-Qué horrible, ¿no, profe? –dijo Cynthia. Estaba hojeando los diarios que informaban sobre la muerte de la chica del puente Atocongo.
-Ajá –dijo el profesor-. Aunque esos periódicos de medio pelo siempre exageran. Esa foto no es de la chica.
En la primera página de El Chino había una mujer ensangrentada.
-¿Cómo sabe usted? –preguntó Cynthia-. ¿Acaso ha visto a la muertita?
El profesor controló su rubor. Sin querer, subió el volumen del equipo donde Yuri cantaba Esperanzas, una de sus canciones más antiguas.
-Vi el noticiero anoche…
Cynthia bostezó.
-¿Con sueño?
-Anoche no pude jatear –dijo la chica, apoyándose en el respaldar del asiento.
-¿Problemas en tu casa?
-Mi hermanita –dijo.
-¿Qué pasa con ella?
-A veces le dejan un montón de tarea y yo pago pato. Y eso me estresa, me angustia.
-Caramba, tampoco te preocupes demasiado por ella. Tú ayúdala en lo que puedas.
-Igual me preocupo.
-Bueno, bueno. Pero ya sabes que las tareas las tiene que hacer su dueña, no tú.
-Ok.
Cynthia cerró los ojos como si durmiera. Qué fácil sería apretarle el cuello. Patalearía menos de un minuto y después se quedaría quietecita como una estatua…
-¡El Valdizán! –exclamó la chica, abriendo los ojos de pronto y señalando hacia su izquierda.
-¿Allí estuviste internada?
-No –dijo la chica-. En el Almenara. En el pabellón de los locos.
Rió.
-Qué será de Pablito, el viejito del martillo –dijo-. Paraba alucinando que tenía un martillo y andaba clavando puertas y ventanas y chancando las mesas y sillas.
-Ya habrá clavado a Cristo.
Cynthia soltó una sonora carcajada. El profesor lo imitó sin mucha convicción.
En Ceres el tráfico era intenso. Los ambulantes se pegaban a las ventanillas de los vehículos ofreciendo desde caramelos hasta polos de la selección peruana con las imágenes del Chorri Palacios, Ñol Solano y el loco Vargas. El profesor compró cuatro chocolates Cañonazo.
-Toma, endulza tu vida –le dijo a Cynthia, ofreciéndole un chocolate.
-Gracias, profe –dijo la chica.
Menos mal que en Huachipa no había atolladero y pasaron sin problema alguno. Cynthia se había quedado dormida. Un mechón de su cabello le cubría medio rostro.
Antes de llegar a Huaycán, llamó a Marfe. Marfe todavía estaba en su cama.
-Tienes cinco minutos para estar en la pista o te dejamos –le dijo el profesor. Disminuyó la velocidad.
A partir de Ñaña ya se dejaba sentir el sol. Cynthia abrió los ojos.
-¿Ya llegamos donde Marfe? –preguntó.
-Dentro de un minuto –dijo el profesor-. Todavía dormía cuando la llamé.
Llegaron a la altura de El Cuadro. Como Marfe no estaba en el paradero, se estacionaron a un lado de la pista. El profesor volvió a llamar a Marfe. Marfe dijo que ya estaba por llegar, que la esperaran un minuto.
-Apúrate que te dejamos.
Cynthia sonrió. Un par de minutos después, se apareció Marfe. Tenía en la espalda una enorme mochila. Apenas si se había mojado la cara y los cabellos. Se saludaron con beso en las mejillas. Se sentó al lado del profesor y Cynthia se pasó al asiento posterior porque quería dormir un rato.
Hablaron de la chica del puente Atocongo. Algunos de los diarios especulaban sobre la aparición de un nuevo psicópata.
-¡Uy, qué miedo! –dijo Marfe, pasándose el cepillo sobre su rubia cabellera-. Imagínense que nos topemos con el psicópata.
-Por eso no hay que salir de paseo con hombres desconocidos –dijo el profesor.
-No nos diga que usted es el psicópata –dijo Marfe.
-Sí, lo soy –dijo el profesor.
-Entonces yo soy la Caperucita Roja –dijo Marfe.
-La Caperucita Rota más bien –dijo Cynthia.
Risas.
-Por si acaso, yo estoy pura, inmaculada, sellada –dijo Marfe.
-Todavía orinas agua bendita –dijo el profesor.
-Ajá.
