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sábado, 11 de diciembre de 2010

Hotel Tokio - Antología Sexto Continente

Esa es la carátula de la antología "Sexto Continente", publicada en España donde está mi cuento "Hotel Tokio", uno de los diez relatos ganadores. De venta en España.
Los peruanos sí que eran bien desagradecidos: qué rápido habían olvidado que él, el Chino, los había salvado del Apocalipsis en que los dejó el gobierno de García: dos mil por ciento de inflación al año, los comunistas a punto de dar el zarpazo final en Lima y cantar victoria después de una prolongada y cruenta guerra popular. Si no fuera por él, el Chino, los limeñitos estarían hoy en los campos de arroz con las espaldas dobladas trabajando de sol a sol hasta reventar igual que animales de carga como en la Camboya de Pol Pot. Y así le pagaban: con el exilio, con una patada en las posaderas. ¡Malagradecidos! Tokio era una ciudad impresionante: altísimos edificios, trece líneas de metro, calles limpias, peatones que respetaban las señales del semáforo, no como los peruanos que cruzaban las pistas en forma temeraria desafiando a la muerte. Quizá convivir con la parca durante más de una década los había hecho indolentes a ella. La Lima que encontró al asumir su mandato era un caos, un desastre, lleno de vehículos destartalados, de edificios a punto de derrumbarse. Solo diez años más en el poder, como siempre le decía Montesinos, y el Perú sería una nación del primer mundo, la envidia de Sudamérica, con colegios y hospitales modernos, sin analfabetos. ¿Qué de bueno hizo el gobierno aprista? Nada. Apenas un tren eléctrico a medio construir. Lo habría concluido pero prefirió que se quedara así para que nadie olvidara el desastre en que los dejó Caballo Loco. Él, el Chino, le había dado de comer al pueblo creando los comedores populares, ampliando los comités de vaso de leche para que ya nadie buscara entre las montañas de basura un mendrugo de pan para sobrevivir. ¡Y este era el pago que le habían dado! Un café, sintió ganas de beberse un café, tener noticias de la distante patria, enterarse de los malabares que estaba haciendo la justicia peruana para sentarlo en el banquillo de los acusados, leer los últimos informes que su hijo Kenji le mandaba por correo, las palabras de aliento que las Marthas –Chávez, Hildebrandt y Moyano– le enviaban todos los días desde que salió del Perú abruptamente: estamos con usted, presidente Fujimori, ¡fuerza! Ahora el Escritor se estaría riendo de él de oreja a oreja mostrando sus dientes de conejo sin pudor alguno: nunca le había perdonado que lo derrotara, que no lo dejara llegar a la presidencia como había sido su ambición. Un simple profesor de matemática de una universidad nacional, encima nikkei, había humillado al más grande escritor peruano de todos los tiempos, solo comparado con Vallejo, eterno candidato al Nobel, doctor honoris causa de muchas universidades del mundo, ganador de innumerables premios literarios. Haber truncado sus aspiraciones presidenciales no tenía perdón. Fue tanta su rabia que incluso optó por la nacionalidad española. ¿Pero acaso él, el Chino, tenía la culpa? El pueblo es el que lo había elegido harto de las promesas que nunca le cumplían: pan para todos, luz y agua para todos. La campaña electoral del noventa había sido feroz: los banqueros y la oligarquía habían puesto en movimiento toda su maquinaria para que el Escritor llegara al poder pero él, el Chino, se les había interpuesto en el camino montado en un viejo tractor de agricultor y prometiendo solo tecnología, honradez y trabajo. Y el truco le funcionó: llegó a la segunda vuelta electoral donde con un contundente 60 por ciento de votos aplastó al candidato de los ricos. Sonrió de medio lado, con esa sonrisa torcida con que lo dibujaban los caricaturistas y le deformaba el rostro como al doctor Saravá, uno de sus más fieles seguidores. Eso no se lo habían perdonado nunca como no lo habían hecho con Odría y Velasco, quienes habían gobernado para el pueblo y por el pueblo a pesar de ser calificados como dictadores por los políticos tradicionales, esos buitres de saco y corbata, marionetas de la oligarquía. Por eso habían mostrado una férrea oposición en el Congreso a todos sus proyectos. Hasta que se hartó y los puso de patitas en la calle ese 5 de abril de 1992, hace ocho años ya. Cómo había