El teniente apartó la mata de cabellos que cubría el rostro del prisionero. ¿Harold? ¿Era posible? ¿Harold en Ayacucho?
–¿Harold?
El prisionero levantó el rostro y le clavó la mirada. Había odio en esos ojos negros que él conocía muy bien. Sí, era Harold, lo reconoció a pesar de la espesa barba y los cabellos largos que llevaba ahora. Harold, el número uno de la promoción, el engreído de los profesores del Estenós, el que ingresó a La Cantuta para estudiar educación, el que un día desapareció sin despedirse de nadie como si la tierra se lo hubiese tragado. ¿Dónde estará Harold?, se preguntaba todo el mundo.
Estaba aquí, en Ayacucho, matando campesinos y soldados. Quién iba a creerlo, todo delicadito él y ahora parecía una fiera rabiosa con las manos fuertemente atadas. Cuántas veces lo había defendido de Chinga, del chato Huayta, de Joel, de Chizo, los matoncitos del colegio. Él le brindaba protección y Harold le permitía copiar en los exámenes, le prestaba sus cuadernos para que se pusiera al día, le hacía las asignaciones, lo incluía en su grupo para las exposiciones, le resolvía los difíciles problemas que les dejaba Tenorio.
–Harold…
–Mátame de una vez, perro miserable –esa voz, ese rugido era el mismo que declamaba Canto coral a Túpac Amaru en todas las actuaciones. Esa voz llena de rencor era la misma que antes le cantaba con dulzura canciones de amor a Paola, la chica más bonita del 5° A. ¿Cómo así se habría vuelto comunista? ¿Por decepción amorosa?: Paola había preferido a Joel. ¿De tanto leer libros?: Harold paraba en la biblioteca nomás. Decían que el Teórico, el bibliotecario, era terruco. El tío le metería en el cerebro esas tonterías de la lucha de clases…
–Harold, soy el chino Méndez del Estenós, ¿no me reconoces?
–¿Chino Méndez? –el prisionero lo miró con atención, estudiándolo–. ¡Chino! ¿Qué mierda haces acá?
–Eso mismo te pregunto a ti, huevón.
–Ya lo ves: estoy luchando por la libertad de los oprimidos.
–Eres terruco.
–¿Terruco? Claro que no, amigo. Soy revolucionario. Re–vo–lu–cio–na–rio. No confundas.
–Es lo mismo.
–Lo de terruco suena feo, chino. No hay poesía en esa palabra. ¿Y tú?
–Ya lo ves: soy soldado.
–¿Soldado? No, chino Méndez. Tú no eres soldado. ¿Quién te dijo que tú eres soldado? Tú solo eres un perro guardián del viejo y podrido Estado. Eso es lo que eres.
Así hablaban los terrucos.
–Pero no importa lo que seamos ahora; desátame para darte un abrazo, promoción.
–¿Desatarte? No seas pendejo, Harold. ¿Para que te escapes o me mates?
–¿Acaso no confías en tu pata del alma, en tu yunta, chino Méndez? –preguntó Harold. Botó la bola de coca que había estado chacchando. Tenía la dentadura verde e incompleta. ¿Dónde estarían sus blanquísimos dientes? Seguía estando flaco, pero ahora se notaba que sus brazos eran fuertes. Llevaba un jean gastado. Tenía puestas unas viejas ojotas. Tenía los pies sucios, las uñas negras. Por lo visto, vivir a salto de mata en la serranía era penoso–. ¿Acaso me vas a matar, promoción?
–Estamos en guerra, ¿no?
–Y no te equivocas, amigo. Sí, estamos en guerra. Desde el diecisiete de mayo de 1980 estamos en guerra. Una guerra de las masas contra la oligarquía, de los pobres contra los ricos, de los explotados contra los explotadores, de los campesinos contra los gamonales. ¿En cuál bando estás tú, chino Méndez?
¿En cuál bando estaba él? Él solo era un soldado que servía a su patria. Él solo era un peruano que cumplía con su deber.
–Yo solo sirvo a mi patria.
Harold soltó una sonora carcajada.
–¿Quién chucha te dijo que sirves a tu patria, promoción? Tú sirves a los ricos, a los terratenientes, a los oligarcas –escupió el prisionero–. A nadie más. ¿Me oíste?: eres un sirviente de los que tienen plata.