Rieron con ganas. En el equipo cantaba Sissel.
Cruzaron Chaclacayo, el puente de Los Ángeles, allí estaba el río Rímac convertido en un vertedero. El profesor le dijo a Marfe para que manejara un rato porque también tenía un poco de sueño. El sol se colaba con furia por las ventanillas.
-¿Qué le dijeron a sus padres?
-Que me iba de campamento –dijo Marfe.
-Que me iba a pasar el fin de semana donde una amiga en Chaclacayo –dijo Cynthia.
-Ninguna dijo la verdad.
Volvieron a reír. Cruzaron frente al Parque Central de Chosica. El profesor compró tres helados. El sol ya quemaba sin piedad.
Antes del peaje de Corcona, el profesor volvió a tomar el timón.
-¿Cuánto falta para llegar a su búnker, profe Harol?
-Poquitito –dijo el profesor-. Un par de minutos. Este lugar se llama Cocachacra.
-Bonito lugar –dijo Cynthia-. Se parece a Carabayllo.
-¿Ven ese cerro? –el profesor señaló un cerro a su izquierda-. Siempre la subía con mi sobrino mayor.
-No es tan alto –dijo Marfe.
-Desde acá parece chiquito, pero es un cerrote –dijo el profesor-. Íbamos por un huayco donde hay un rocón. Hasta allí llegábamos.
-A ver si bajamos después –dijo Marfe.
-Claro.
-¡El río! –exclamó Cynthia-. Bajemos un rato.
-Después de dejar las cosas –dijo el profesor-. Ya no falta nada.
Cruzaron un túnel. Un rato después, doblaron hacia la izquierda y empezaron a subir por en medio de las chacras y los tunales.
-Pota, qué bonito –dijo Cynthia-. Algún día tendré un terrenito así.
-No has renunciado a tus sueños de ingresar a la Agraria –le dijo el profesor.
-Recién cuando me muera lo haré –dijo Cynthia.
-Reza para que no te encuentres con el psicópata del puente Atocongo.
Volvieron a reír con ganas.
Entraron a un pueblo de aspecto serrano y calles estrechas. Se detuvieron ante una casa de adobe de dos pisos rodeaba por un muro alto coronado por buganvillas de colores. El profesor bajó para abrir el portón y Marfe estacionó el auto junto a un enorme palto.
-¡Pota, he pisado caca! –Cynthia lanzó una maldición. Acababa de pisar una de las paltas que estaban tiradas en el suelo.
-Dicen que pisar caca trae suerte –dijo el profesor.
-Bonito consuelo –dijo Cynthia mientras se lavaba los pies en el caño.
-Bueno, chicas, hay que bajar las cosas, quitar un poco el polvo, preparar el almuerzo.
-Ay, profe, usted nos ha traído como sus natacholas –dijo Marfe.
Risas.
-Dejas el caño abierto –le dijo el profesor a Cynthia-. Y echan las paltas que estén podridas al jardín para que se guanee la tierra.
-Eso le iba a decir –dijo Cynthia.
Después de limpiar un poco, se pusieron a preparar la parrillada. El profesor prendió un fogón para sancochar papa y choclo, Cynthia preparó ensalada de palta y lechuga y Marfe preparó una sangría con el vino que le había robado a su papá. Se pusieron a comer en la terraza bajo la sombra de la buganvilla. De los parlantes del equipo de sonido brotaban viejas canciones pop de los ochenta.
-Bonito lugar, profe Harol –dijo Marfe.
-Con mis padres y mis sobrinos venía siempre a este lugar –dijo el profesor-. Llegábamos aquí, recorríamos el pueblo y luego bajábamos al río a bañarnos. Mamá soñaba con tener una casita aquí, pues le recordaba a su pueblo. Aunque ella no pudo hacer realidad su sueño, yo se lo he hecho.
-¿Está enterrada aquí?
-Sí. Los dos. Luego vamos a visitarlos. Con mis sobrinos siempre íbamos al cementerio a perseguir lagartijas para dejarlas sin cola.
-Pota, qué malo es usted, profe –dijo Cynthia.
-Así descarga su ira en lugar de matar personas –dijo Marfe.
-¿Así no empiezan los psicópatas? –dijo Cynthia-. Matando animalitos indefensos.
-Caramba, era divertido –dijo el profesor-. ¡Salud, chicas!
Alzaron sus copas y brindaron.
-Pota que está rica la sangría –dijo Cynthia. Se empezó a reír.