pasado el tiempo. Ese día tomó la decisión de gobernar con mano de hierro para derrotar a la subversión, para hacer que el Perú renaciera de sus escombros como el ave Fénix. Hasta había sacrificado su vida personal, su matrimonio se había ido al garete por pensar en su patria. ¡Y así le pagaban! La Higuchi también se estaría riendo de él. Alguna vez soñaron que pasarían sus últimos días en el país de sus ancestros pero jamás se imaginó que solo él, el Chino, vería hecho realidad su sueño, el sueño de ambos, aunque a la fuerza. ¡Qué deslealtad la de la Higuchi! Por eso la había sacado de Palacio y puesto a Keiko como primera dama. Y no lo había hecho nada mal su hija. Quizá algún día llegara a la presidencia también, el camino estaba desbrozado, la semilla echada en la tierra. ¡Cuánto le debían los peruanos! Cuando él, el Chino, llegó al poder, el Perú agonizaba como consecuencia de la guerra campesina. Después de arrasar inmisericordes los Andes, los maoístas habían fijado su mirada en las grandes ciudades, sobre todo en Lima. Un poco más, y el Perú colapsaba. Quizá debió dejarlos así, que se jodieran, total, él podía haber agarrado a su familia y marchado al país de los suyos, al país del Sol Naciente de donde, en 1934, sus padres, Naoichi y Mutsue, se habían embarcado a la tierra de los incas en busca de un futuro más promisorio. Ahora él, el Chino, había hecho el viaje de retorno para escapar de las fauces de sus enemigos políticos, quienes no pararían hasta verlo en el cadalso con la soga en el cuello, pidiendo clemencia. Tendrían que esperar sentados esos miserables hijos de perra. Al menos aquí estaba a salvo gracias a que también tenía la nacionalidad nipona y Japón no extraditaba a sus súbditos, ¿pero hasta cuándo duraría este exilio? García, ese 5 de abril, había huido como una rata asustada y ahora anunciaba su regreso después de haber vivido a cuerpo de rey entre Colombia y Francia. No solo regresaba sino, cínico él, anunciaba su candidatura presidencial. El exilio de Caballo Loco había durado ocho años, ¿cuánto duraría el suyo? ¿Cuándo se darían cuenta los peruanos que los políticos tradicionales se habían complotado para desalojarlo de Palacio? ¡Presidente Fujimori!, le gritó, desde la vereda, con emoción, un peruano, uno de los tantos peruanos, un nikkei, que también había hecho el viaje de retorno al país de sus ancestros porque en el Perú de inicios de los noventa no se podía vivir. ¡Vuelva al Perú, presidente Fujimori, lo necesitamos! El sátrapa sonrió de medio lado, murmuró un gracias, hizo una venia. La inmensa mayoría de peruanos estuvo de acuerdo con el cierre del Congreso, un Congreso de incapaces, de corruptos, de ladrones. Quizá debió aceptar cuando los generales que apoyaron el autogolpe le dijeron bombardeemos el Palacio Legislativo tal como Pinochet hizo con La Moneda, acabemos con todos esos miserables de una buena vez. ¡Tarde para arrepentirse! En los Andes lo querían porque gracias a él, el Chino, ahora vivían en paz, Sendero había sido derrotado para siempre. ¿García se habría atrevido a presentar a Abimael enjaulado y en traje a rayas? Seguro que no. Ni Belaunde. Nada habían hecho esos mequetrefes para derrotar al llamado Ejército Guerrillero Popular. Todo Ayacucho se volcó a las calles durante las exequias de Edith Lagos, la mítica guerrillera muerta en la flor de su juventud, y Belaunde no había ni levantado una ceja. Durante diez años habían dejado que los terroristas hicieran lo que les diera la gana, hasta que llegó él, el Chino, y puso en vereda a todos esos mal nacidos y traidores a la patria. A todos los había enjaulado, aislado, mandado a pudrirse en la gélida prisión de Yanamayo, construida especialmente para albergar a los terroristas. ¿Eso habrían hecho Belaunde, García? No, habían sido cobardes, se habían orinado de miedo, en cambio él, el Chino, no. Creó tribunales especiales con jueces sin rostro, condenó a cadena perpetua a todos los líderes de la guerrilla en juicios sumarios. Él, el Chino, les había devuelto la paz a los peruanos. ¡Y así le pagaban! Debió dejar que se jodieran. ¿Cuándo se jodió el Perú, Chino? ¿Cuando García se enfrentó al FMI? ¿O cuando propalaron el video Montesinos-Koury? Un chinito de medio pelo se había dado el lujo de derrotar a dos peruanos ilustres: primero al Escritor el 90 y luego a Javier Pérez de Cuellar, ex secretario