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lunes, 8 de noviembre de 2010

Ayacucho era un campo de batalla (fragmento de la primera versión)

En la foto, Catedral de Ayacucho.
Mirador de Acuchimay, Huamanga, domingo 22 de julio del 2007: Llegar al Mirador del cerro Acuchimay no es sencillo. Papá tiene ochenta años, yo, la mitad. Los únicos que se han divertido con el ascenso por la empinada escalinata han sido Nacho, Diego, Ximena y Milena. Hasta Claudia, que a los veinte años escaló el Everets, está con la lengua afuera.
Son las cuatro de la tarde de este domingo veintidós de julio del 2007. El sol, un disco dorado en el acerado cielo ayacuchano, brilla y quema con intensidad. Cuántas veces Edith Lagos también habrá disfrutado de este mismo sol, me pregunto. Durante su juventud, durante el tiempo que estuvo recluida en el cras de Huamanga, los últimos meses de su vida. ¿Sufrió los mismos estragos que nosotros al escalar el Acuchimay? No, ella era una joven aguerrida, fuerte, nos dice nuestro guía. Le gustaba caminar. Estaba acostumbrada a las largas jornadas bajo la copiosa lluvia, bajo el inclemente sol.
–A tu mamá le hubiera gustado estar acá –me dice papá, después de tomar un buen trago de Inca Kola.
–Ah –digo en alta voz, cerca de su oreja izquierda.
El viejo está casi sordo. Comprende lo que significa ese ah. Claro que le hubiera gustado estar acá. Dos años atrás, a esta misma hora, el corazón de mamá dejaba de latir. Es un viernes que nunca olvido. Por eso estamos acá, en Ayacucho, tal como a ella le hubiera gustado.
–Está china para subir, tío Harol –dice Nacho.
Pago. En un segundo, los chicos ya están arriba. Cuidado que se caigan, les advierte su abuelo. Las niñas suben de la mano de su madre.
–Soy Spiderman –dice Diego.
–Yo soy Nacho Libre –dice Nacho–. ¿Y ustedes qué son? –les pregunta a las chicas.
Las mellizas se quedan calladas. No hablan español. Claudia traduce: Ximena dice que es Scarlett Johansson y Milena es Britney Spears. Britney Spears está pelona, dice Nacho. Tu sobrino es un pendejo, dice Claudia. Sí, lo sé, Nacho es bien vivo. Risas.
Desde aquí se tiene una amplia visión de la ciudad de Huamanga. Allá está la Plaza de Armas con su monumento ecuestre al Libertador Sucre. Más allá, la pista del aeropuerto. La antigua cárcel de Huamanga –donde Edith Lagos estuvo desde diciembre de 1980 hasta marzo de 1982– parece un caserón desde aquí. Allá está el Cementerio General donde descansan los restos de Edith Lagos o la compañera Lidia. Más allá, la Ciudad Universitaria de la San Cristóbal de Huamanga donde Abimael fue profesor de filosofía allá por la década de los sesenta. Ubicar cada una de las treinta y tres iglesias que hay desperdigadas en la ciudad puede ser una ardua tarea. Desde aquí, las personas que se desplazan por la ciudad parecen hormiguitas.
–Antes Ayacucho era chiquito –nos dice nuestro guía–. Con la guerra, todo el mundo se vino para acá.
Claro, la guerra dejó más de medio millón de desplazados. Los chicos siguen jugando despreocupadamente. A ellos no les afecta el sol, el cansancio, los recuerdos. Saben que aquí una vez hubo una guerra, vieron llorar a su abuela recordando a su madre degollada por los senderistas, pero, para ellos, esa guerra está en el mismo rubro de la guerra del Pacífico o algún conflicto con el Ecuador. Es historia.
–¿Recuerda esa reunión con Abimael Guzmán en este lugar en el cual estuvo presente Edith Lagos? –le pregunto a mi guía.
–Claro, maestro –me dice él–. Ahí se decidió el inicio de la guerra. Estaban Elena Iparraguire, Augusta la Torre, Óscar Ramírez Durand, Víctor Zavala Cataño, Mezzich, Artemio, todos los líderes históricos. Edith era una pasñacha nomás, pero era una de las más entusiasmadas con el proyecto revolucionario. Este lugar era pura tierra. Aquí hacían feria.