-¿Te has vuelto loca, o qué? –le preguntó Marfe.
-Debe ser un chiste privado –dijo el profesor.
-O uno rojo –dijo Marfe.
-Nada de eso –dijo Cynthia-. Me estaba acordando que un día me tomé solita la damajuana de mi viejo.
-¿Por?
-Me dieron ganas de emborracharme.
-Qué loca.
-Es que estaba rico –dijo Cynthia.
-¿Y no te sacaron la mugre por chupar lo que no debes? –le dijo Marfe.
-Menos mal que no –dijo Cynthia.
Se mataron de la risa.
-¿A qué hora bajamos al río, profe? –preguntó Marfe.
-Lavando los servicios. Para dormir la siesta sobre la arena.
-Qué rico –dijo Cynthia-. Apurémonos.
Terminaron de almorzar y lavaron los servicios y se dispusieron a bajar hacia el río. Fueron a ponerse una ropa más cómoda.
-¿Han visto mi ropa de baño? –preguntó Marfe.
-No.
-Creo que lo dejé en mi cama por salir apurada –dijo Marfe.
-Pota, te bañarás calata –le dijo Cynthia-. O en calzón.
-Ay, no seas mala –dijo Marfe-. Al profe le va a salir un orzuelo.
-Tamaño de sus pelotas.
Risas.
-Bueno, me baño un rato y luego te presto mi bikini.
-Claro.
Fueron por el camino por donde habían venido.
-Aquí deben dar ricas tunas –dijo Cynthia.
-¿En qué mes salen los frutos? –preguntó Marfe.
-En el verano –dijo Cynthia.
-Hay que venir para esas fechas –dijo Marfe.
-Para que coman tunas hasta el hartazgo –dijo el profesor.
-Pero en el verano lloverá aquí bastante, ¿no, profe? –preguntó Cynthia.
-Sí –dijo el profesor.
-A mí me gusta caminar bajo la lluvia –dijo Marfe.
-Hasta que te atraviese un rayo –dijo Cynthia.
-U otra cosa –dijo el profesor.
Se mataron de la risa. Todo era alegría. Cruzaron un puente de rieles por donde pasaba el tren. Sopló un viento que levantó la falda de Marfe y se le vio el calzón.
-¿Marfe está buena o no está buena, profe?
-No vi nada –dijo el profesor.
-Bien que se ganó.
Llegaron a la pista, fueron por un lado hasta el túnel que lo cruzaron corriendo y gritando como locos.
Llegaron al río que tenía un regular caudal.
-Se parece al río Chillón que cruza por Carabayllo –dijo Cynthia-. Todavía está sin contaminar.
Se quitó el vestido y quedó en ropa de baño: un bóxer crema con flores y un sostén rojo. Se metió al agua y se puso a chapotear.
-¿Verdad que se parece a una sirena, profe? –dijo Marfe.
-O a un pato –dijo el profesor.
-Qué malo –dijo Cynthia. Les echó agua.
Marfe se subió a una piedra, resbaló y cayó al río. Cynthia y el profesor se mataron de la risa.
Marfe se quitó la falda y quedó en calzón. Era uno pequeño por cuyos costados se le escapaban los vellos rubios y rizados.
-Pota, Marfe es la nueva mujer barbuda –dijo Cynthia.
Marfe se puso colorada.
El profesor también se metió al agua y nadaron, bucearon, cruzaron para la otra orilla, volvieron, se echaron en una piedra gigante para que el sol secara sus cuerpos.
Al final de la tarde regresaron al pueblo.
