-Despierten, bellas durmientes que el desayuno se enfría –dijo el profesor, metiendo la cabeza en la habitación donde dormían las chicas.
-¿Qué hora es, profe? –preguntó Marfe.
-Casi las diez –dijo el profesor.
-Pota, ¿tan tarde? –dijo Cynthia.
-Sí –dijo el profesor-. Así es que salgan de una vez de la cama que el día está bonito.
-Ay, qué flojera –dijo Cynthia.
-No olviden que la pereza es la madre de todos los vicios –dijo el profesor, saliendo de la habitación.
Unos minutos después, las chicas bajaron a la sala. Tenían los cabellos húmedos.
-El agua aquí es bien helada –se quejó Marfe.
-Caramba, yo me levanté a las seis de la mañana.
-¿Tan temprano?
-Claro. Siempre me levanto temprano.
-A mí me gusta dormir –dijo Marfe.
-Y a mí también –dijo Cynthia.
-Así es la juventud –dijo el profesor, mientras servía el desayuno: café con leche y panes con palta.
-La mujer que se case con usted, profe, se sacará la suerte –dijo Cynthia-. Usted cocina, lava, limpia, etc.
-Y es bueno con la lengua –dijo Marfe.
-Guag, no seas cochina –dijo Cynthia-. Estamos desayunando.
-El sexo es parte de la vida –dijo Marfe-. ¿O no, profe?
-Sí, pero tiene su momento, ¿no? Tampoco lo vas a hacer en la mesa.
-¿No dijo que un día se tiró a la Luz en la cocina?
-Ella quería ahí, pues. ¿Qué tal la palta?
-Rico –dijo Cynthia.
-Después se cogen un poco para que se lleven a sus casas.
-Gracias.
-¿Y cuál es el menú de hoy? –preguntó Marfe.
-Lomo saltado –dijo el profesor.
-Pota, qué rico –dijo Cynthia-. Como para chuparse los dedos.
-Tú siempre pensando en chupar –dijo Marfe.
-No seas cochina pues, Marfe.
-¿Es cierto que la última vez que se lo hiciste a Ly te quedó un aliento a perro muerto?
Cynthia se puso colorada.
-Ajá –dijo.
-Seguro no se lavó el pipí.
Risas.
-No se te vaya a caer la lengua.
-Como al profe cuando se lo hizo a la Luz.
-Era media cochinita –dijo el profesor.
-¿Le olía fuerte?
-Ajá. Y era bien ácido.
-Ustedes son unos enfermos –dijo Cynthia-. Todo lo ven sexo.
-Es que es rico pues –dijo Marfe.
-Eres una linfómana –dijo Cynthia.
-Se dice ninfómana –le corrigió el profesor.
-No sé pues –dijo Cynthia.
Después de desayunar, salieron a recorrer el pueblo y a comprar papa, cebolla y tomate. El pueblo era chiquito. Era raro que pasara algún vehículo aparte del que venía de Chosica cada hora.
Comieron en el patio bajo la sombra del palto.
-¿Y qué hará si la monga le dice que no, profe? –preguntó Marfe-. ¿Se suicidará?
El profesor se rió.
-No es la única mujer –dijo.
-Además, es media estúpida –dijo Cynthia-. No vale la pena morir por alguien así.
-Habla la experiencia –dijo Marfe.
Cynthia sonrió de mala gana. Terminaron de almorzar en silencio.
A las tres, después de descansar un poco, emprendieron el camino de regreso.
***
Un hombre vestido de negro. ¿Y si la Chuchona se equivocó y vestía de azul o marrón? Caylloma estaba mal iluminado. De noche todos los gatos son pardos, pensó el teniente Gonzáles. La calle apestaba a orine. Pobres mujeres que tenían que ganarse la vida en medio de la podredumbre. Un hombre vestido de negro. ¿Volvería a atacar en el mismo lugar? Si era un psicópata, no lo haría, no sería tan estúpido para dejarse atrapar fácilmente. Quizá atacaría en la avenida Grau. La primera cuadra estaba llena de putas, o en los alrededores de la plaza Manco Cápac. Mujeres ganándose el pan con el sudor de sus piernas. Una rubia al pomo, una morocha y una media china que parecía ser de la selva. ¿Cómo así se meterían a la putería? ¿Por necesidad? ¿Porque les gustaba la pinga? Un hombre vestido de negro. La Vía Expresa también estaba llena de putas, travestis, maricones. ¿De servicio o en paseo de placer?, le dijo la Rusa, dándole un beso en la mejilla. Dando unas vueltas, dijo el teniente Gonzáles. ¿Ninguna novedad? Ninguna, corazón, dijo la Rusa. ¿Dónde atacará de nuevo? Un hombre vestido de negro.