–No me vengas con huevadas, Harold.
–No son huevadas, chino. Lástima que tú nunca lo vas a poder entender.
–Claro, yo no leo libros, yo no he ido a la universidad.
–No es necesario ir a la universidad para darse cuenta que somos explotados, chino. Hay que ver a nuestro alrededor nomás.
–¿Por eso te volviste terruco?
–Es una historia larga que algún día te contaré.
–Si miss Huayanca viese a su alumno favorito convertido en terruco, se moriría de cólera.
–Al contrario, se alegraría de verme convertido en un combatiente del pueblo, en un luchador antiimperialista.
Esta vez el que rió fue chino Méndez. ¿Harold se creía el Che Guevara? Por lo visto, estaba delirando.
–Si tú lo dices.
–¿Qué sabes de la promo? Cambiando de tema.
–El año pasado tuvimos un reencuentro. Estuvieron el director, la mona Guerrero, miss Huayanca, miss Gutiérrez, todo el mundo.
–¿Fue Paola?
–Claro. De paso le hicimos su despedida.
–¿De soltera?
–No –dijo el soldado–. Se fue a los Estados Unidos a chambear. Se acordaba que le cantabas con tu guitarra Esta cobardía y Quizá sí, quizá no.
Hubo un asomo de alegría en el sombrío rostro del prisionero.
–¿Y qué es de los demás?
–Algunos están casados, Pilar tiene su salón de belleza; Chinchay, Zambrano y Castelo son profesores; Márquez, Alva y Delgado, policías. Pipio es chofer y cantante. Alan está en Brasil; Jenny, en Aruba. El loquito Montes, Lazo, Molina y Chávez fallecieron.
–Pobres amigos.
–Sí, pues, la vida es así, qué se hace.
–¿Y tú ya te casaste?
–Ando de novio.
–¿Con Marlene Salazar?
–Fuera bueno. Es una jerma que no conoces.
–Supongo que invitarás a la boda, ¿no, promo?
–De todas maneras… si es que llegas vivo hasta esa fecha, claro.
–No seas pendejo, chino.
–No olvides que estamos en guerra, Harold.
–Claro que no lo olvido. ¿Te acuerdas de la gran fuga de tercer año?
Chino Méndez hizo un gesto de asentimiento. Claro que se acordaba. Medio salón saltó la pared detrás de ellos dos. Solo se quedaron las mujeres y los sonsos. Poco más y los expulsan.
Qué no habían hecho los dos. Desde tirarse la pera para ir a ver una porno de Seka al Le París, hasta mirarles el calzón a las chicas (siempre blanco el de Paola, rojo el de Maritza, amarillo el de Ponce) utilizando un espejito, pasando por tocar los timbres de las casas para salir huyendo como una bala.
–Teniente Lobo, ¿qué hacemos con los prisioneros? –preguntó un soldado.
–Que canten, después los despachan.
–¿A todos, mi teniente?
–Ajá. Hoy no hay prisioneros.
El soldado se cuadró y se marchó corriendo hacia el otro extremo del campamento.
–Con que tú eres el famoso teniente Lobo, ¿no?, el que exterminó a toda una columna guerrillera en Vizcatán.
–Estamos en guerra, no lo olvides.
–Te felicito, huevón. Tu cabeza vale oro.
–Lástima que tú no puedas cobrar la recompensa –dijo el militar, acariciando la cacha de su pistola.
–¿Me vas a matar? ¿Serías capaz de mancharte las manos con la sangre de tu mejor amigo? ¿Qué dirán los de la promoción, chino Méndez? ¿Qué dirá Paola?
–Seguro que se alegrará que haya terminado con quien nos dejó a oscuras durante su despedida.
En los ojos del prisionero había una sombra de desesperanza.
–Tú no harás eso, chino Méndez.
–¿Y por qué no, ah?
–Porque somos promoción.
–Al pincho con la promoción, Harold, estamos en guerra, y en la guerra unos mueren y otros sobreviven.
–Piensa que el Partido le está dando duro a la orgullosa Lima y ya se acerca el día en que la tomemos a sangre y fuego y exterminemos a todos los perros de la reacción. ¿Qué harás entonces sin mí, chino Méndez?
–Deliras, Harold.
–No, chino Méndez, no deliro, la victoria es inminente.