***
Parecía dormida con las mejillas coloradas, los labios rojos y los ojos pintados, pero estaba muerta. El teniente Gonzáles tarareó, o recordó la melodía, Vestida de blanco, esa vieja canción de Palito Ortega que su padre escuchaba cuando tomaba sus cervezas de vez en cuando y se ponía romántico y escuchaba a Leo Dan, Leonardo Favio y otros cantantes de la prehistoria. Tenía las mejillas heladas debajo de la capa de maquillaje, el terror petrificado en su rostro de muñeca. Una muñeca pelona, pensó el teniente, pasándole la mano por la cabeza rapada. Quizá el asesino admiraba a esa cantante calva que un día ¿rompió una foto del Papa o se limpió el trasero? ¿Cómo se llamaba? No recordaba el nombre de la cantante calva. Había sido puta, la habían embarazado a los dieciséis años y no había podido terminar la secundaria. Alguna amiga pendeja la llevaría a bailar a una de esas discotecas de mala muerte y lo demás vendría por añadidura. La carita no le ayudaba para ser decente. Era verdad que todos teníamos un demonio en nuestro interior, o un ángel, como decía el profesor de literatura. El doctor Jekyll y Mr. Hyde. Tenía que terminar de leer esa novelita. No tenía muchas páginas, pero a veces se le hacía difícil avanzar. Le abrió los párpados: allí estaban sus ojos de miel velados por una película transparente, acuoso. Ellos habían visto a su asesino, el lugar a donde la llevó, las calles por donde fueron. ¿Cómo era el hombre con que te fuiste?, le preguntó en un susurro. Silencio. Si tú fueras ella, ¿con quién te irías? Con un hombre que te ofrece una buena propina por un servicio completo, con un hombre cuyo rostro te inspira confianza. Doctor Jekyll. No confíes de las caras bonitas ni de los que te lisonjean. Mr. Hyde.
-¿Pensativo, Gonzáles?
Era el mayor Huamán. Tenía un café en la mano.
El teniente asintió.
-Bonita, ¿no?
-Mmm.
-Cobraría caro.
-Seguro. Hace tiempo que no voy al chongo.
El mayor se rió con ganas. Tenía una voz estentórea.
-¿Nunca te has levantado una jerma así?
-No, mi mayor. ¿Usted?
-Hace años, cuando en la policía se ganaba bien. Ahora el sueldo no alcanza ni para el té –dijo el mayor-. Los que están bien son los de carreteras.
-¿Es cierto que ahora lo mínimo que coimean es veinte lucas? –preguntó el teniente.
-Ajá –dijo el mayor-. Pero los ferchos tienen plata. Chupan bien, cachan bien. Los cagados somos nosotros.
Se rieron.
-Y los comerciantes –dijo el teniente Gonzáles. Y, señalando el cadáver, añadió-: Sus viejos vendían en la Parada.
-¿Y por qué se metería de puta?
-Según su madre, siempre fue una pata de perro. Desde chibola paraba en la calle nomás. Decía que se iba al colegio, pero se iba a tirar con su gil.
-Hasta que se la llenaron, seguro.
-Ajá. Y el pata se hizo el huevón.
-¿Pero meterse de puta?
-Le gustaría la pinga seguramente.
-Seguro. Con esa carita, podría haber trabajado de modelo.
-Hasta postular al Miss Perú.
Otra vez rieron. El mayor había terminado su café.
-Buen banquete se van a dar los gusanos.
-Mmm –masculló el teniente.
-¿Nunca se ha tirado a una muerta, Gonzáles?
-No, mi mayor. ¿Y usted?
-Tampoco. Pero cuando estuve en la zona de emergencia, vi que los cachaquitos se tiraban a las terruquitas que acababan de matar.
-Esos aguantados se tiran hasta a las llamas, las gallinas. No respetan nada.
Vuelta las risas.
-Bueno, corazón, a chambear –dijo el mayor, acariciando el rostro helado de la chica-. En la noche vengo por un polvito.
Los dos hombres abandonaron el lugar en medio de las risas.
***
Se quedó quieta después de luchar inútilmente por librarse de la garra que aprisionaba su nuca. En esa posición no había podido hacer mucho por defenderse, apenas unos manotazos contra el aire. La volvió de cara al techo cuando la muerte apenas terminaba de tatuar en su rostro el rictus de terror que no pudo borrar a pesar que le cerró la boca y los ojos que había quedado desmesuradamente abiertos. Le estiró los brazos y las largas piernas, después le cortó el pelo con una tijera y enseguida le pasó la máquina eléctrica con el cual se igualaba la barba. Lo mismo hizo con su pubis. Guardó la pelambre en bolsas transparentes sobre las cuales escribió la fecha y hora en que habían ocurrido los hechos. Limpió el cuerpo con una toalla humedecida y sus partes íntimas con un hisopo empapado en alcohol. La vistió con el baby doll y los pantys y le puso los tacos rojos y después envolvió el cuerpo en una sábana y la bajó a la cochera, la guardó en la maletera y condujo hasta el puente Atocongo donde la dejó. Esa noche durmió bien, no tuvo pesadillas, remordimientos, nadie lo sacudió durante su sueño, no le tuvo miedo a la oscuridad. No era malo lo que había hecho. Su madre estaría mirándole feliz desde las estrellas.