Uno también está a punto de pensar que aquí no hubo nada cuando camina por las calles de Huamanga y no se topa con patrullas del ejército fuertemente armados. Ya no están los tropacunas, los marinos, los cabitos, los temibles sinchis. Las fachadas de la ciudad están limpias de pintas subversivas, aunque las hay, pero estas están casi desdibujadas por las inclemencias del tiempo. Subiendo al Mirador vimos algunas de esas viejas pintas en las fachadas de las casitas. Ya no hay atentados dinamiteros, emboscadas, ajusticiamientos, juicios populares.
–¿Y cómo era Edith?
–Una chica bien brava. Decidida, no le tenía miedo a la muerte. Ella sí fue una auténtica guerrillera. El pueblo la quería. ¿Por qué cree usted que todo Huamanga se volcó a las calles el día de su entierro? Porque el pueblo la amaba. El pueblo quería la revolución, quería acabar con los mistis, con la miseria.
Pero hubo una guerra, cruenta, desigual, en que la mayoría de víctimas fueron inocentes campesinos que no supieron qué hacer al verse en medio de un fuego cruzado. Entre estas víctimas están mi abuela, varios tíos, primos y sobrinos.
Por eso quise venir acá en estas vacaciones escolares de medio año, para tratar de comprender esos veinte años de duelo que le duró a mamá el saber que su madre había sido asesinada por los senderistas. Llorar ante los restos de un muerto te libera de muchos pesares, pero llorarlo sin la certeza de saber dónde están perdidos sus huesos, te multiplica el dolor a niveles insospechados.
–Si el Partido no hubiera cometido la estupidez de matar indiscriminadamente a los campesinos, fijo que hoy Sendero estaría en el poder.
Probablemente, pienso.
***
La Realidad, agosto de 1981: La oscuridad se tragó el bello rostro de Emperatriz, sus labios carnosos y rojos, sus ojos grises de gata en celo. Justo me iba a dar un beso. ¡Mierda!, murmuró Viejo, quien, en el otro rincón, junto con sus hermanos, daban cuenta de Chana.
Las explosiones empezaron a sucederse uno tras otros, como en un rosario.
–¡Arooolchaaa!
–Tu vieja –dijo Pelusa.
–Me quito.
–¿Vuelves, huevón?
Iba a decir después, me esperan, pero los labios de Emperatriz sellaron los míos.
–¡Arooolchaaaaa!
Salté la pared de la casa abandonada de don Navarro, crucé la calle de tierra y cascajos y entré en mi casa. Bibi y Juancho lloraban, asustados.
–Fíate dos velas y un fósforo.
–Ya, mamá.
Camino a la tienda de don Ceferino, me crucé con sombras que iban de prisa llevando escaleras y costales. ¿Quiénes serían?
El Sambito me atendió por su ventana nomás. Aparte de las velas y el fósforo, me fié para mí un sol de galleta de agua.
Empezó otra tanda de explosiones en los cerros que rodeaban La Realidad. Me apresuré en volver a mi casa.
Más allá, cruzando el río, empezó un tiroteo.
Mamá calentó la comida y cenamos en silencio, de prisa.
Antes de meterme en mi cama, salí a orinar. Miré hacia el cerro: una antorcha empezaba a arder dibujando una hoz y un martillo.
***
Chincho, Huancavelica, noviembre de 1979: –La única manera de acabar con la pobreza en la que vivimos, es levantándonos en armas –dijo el Chullañahui–. Tenemos que acabar con los mistis, exterminar a los hacendados, a los policías, a los alcaldes, a los gobernadores. ¡A todas las autoridades! Por culpa de esa gente somos pobres. Si no los acabamos cuanto antes, siempre vamos a ser pobres.
Miré mis gastadas ojotas, al de la derecha se le había desprendido una tira. Tenía que conseguir un clavo para arreglarlo. Miré mis pies sucios de tierra, mis uñas negras y crecidas. Más allá, cruzando el río Cachi, estaba Huanta. Los techos de calamina reverberaban con los últimos rayos del sol.
–¿Levantarnos en armas, profesor?
