Tu mamá duerme. Bajo de la cama con cuidado para no despertarla. Me cambio con el mismo sigilo. Antes de salir, la contemplo: tiene el rostro apacible, lleno de manchas producto del embarazo, el cabello revuelto, respira con armonía. Me pregunto si tú también estarás durmiendo, si tendrás los ojitos cerrados. Estampo un ligero beso en su frente, que también es para ti, abre y cierra los párpados por un segundo, y salgo.
Tus primos también duermen en la otra habitación. Han correteado tanto que seguro despertarán tarde.
Es tempranito, un sol acerado brilla en el cielo de Huamanga pero, cuando me pongo a la sombra, tirito de frío.
Voy por el jirón 9 de Diciembre. Busco en cada rostro, sobre todo en los de rasgos andinos, el de la chica que se me presenta como una aparición, como una figura etérea que me mira nomás sin hablarme como si careciera del don de la palabra, que no permite que me le acerque como si al tocarla fuera a desvanecerse en el aire. ¿Quién será? ¿Por qué solo yo la puedo ver y no los demás?
Llego a la plazoleta Bellido, vacía a esta hora. Me siento en un banco y contemplo esa inmensa mole de piedra y cemento que alguna vez fue el CRAS de Ayacucho.
CENTRO DE EDUCACIÓN ARTESANAL – C. A.
GALERÍAS ARTESANALES
“Shosaka Nagase”
dice sobre el portón de madera de dos hojas que parece recién barnizado. Ya he estado dentro de sus instalaciones, ah, pero no creas que preso, no, no, eso no. Tu padre ha pisado solo una vez la cárcel, para visitar a su amigo Pelusa, pero esa es otra historia. Vamos a conocer la cárcel donde estuvo Edith Lagos, me dijo John el 2006. Tomen el micro que pasa por la otra esquina, nos dijo el del hotel cuando le preguntamos cómo hacer para llegar a la cárcel de Ayacucho. Terminamos frente al penal de Yanamilla, en las afueras de la ciudad. Ella se fugó del antiguo CRAS, nos dijo un policía a quien le preguntamos si allí había estado presa Edith Lagos. ¿Y dónde queda esa cárcel? En la ciudad, al final del jirón 9 de Diciembre, pero ahora no hay nada, es un centro artesanal. Volvimos a la ciudad. Tomamos un par de cervezas y nos olvidamos de la cárcel. Al día siguiente partimos a la Pampa de La Quinua, después a Huanta y luego a Cangari. Allí nos despedimos, él regresó a Lima y yo marché a Chincho. Días después regresé a Huamanga y lo primero que hice fue buscar la cárcel. La encontré, era de noche y estaba con el portón cerrado y lo único que hice fue contemplarla desde afuera, como hago ahora. Sigo impresionado por su titánica estructura. No me puedo imaginar a los senderistas atacándola con cargas de dinamita, a los francotiradores apostados en los techos de la iglesia del frente eliminando a sus custodios, a los presos huyendo por el boquete abierto a punta de bombas.
Recién al día siguiente, lunes, crucé el portón y me di con la sorpresa que allí también funcionaba la Ugel de Huamanga. ¿Cuántas veces Janeth habrá venido a buscar una plaza, a dejar sus documentos? Recorrí sus instalaciones. De las celdas no quedaba nada, solo unas marcas en el piso donde alguna vez estuvo el sobrecimiento.
De diciembre de 1980 hasta marzo de 1982 estuvo allí Edith Lagos. Medio año después de su rescate, murió en Andahuaylas. ¿Habrán existido en ese entonces todas las edificaciones que hay alrededor de la antigua cárcel? Podría tocar las puertas y preguntar si alguno fue testigo de esa noche. Pero me he dado cuenta que la gente no quiere hablar de esos años aciagos.
–Impresionante estructura, ¿verdad? –me dice un viejo que acaba de sentarse a mi lado. Tiene un solo ojo bueno. El otro está cruzado por una fea cicatriz.
–Ajá –le digo, mientras me pregunto de dónde salió porque no lo sentí llegar.