-Ajá –dijo el profesor-. Aunque esos periódicos de medio pelo siempre exageran. Esa foto no es de la chica.
En la primera página de El Chino había una mujer ensangrentada.
-¿Cómo sabe usted? –preguntó Cynthia-. ¿Acaso ha visto a la muertita?
El profesor controló su rubor. Sin querer, subió el volumen del equipo donde Yuri cantaba Esperanzas, una de sus canciones más antiguas.
-Vi el noticiero anoche…
Cynthia bostezó.
-¿Con sueño?
-Anoche no pude jatear –dijo la chica, apoyándose en el respaldar del asiento.
-¿Problemas en tu casa?
-Mi hermanita –dijo.
-¿Qué pasa con ella?
-A veces le dejan un montón de tarea y yo pago pato. Y eso me estresa, me angustia.
-Caramba, tampoco te preocupes demasiado por ella. Tú ayúdala en lo que puedas.
-Igual me preocupo.
-Bueno, bueno. Pero ya sabes que las tareas las tiene que hacer su dueña, no tú.
-Ok.
Cynthia cerró los ojos como si durmiera. Qué fácil sería apretarle el cuello. Patalearía menos de un minuto y después se quedaría quietecita como una estatua…
-¡El Valdizán! –exclamó la chica, abriendo los ojos de pronto y señalando hacia su izquierda.
-¿Allí estuviste internada?
-No –dijo la chica-. En el Almenara. En el pabellón de los locos.
Rió.
-Qué será de Pablito, el viejito del martillo –dijo-. Paraba alucinando que tenía un martillo y andaba clavando puertas y ventanas y chancando las mesas y sillas.
-Ya habrá clavado a Cristo.
Cynthia soltó una sonora carcajada. El profesor lo imitó sin mucha convicción.
En Ceres el tráfico era intenso. Los ambulantes se pegaban a las ventanillas de los vehículos ofreciendo desde caramelos hasta polos de la selección peruana con las imágenes del Chorri Palacios, Ñol Solano y el loco Vargas. El profesor compró cuatro chocolates Cañonazo.
-Toma, endulza tu vida –le dijo a Cynthia, ofreciéndole un chocolate.
-Gracias, profe –dijo la chica.
Menos mal que en Huachipa no había atolladero y pasaron sin problema alguno. Cynthia se había quedado dormida. Un mechón de su cabello le cubría medio rostro.
Antes de llegar a Huaycán, llamó a Marfe. Marfe todavía estaba en su cama.
-Tienes cinco minutos para estar en la pista o te dejamos –le dijo el profesor. Disminuyó la velocidad.
A partir de Ñaña ya se dejaba sentir el sol. Cynthia abrió los ojos.
-¿Ya llegamos donde Marfe? –preguntó.
-Dentro de un minuto –dijo el profesor-. Todavía dormía cuando la llamé.
Llegaron a la altura de El Cuadro. Como Marfe no estaba en el paradero, se estacionaron a un lado de la pista. El profesor volvió a llamar a Marfe. Marfe dijo que ya estaba por llegar, que la esperaran un minuto.
-Apúrate que te dejamos.
Cynthia sonrió. Un par de minutos después, se apareció Marfe. Tenía en la espalda una enorme mochila. Apenas si se había mojado la cara y los cabellos. Se saludaron con beso en las mejillas. Se sentó al lado del profesor y Cynthia se pasó al asiento posterior porque quería dormir un rato.
Hablaron de la chica del puente Atocongo. Algunos de los diarios especulaban sobre la aparición de un nuevo psicópata.
-¡Uy, qué miedo! –dijo Marfe, pasándose el cepillo sobre su rubia cabellera-. Imagínense que nos topemos con el psicópata.
-Por eso no hay que salir de paseo con hombres desconocidos –dijo el profesor.
-No nos diga que usted es el psicópata –dijo Marfe.
-Sí, lo soy –dijo el profesor.
-Entonces yo soy la Caperucita Roja –dijo Marfe.
-La Caperucita Rota más bien –dijo Cynthia.
Risas.
-Por si acaso, yo estoy pura, inmaculada, sellada –dijo Marfe.
-Todavía orinas agua bendita –dijo el profesor.
-Ajá.
Rieron con ganas. En el equipo cantaba Sissel.