***
-¿Bailamos?
La chica le dio una rápida ojeada. ¿Le diría no, gracias, no bailo con hombres mayores? Tendría unos dieciocho o diecinueve años, la misma edad de Cynthia y Marfe. Era bonita, tenía los cabellos negros y lacios más debajo de los hombros. Sus ojos eran como los de una gata. Llevaba un ceñido polo blanco que, por la humedad, dejaba traslucir sus senos pequeños de pezones oscuros. La había estado observando desde hace un buen rato: parecía que tenía cita con alguien porque a cada rato sacaba su celular como esperando una llamada o mirando la hora. Solo había rechazado a un chico que tenía pinta de estar drogado. ¿Él sería el siguiente?
-Claro –dijo ella.
Le tomó de la mano, una mano pequeña y húmeda, y la condujo el centro de la pista de baile. Barreto interpretaba los viejos éxitos de Juaneco y su Combo.
-¿Cómo te llamas?
-Geraldine. ¿Y tú?
-Agustín.
-¿Has venido solo, Agustín?
-Sí. ¿Tú?
-Iba a venir mi amiga –dijo Geraldine-. Pero parece que desistió.
Una amiga, ¿sería lesbiana como Marfe? Quizá.
-¿Puedo fumar? –preguntó Geraldine.
-Claro –dijo Agustín.
Geraldine sacó una cajetilla de Hamilton del bolsillo trasero de su jean. Encendió un cigarrillo.
-¿Tú fumas, Agustín?
-Claro –dijo Agustín, aceptando el cigarrillo que le ofreció la chica.
Geraldine se movía bien. Sus senos parecía que querían atravesar la tela con cada movimiento.
Hicieron una pausa para beber un pisco sour. Geraldine fue un par de veces al baño para mojarse los cabellos. Hacía calor dentro de la discoteca a pesar de los grandes ventiladores que pendían del techo.
-¿Qué haces por la vida, Agustín?
-Soy profesor de literatura –dijo él.
-Seguro escribes poemas.
-Ajá.
-Por eso vistes de negro y andas con una barba como de náufrago, ¿no?
-Mmm. ¿Y tú qué haces?
-Estudio inglés en la ICPNA –dijo Geraldine-. Después estudiaré turismo, y ya, me voy al Cusco.
-Interesante –dijo Agustín.
Varias canciones y tragos después, Geraldine dijo que se iba.
-¿Dónde vives?
-Cerca del Óvalo Higuereta.
-Te llevo.
-¿No será mucha molestia?
-No –dijo el profesor-. Además, los taxis no son seguros a esta hora.
Bajaron a la cochera. El vigilante no prestó mayor atención al hombre que conducía el auto negro.
-Qué sed –dijo Geraldine.
-Aquí tengo San Luis –el hombre le ofreció la botella a medio llenar.
Geraldine se bebió todo el contenido. Un rato después, sintió que los párpados le pesaban y que el sueño la invadía. Lo último que vio antes de caer dormida fue la sonrisa del hombre que vestía de negro.
Cuando despertó, estaba en un cuarto que no era el suyo, en una cama que no era la suya. Quiso gritar pero tenía la boca sellada con una de esas mascarillas que se usan para evitar la gripe porcina y asegurada con cinta de embalaje. Estaba atada de manos y pies en la cama como Túpac Amaru. Estaba desnuda. Por el gran espejo que había en el techo vio que tenía la cabeza rapada. Entonces recién recordó a la chica que habían encontrado muerta en el puente Atocongo.
La puerta se abrió. Allí estaba el hombre con quien había bailado en el Reflejos.
-No te pregunto cómo estás porque lo puedo imaginar –dijo el hombre. Había crueldad en su mirada, en sus gestos.
Sus ojos se le llenaron de lágrimas.
-No llores. Pronto terminará tu pesadilla. De ti depende si es un infierno o no –dijo el hombre, sentado a su lado y acariciándole el pubis-. Eso te pasa por puta.
Geraldine quiso zafarse de sus ataduras, pero era imposible.
-Vuelvo en la tarde –dijo el hombre, acariciándole el rostro-. Tengo que ir a ganarme el pan de cada día.
