Antiguo camino de Carmen Alto. En Qqasi con mi sobrina Vicky. Vista panorámica de Ayacucho desde el Mirador del Cerro Acuchimay.
La oscuridad se tragó el bello rostro de Emperatriz, sus ojos grises de gata, su boca roja, justo cuando me iba a regalar un beso. Mi primer beso en la boca.
Las explosiones empezaron a sucederse uno tras otro como un rosario.
–¡Arolchaaa! –esa era mi mamá.
–Me voy.
–¿Vuelves? –me preguntó Viejo.
–No sé… –los labios de Emperatriz, con un fuerte sabor a lápiz labial, sellaron los míos.
¡Mi primer beso!
–¡Arooolchaaaaa!
Salté la pared de la casa abandonada de don Navarro, crucé la calle de tierra y piedras y entré a mi casa. Juancho y Bibi, mis hermanos menores, lloraban, asustados. Mariana y Flora también estaban con miedo, abrazadas a papá. Todos estaban debajo del enorme molle que teníamos en el patio.
–Ojalá que Carolina esté bien –dijo mamá.
Carolina, mi hermana mayor, trabajaba en la hidroeléctrica donde sus padrinos.
–No creo que los terrucos se atrevan a atacar la central –dijo papá–. Está llena de repuchos.
–Quién sabe, esa gente es capaz de todo –dijo mamá. Y a mí–: Fíate dos velas y un fósforo.
En la puerta me encontré con Pelusa. Nos apuramos en ir a la tienda. En el camino nos cruzamos con sombras que iban de prisa. Parecía que llevaban escaleras, sacos. Los perros ladraban como si vieran fantasmas.
–¿Te besó Emperatriz?
–Casi… ¿Ya se fueron?
–Sí. La llamó la Pequeña Lulú.
Así le decíamos a la mamá de nuestra amiga porque era del tamaño de un duende.
El Zambito nos atendió por su ventana nomás. Aparte de las velas y el fósforo, nos fiamos un sol de galleta de agua para nosotros.
–Vayan con cuidado, vecinitos.
–Ya, don Ceferino. Gracias.
Otra sarta de dinamitazos. Los cerros se iluminaron con una luz azul acerada. Los perros aullaban como locos. Ojalá que no se cayeran las torres sobre La Realidad y nos achicharraran.
–¿Cachorro no los ha seguido? –nos preguntó Mariana, preocupada.
–No. Ni le hemos visto.
–De miedo se habrá escondido por ahí –dijo papá.
Cachorro era miedoso. Era un pastor alemán que don Caldas le había regalado a mamá. Se había llenado de garrapatas. A pesar que papá siempre lo bañaba con petróleo y Mariana lo limpiaba a diario, los bichos no lo dejaban.
–¿Quieres que lo vayamos a buscar, Mariana? –se ofreció Viejo, que acababa de llegar junto con Lube.
–Primero tomen un poco de sopa caliente –dijo mamá.
–Gracias, señora María.
Entramos a la cocina iluminada por una vela. Mamá nos sirvió un plato de sopa a cada uno. Papá hizo una oración. Él era Testigo de Jehová.
–Está rica la sopa, señora María –dijo Viejo.
–¿Te yapo?
–Claro, señora María. Gracias.
Sonaron más dinamitazos, pero esta vez lejos, por Chacrasana o Yanacoto.
–¿Es cierto que en la sierra hay guerra, don Juan? –preguntó Lube.
–Sí –dijo papá–. Los comunistas quieren tomar el poder para esclavizarnos.
–Cómo estarán mamacha, Anacleto, Susana, Teófilo –dijo mamá, preocupada.
Todos ellos vivían en Ayacucho. Yo solo conocía al tío Anacleto. Antes venía seguido y traía queso salado y duro y cancha blanquita que me gustaba bastante.
–Ojalá que no se metan en nada –dijo papá–. Esa gente es peligrosa.
–Pero el tío tiene tu escopeta, papá –dijo Mariana–. Sobrado puede defenderse.
La última vez que el tío Anacleto vino a visitarnos, se llevó la escopeta de papá para matar a un puma que estaba diezmando sus animales en Jiljarajay. A veces, cuando papá no estaba, nosotros jugábamos a la guerrita con esa escopeta, que era grande y pesada. Ojalá que un día el tío la devolviera.
–¿Qué va a poder defenderse con una escopeta contra esa gente fanática?
En Chaclacayo, al otro lado del río, empezó un tiroteo.
–Parece que los terrucos están atacando la comisaría –dijo papá.
–¡Miren, el cerro! –exclamó Mariana.
En el cerro del frente, donde minutos antes había sonado los dinamitazos, empezó a arder una antorcha en forma de la hoz y el martillo.
–Ese es el símbolo de los demonios –dijo papá.
Nos quedamos allí, contemplando cómo la antorcha se hacía cada vez más y más gigante.
***
–La única manera de acabar con la miseria en la que vivimos es levantándonos en armas –dijo el Chullañahui, con un tono grave en la voz.
Al profesor Quispe le falta un tornillo, decía mi papá, hace años, desde que llegó a Chincho, está con el cuento de la guerra popular. Se cree el Che Guevara. Mi papá era licenciado del ejército, había luchado contra la guerrilla de Luis de la Puente Uceda.