Cruzaron Chaclacayo, el puente de Los Ángeles, allí estaba el río Rímac convertido en un vertedero. El profesor le dijo a Marfe para que manejara un rato porque también tenía un poco de sueño. El sol se colaba con furia por las ventanillas.
-¿Qué le dijeron a sus padres?
-Que me iba de campamento –dijo Marfe.
-Que me iba a pasar el fin de semana donde una amiga en Chaclacayo –dijo Cynthia.
-Ninguna dijo la verdad.
Volvieron a reír. Cruzaron frente al Parque Central de Chosica. El profesor compró tres helados. El sol ya quemaba sin piedad.
Antes del peaje de Corcona, el profesor volvió a tomar el timón.
-¿Cuánto falta para llegar a su búnker, profe Harol?
-Poquitito –dijo el profesor-. Un par de minutos. Este lugar se llama Cocachacra.
-Bonito lugar –dijo Cynthia-. Se parece a Carabayllo.
-¿Ven ese cerro? –el profesor señaló un cerro a su izquierda-. Siempre la subía con mi sobrino mayor.
-No es tan alto –dijo Marfe.
-Desde acá parece chiquito, pero es un cerrote –dijo el profesor-. Íbamos por un huayco donde hay un rocón. Hasta allí llegábamos.
-A ver si bajamos después –dijo Marfe.
-Claro.
-¡El río! –exclamó Cynthia-. Bajemos un rato.
-Después de dejar las cosas –dijo el profesor-. Ya no falta nada.
Cruzaron un túnel. Un rato después, doblaron hacia la izquierda y empezaron a subir por en medio de las chacras y los tunales.
-Pota, qué bonito –dijo Cynthia-. Algún día tendré un terrenito así.
-No has renunciado a tus sueños de ingresar a la Agraria –le dijo el profesor.
-Recién cuando me muera lo haré –dijo Cynthia.
-Reza para que no te encuentres con el psicópata del puente Atocongo.
Volvieron a reír con ganas.
Entraron a un pueblo de aspecto serrano y calles estrechas. Se detuvieron ante una casa de adobe de dos pisos rodeaba por un muro alto coronado por buganvillas de colores. El profesor bajó para abrir el portón y Marfe estacionó el auto junto a un enorme palto.
-¡Pota, he pisado caca! –Cynthia lanzó una maldición. Acababa de pisar una de las paltas que estaban tiradas en el suelo.
-Dicen que pisar caca trae suerte –dijo el profesor.
-Bonito consuelo –dijo Cynthia mientras se lavaba los pies en el caño.
-Bueno, chicas, hay que bajar las cosas, quitar un poco el polvo, preparar el almuerzo.
-Ay, profe, usted nos ha traído como sus natacholas –dijo Marfe.
Risas.
-Dejas el caño abierto –le dijo el profesor a Cynthia-. Y echan las paltas que estén podridas al jardín para que se guanee la tierra.
-Eso le iba a decir –dijo Cynthia.
Después de limpiar un poco, se pusieron a preparar la parrillada. El profesor prendió un fogón para sancochar papa y choclo, Cynthia preparó ensalada de palta y lechuga y Marfe preparó una sangría con el vino que le había robado a su papá. Se pusieron a comer en la terraza bajo la sombra de la buganvilla. De los parlantes del equipo de sonido brotaban viejas canciones pop de los ochenta.
-Bonito lugar, profe Harol –dijo Marfe.
-Con mis padres y mis sobrinos venía siempre a este lugar –dijo el profesor-. Llegábamos aquí, recorríamos el pueblo y luego bajábamos al río a bañarnos. Mamá soñaba con tener una casita aquí, pues le recordaba a su pueblo. Aunque ella no pudo hacer realidad su sueño, yo se lo he hecho.
-¿Está enterrada aquí?
-Sí. Los dos. Luego vamos a visitarlos. Con mis sobrinos siempre íbamos al cementerio a perseguir lagartijas para dejarlas sin cola.
-Pota, qué malo es usted, profe –dijo Cynthia.
-Así descarga su ira en lugar de matar personas –dijo Marfe.
-¿Así no empiezan los psicópatas? –dijo Cynthia-. Matando animalitos indefensos.
-Caramba, era divertido –dijo el profesor-. ¡Salud, chicas!
Alzaron sus copas y brindaron.
-Pota que está rica la sangría –dijo Cynthia. Se empezó a reír.
-¿Te has vuelto loca, o qué? –le preguntó Marfe.