Hasta Qasi no llegaba el rumor del río Cachi. Ese río lo había cruzado mi abuelo Ignacio Gastelú llevando un fantasma en sus espaldas hace muchos años atrás, cuando yo todavía no existía.
–Sí. Esa es la única manera de acabar con la pobreza en la cual vivimos –dijo el Chullañahui. Estaba serio, como siempre. Casi nunca sonreía–. ¿Qué harán cuando terminen el colegio, ah?
¿Qué haríamos? Era hijo de campesinos, mis abuelos habían sido campesinos. Conté los dedos de mis pies: uno, dos, tres, cuatro, cinco en la derecha. Igual en la izquierda. Mi abuelo tenía seis dedos en cada pie, por eso le decían el Sojta. Menos mal que yo había salido normal.
–Seguirán aquí, trabajando la tierra, sembrando, cosechando, esperando la lluvia, rezando que no haya sequía. Para acabar con eso tenemos que levantarnos en armas.
–¿Y cómo nos vamos a levantar en armas si no tenemos armas, profesor? –preguntó Piquicha.
–Armas hay en todas partes –dijo el Chullañahui, mirándonos con su único ojo. Era negro, parecía el fondo de una olla, la boca de una mina–. Arma es un palo, una piedra. Nuestras manos son armas.
Me miré las manos: eran enormes, fuertes. Tenía manos de hombre porque había trabajado en la chacra desde chiquito.
–Armas somos nosotros. Y nosotros somos miles –continuó el profesor. Su voz era un cuchillo filudo–. Un arma poderosa es nuestro odio milenario contra los mistis, nuestro odio ancestral hacia esos explotadores.
El cielo empezó a oscurecerse.
–Arma es nuestra vida. Y nosotros somos miles. Somos más que las estrellas. Somos más que toda la arena que hay en las orillas del río Cachi.
Edith, Piquicha, Carla, Antonio, el opa Inquicha, estaban atentos a lo que decía el Chullañahui.
–En Ayacucho hay un profesor que desde hace años viene preparando el terreno para acabar con los explotadores –dijo con voz grave, en un susurro, como si nos contara un secreto–. Se llama Abimael. Pronto lo conocerán.
***
La Realidad, marzo de 1984: Tocaron la puerta y fui a abrir. Yo estaba leyendo una vieja Caretas que mamá había traído de su trabajo. Mejor dicho, estaba viendo a la calata de la última página. Estaba a punto de corrérmela.
–Soy tu tío Anacleto Palomino –dijo el hombre–. ¿No te acuerdas de mí, Arol?
Claro que me acordaba. Cómo había llorado la última vez que estuvo aquí. Recordaba que había traído una maleta de carne seca de cabra, queso, cancha.
Lo hice pasar. Estaba acompañado de Eva. En la pista estaba Víctor. Fuimos con la carretilla a traer las cosas que había traído.
Esa noche, el tío Anacleto nos contó que los cumpas estaban en Jiljarajay. La guerra era total en Ayacucho. Todos los días las calles amanecían regadas de cadáveres. Los cumpas dinamitaban las dependencias públicas, atacaban las comisarías, a las patrullas del ejército y de la marina, arrasaban pueblos enteros cuando sus habitantes se negaban a plegarse a la lucha armada. Lo mismo hacía las fuerzas armadas. El tío dijo que los terrucos lo trataban como a un padre. ¿Si lo trataban como a un padre, por qué entonces había traído a sus hijos? Porque los terrucos estaban reclutando a los jóvenes para su llamado Ejército Guerrillero del Pueblo.
A fines de marzo, el tío regresó a Ayacucho llevando radios, ropas y otras cosas que le encargaron los terrucos. Eva y Víctor se quedaron con nosotros.