–Siempre me acuerdo que le cantabas a Paola. ¿Por qué cambiaste las baladas por los cánticos rojos, ah?
–Algún día te contaré.
–¿Cuando nos encontramos en el infierno?
–Mmm, seguramente.
Más allá los soldados se ensañaban con los prisioneros.
–Sus hombres son unos animales, teniente Lobo.
–¿Qué quieres que hagan si ustedes no colaboran?
–¿Qué quiere saber, mi teniente? –preguntó el prisionero, con ironía.
–¿Dónde está Abimael?
¿Dónde estaba Abimael? Ni él mismo lo sabía. Nadie lo sabía. ¿Estaría vivo?
–Eso no se dice.
–Peor para ustedes.
–¿Qué harás conmigo, promoción?
–No sé…
–¿Me vas a matar?
–Quizá. ¿Para eso ingresaste a la universidad, Harold? ¿Para terminar convertido en terrorista? ¿Para esto te educó tu padre, ah?
–Tus sermones me llegan al pincho, chino Méndez. Hablando no se cambia el mundo.
–La única vía es la del fusil, ¿verdad?
–Así es. Hay que destruir este miserable Estado para construir una sociedad más justa donde no haya explotados ni explotadores.
El militar se rió.
–No te rías, huevón. ¿O estás orgulloso de ser sirviente de los ricos, ah?
–Yo estoy sirviendo a mi patria.
–A los ricos, huevón. Sirves a la gente que tiene plata. No sirves al pueblo.
–¡Cállate o te mato, terruco conchatumadre!
Se escucharon ráfagas, gritos, maldiciones.
–¿También me vas a matar como a un perro?
–Estamos en guerra, no lo olvides.
–No, no lo olvido. ¿Me puedes dar un poco de agua, chino Méndez? Tengo reseca la garganta –pidió el prisionero.
–Parezco tu mamá –el teniente le dio de beber de su cantimplora–. ¿No piensas en tu pobre viejita, Harold?
–Pienso en el pueblo, en la humanidad entera. Solo los egoístas piensan en sí mismos. ¿Tú en quién piensas, chino?
–En el Perú.
Harold soltó otra carcajada.
Con qué ganas reía el terruco de mierda.
–No, chino. Tú piensas en los dueños del Perú, en los ricos, en los hacendados, en los explotadores del pueblo, nada más. El Partido es el único que piensa en el pueblo. Por eso se ha levantado en armas: para terminar de raíz con toda esta lacra. Hay que destruir esta sociedad podrida para construir una nueva.
–¿Matando campesinos, alcaldes, soldados?
–Toda guerra tiene su costo humano, no lo olvides.
–Sí, tiene su costo humano –repitió el teniente, mirando fijamente al prisionero, acariciando la cacha de su pistola.
–¿Qué harás conmigo, promoción?
–Supongo que por ser el mando, tendrás el privilegio de ser llevado a Los Cabitos. ¿Qué te parece?
–¿A Los Cabitos? No seas malo, promo. Ahí me van a matar de todas maneras. ¿No podrías hacer una excepción conmigo?
–Me gustaría, Harold, pero no puedo.
Se escucharon detonaciones aisladas. Seguro les estaban dando el tiro de gracia a los presos.
–Aunque llevarte hasta Huamanga implica demasiado riesgo. Mejor aquí nomás liquidamos este asunto, promo.
–¿Me vas a matar, chino Méndez?
–¿El Partido no les exige su cuota de sangre, ah? ¿Ustedes no llevan la vida en la punta de los dedos, ah?
Silencio.
–¿No te gustaría ser un héroe popular como Edith Lagos? Quizá diez mil huamanguinos acompañen también tus restos.
El prisionero no dijo nada.
El teniente sacó su pistola, un arma de reluciente cañón.
–¿Dónde te gustaría que te meta el tiro para que no te duela tanto, promo, ah?
–No seas ingrato, chino Méndez.
–No es ingratitud, Harold. Estamos en guerra. Tú comprenderás y perdonarás, amigo mío.
–Acuérdate de todo lo que hice por ti en el colegio, chino Méndez. Sin mí, dudo que hubieras terminado siquiera la secundaria. Al menos dame una oportunidad por eso, amigo.
–Me gustaría, Harold, pero no puedo, primero es el deber con la patria. Estamos en guerra, no lo olvides.