-Debe ser un chiste privado –dijo el profesor.
-O uno rojo –dijo Marfe.
-Nada de eso –dijo Cynthia-. Me estaba acordando que un día me tomé solita la damajuana de mi viejo.
-¿Por?
-Me dieron ganas de emborracharme.
-Qué loca.
-Es que estaba rico –dijo Cynthia.
-¿Y no te sacaron la mugre por chupar lo que no debes? –le dijo Marfe.
-Menos mal que no –dijo Cynthia.
Se mataron de la risa.
-¿A qué hora bajamos al río, profe? –preguntó Marfe.
-Lavando los servicios. Para dormir la siesta sobre la arena.
-Qué rico –dijo Cynthia-. Apurémonos.
Terminaron de almorzar y lavaron los servicios y se dispusieron a bajar hacia el río. Fueron a ponerse una ropa más cómoda.
-¿Han visto mi ropa de baño? –preguntó Marfe.
-No.
-Creo que lo dejé en mi cama por salir apurada –dijo Marfe.
-Pota, te bañarás calata –le dijo Cynthia-. O en calzón.
-Ay, no seas mala –dijo Marfe-. Al profe le va a salir un orzuelo.
-Tamaño de sus pelotas.
Risas.
-Bueno, me baño un rato y luego te presto mi bikini.
-Claro.
Fueron por el camino por donde habían venido.
-Aquí deben dar ricas tunas –dijo Cynthia.
-¿En qué mes salen los frutos? –preguntó Marfe.
-En el verano –dijo Cynthia.
-Hay que venir para esas fechas –dijo Marfe.
-Para que coman tunas hasta el hartazgo –dijo el profesor.
-Pero en el verano lloverá aquí bastante, ¿no, profe? –preguntó Cynthia.
-Sí –dijo el profesor.
-A mí me gusta caminar bajo la lluvia –dijo Marfe.
-Hasta que te atraviese un rayo –dijo Cynthia.
-U otra cosa –dijo el profesor.
Se mataron de la risa. Todo era alegría. Cruzaron un puente de rieles por donde pasaba el tren. Sopló un viento que levantó la falda de Marfe y se le vio el calzón.
-¿Marfe está buena o no está buena, profe?
-No vi nada –dijo el profesor.
-Bien que se ganó.
Llegaron a la pista, fueron por un lado hasta el túnel que lo cruzaron corriendo y gritando como locos.
Llegaron al río que tenía un regular caudal.
-Se parece al río Chillón que cruza por Carabayllo –dijo Cynthia-. Todavía está sin contaminar.
Se quitó el vestido y quedó en ropa de baño: un bóxer crema con flores y un sostén rojo. Se metió al agua y se puso a chapotear.
-¿Verdad que se parece a una sirena, profe? –dijo Marfe.
-O a un pato –dijo el profesor.
-Qué malo –dijo Cynthia. Les echó agua.
Marfe se subió a una piedra, resbaló y cayó al río. Cynthia y el profesor se mataron de la risa.
Marfe se quitó la falda y quedó en calzón. Era uno pequeño por cuyos costados se le escapaban los vellos rubios y rizados.
-Pota, Marfe es la nueva mujer barbuda –dijo Cynthia.
Marfe se puso colorada.
El profesor también se metió al agua y nadaron, bucearon, cruzaron para la otra orilla, volvieron, se echaron en una piedra gigante para que el sol secara sus cuerpos.
Al final de la tarde regresaron al pueblo.