general de la ONU nada menos, el 95. Si hubieran candidateado solos quizá lo habrían derrotado pero lo hicieron acompañados por todos esos viejos partidos políticos que el pueblo despreciaba porque solo se ensuciaban los zapatos en épocas de elecciones. ¡Era más ciega esa gente! ¡Presidente Fujimori!, le gritaron otra vez desde la calle. Sonrió, hizo una venia. Pasar desapercibido, perderse entre la gente, ser uno más de ellos, un japonés, ¿hasta cuándo? Añoraba el regreso, los vítores de la masa: ¡Chino, Chino, Chino!, la sobonería de Laura Bozzo, la llamada abogada de los pobres. Si no fuera por Montesinos, todo sería diferente. ¿Cómo se le ocurrió al estúpido ese grabar cosas tan delicadas? Un video había dinamitado su gobierno mandando al diablo su re reelección. ¡Un simple video! Maldito Fernando Olivera. Debió de haber sacado el ejército a las calles, encarcelado a todos esos viejos políticos. Estaba seguro que el pueblo apoyaría esa medida como lo apoyó el 5 de abril del 92 pero no lo hizo. Prefirió desactivar el Servicio de Inteligencia, convocar a nuevas elecciones. ¿Quién habría filtrado ese maldito video? ¿Quién? Quizá alguna amante despechada de Montesinos, una rival de Jacky, la firme de su ex hombre fuerte. Quizá la Pollito, ¿cómo se llamaba la tipa esa? Tenía un apellido horrible que se duplicaba. Le daba mala espina. Matilde se llamaba, recordó. Pinchi Pinchi eran sus apellidos. Quizá no tuvo padre y su madre tuvo que duplicar su apellido como sucedía con muchos peruanos. ¿Por qué a Montesinos le gustaba tener en su entorno a gente tan horrible: la Pinchi Pinchi, la Bozzo? Estaba seguro que esa vieja bruja había filtrado el video. No te fíes de las mujeres, le había aconsejado siempre a su asesor, a menos que sea tu madre. Ni siquiera de tu mujer. Esas son las primeras en traicionarte. Pero el hombre no le había hecho caso. Siempre estaba rodeado de mujeres, modelos, reinas de belleza, bailarinas. Cómo no iban a despertar los celos de las brujas. O la Bozzo tal vez, sus loas no eran gratuitas, tenía su programa propio, se llevaba su buena cantidad de dólares mensualmente pero quizá envidiaba a Jacky. O Jacky, esa putilla arribista tampoco era de fiar. Quizá se cansó de Montesinos. Hace tiempo debió deshacerse de Montesinos él también. Montesinos, el expulsado del Ejército por traidor, el ex capitancito de medio pelo que ponía y sacaba generales como quien se cambia de calzoncillos. El poder lo había envanecido. El imbécil ese se había mandado construir un palacio en playa Arica, tenía cuentas en Suiza, Luxemburgo, las Islas Caimán. Había robado a sus espaldas a manos llenas, más de lo que él suponía, y ahora estaba jodido, hundido hasta el pescuezo, Panamá le había negado el asilo, ahora lo acusaban de crímenes de lesa humanidad. Si lo capturaban, le esperaban muchos años en la sombra. Menos mal que él, el Chino, huyó a tiempo. Menos mal que él, el Chino, contaba con la protección del Japón. Fujimori volvió a sonreír de medio lado. Desde donde estaba, el décimo piso del hotel Tokio, tenía un amplio panorama de la capital nipona. Hace cincuenta y cinco años el Japón había estado en guerra, dos bombas atómicas habían devastado su territorio. Menos mal que sus padres habían abandonado la prefectura de Kumamoto y marchado al Perú antes de ese cataclismo. Pero habían muerto añorando el regreso, extrañando la lejana tierra. Él, el Chino, era el que había vuelto, convertido en un ex presidente. El Japón lo había acogido con los brazos abiertos. Sus autoridades mantenían silencio ante los pedidos de extradición de la justicia peruana. La INTERPOL estaba tras sus pasos. Nunca podría salir del archipiélago, volver al Perú, a menos que su hija Keiko llegara a la presidencia. Qué rápido habían olvidado los peruanos el rescate de los rehenes de la residencia del embajador japonés en Lima. Ese 17 de diciembre de 1996 tuvo suerte: estaba a punto de abandonar Palacio con dirección a la fiesta, cuando una voz interior le susurró a los oídos que no lo hiciera. Le hizo caso, canceló su cita y salvó el cuello. Esa misma voz, diez años atrás, y después de pasar a la segunda vuelta electoral, le dijo que no aceptara la propuesta hecha por el Escritor: cogobernar. Dijo no y la victoria fue suya y el Escritor se marchó del Perú con el rostro desencajado y el corazón lleno de veneno. Ahora se estaría