Más allá los soldados arrastraban a los muertos fuera del campamento.
–¿Los van a enterrar?
–A quemar nomás. Aquí la tierra es muy dura como para hacer un hueco, amigo.
–A tu promoción al menos le darás sepultura, ¿no?
–¿Un comunista pidiendo cristiana sepultura? No me hagas reír, huevón.
–¿A ti te gustaría que te coman las alimañas, los perros, promo?
–Quédate tranquilo que nadie te va a comer. Te vamos a “incinerar”, compañero.
–En ese caso, llévale mis cenizas a mi viejita, chino Méndez, por favor.
El soldado sonrió. Una oscura estela de humo se elevaba hacia las alturas.
–Allá van tus compañeros a visitar a San Pedrito, promo.
–No te burles, huevón, que el mundo da vueltas.
El humo, impelida por el viento, les golpeó los rostros.
Harold hizo un gesto de asco.
–Apestan feo tus compañeros de armas, ¿verdad?
–A mí entiérrame, por favor. Si quieres, cavo mi tumba antes que me fusiles.
–Cuando estés frío, ya veré qué hago contigo.
Los antiguos amigos se miraron. Gruesas gotas de sudor perlaban la frente del prisionero. El soldado se acordó de todas las veces que Harold le había soplado en los pasos, de la vez en que los pescaron con una porno y Harold lo exculpó asumiendo toda la responsabilidad.
–Acuérdate que me debes cien soles desde hace años, chino.
–Creo que te daré una última oportunidad, promo.
En el maltratado rostro del prisionero se dibujó una tenue sonrisa.
–Pero, eso sí, la próxima no seré tan compasivo contigo y te mataré como a un miserable perro comunista.
–Tendré cuidado de no volverme a cruzar en su camino, teniente Lobo.
El teniente desató al prisionero.
–Puedes irte, promo.
–Gracias, promo. Te debo la vida.
–No me agradezcas tanto y lárgate ya antes que me arrepienta. Me saludas a Abimael.
–De todas maneras. Chau, promo, hasta la vista.
–Chau, promo.
El prisionero echó a correr. El teniente sacó su pistola y apuntó al hombre que estaba a punto de cruzar el río Pampas.
–A la mierda con la promoción.
–¿Harold?
El prisionero levantó el rostro y le clavó la mirada. Había odio en esos ojos negros que él conocía muy bien. Sí, era Harold, lo reconoció a pesar de la espesa barba y los cabellos largos que llevaba ahora. Harold, el número uno de la promoción, el engreído de los profesores del Estenós, el que ingresó a La Cantuta para estudiar educación, el que un día desapareció sin despedirse de nadie como si la tierra se lo hubiese tragado. ¿Dónde estará Harold?, se preguntaba todo el mundo.
Estaba aquí, en Ayacucho, matando campesinos y soldados. Quién iba a creerlo, todo delicadito él y ahora parecía una fiera rabiosa con las manos fuertemente atadas. Cuántas veces lo había defendido de Chinga, del chato Huayta, de Joel, de Chizo, los matoncitos del colegio. Él le brindaba protección y Harold le permitía copiar en los exámenes, le prestaba sus cuadernos para que se pusiera al día, le hacía las asignaciones, lo incluía en su grupo para las exposiciones, le resolvía los difíciles problemas que les dejaba Tenorio.
–Harold…
–Mátame de una vez, perro miserable –esa voz, ese rugido era el mismo que declamaba Canto coral a Túpac Amaru en todas las actuaciones. Esa voz llena de rencor era la misma que antes le cantaba con dulzura canciones de amor a Paola, la chica más bonita del 5° A. ¿Cómo así se habría vuelto comunista? ¿Por decepción amorosa?: Paola había preferido a Joel. ¿De tanto leer libros?: Harold paraba en la biblioteca nomás. Decían que el Teórico, el bibliotecario, era terruco. El tío le metería en el cerebro esas tonterías de la lucha de clases…
–Harold, soy el chino Méndez del Estenós, ¿no me reconoces?
–¿Chino Méndez? –el prisionero lo miró con atención, estudiándolo–. ¡Chino! ¿Qué mierda haces acá?
–Eso mismo te pregunto a ti, huevón.
–Ya lo ves: estoy luchando por la libertad de los oprimidos.
–Eres terruco.