Salió y cerró la puerta con llave.
-¿Qué hora es, profe? –preguntó Marfe.
-Casi las diez –dijo el profesor.
-Pota, ¿tan tarde? –dijo Cynthia.
-Sí –dijo el profesor-. Así es que salgan de una vez de la cama que el día está bonito.
-Ay, qué flojera –dijo Cynthia.
-No olviden que la pereza es la madre de todos los vicios –dijo el profesor, saliendo de la habitación.
Unos minutos después, las chicas bajaron a la sala. Tenían los cabellos húmedos.
-El agua aquí es bien helada –se quejó Marfe.
-Caramba, yo me levanté a las seis de la mañana.
-¿Tan temprano?
-Claro. Siempre me levanto temprano.
-A mí me gusta dormir –dijo Marfe.
-Y a mí también –dijo Cynthia.
-Así es la juventud –dijo el profesor, mientras servía el desayuno: café con leche y panes con palta.
-La mujer que se case con usted, profe, se sacará la suerte –dijo Cynthia-. Usted cocina, lava, limpia, etc.
-Y es bueno con la lengua –dijo Marfe.
-Guag, no seas cochina –dijo Cynthia-. Estamos desayunando.
-El sexo es parte de la vida –dijo Marfe-. ¿O no, profe?
-Sí, pero tiene su momento, ¿no? Tampoco lo vas a hacer en la mesa.
-¿No dijo que un día se tiró a la Luz en la cocina?
-Ella quería ahí, pues. ¿Qué tal la palta?
-Rico –dijo Cynthia.
-Después se cogen un poco para que se lleven a sus casas.
-Gracias.
-¿Y cuál es el menú de hoy? –preguntó Marfe.
-Lomo saltado –dijo el profesor.
-Pota, qué rico –dijo Cynthia-. Como para chuparse los dedos.
-Tú siempre pensando en chupar –dijo Marfe.
-No seas cochina pues, Marfe.
-¿Es cierto que la última vez que se lo hiciste a Ly te quedó un aliento a perro muerto?
Cynthia se puso colorada.
-Ajá –dijo.
-Seguro no se lavó el pipí.
Risas.
-No se te vaya a caer la lengua.
-Como al profe cuando se lo hizo a la Luz.
-Era media cochinita –dijo el profesor.
-¿Le olía fuerte?
-Ajá. Y era bien ácido.
-Ustedes son unos enfermos –dijo Cynthia-. Todo lo ven sexo.
-Es que es rico pues –dijo Marfe.
-Eres una linfómana –dijo Cynthia.
-Se dice ninfómana –le corrigió el profesor.
-No sé pues –dijo Cynthia.
Después de desayunar, salieron a recorrer el pueblo y a comprar papa, cebolla y tomate. El pueblo era chiquito. Era raro que pasara algún vehículo aparte del que venía de Chosica cada hora.
Comieron en el patio bajo la sombra del palto.
-¿Y qué hará si la monga le dice que no, profe? –preguntó Marfe-. ¿Se suicidará?
El profesor se rió.
-No es la única mujer –dijo.
-Además, es media estúpida –dijo Cynthia-. No vale la pena morir por alguien así.
-Habla la experiencia –dijo Marfe.
Cynthia sonrió de mala gana. Terminaron de almorzar en silencio.
A las tres, después de descansar un poco, emprendieron el camino de regreso.
***
Un hombre vestido de negro. ¿Y si la Chuchona se equivocó y vestía de azul o marrón? Caylloma estaba mal iluminado. De noche todos los gatos son pardos, pensó el teniente Gonzáles. La calle apestaba a orine. Pobres mujeres que tenían que ganarse la vida en medio de la podredumbre. Un hombre vestido de negro. ¿Volvería a atacar en el mismo lugar? Si era un psicópata, no lo haría, no sería tan estúpido para dejarse atrapar fácilmente. Quizá atacaría en la avenida Grau. La primera cuadra estaba llena de putas, o en los alrededores de la plaza Manco Cápac. Mujeres ganándose el pan con el sudor de sus piernas. Una rubia al pomo, una morocha y una media china que parecía ser de la selva. ¿Cómo así se meterían a la putería? ¿Por necesidad? ¿Porque les gustaba la pinga? Un hombre vestido de negro. La Vía Expresa también estaba llena de putas, travestis, maricones. ¿De servicio o en paseo de placer?, le dijo la Rusa, dándole un beso en la mejilla. Dando unas vueltas, dijo el teniente Gonzáles. ¿Ninguna novedad? Ninguna, corazón, dijo la Rusa. ¿Dónde atacará de nuevo? Un hombre vestido de negro.