–Allí estuvo encerrada Edith Lagos.
–Eso he leído…
–Hay un abismo entre leer la historia y escribirla… –acentúa esta última palabra.
Me mira con su único ojo bueno. Es azul. Apenas si parpadea.
–¡Ah, si hubiera estado la noche del asalto! –dice, con un suspiro.
–¿Cómo fue?
–Espectacular como esa mazmorra –señala la cárcel–. Los policías y los cachacos opusieron feroz resistencia. Esa noche Ayacucho fue un campo de batalla.
–¿Los soldados no estaban en su base esperando una orden de Lima, que nunca llegó, para intervenir?
–Eso dice la historia oficial –dice el tuerto–. Y usted sabe muy bien que las historias oficiales están plagadas de mentiras. Y con mayor razón en este caso.
–Ah, claro –es lo único que se me ocurre decir.
–Entonces pensamos que después de eso el triunfo de la revolución era posible –dice el hombre–. El pueblo apoyaba la lucha armada. ¡Si hubiera visto qué cantidad de gente hubo en el entierro de Edith: miles y miles! Vinieron de todas partes: Lucanas, La Mar, Huanta, Huancavelica, Abancay. De las alturas. Ni en Semana Santa se ha visto algo similar. Los lacayos del gobierno estaban tan asustados que se encerraron en sus cuarteles. La gente entonaba los cánticos guerrilleros, lloraba. Cómo la querían a Edith. Por eso luego entró el ejército: para impedir que todo Ayacucho se levantara en armas.
Guarda silencio. ¿Qué decirle?
–Lo dejo –me dice–. Voy a dar unas vueltas por ahí. Buen día.
Lo veo alejarse con paso cansino.
Recorro el perímetro del antiguo penal. Todo es una mole de piedra. Ese asalto sí fue una hazaña.
Vibra mi celular. Es Valeria. Buenos días, amor, ¿dónde estás? Aquí, dando unas vueltas, ya regreso. ¿Vienes para desayunar, flaco? Sí, sí, ya voy. Un beso. Otro para ti.
Empiezo a hacer el camino de retorno al hotel. Vuelvo el rostro al sentir que me observan. Allí está ella, al lado de la estatua de María Parado de Bellido. ¿Regresar? ¿Para que escape? ¿Preguntarle quién es sin obtener respuesta?
Le digo adiós con la mano. Ella solo me mira, imperturbable. Ni un gesto, nada.
***
Tocaron el portón. Yo estaba leyendo una vieja Caretas que mamá había traído de la señora Olga. Era a fines de marzo de 1984, faltaban pocos días para volver al colegio.
Mamá y papá estaban trabajando. Yo estaba solo con mis hermanitas.
Fui a ver. En la puerta estaba un hombre alto, fornido. Lo acompañaba una chica blancona, de cara redonda y vestida con pollera.
–¡Tío Anacleto!
–¡Arol!
Nos abrazamos. El tío Anacleto era hermano menor de mi mamá. Hace años que no venía. La última vez, en su despedida, fui yo quien lloró más.
Me presentó a Eva, su hija. Tenía mi edad.
Eva se quedó con Dora y Flora mientras el tío y yo bajábamos a la pista con la carretilla. Allí estaba esperando Víctor, mi primo, de veinte años. Era menudo y corpulento. El tío dijo que los había traído porque en la sierra los cumpas estaban reclutando a los jóvenes para que participaran en la guerra. La lucha era más encarnizada desde que el ejército había entrado en la zona de combate.
–¿Acá también hay guerra? –preguntaron–. ¿Hay terrucos?
–No. Aunque de vez en cuando vuelan esas torres –le señalé el cerro– y matan perros, pero nada más.