***
Parecía dormida con las mejillas coloradas, los labios rojos y los ojos pintados, pero estaba muerta. El teniente Gonzáles tarareó, o recordó la melodía, Vestida de blanco, esa vieja canción de Palito Ortega que su padre escuchaba cuando tomaba sus cervezas de vez en cuando y se ponía romántico y escuchaba a Leo Dan, Leonardo Favio y otros cantantes de la prehistoria. Tenía las mejillas heladas debajo de la capa de maquillaje, el terror petrificado en su rostro de muñeca. Una muñeca pelona, pensó el teniente, pasándole la mano por la cabeza rapada. Quizá el asesino admiraba a esa cantante calva que un día ¿rompió una foto del Papa o se limpió el trasero? ¿Cómo se llamaba? No recordaba el nombre de la cantante calva. Había sido puta, la habían embarazado a los dieciséis años y no había podido terminar la secundaria. Alguna amiga pendeja la llevaría a bailar a una de esas discotecas de mala muerte y lo demás vendría por añadidura. La carita no le ayudaba para ser decente. Era verdad que todos teníamos un demonio en nuestro interior, o un ángel, como decía el profesor de literatura. El doctor Jekyll y Mr. Hyde. Tenía que terminar de leer esa novelita. No tenía muchas páginas, pero a veces se le hacía difícil avanzar. Le abrió los párpados: allí estaban sus ojos de miel velados por una película transparente, acuoso. Ellos habían visto a su asesino, el lugar a donde la llevó, las calles por donde fueron. ¿Cómo era el hombre con que te fuiste?, le preguntó en un susurro. Silencio. Si tú fueras ella, ¿con quién te irías? Con un hombre que te ofrece una buena propina por un servicio completo, con un hombre cuyo rostro te inspira confianza. Doctor Jekyll. No confíes de las caras bonitas ni de los que te lisonjean. Mr. Hyde.
-¿Pensativo, Gonzáles?
Era el mayor Huamán. Tenía un café en la mano.
El teniente asintió.
-Bonita, ¿no?
-Mmm.
-Cobraría caro.
-Seguro. Hace tiempo que no voy al chongo.
El mayor se rió con ganas. Tenía una voz estentórea.
-¿Nunca te has levantado una jerma así?
-No, mi mayor. ¿Usted?
-Hace años, cuando en la policía se ganaba bien. Ahora el sueldo no alcanza ni para el té –dijo el mayor-. Los que están bien son los de carreteras.
-¿Es cierto que ahora lo mínimo que coimean es veinte lucas? –preguntó el teniente.
-Ajá –dijo el mayor-. Pero los ferchos tienen plata. Chupan bien, cachan bien. Los cagados somos nosotros.
Se rieron.
-Y los comerciantes –dijo el teniente Gonzáles. Y, señalando el cadáver, añadió-: Sus viejos vendían en la Parada.
-¿Y por qué se metería de puta?
-Según su madre, siempre fue una pata de perro. Desde chibola paraba en la calle nomás. Decía que se iba al colegio, pero se iba a tirar con su gil.
-Hasta que se la llenaron, seguro.
-Ajá. Y el pata se hizo el huevón.
-¿Pero meterse de puta?
-Le gustaría la pinga seguramente.
-Seguro. Con esa carita, podría haber trabajado de modelo.
-Hasta postular al Miss Perú.
Otra vez rieron. El mayor había terminado su café.
-Buen banquete se van a dar los gusanos.
-Mmm –masculló el teniente.
-¿Nunca se ha tirado a una muerta, Gonzáles?
-No, mi mayor. ¿Y usted?
-Tampoco. Pero cuando estuve en la zona de emergencia, vi que los cachaquitos se tiraban a las terruquitas que acababan de matar.
-Esos aguantados se tiran hasta a las llamas, las gallinas. No respetan nada.
Vuelta las risas.
-Bueno, corazón, a chambear –dijo el mayor, acariciando el rostro helado de la chica-. En la noche vengo por un polvito.
Los dos hombres abandonaron el lugar en medio de las risas.
***
Se quedó quieta después de luchar inútilmente por librarse de la garra que aprisionaba su nuca. En esa posición no había podido hacer mucho por defenderse, apenas unos manotazos contra el aire. La volvió de cara al techo cuando la muerte apenas terminaba de tatuar en su rostro el rictus de terror que no pudo borrar a pesar que le cerró la boca y los ojos que había quedado desmesuradamente abiertos. Le estiró los brazos y las largas piernas, después le cortó el pelo con una tijera y enseguida le pasó la máquina eléctrica con el cual se igualaba la barba. Lo mismo hizo con su pubis. Guardó la pelambre en bolsas transparentes sobre las cuales escribió la fecha y hora en que habían ocurrido los hechos. Limpió el cuerpo con una toalla humedecida y sus partes íntimas con un hisopo empapado en alcohol. La vistió con el baby doll y los pantys y le puso los tacos rojos y después envolvió el cuerpo en una sábana y la bajó a la cochera, la guardó en la maletera y condujo hasta el puente Atocongo donde la dejó. Esa noche durmió bien, no tuvo pesadillas, remordimientos, nadie lo sacudió durante su sueño, no le tuvo miedo a la oscuridad. No era malo lo que había hecho. Su madre estaría mirándole feliz desde las estrellas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario