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miércoles, 12 de mayo de 2010

La mano


Se prendió de mi tobillo. Fue como si hubiese pisado una trampa para fieras. Grité, aullé de dolor. Con horror, vi que era una mano la que me sujetaba el pie. Una mano de mujer, una mano que yo conocía muy bien: pequeña, de largos y delicados dedos, la mano de una mujer a la que yo había amado, la mano de una mujer a la que yo había matado por culpa de unos celos enfermizos. Sus uñas, como garras, se hundieron en mi carne hasta chocar con mis huesos. La sangre manaba a borbotones. Grité pidiendo auxilio pero nadie acudió en mi ayuda, estaba solo en ese cementerio perdido en el arenal. Los túmulos parecían montañas. A duras penas pude alcanzar una vieja cruz de metal y con ella golpeé esa mano que sobresalía del suelo pero, en lugar de soltarme, presionó más como un yunque, sentí que mis huesos se quebraban. ¡Mily, perdóname, no quise hacerlo!, rogué inútilmente. La había querido, había sido el amor de mi vida. Desde su muerte no me había vuelto a interesar en otra mujer. Cómo había luchado por conseguir su amor, qué no había hecho por hacerla feliz, pero Mily se empeñaba, no sé si en forma adrede, en hacerme dudar de su fidelidad: eran muchas las veces en las que, al regresar del trabajo, no la encontraba en casa. Estuve con mi mamá, salí con mis amigas a tomar un café y se nos hizo tarde platicando, eran sus excusas, pero nunca iba donde su madre, apenas si tenía amigas. ¿No me crees?, preguntaba cuando me quedaba mirándola. Las últimas semanas antes de su muerte ya ni teníamos intimidad, inventaba un dolor de cabeza, un cansancio que no aplacaba el rencor que hacia ella crecía en mí como un volcán que en cualquier momento haría erupción. Y lo hizo una madrugada cuando llegó eufórica y con la piel impregnaba de un perfume ajeno y me dijo ¿a ti qué te importa dónde estuve? cuando le pregunté a dónde había ido, ¿acaso eres mi dueño? Maldita, no te volverás a burlar de mí, le espeté mientras le tapaba la boca y la nariz preso de una furia incontrolable. Se retorció un poco hasta que sus pulmones estallaron. No quise hacerlo, ella me empujó a matarla, mi vida era un infierno, si seguía así, iba a terminar perdiendo la razón. Su entierro fue discreto, apenas un par de colegas míos y sus padres. Unos años después la trasladé a este cementerio en medio del arenal cansado de las misivas que siempre encontraba en su tumba y que alimentaban los celos que aún me hacía sentir a pesar de estar ella muerta. Grité de dolor cuando la mano trituró mis huesos mientras veía que de las otras tumbas empezaban a brotar otras manos.

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