Esa noche, en la cena, sopa de morón con carne de chivo que nos había mandado la abuela Felicitas, el tío nos contó que los terrucos habían llegado a Jiljarajay huyendo del acoso de los soldados. ¿Cómo está mamacha? Bien. Los cumpas son buenos, son como mis hijos, me atienden bien. Casi todos son universitarios, gente de buena presencia. No te confíes, cuñado, esa gente es traicionera, le dijo papá. No te preocupes, cuñado, más miedo dan los militares. Dile a mamacha que se vaya a Huanta donde Susana, le dijo mamá. No quiere. ¿Quién le va a cuidar sus animales? Además, en Huanta es peor, allí están los marinos, esa gente no cree en nada. Todos los muertos son culpa de ellos, matan a cualquiera diciendo que son terrucos. ¿Los terrucos no matan? No, ellos solo ajustician a los abigeos, a los hacendados explotadores, a las malas autoridades, a los policías abusivos. Los militares son los que matan, desaparecen a la gente. ¿Por qué creen que mataron a los ocho periodistas? Porque iban a denunciar sus crímenes.
El tío se marchó una semana después. Entre su equipaje llevaba grabadoras, relojes, ropas que le habían pedido los senderistas. Víctor y Eva se quedaron en la casa. Se pusieron a trabajar porque así lo había querido su papá. Víctor en la zapatería del tío Jesús Valencia y Eva en casa de la madrina de mi hermana Carolina.
Un día fui con Víctor al Centro. En el Parque Universitario nos compramos casets. Él de los Shapis y del “Rey” Vico y su grupo Karicia y yo de Michael Jackson, que entonces estaba de moda. Estábamos dando vueltas por allí, cuando nos topamos con unos timadores. Parecía tan simple el jueguito ese de adivinar bajo qué vaso se esconde una bolita. Sobrado le gano, me dijo mi primo, que era medio ingenuo. Apostó y perdió hasta los casets. Fuimos a quejarnos a un policía. Aunque sea que me devuelvan mis casits, dijo Víctor ante la sonrisa irónica del uniformado.
Víctor era buena gente. Trece años después, un guachimán lo mataría de un balazo en la sien jugando a la ruleta rusa. Para entonces la guerra ya había terminado. Escapó de la muerte solo para morir en otro lugar.
En julio, el tío Anacleto vino por segunda vez. En esa ocasión trajo a Virgilio, el tercero de sus hijos. Tenía le edad de John. Era un chiquillo vivaracho. Los cumpas lo quieren bastante, dijo el tío. Les he dicho que solo venía a visitar a sus hermanos.
Aquí le celebramos su último cumpleaños, aunque no lo sabíamos. Jonás, el enamorado de Carolina, le trajo torta, pero la fiestita casi termina mal: el tío vio besándose a la parejita y se molestó. ¿En la sierra no se besaría la gente? ¿Los terrucos habrían prohibido los besos en público? Amenazó marcharse llevándose a sus hijos. Mamá tuvo que rogarle que se quedara. Jonás le pidió disculpas.
–¿Hay que fabricar bombas? –me dijo un día Virgilio.
–¿Cómo se hace?
–Fácil: con lata de leche, pilas y clavos. La llenamos de pólvora y le ponemos su mecha, y listo, vuela.
Hicimos unas bombas que no estallaron. Virgilio quiso preparar pólvora, pero fracasó en su intento. A veces, cuando nos cruzábamos con un policía, se quedaba mirándole la pistola. Si los cumpas estuvieran por acá, ya no habría ni un perro vivo, decía. ¿Perro? Allá a los policías y a los cachacos les decimos alljos, o sea perros. ¿Por qué? Los cumpas dicen que son los guardianes de este viejo y podrido Estado. Recién años después comprendería sus palabras.
A fines de setiembre, el tío Anacleto vino por última vez. La situación está cada vez más fregada en la sierra, dijo, los cachacos están matando a todo el mundo. Ya ni Jiljarajay es seguro. Voy a vender mis animales y venirme con el resto de mi familia. Le encargó a papá que le buscara una casa para comprarla.
El ocho de octubre, el tío regresó a Ayacucho. Era feriado, no había clases, y todos fuimos a despedirlo al paradero. Nunca más lo volveríamos a ver. Dieciséis años después estaríamos ante su tumba en un paraje olvidado de Jiljarajay. Como las veces anteriores, también llevaba cosas que le habían encargado los terrucos.