–¿Terruco? Claro que no, amigo. Soy revolucionario. Re–vo–lu–cio–na–rio. No confundas.
–Es lo mismo.
–Lo de terruco suena feo, chino. No hay poesía en esa palabra. ¿Y tú?
–Ya lo ves: soy soldado.
–¿Soldado? No, chino Méndez. Tú no eres soldado. ¿Quién te dijo que tú eres soldado? Tú solo eres un perro guardián del viejo y podrido Estado. Eso es lo que eres.
Así hablaban los terrucos.
–Pero no importa lo que seamos ahora; desátame para darte un abrazo, promoción.
–¿Desatarte? No seas pendejo, Harold. ¿Para que te escapes o me mates?
–¿Acaso no confías en tu pata del alma, en tu yunta, chino Méndez? –preguntó Harold. Botó la bola de coca que había estado chacchando. Tenía la dentadura verde e incompleta. ¿Dónde estarían sus blanquísimos dientes? Seguía estando flaco, pero ahora se notaba que sus brazos eran fuertes. Llevaba un jean gastado. Tenía puestas unas viejas ojotas. Tenía los pies sucios, las uñas negras. Por lo visto, vivir a salto de mata en la serranía era penoso–. ¿Acaso me vas a matar, promoción?
–Estamos en guerra, ¿no?
–Y no te equivocas, amigo. Sí, estamos en guerra. Desde el diecisiete de mayo de 1980 estamos en guerra. Una guerra de las masas contra la oligarquía, de los pobres contra los ricos, de los explotados contra los explotadores, de los campesinos contra los gamonales. ¿En cuál bando estás tú, chino Méndez?
¿En cuál bando estaba él? Él solo era un soldado que servía a su patria. Él solo era un peruano que cumplía con su deber.
–Yo solo sirvo a mi patria.
Harold soltó una sonora carcajada.
–¿Quién chucha te dijo que sirves a tu patria, promoción? Tú sirves a los ricos, a los terratenientes, a los oligarcas –escupió el prisionero–. A nadie más. ¿Me oíste?: eres un sirviente de los que tienen plata.
–No me vengas con huevadas, Harold.
–No son huevadas, chino. Lástima que tú nunca lo vas a poder entender.
–Claro, yo no leo libros, yo no he ido a la universidad.
–No es necesario ir a la universidad para darse cuenta que somos explotados, chino. Hay que ver a nuestro alrededor nomás.
–¿Por eso te volviste terruco?
–Es una historia larga que algún día te contaré.
–Si miss Huayanca viese a su alumno favorito convertido en terruco, se moriría de cólera.
–Al contrario, se alegraría de verme convertido en un combatiente del pueblo, en un luchador antiimperialista.
Esta vez el que rió fue chino Méndez. ¿Harold se creía el Che Guevara? Por lo visto, estaba delirando.
–Si tú lo dices.
–¿Qué sabes de la promo? Cambiando de tema.
–El año pasado tuvimos un reencuentro. Estuvieron el director, la mona Guerrero, miss Huayanca, miss Gutiérrez, todo el mundo.
–¿Fue Paola?
–Claro. De paso le hicimos su despedida.
–¿De soltera?
–No –dijo el soldado–. Se fue a los Estados Unidos a chambear. Se acordaba que le cantabas con tu guitarra Esta cobardía y Quizá sí, quizá no.
Hubo un asomo de alegría en el sombrío rostro del prisionero.
–¿Y qué es de los demás?
–Algunos están casados, Pilar tiene su salón de belleza; Chinchay, Zambrano y Castelo son profesores; Márquez, Alva y Delgado, policías. Pipio es chofer y cantante. Alan está en Brasil; Jenny, en Aruba. El loquito Montes, Lazo, Molina y Chávez fallecieron.
–Pobres amigos.
–Sí, pues, la vida es así, qué se hace.
–¿Y tú ya te casaste?
–Ando de novio.
–¿Con Marlene Salazar?
–Fuera bueno. Es una jerma que no conoces.
–Supongo que invitarás a la boda, ¿no, promo?
–De todas maneras… si es que llegas vivo hasta esa fecha, claro.
–No seas pendejo, chino.
–No olvides que estamos en guerra, Harold.
–Claro que no lo olvido. ¿Te acuerdas de la gran fuga de tercer año?
