Leí por primera vez a García Márquez cuando era
chiquillo, allá en los inicios de la guerra, gracias al profesor Hildebrando
Quispe, a quien le faltaba un ojo –es el Chullañahui de mi novela “Viaje al corazón
de la guerra-. El Chullañahui no solo nos hablaba de una inminente guerra que estremecería
los Andes, sino también de novelas, poesía, de escritores. Nos leía fragmentos
de los libros que poseía en la biblioteca del colegio, que también era su casa,
nos hacía leer, declamar, recitar y, sobre todo, escribir.
-La revolución necesitará hombres que la
cuenten –nos decía-, y qué mejor que lo hagan ustedes para que la historia no
sea manipulada por la oficialidad.
Un día nos leyó las páginas iniciales de “El
otoño del patriarca” y quedé fascinado.
-Profesor, ¿me puede prestar su libro? –le pedí,
al final de la clase.
-Claro –me dijo-, pero me lo devuelves el lunes
a primera hora, sino te cae tu azote.
Ese fin de semana, mientras me dedicaba a
pastear mis cabras y vacas, me dediqué a devorar las páginas de esa novela, y también
lo hice en la noche, a la luz del fogón, cuando todos se habían ido a dormir.
En ese entonces apenas conocíamos la vela y el mechero, pero esos artículos
escaseaban en mi pueblo pues estaba situado lejos de la ciudad. También leí
durante las madrugadas del sábado, domingo y lunes, aprovechando la luz del
alba.
El lunes, temprano, le devolví su libro al
profesor.
-¡Carajo, Gastelú, tú vas a ser un gran lector!
–me dijo-. Lo has leído todo, ¿no, o me estás cojudeando, maktillo?
-Claro que lo he leído, profesor.
-¿Y te gustó?
Le dije que sí.
-Si es así, te traeré otros libros de García Márquez.
Al día siguiente me trajo “La mala hora”, que también
leí en un par de días, y “El coronel no tiene quien le escriba”, que leí en un
par de horas.
-Esta sí te la presto por una semana –me dijo, al
darme “Cien años de soledad”-. Es su mejor novela.
En efecto, lo leí en una semana. Todos los días,
durante esa semana, hablamos de García Márquez, de los avances de mi lectura,
de los personajes, de los nombres de estos que se repiten una y otra vez. Me contó
que, para escribir “Cien años de soledad”, se había encerrado en su bunker
durante un año a pan y agua.
-Algún día le darán el Premio Nobel –profetizó
el Chullañahui.
Y esto ocurrió en 1982. Lástima que mi profesor
no alcanzó a verlo por escasos meses pues en marzo de ese año, durante el
asalto al CRAS de Ayacucho, murió. Con su muerte se terminaron las clases –era
el único profesor de mi pueblo y con la guerra ningún maestro quería venir a
enseñarnos-, las lecturas, los libros de García Márquez y la de los otros
escritores que habitaban en la biblioteca del colegio.
Ya en La Cantuta redescubrí a García Márquez en
las clases de Literatura Latinoamérica, leí “El amor en los tiempos del
cólera”, “Crónica de una muerte anunciada”.
De todos los libros de García Márquez que he leído,
me quedo con “Del amor y otros demonios” –esta novela me hizo llorar cuando
Sierva María de Todos los Ángeles, alguna vez pensé ponerle este nombre a la
hija que soñé tener, se comió todo el racimo de uva para que se cumpliera la
profecía de su muerte- y un par de cuentos de “La candida Erendira y su abuela
desalmada”. No he leído “Memorias de mis putas tristes” ni “Vivir para
contarlo” porque con los años me dejaron de gustar sus novelas.
Descansa en paz, Gabo.
Ayacucho, abril 2014
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