Días después Víctor, acosado por un extraño presentimiento, se fue a Ayacucho.
Pasó octubre, pasó noviembre. El tío había dicho que a más tardar estaría de vuelta a fines de noviembre.
La primera semana de diciembre, llegó una carta de la tía Susana: Anacleto ya no hay, decía la misiva.
***
–Cuando pasen los perros, los barremos a pedradas –dijo el Chullañahui.
–¿Y si nos matan? –preguntó Piquicha.
–No creo que lo hagan. Nuestro ataque será sorpresivo como el de un puma –dijo el Chullañahui–. Cuando se den cuenta, ya estarán muertos.
–¿Tenemos que matarlos, profesor Quispe? –pregunté.
–Necesariamente. O son ellos, o somos nosotros. Estaremos en guerra, y ustedes saben que en una guerra se mata o te matan, no hay otra opción. En una guerra uno se juega la vida.
Ellos o nosotros.
–A ver, Valicha, repite los pasos de la emboscada.
–El primer grupo de combatientes empieza el ataque después de recibir el aviso del vigía, el segundo da los tiros de gracia y se apodera de las armas, el tercero sirve de contención.
–¡Perfecto! –dijo el Chullañahui–. ¿Entendieron todos?
–Arí, profesor Quispe.
–Después de la teoría, viene la práctica. Edith y Valicha dirigen el ataque, Piquicha y su grupo se encargarán de rematar a los caídos y acopiar las armas, Carlota y los suyos estarán en la contención.
Colocamos espantapájaros en el camino. Habíamos tallado armas de madera para los alljos.
Zenón vino corriendo desde su puesto de vigilancia.
–Viene una patrulla de perros –dijo, agitado–. Son diez.
–Prepárense para el ataque –dijo Edith.
El Chullañahui estaba atento como un general. Él no participaba en el ataque, solo observaba. Era el estratega. Había estado en China, con el Puka Inti, recibiendo instrucción en táctica guerrillera. Sabía manejar toda clase de armas, preparar explosivos.
–Allí están esos perros. Dejen que entren a nuestro campo de tiro.
Aunque todo lo imaginábamos, mi corazón latía como loco como si fuera verdad que estábamos a punto de emboscar a unos policías de carne y hueso.
Un pasito más…
Edith gritó:
–¡¡Al ataque!!
Un aluvión de piedras de todos los tamaños, que habíamos juntado previamente, cayó sobre los supuestos policías. Se levantó una polvareda que poco más nos asfixia.
Tiramos hasta la última piedra que habíamos juntado.
El grupo de Piquicha salió de su escondite y se puso a rematar a los caídos y buscar las armas.
Regresaron con solo cuatro.
–¡Mal, muy mal! –el Chullañahui movía la cabeza en señal de desaprobación–. Las armas se decomisan en su totalidad, así estén inservibles, para que los enemigos crean lo contrario. ¿Entendido?
Todos dijimos que sí.
–Si tuviéramos armas de fuego, nuestro ataque sería contundente –dijo Zenón.
–Las tendremos –le dijo el Chullañahui–. Recién estamos en la etapa de acopio de armas. Así, de paso, forjamos el temple de los futuros integrantes del Ejército Guerrillero Popular porque la guerra se hace guerreando. Nadie nace sabiendo luchar. ¿O ustedes creen que Napoleón fue general de la noche a la mañana? Claro que no. Que la victoria nos cueste sudor y lágrimas. El Che Guevara tenía armas y no hizo nada en Bolivia, igual Luis de la Puente Uceda. A veces una piedra es más contundente que una bala. Hagámoslo de nuevo. Tú, Valicha, dirige ahora el segundo grupo.
Limpiamos el camino, recompusimos a los espantapájaros, les pusimos sus armas.
Vino el vigía: se acerca una patrulla de perros, compañeros.
Una lluvia de piedras cayó sobre los supuestos policías. Antes que se disipara la polvareda, atacamos nosotros. Recuperamos ocho armas.