Chino Méndez hizo un gesto de asentimiento. Claro que se acordaba. Medio salón saltó la pared detrás de ellos dos. Solo se quedaron las mujeres y los sonsos. Poco más y los expulsan.
Qué no habían hecho los dos. Desde tirarse la pera para ir a ver una porno de Seka al Le París, hasta mirarles el calzón a las chicas (siempre blanco el de Paola, rojo el de Maritza, amarillo el de Ponce) utilizando un espejito, pasando por tocar los timbres de las casas para salir huyendo como una bala.
–Teniente Lobo, ¿qué hacemos con los prisioneros? –preguntó un soldado.
–Que canten, después los despachan.
–¿A todos, mi teniente?
–Ajá. Hoy no hay prisioneros.
El soldado se cuadró y se marchó corriendo hacia el otro extremo del campamento.
–Con que tú eres el famoso teniente Lobo, ¿no?, el que exterminó a toda una columna guerrillera en Vizcatán.
–Estamos en guerra, no lo olvides.
–Te felicito, huevón. Tu cabeza vale oro.
–Lástima que tú no puedas cobrar la recompensa –dijo el militar, acariciando la cacha de su pistola.
–¿Me vas a matar? ¿Serías capaz de mancharte las manos con la sangre de tu mejor amigo? ¿Qué dirán los de la promoción, chino Méndez? ¿Qué dirá Paola?
–Seguro que se alegrará que haya terminado con quien nos dejó a oscuras durante su despedida.
En los ojos del prisionero había una sombra de desesperanza.
–Tú no harás eso, chino Méndez.
–¿Y por qué no, ah?
–Porque somos promoción.
–Al pincho con la promoción, Harold, estamos en guerra, y en la guerra unos mueren y otros sobreviven.
–Piensa que el Partido le está dando duro a la orgullosa Lima y ya se acerca el día en que la tomemos a sangre y fuego y exterminemos a todos los perros de la reacción. ¿Qué harás entonces sin mí, chino Méndez?
–Deliras, Harold.
–No, chino Méndez, no deliro, la victoria es inminente.
–Siempre me acuerdo que le cantabas a Paola. ¿Por qué cambiaste las baladas por los cánticos rojos, ah?
–Algún día te contaré.
–¿Cuando nos encontramos en el infierno?
–Mmm, seguramente.
Más allá los soldados se ensañaban con los prisioneros.
–Sus hombres son unos animales, teniente Lobo.
–¿Qué quieres que hagan si ustedes no colaboran?
–¿Qué quiere saber, mi teniente? –preguntó el prisionero, con ironía.
–¿Dónde está Abimael?
¿Dónde estaba Abimael? Ni él mismo lo sabía. Nadie lo sabía. ¿Estaría vivo?
–Eso no se dice.
–Peor para ustedes.
–¿Qué harás conmigo, promoción?
–No sé…
–¿Me vas a matar?
–Quizá. ¿Para eso ingresaste a la universidad, Harold? ¿Para terminar convertido en terrorista? ¿Para esto te educó tu padre, ah?
–Tus sermones me llegan al pincho, chino Méndez. Hablando no se cambia el mundo.
–La única vía es la del fusil, ¿verdad?
–Así es. Hay que destruir este miserable Estado para construir una sociedad más justa donde no haya explotados ni explotadores.
El militar se rió.
–No te rías, huevón. ¿O estás orgulloso de ser sirviente de los ricos, ah?
–Yo estoy sirviendo a mi patria.
–A los ricos, huevón. Sirves a la gente que tiene plata. No sirves al pueblo.
–¡Cállate o te mato, terruco conchatumadre!
Se escucharon ráfagas, gritos, maldiciones.
–¿También me vas a matar como a un perro?
–Estamos en guerra, no lo olvides.
–No, no lo olvido. ¿Me puedes dar un poco de agua, chino Méndez? Tengo reseca la garganta –pidió el prisionero.
–Parezco tu mamá –el teniente le dio de beber de su cantimplora–. ¿No piensas en tu pobre viejita, Harold?
–Pienso en el pueblo, en la humanidad entera. Solo los egoístas piensan en sí mismos. ¿Tú en quién piensas, chino?
–En el Perú.
Harold soltó otra carcajada.
Con qué ganas reía el terruco de mierda.
