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jueves, 17 de abril de 2014

Cien años de eternidad

Leí por primera vez a García Márquez cuando era chiquillo, allá en los inicios de la guerra, gracias al profesor Hildebrando Quispe, a quien le faltaba un ojo –es el Chullañahui de mi novela “Viaje al corazón de la guerra-. El Chullañahui no solo nos hablaba de una inminente guerra que estremecería los Andes, sino también de novelas, poesía, de escritores. Nos leía fragmentos de los libros que poseía en la biblioteca del colegio, que también era su casa, nos hacía leer, declamar, recitar y, sobre todo, escribir.
-La revolución necesitará hombres que la cuenten –nos decía-, y qué mejor que lo hagan ustedes para que la historia no sea manipulada por la oficialidad.
Un día nos leyó las páginas iniciales de “El otoño del patriarca” y quedé fascinado.
-Profesor, ¿me puede prestar su libro? –le pedí, al final de la clase.
-Claro –me dijo-, pero me lo devuelves el lunes a primera hora, sino te cae tu azote.
Ese fin de semana, mientras me dedicaba a pastear mis cabras y vacas, me dediqué a devorar las páginas de esa novela, y también lo hice en la noche, a la luz del fogón, cuando todos se habían ido a dormir. En ese entonces apenas conocíamos la vela y el mechero, pero esos artículos escaseaban en mi pueblo pues estaba situado lejos de la ciudad. También leí durante las madrugadas del sábado, domingo y lunes, aprovechando la luz del alba.
El lunes, temprano, le devolví su libro al profesor.
-¡Carajo, Gastelú, tú vas a ser un gran lector! –me dijo-. Lo has leído todo, ¿no, o me estás cojudeando, maktillo?
-Claro que lo he leído, profesor.
-¿Y te gustó?
Le dije que sí.
-Si es así, te traeré otros libros de García Márquez.
Al día siguiente me trajo “La mala hora”, que también leí en un par de días, y “El coronel no tiene quien le escriba”, que leí en un par de horas.
-Esta sí te la presto por una semana –me dijo, al darme “Cien años de soledad”-. Es su mejor novela.
En efecto, lo leí en una semana. Todos los días, durante esa semana, hablamos de García Márquez, de los avances de mi lectura, de los personajes, de los nombres de estos que se repiten una y otra vez. Me contó que, para escribir “Cien años de soledad”, se había encerrado en su bunker durante un año a pan y agua.
-Algún día le darán el Premio Nobel –profetizó el Chullañahui.
Y esto ocurrió en 1982. Lástima que mi profesor no alcanzó a verlo por escasos meses pues en marzo de ese año, durante el asalto al CRAS de Ayacucho, murió. Con su muerte se terminaron las clases –era el único profesor de mi pueblo y con la guerra ningún maestro quería venir a enseñarnos-, las lecturas, los libros de García Márquez y la de los otros escritores que habitaban en la biblioteca del colegio.
Ya en La Cantuta redescubrí a García Márquez en las clases de Literatura Latinoamérica, leí “El amor en los tiempos del cólera”, “Crónica de una muerte anunciada”.
De todos los libros de García Márquez que he leído, me quedo con “Del amor y otros demonios” –esta novela me hizo llorar cuando Sierva María de Todos los Ángeles, alguna vez pensé ponerle este nombre a la hija que soñé tener, se comió todo el racimo de uva para que se cumpliera la profecía de su muerte- y un par de cuentos de “La candida Erendira y su abuela desalmada”. No he leído “Memorias de mis putas tristes” ni “Vivir para contarlo” porque con los años me dejaron de gustar sus novelas.
Descansa en paz, Gabo.


Ayacucho, abril 2014





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