–No está nada mal –nos dijo el Chullañahui–. ¿Ven cómo la experiencia forja al guerrero? El Puka Inti estará contento cuando le presente mi informe.
Sonreímos orgullosos de nosotros mismos.
Tus primos también duermen en la otra habitación. Han correteado tanto que seguro despertarán tarde.
Es tempranito, un sol acerado brilla en el cielo de Huamanga pero, cuando me pongo a la sombra, tirito de frío.
Voy por el jirón 9 de Diciembre. Busco en cada rostro, sobre todo en los de rasgos andinos, el de la chica que se me presenta como una aparición, como una figura etérea que me mira nomás sin hablarme como si careciera del don de la palabra, que no permite que me le acerque como si al tocarla fuera a desvanecerse en el aire. ¿Quién será? ¿Por qué solo yo la puedo ver y no los demás?
Llego a la plazoleta Bellido, vacía a esta hora. Me siento en un banco y contemplo esa inmensa mole de piedra y cemento que alguna vez fue el CRAS de Ayacucho.
CENTRO DE EDUCACIÓN ARTESANAL – C. A.
GALERÍAS ARTESANALES
“Shosaka Nagase”
dice sobre el portón de madera de dos hojas que parece recién barnizado. Ya he estado dentro de sus instalaciones, ah, pero no creas que preso, no, no, eso no. Tu padre ha pisado solo una vez la cárcel, para visitar a su amigo Pelusa, pero esa es otra historia. Vamos a conocer la cárcel donde estuvo Edith Lagos, me dijo John el 2006. Tomen el micro que pasa por la otra esquina, nos dijo el del hotel cuando le preguntamos cómo hacer para llegar a la cárcel de Ayacucho. Terminamos frente al penal de Yanamilla, en las afueras de la ciudad. Ella se fugó del antiguo CRAS, nos dijo un policía a quien le preguntamos si allí había estado presa Edith Lagos. ¿Y dónde queda esa cárcel? En la ciudad, al final del jirón 9 de Diciembre, pero ahora no hay nada, es un centro artesanal. Volvimos a la ciudad. Tomamos un par de cervezas y nos olvidamos de la cárcel. Al día siguiente partimos a la Pampa de La Quinua, después a Huanta y luego a Cangari. Allí nos despedimos, él regresó a Lima y yo marché a Chincho. Días después regresé a Huamanga y lo primero que hice fue buscar la cárcel. La encontré, era de noche y estaba con el portón cerrado y lo único que hice fue contemplarla desde afuera, como hago ahora. Sigo impresionado por su titánica estructura. No me puedo imaginar a los senderistas atacándola con cargas de dinamita, a los francotiradores apostados en los techos de la iglesia del frente eliminando a sus custodios, a los presos huyendo por el boquete abierto a punta de bombas.
Recién al día siguiente, lunes, crucé el portón y me di con la sorpresa que allí también funcionaba la Ugel de Huamanga. ¿Cuántas veces Janeth habrá venido a buscar una plaza, a dejar sus documentos? Recorrí sus instalaciones. De las celdas no quedaba nada, solo unas marcas en el piso donde alguna vez estuvo el sobrecimiento.
De diciembre de 1980 hasta marzo de 1982 estuvo allí Edith Lagos. Medio año después de su rescate, murió en Andahuaylas. ¿Habrán existido en ese entonces todas las edificaciones que hay alrededor de la antigua cárcel? Podría tocar las puertas y preguntar si alguno fue testigo de esa noche. Pero me he dado cuenta que la gente no quiere hablar de esos años aciagos.
–Impresionante estructura, ¿verdad? –me dice un viejo que acaba de sentarse a mi lado. Tiene un solo ojo bueno. El otro está cruzado por una fea cicatriz.
–Ajá –le digo, mientras me pregunto de dónde salió porque no lo sentí llegar.
–Allí estuvo encerrada Edith Lagos.
–Eso he leído…
–Hay un abismo entre leer la historia y escribirla… –acentúa esta última palabra.
Me mira con su único ojo bueno. Es azul. Apenas si parpadea.