–No, chino. Tú piensas en los dueños del Perú, en los ricos, en los hacendados, en los explotadores del pueblo, nada más. El Partido es el único que piensa en el pueblo. Por eso se ha levantado en armas: para terminar de raíz con toda esta lacra. Hay que destruir esta sociedad podrida para construir una nueva.
–¿Matando campesinos, alcaldes, soldados?
–Toda guerra tiene su costo humano, no lo olvides.
–Sí, tiene su costo humano –repitió el teniente, mirando fijamente al prisionero, acariciando la cacha de su pistola.
–¿Qué harás conmigo, promoción?
–Supongo que por ser el mando, tendrás el privilegio de ser llevado a Los Cabitos. ¿Qué te parece?
–¿A Los Cabitos? No seas malo, promo. Ahí me van a matar de todas maneras. ¿No podrías hacer una excepción conmigo?
–Me gustaría, Harold, pero no puedo.
Se escucharon detonaciones aisladas. Seguro les estaban dando el tiro de gracia a los presos.
–Aunque llevarte hasta Huamanga implica demasiado riesgo. Mejor aquí nomás liquidamos este asunto, promo.
–¿Me vas a matar, chino Méndez?
–¿El Partido no les exige su cuota de sangre, ah? ¿Ustedes no llevan la vida en la punta de los dedos, ah?
Silencio.
–¿No te gustaría ser un héroe popular como Edith Lagos? Quizá diez mil huamanguinos acompañen también tus restos.
El prisionero no dijo nada.
El teniente sacó su pistola, un arma de reluciente cañón.
–¿Dónde te gustaría que te meta el tiro para que no te duela tanto, promo, ah?
–No seas ingrato, chino Méndez.
–No es ingratitud, Harold. Estamos en guerra. Tú comprenderás y perdonarás, amigo mío.
–Acuérdate de todo lo que hice por ti en el colegio, chino Méndez. Sin mí, dudo que hubieras terminado siquiera la secundaria. Al menos dame una oportunidad por eso, amigo.
–Me gustaría, Harold, pero no puedo, primero es el deber con la patria. Estamos en guerra, no lo olvides.
Más allá los soldados arrastraban a los muertos fuera del campamento.
–¿Los van a enterrar?
–A quemar nomás. Aquí la tierra es muy dura como para hacer un hueco, amigo.
–A tu promoción al menos le darás sepultura, ¿no?
–¿Un comunista pidiendo cristiana sepultura? No me hagas reír, huevón.
–¿A ti te gustaría que te coman las alimañas, los perros, promo?
–Quédate tranquilo que nadie te va a comer. Te vamos a “incinerar”, compañero.
–En ese caso, llévale mis cenizas a mi viejita, chino Méndez, por favor.
El soldado sonrió. Una oscura estela de humo se elevaba hacia las alturas.
–Allá van tus compañeros a visitar a San Pedrito, promo.
–No te burles, huevón, que el mundo da vueltas.
El humo, impelida por el viento, les golpeó los rostros.
Harold hizo un gesto de asco.
–Apestan feo tus compañeros de armas, ¿verdad?
–A mí entiérrame, por favor. Si quieres, cavo mi tumba antes que me fusiles.
–Cuando estés frío, ya veré qué hago contigo.
Los antiguos amigos se miraron. Gruesas gotas de sudor perlaban la frente del prisionero. El soldado se acordó de todas las veces que Harold le había soplado en los pasos, de la vez en que los pescaron con una porno y Harold lo exculpó asumiendo toda la responsabilidad.
–Acuérdate que me debes cien soles desde hace años, chino.
–Creo que te daré una última oportunidad, promo.
En el maltratado rostro del prisionero se dibujó una tenue sonrisa.
–Pero, eso sí, la próxima no seré tan compasivo contigo y te mataré como a un miserable perro comunista.
–Tendré cuidado de no volverme a cruzar en su camino, teniente Lobo.
El teniente desató al prisionero.
–Puedes irte, promo.
–Gracias, promo. Te debo la vida.
–No me agradezcas tanto y lárgate ya antes que me arrepienta. Me saludas a Abimael.
–De todas maneras. Chau, promo, hasta la vista.
–Chau, promo.
El prisionero echó a correr. El teniente sacó su pistola y apuntó al hombre que estaba a punto de cruzar el río Pampas.
–A la mierda con la promoción.
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