***
Jiljarajay, Ayacucho, octubre del 2000: Para llegar a Jiljarajay, hemos tenido que cruzar dos ríos de heladas aguas y caminar entre el monte tratando de no pisar las qiscasch, unas bolitas de espinas que si las pisas te hacen ver al diablo calato. Hay unas iguanas blancas que tienen una especie de cuchillo en los lomos. Nos miran con sus ojillos fríos. Mamá se cayó y raspó las rodillas. Hace veinte años estuvo aquí por última vez con papá, Flor y Doris. En este lugar pasó su niñez. De este lugar partió a Lima en busca de un futuro mejor a los veintiún años. En el grupo estamos la tía Susana, su esposo, Blanca, Mayumi, mamá, Nacho y yo. Mamá reconoce los lugares. Allí estaba la casa de doña Inés Soto, dice, señalando un espacio que ahora luce vacío, allá vivía don Teófilo Quispe. Ahora todo luce abandonado. En este lugar inhóspito los terrucos tuvieron su campamento en 1984. Buscamos la tumba del tío Anacleto. Está dentro de una casa, dice la tía Susana. Al tío Anacleto lo mataron los terrucos en noviembre de 1984, hace casi dieciséis años atrás. Lo mataron por traidor, porque viajaba mucho a Lima, porque se había llevado a sus hijos.
–Aquí está.
Dentro de lo que fue una casa de adobe, hay tres montículos de tierra. El del medio es más grande. Esa es la tumba del tío. A su costado están sus hijos, hijos que la tía Graciela envenenó al quedarse viuda.
Mamá y la tía Susana caen postradas y empiezan a sollozar mientras murmuran palabras en quechua que mi mente va traduciendo. Dijo que iba a venir el jueves. Le dije que se venga con todo. Graciela tiene la culpa de que lo hayan matado. Mamacha no quería ir a Huanta.
¿Cómo lo mataron? A traición. Lo sacaron de su casa diciéndole queremos hablar contigo, compañero. El tío se sentó en una piedra, y mientras hablaba, le metieron un balazo en la cara. El tiro no lo mató y lo ahorcaron. Los terrucos ordenaron que cavaran un hueco dentro de una casa y lo enterraran.
–La próxima vez hay que traerle flores y una cruz. Si se puede, hay que trasladarlo al cementerio de Chincho junto a papacha o a Huanta.
No habría próxima vez. Mamá moriría cinco años después.
No pudimos llegar a lo que fue la chacra de la abuela porque se hizo tarde y regresamos a Huanta.
***
La Realidad, agosto de 1981: –Regálame un balde de agua –me pidió Emperatriz.
Eran las seis de la mañana. El sol estaba saliendo por entre los cerros. Ella estaba con los ojos soñolientos y los cabellos desgreñados. ¿Se acordaría del beso de anoche? Estaba en piyama, un piyama celestito, debajo del cual, se notaba, no llevaba nada. Sus pezones, puntiagudos, parece que querían atravesar la delgada tela.
Caminamos calle abajo rumbo a la sequia.
–¿Mi Bobby no te siguió anoche, Harol?
–No. Cachorro también ha desaparecido.
–Se habrán ido a cachar al monte –dijo, riéndose.
Pasamos frente a la casa de la abuela Eusebia, de Ricra. Al llegar a la altura de la señora Arcaria, nos quedamos de una pieza: Bobby colgaba de un poste. “Así morirán los perros sarnosos que traicionan al pueblo. ¡Viva el PCP!”, habían escrito con un plumón rojo en un cartón que pendía del cuello del animal. En el otro poste estaba colgado Cachorro. Mi mamá se iba a morir de la pena. Las garrapatas caían al suelo del enorme animal.
–¿Quién le habrá hecho eso a mi pobre perrito? –preguntó Emperatriz entre lágrimas.
–Quién sería.
–Bájalo para enterrarlo.
–Ni lo toquen porque se van a meter en problemas –nos dijo el Burrito, que estaba bajando con su papá y sus hermanos. Eran picapedreros– ¿No saben leer?
Recién unos años después, cuando lo mataron en El Frontón, comprendí sus palabras.
***
México DF, setiembre del 2007: En esta fría tarde mexicana, me he puesto a escribir. Me he puesto a hacer memoria. En mi país hubo guerra. Una guerra que también afectó a mi familia, sobre todo a la familia de mi mamá. Muchos de sus protagonistas ya no están, pero guardo en la memoria sus palabras, sus rostros. Al escribirlos parece que fueran convocados porque recuerdo nítidamente lo que decían. Hasta puedo escuchar el dejo de sus voces, sus rostros tristes, temerosos.

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