–¡Ah, si hubiera estado la noche del asalto! –dice, con un suspiro.
–¿Cómo fue?
–Espectacular como esa mazmorra –señala la cárcel–. Los policías y los cachacos opusieron feroz resistencia. Esa noche Ayacucho fue un campo de batalla.
–¿Los soldados no estaban en su base esperando una orden de Lima, que nunca llegó, para intervenir?
–Eso dice la historia oficial –dice el tuerto–. Y usted sabe muy bien que las historias oficiales están plagadas de mentiras. Y con mayor razón en este caso.
–Ah, claro –es lo único que se me ocurre decir.
–Entonces pensamos que después de eso el triunfo de la revolución era posible –dice el hombre–. El pueblo apoyaba la lucha armada. ¡Si hubiera visto qué cantidad de gente hubo en el entierro de Edith: miles y miles! Vinieron de todas partes: Lucanas, La Mar, Huanta, Huancavelica, Abancay. De las alturas. Ni en Semana Santa se ha visto algo similar. Los lacayos del gobierno estaban tan asustados que se encerraron en sus cuarteles. La gente entonaba los cánticos guerrilleros, lloraba. Cómo la querían a Edith. Por eso luego entró el ejército: para impedir que todo Ayacucho se levantara en armas.
Guarda silencio. ¿Qué decirle?
–Lo dejo –me dice–. Voy a dar unas vueltas por ahí. Buen día.
Lo veo alejarse con paso cansino.
Recorro el perímetro del antiguo penal. Todo es una mole de piedra. Ese asalto sí fue una hazaña.
Vibra mi celular. Es Valeria. Buenos días, amor, ¿dónde estás? Aquí, dando unas vueltas, ya regreso. ¿Vienes para desayunar, flaco? Sí, sí, ya voy. Un beso. Otro para ti.
Empiezo a hacer el camino de retorno al hotel. Vuelvo el rostro al sentir que me observan. Allí está ella, al lado de la estatua de María Parado de Bellido. ¿Regresar? ¿Para que escape? ¿Preguntarle quién es sin obtener respuesta?
Le digo adiós con la mano. Ella solo me mira, imperturbable. Ni un gesto, nada.
***
Tocaron el portón. Yo estaba leyendo una vieja Caretas que mamá había traído de la señora Olga. Era a fines de marzo de 1984, faltaban pocos días para volver al colegio.
Mamá y papá estaban trabajando. Yo estaba solo con mis hermanitas.
Fui a ver. En la puerta estaba un hombre alto, fornido. Lo acompañaba una chica blancona, de cara redonda y vestida con pollera.
–¡Tío Anacleto!
–¡Arol!
Nos abrazamos. El tío Anacleto era hermano menor de mi mamá. Hace años que no venía. La última vez, en su despedida, fui yo quien lloró más.
Me presentó a Eva, su hija. Tenía mi edad.
Eva se quedó con Dora y Flora mientras el tío y yo bajábamos a la pista con la carretilla. Allí estaba esperando Víctor, mi primo, de veinte años. Era menudo y corpulento. El tío dijo que los había traído porque en la sierra los cumpas estaban reclutando a los jóvenes para que participaran en la guerra. La lucha era más encarnizada desde que el ejército había entrado en la zona de combate.
–¿Acá también hay guerra? –preguntaron–. ¿Hay terrucos?
–No. Aunque de vez en cuando vuelan esas torres –le señalé el cerro– y matan perros, pero nada más.
Esa noche, en la cena, sopa de morón con carne de chivo que nos había mandado la abuela Felicitas, el tío nos contó que los terrucos habían llegado a Jiljarajay huyendo del acoso de los soldados. ¿Cómo está mamacha? Bien. Los cumpas son buenos, son como mis hijos, me atienden bien. Casi todos son universitarios, gente de buena presencia. No te confíes, cuñado, esa gente es traicionera, le dijo papá. No te preocupes, cuñado, más miedo dan los militares. Dile a mamacha que se vaya a Huanta donde Susana, le dijo mamá. No quiere. ¿Quién le va a cuidar sus animales? Además, en Huanta es peor, allí están los marinos, esa gente no cree en nada. Todos los muertos son culpa de ellos, matan a cualquiera diciendo que son terrucos. ¿Los terrucos no matan? No, ellos solo ajustician a los abigeos, a los hacendados explotadores, a las malas autoridades, a los policías abusivos. Los militares son los que matan, desaparecen a la gente. ¿Por qué creen que mataron a los ocho periodistas? Porque iban a denunciar sus crímenes.