riendo feliz de ver a su ex rival en el exilio. Un café, noticias del Perú, llamar a sus hijos. ¿Ya capturaron a Montesinos? ¿Todos los videos que quedaron allá ya fueron destruidos? No dejen que ni uno más se filtre a la prensa. Quemen todas las pruebas. Sentía una acidez en la boca del estómago. Debió de deshacerse de Toledo, desaparecerlo. Toledo, ese cholito que había movilizado a las masas en la llamada Marcha de los Cuatro Suyos con intenciones de tumbarse a su gobierno después de perder las elecciones. Allí se le fue la mano a Montesinos: dinamitó e incendió la sede central del Banco de la Nación matando a seis vigilantes y eso exasperó a la gente, y allí estaban las consecuencias, sino hasta ahorita estaría en el poder. ¡Chino, Chino, Chino! ¿De quién fue la idea de lavar la bandera peruana frente a sus narices? Debió meterles bala como hicieron las autoridades chinas con los revoltosos de la Plaza Tiananmen. Esas eran malas señales. Se acercaba la tormenta y él no supo darse cuenta a tiempo. En realidad, no quiso escuchar a esa voz interior que le decía que diez años en el poder eran más que suficientes para pasar a la historia como Castilla o Belaunde. No debió presentarse a las elecciones del 2000. Debió dejar que su hija ocupara su lugar. Keiko seguro arrasaba con todo como él, el Chino, lo había hecho hace diez años ya. Extrañaba el ceviche, el arroz con mariscos, la mazamorra morada, el suspiro limeño, el pisco sour. Eso era lo malo del exilio: extrañar la comida. A su edad ya no estaba para cambiar de gustos culinarios, la comida japonesa le caía pesada. Toledo. ¿De dónde había salido ese cholito que lo había desafiado tan descaradamente? Era un pobre diablo que gracias a su inteligencia había estudiado en los Estados Unidos. Había sido canillita, zapatero, pescador, ahora quería ser presidente. Había soñado con ser presidente desde niño, contaba. Cholo imbécil. Estaba casado con una rubia belga-francesa de raíces judías. Ese había dirigido la Marcha de los Cuatro Suyos. Se hacía llamar Pachacútec. Claro, era un indio, un serrano, el nombre le caía a pelo. Era casi seguro que sería el próximo presidente del Perú. Se había retirado de la segunda vuelta electoral denunciando fraude. Había prometido que metería a la cárcel a todos los corruptos. Y eso es lo que estaba haciendo el gobierno de transición de Paniagua: muchos de sus ex ministros estaban ahora presos o en el exilio como él, el Chino: Joy Way, su ex primer ministro y ex presidente del Congreso, estaba en San Jorge como un vulgar delincuente. Igual Villanueva Ruesta, su ex ministro del interior. ¡Con su sueldito de cachaco se había comprado una mansión! El caso más patético era el del general Hermoza Ríos: tenía veinte millones de dólares en un banco suizo. ¡Milico ladrón! Ahora se iba a pudrir en la cárcel por estúpido. Ya no era el general victorioso que exigía que lo hicieran mariscal como a Ramón Castilla o a Sucre porque había comandado personalmente la lucha antiguerrillera, ahora era un ladrón. Podría decir que él, el Chino, no sabía nada, que todos esos sinvergüenzas habían robado a sus espaldas, ¿pero quién le creería a estas alturas si también había huido cuando debió presionar más y cerrar canales de televisión, confiscar los diarios, meterles bala a todos los que protestaban contra su gobierno, a todos los que pedían democracia? Quizá debió fusilar a todos esos delincuentes de saco y corbata para congraciarse con el pueblo. Empezando por Montesinos. Montesinos. Tenía que reconocer que el “doctor”, así le gustaba que lo llamaran, había hecho un buen trabajo de demolición de sus rivales en las pasadas elecciones utilizando para ello los periodicuchos de medio pelo. Se había tumbado a Castañeda, más conocido como el Mudo, el que nunca decía nada; a Andrade, alias el Chancho, el Glotón, el que comía de más mientras el pueblo mostraba las costillas como los perros famélicos, que solo iba a entrar a Palacio a llenarse la panza con la plata del pueblo. Toledo era el Cholo fumón, borracho y frívolo. Los había hecho pedazos desde esos pasquines que embrutecían a la población con sus espeluznantes noticias de crímenes, violaciones, incestos y las infaltables calatas que adornaban sus portadas. Pero también había tenido que comprar periódicos “serios” y emisoras y canales. América Televisión y Canal Cinco habían vendido