otra poder. Eran los años
de la guerra de Sendero y había que defender a la patria contra los afanes
totalitaristas de los rojos prochinos. Y me alisté en el Ejército. Combatí, maté,
fui herido. Pero sobreviví. Después estuve al otro lado de la trinchera cuando
me desencante del Estado. Vino el año de aislamiento total en Yanamayo, el
indulto, el exilio en Suecia y Brasil, un matrimonio fallido, la muerte de mis
padres. Yo creo que los libros de Vargas Llosa me han salvado de la locura, del
suicidio, de la inmolación pues siempre me he dado un tiempito para leerlos.
Y su ejemplo de lo que debe hacer alguien que
quiere ser un escritor de verdad. ¡Feliz cumpleaños, maestro!
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