El tío se marchó una semana después. Entre su equipaje llevaba grabadoras, relojes, ropas que le habían pedido los senderistas. Víctor y Eva se quedaron en la casa. Se pusieron a trabajar porque así lo había querido su papá. Víctor en la zapatería del tío Jesús Valencia y Eva en casa de la madrina de mi hermana Carolina.
Un día fui con Víctor al Centro. En el Parque Universitario nos compramos casets. Él de los Shapis y del “Rey” Vico y su grupo Karicia y yo de Michael Jackson, que entonces estaba de moda. Estábamos dando vueltas por allí, cuando nos topamos con unos timadores. Parecía tan simple el jueguito ese de adivinar bajo qué vaso se esconde una bolita. Sobrado le gano, me dijo mi primo, que era medio ingenuo. Apostó y perdió hasta los casets. Fuimos a quejarnos a un policía. Aunque sea que me devuelvan mis casits, dijo Víctor ante la sonrisa irónica del uniformado.
Víctor era buena gente. Trece años después, un guachimán lo mataría de un balazo en la sien jugando a la ruleta rusa. Para entonces la guerra ya había terminado. Escapó de la muerte solo para morir en otro lugar.
En julio, el tío Anacleto vino por segunda vez. En esa ocasión trajo a Virgilio, el tercero de sus hijos. Tenía le edad de John. Era un chiquillo vivaracho. Los cumpas lo quieren bastante, dijo el tío. Les he dicho que solo venía a visitar a sus hermanos.
Aquí le celebramos su último cumpleaños, aunque no lo sabíamos. Jonás, el enamorado de Carolina, le trajo torta, pero la fiestita casi termina mal: el tío vio besándose a la parejita y se molestó. ¿En la sierra no se besaría la gente? ¿Los terrucos habrían prohibido los besos en público? Amenazó marcharse llevándose a sus hijos. Mamá tuvo que rogarle que se quedara. Jonás le pidió disculpas.
–¿Hay que fabricar bombas? –me dijo un día Virgilio.
–¿Cómo se hace?
–Fácil: con lata de leche, pilas y clavos. La llenamos de pólvora y le ponemos su mecha, y listo, vuela.
Hicimos unas bombas que no estallaron. Virgilio quiso preparar pólvora, pero fracasó en su intento. A veces, cuando nos cruzábamos con un policía, se quedaba mirándole la pistola. Si los cumpas estuvieran por acá, ya no habría ni un perro vivo, decía. ¿Perro? Allá a los policías y a los cachacos les decimos alljos, o sea perros. ¿Por qué? Los cumpas dicen que son los guardianes de este viejo y podrido Estado. Recién años después comprendería sus palabras.
A fines de setiembre, el tío Anacleto vino por última vez. La situación está cada vez más fregada en la sierra, dijo, los cachacos están matando a todo el mundo. Ya ni Jiljarajay es seguro. Voy a vender mis animales y venirme con el resto de mi familia. Le encargó a papá que le buscara una casa para comprarla.
El ocho de octubre, el tío regresó a Ayacucho. Era feriado, no había clases, y todos fuimos a despedirlo al paradero. Nunca más lo volveríamos a ver. Dieciséis años después estaríamos ante su tumba en un paraje olvidado de Jiljarajay. Como las veces anteriores, también llevaba cosas que le habían encargado los terrucos.
Días después Víctor, acosado por un extraño presentimiento, se fue a Ayacucho.
Pasó octubre, pasó noviembre. El tío había dicho que a más tardar estaría de vuelta a fines de noviembre.