sus líneas editoriales por sus buenos millones de dólares como putillas de alto vuelo. Sus dueños, Crousillat y Schutz, también habían tenido que huir del país. Cuando Baruch Ivcher, un antiguo aliado, le dio la espalda, le quitó la nacionalidad peruana, y todos calladitos. ¿Ven cómo el pueblo detestaba a esa gente? En lugar de convocar a nuevas elecciones debió mandar al paredón a todos esos corruptos. Sonrió de medio lado. Pero todo era para ganar las elecciones, para perpetuarse en el poder, para no salir con el rabo entre las piernas de Palacio, para no ser investigado por los numerosos crímenes de lesa humanidad que las ONGs de derechos humanos le achacaban a su gobierno: Barrios Altos y La Cantuta eran los casos más emblemáticos. Milicos estúpidos, ¿cómo se les ocurrió enterrar a los muertos tan cerca de la ciudad en lugar de tirarlos al mar o cremarlos? A veces Montesinos actuaba como un idiota. Ya le había dicho que no dejara huellas de nada pero el imbécil ese parece que estaba más preocupado en sus aventuras con sus putillas y sus viajes de placer en lugar de hacer un buen trabajo. Y allí estaban las consecuencias: los periodistas de los diarios de oposición habían descubierto la existencia del Grupo Colina, un escuadrón de la muerte creado para aniquilar selectivamente a los terroristas. Ahora le culpaban a él, al Chino, de crímenes de Estado. También decían que a los guerrilleros que tomaron la residencia del embajador Aoki los habían matado estando rendidos. ¿Por qué se preocupaban tanto de esos renegados? ¿No vivían ahora en paz? Qué rápido habían olvidado los coches-bomba, los juicios populares, los crímenes de María Elena Moyano, Pedro Huillca Tecse, Pascuala Rosado, el atentado de la calle Tarata, los paros armados. Ahora que vivían en paz recién sacaban las garras, ¿pero qué hicieron cuando Sendero y el MRTA eran dueños del país? Nada, estaban escondidos en sus guaridas, los que tenían plata habían abandonado el Perú. Eso se habían olvidado. Si algún día, por milagro, lo extraditaban, enfrentaría una pena de veinticinco años. Prácticamente era cadena perpetua a menos que viviera cien años, a menos que lo indultaran, ¿pero qué presidente lo indultaría?, ¿Toledo, García, Paniagua, la Flores Nano? Todos esos eran sus enemigos políticos, todos esos estaban felices de tenerlo tan lejos, al otro lado del mundo. Miró el cielo acerado de Tokio, imaginó los aviones aliados rumbo a Hiroshima y Nagasaki llevando las bombas atómicas en sus vientres, imaginó el hongo de fuego elevándose hacia las alturas, imaginó a las personas desintegrándose, imaginó a sus padres despidiéndose de sus padres para marchar a la tierra de los incas. Ahora él, el Chino, había regresado. Quizá se quedaría en Japón hasta el día de su muerte. Un entierro discreto como el de Allende, lejos del pueblo, de las masas. La sonrisa se le congeló en el rostro. El Escritor se estaría riendo a carcajadas: ¿ve cómo terminó su gobierno, ingeniero Fujimori? Saltar a la vereda, hacerse el harakiri como Yukio Mishima, llamar a las fuerzas armadas, bombardear el Congreso, el Palacio de Justicia, pudo hacer tantas cosas pero prefirió huir. ¿Cuándo se jodió el Perú? El Escritor diría el día en que los peruanos lo eligieron a usted en mi lugar, ingeniero Fujimori. Volver. ¿Pero cuándo? ¿Y si García ganaba las elecciones? Los peruanos tenían la memoria bien frágil. A Belaunde lo sacaron a patadas los milicos en 1968. Doce años después volvió a Palacio en olor a multitud e hizo un pésimo gobierno, para el Arquitecto los terroristas habían sido abigeos y dejó que crecieran como un tumor pero la gente lo recordaba como a un gran estadista, algo que él, el Chino, nunca sería. Luego entró García y sus cinco años fueron un desastre, el Apocalipsis, las colas interminables por un poco de azúcar y un par de panes y ahora anunciaba su retorno con bombos y platillos y quizá ganara las elecciones y allí sí él, el Chino, estaba jodido. Igual estaría si ganaba Toledo: Pachacútec había prometido mandarlo a la cárcel. Comer un ceviche, beber chicha morada, sentir el calor de la gente, ¡Chino, Chino, Chino!, sacar los tanques, volver a Palacio, fusilar a Montesinos, el cielo acerado de Tokio, los aviones aliados rumbo a Hiroshima y Nagasaki, saltar al vacío, ¡Chino, Chino, Chino!, desintegrarse.

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