***
-¿Bailamos?
La chica le dio una rápida ojeada. ¿Le diría no, gracias, no bailo con hombres mayores? Tendría unos dieciocho o diecinueve años, la misma edad de Cynthia y Marfe. Era bonita, tenía los cabellos negros y lacios más debajo de los hombros. Sus ojos eran como los de una gata. Llevaba un ceñido polo blanco que, por la humedad, dejaba traslucir sus senos pequeños de pezones oscuros. La había estado observando desde hace un buen rato: parecía que tenía cita con alguien porque a cada rato sacaba su celular como esperando una llamada o mirando la hora. Solo había rechazado a un chico que tenía pinta de estar drogado. ¿Él sería el siguiente?
-Claro –dijo ella.
Le tomó de la mano, una mano pequeña y húmeda, y la condujo el centro de la pista de baile. Barreto interpretaba los viejos éxitos de Juaneco y su Combo.
-¿Cómo te llamas?
-Geraldine. ¿Y tú?
-Agustín.
-¿Has venido solo, Agustín?
-Sí. ¿Tú?
-Iba a venir mi amiga –dijo Geraldine-. Pero parece que desistió.
Una amiga, ¿sería lesbiana como Marfe? Quizá.
-¿Puedo fumar? –preguntó Geraldine.
-Claro –dijo Agustín.
Geraldine sacó una cajetilla de Hamilton del bolsillo trasero de su jean. Encendió un cigarrillo.
-¿Tú fumas, Agustín?
-Claro –dijo Agustín, aceptando el cigarrillo que le ofreció la chica.
Geraldine se movía bien. Sus senos parecía que querían atravesar la tela con cada movimiento.
Hicieron una pausa para beber un pisco sour. Geraldine fue un par de veces al baño para mojarse los cabellos. Hacía calor dentro de la discoteca a pesar de los grandes ventiladores que pendían del techo.
-¿Qué haces por la vida, Agustín?
-Soy profesor de literatura –dijo él.
-Seguro escribes poemas.
-Ajá.
-Por eso vistes de negro y andas con una barba como de náufrago, ¿no?
-Mmm. ¿Y tú qué haces?
-Estudio inglés en la ICPNA –dijo Geraldine-. Después estudiaré turismo, y ya, me voy al Cusco.
-Interesante –dijo Agustín.
Varias canciones y tragos después, Geraldine dijo que se iba.
-¿Dónde vives?
-Cerca del Óvalo Higuereta.
-Te llevo.
-¿No será mucha molestia?
-No –dijo el profesor-. Además, los taxis no son seguros a esta hora.
Bajaron a la cochera. El vigilante no prestó mayor atención al hombre que conducía el auto negro.
-Qué sed –dijo Geraldine.
-Aquí tengo San Luis –el hombre le ofreció la botella a medio llenar.
Geraldine se bebió todo el contenido. Un rato después, sintió que los párpados le pesaban y que el sueño la invadía. Lo último que vio antes de caer dormida fue la sonrisa del hombre que vestía de negro.
Cuando despertó, estaba en un cuarto que no era el suyo, en una cama que no era la suya. Quiso gritar pero tenía la boca sellada con una de esas mascarillas que se usan para evitar la gripe porcina y asegurada con cinta de embalaje. Estaba atada de manos y pies en la cama como Túpac Amaru. Estaba desnuda. Por el gran espejo que había en el techo vio que tenía la cabeza rapada. Entonces recién recordó a la chica que habían encontrado muerta en el puente Atocongo.
La puerta se abrió. Allí estaba el hombre con quien había bailado en el Reflejos.
-No te pregunto cómo estás porque lo puedo imaginar –dijo el hombre. Había crueldad en su mirada, en sus gestos.
Sus ojos se le llenaron de lágrimas.
-No llores. Pronto terminará tu pesadilla. De ti depende si es un infierno o no –dijo el hombre, sentado a su lado y acariciándole el pubis-. Eso te pasa por puta.
Geraldine quiso zafarse de sus ataduras, pero era imposible.
-Vuelvo en la tarde –dijo el hombre, acariciándole el rostro-. Tengo que ir a ganarme el pan de cada día.
Salió y cerró la puerta con llave.
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