La primera semana de diciembre, llegó una carta de la tía Susana: Anacleto ya no hay, decía la misiva.
***
–Cuando pasen los perros, los barremos a pedradas –dijo el Chullañahui.
–¿Y si nos matan? –preguntó Piquicha.
–No creo que lo hagan. Nuestro ataque será sorpresivo como el de un puma –dijo el Chullañahui–. Cuando se den cuenta, ya estarán muertos.
–¿Tenemos que matarlos, profesor Quispe? –pregunté.
–Necesariamente. O son ellos, o somos nosotros. Estaremos en guerra, y ustedes saben que en una guerra se mata o te matan, no hay otra opción. En una guerra uno se juega la vida.
Ellos o nosotros.
–A ver, Valicha, repite los pasos de la emboscada.
–El primer grupo de combatientes empieza el ataque después de recibir el aviso del vigía, el segundo da los tiros de gracia y se apodera de las armas, el tercero sirve de contención.
–¡Perfecto! –dijo el Chullañahui–. ¿Entendieron todos?
–Arí, profesor Quispe.
–Después de la teoría, viene la práctica. Edith y Valicha dirigen el ataque, Piquicha y su grupo se encargarán de rematar a los caídos y acopiar las armas, Carlota y los suyos estarán en la contención.
Colocamos espantapájaros en el camino. Habíamos tallado armas de madera para los alljos.
Zenón vino corriendo desde su puesto de vigilancia.
–Viene una patrulla de perros –dijo, agitado–. Son diez.
–Prepárense para el ataque –dijo Edith.
El Chullañahui estaba atento como un general. Él no participaba en el ataque, solo observaba. Era el estratega. Había estado en China, con el Puka Inti, recibiendo instrucción en táctica guerrillera. Sabía manejar toda clase de armas, preparar explosivos.
–Allí están esos perros. Dejen que entren a nuestro campo de tiro.
Aunque todo lo imaginábamos, mi corazón latía como loco como si fuera verdad que estábamos a punto de emboscar a unos policías de carne y hueso.
Un pasito más…
Edith gritó:
–¡¡Al ataque!!
Un aluvión de piedras de todos los tamaños, que habíamos juntado previamente, cayó sobre los supuestos policías. Se levantó una polvareda que poco más nos asfixia.
Tiramos hasta la última piedra que habíamos juntado.
El grupo de Piquicha salió de su escondite y se puso a rematar a los caídos y buscar las armas.
Regresaron con solo cuatro.
–¡Mal, muy mal! –el Chullañahui movía la cabeza en señal de desaprobación–. Las armas se decomisan en su totalidad, así estén inservibles, para que los enemigos crean lo contrario. ¿Entendido?
Todos dijimos que sí.
–Si tuviéramos armas de fuego, nuestro ataque sería contundente –dijo Zenón.
–Las tendremos –le dijo el Chullañahui–. Recién estamos en la etapa de acopio de armas. Así, de paso, forjamos el temple de los futuros integrantes del Ejército Guerrillero Popular porque la guerra se hace guerreando. Nadie nace sabiendo luchar. ¿O ustedes creen que Napoleón fue general de la noche a la mañana? Claro que no. Que la victoria nos cueste sudor y lágrimas. El Che Guevara tenía armas y no hizo nada en Bolivia, igual Luis de la Puente Uceda. A veces una piedra es más contundente que una bala. Hagámoslo de nuevo. Tú, Valicha, dirige ahora el segundo grupo.
Limpiamos el camino, recompusimos a los espantapájaros, les pusimos sus armas.
Vino el vigía: se acerca una patrulla de perros, compañeros.
Una lluvia de piedras cayó sobre los supuestos policías. Antes que se disipara la polvareda, atacamos nosotros. Recuperamos ocho armas.
–No está nada mal –nos dijo el Chullañahui–. ¿Ven cómo la experiencia forja al guerrero? El Puka Inti estará contento cuando le presente mi informe.
Sonreímos orgullosos de nosotros mismos.
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