–¿Y qué es levantarse en armas, profesor Quispe? –preguntó Piquicha.
El Chullañahui lo miró con su único ojo, azul, rodeado por una tupida ceja oscura que le hacía parecer un manantial en medio del ichu quemado, parecía que le iba a llamar la atención por faltar demasiado a las reuniones, pero no lo hizo.
–Valicha, explícale al compañero Piquicha lo que significa levantarse en armas.
–Levantarse en armas significa acabar con la clase dominante que tiene sumido al campesinado en la más completa miseria desde los tiempos de la Conquista –empecé, tratando de repetir de memoria las palabras del Chullañahui–. La clase dominante es la que ostenta el poder. Sus representantes más visibles son los hacendados, las autoridades políticas, las fuerzas del orden, la iglesia. A todos esos hay que arrancarlos de raíz y prenderles fuego como a la malahierba para que no sigan creciendo pues, mientras lo hagan, en el Perú habrán explotadores y explotados.
El Chullañahui esbozó una sonrisa de complacencia, él que nunca sonreía así nomás.
–¿Algún otro compañero que quiera añadir algo más?
–Yo, profesor Quispe –Zenón levantó la mano. Tenía las uñas crecidas y sucias–. Levantarse en armas significa exterminar a todos los lacayos del gobierno.
–Y a sus perros guardianes –dijo Dionisio Ninanya.
–También significa –intervino Ernestina Paucarasto– distribuir las tierras de producción en forma equitativa entre todos para que unos no tengan más y otros menos, o nada.
–Eso solo será posible en la República de la Nueva Democracia –añadí.
–La que se instalará después de la victoria de la guerra popular –dijo Indalecio.
El Chullañahui sonreía, complacido. Hasta su único ojo parecía mirarnos con menos fiereza.
–¿Está clara la explicación de los compañeros, compañero Piquicha?
–Sí, profesor Quispe, pero tengo una duda todavía…
–¿Cuál es? Formúlala.
–¿Con qué nos vamos a levantar en armas si no tenemos armas?
El Chullañahui se puso serio otra vez. Este Piquicha es muy preguntón, pensaría.
Estábamos en Qqasi. Desde allí se veía Huanta, con sus techos de tejas y calaminas que reverberaban con el sol de la tarde, bajo el imponente Razuwillca, cuyo blanco penacho parecía la barba de Dios.
Debajo de nosotros, al final de Pauca, discurría el río Cachi que, desde donde estábamos, parecía el lomo dorado de una gran serpiente. Ese río lo había cruzado mi abuelo Ignacio llevando un fantasma en sus hombros. Sucedió muchos años antes que yo naciera. Era una madrugada y mi abuelo se dirigía a Huanta. Pasando por mama Bini, los burros se negaron a dar un paso más. El abuelo vio en la orilla a un hombre que iba y venía como tanteando el agua para ver si lo cruzaba o no. ¿Quién sería, algún borrachito? Allinllachu, taita, lo saludó. Allinlla, le contestó el otro con una voz que no era de este mundo. Al abuelo se le escarapeló el cuerpo. Fantasma, pensó. Los fantasmas le tienen terror al agua. ¿Me puede ayudar a cruzar al otro lado?, le pidió el fantasma. El abuelo aceptó. El fantasma, de un brinco, se le subió a los hombros. Parecía hecho de aire pues no pesaba nada. Pero cómo le castañeteaban los dientes cada vez que el abuelo Ignacio trastabillaba en una piedra resbalosa. Pobre fantasma. Era un fantasma bueno, sino, hace rato que hubiera crecido y se lo habría tragado. Hasta que por fin llegaron a la otra orilla. El fantasma saltó a tierra, le dio las gracias y marchó apuradito hacia el cementerio de Cascabel. El abuelo Ignacio era valiente, si hasta había atrapado a una uma, la cabeza voladora de una bruja.
–Armas hay en todas partes –la voz del Chullañahui me trajo de vuelta a Qqasi. Había fuego en su mirada–. Arma es un palo, una piedra, una soga. Nuestras manos son armas muy poderosas –extendió las manos: parecían garras, estaban crispadas.
Me miré las mías: eran tan grandes como las de mi padre de tanto trabajar la tierra, cortar la leña.
–¡Armas somos nosotros! –continuó el Chullañahui. Su voz era una hoguera que crecía y crecía hasta alcanzar las alturas del Razuwillca–. ¡Y nosotros somos cientos, miles, millones. Somos incontables como las estrellas que pueblan el universo!
Las lenguas de fuego cruzaban el río Cachi, arrasaban Huanta, continuaban hacia Huamanga, seguían a Cangallo, a La Mar, a Víctor Fajardo, a Paucar del Sara Sara.
–Arma es nuestro odio milenario a los mistis, a los hacendados, a los gamonales, al señor gobierno –el fuego cruzó montañas, abismos, lagunas, desiertos y llegó a Lima, la capital.
Miré los rostros de mis compañeros: todos miraban arrobados al Chullañahui.
–Nosotros tenemos un arma valiosa, un arma que no lo tienen esos miserables… –El Chullañahui hizo una pausa. Parecíamos figuras pétreas sembradas en medio de la puna. Continuó–: Tenemos nuestra sangre, tenemos nuestra vida. Y nuestra sangre y nuestras vidas son mucho más valiosas que las de esos perros miserables.
Silencio. Se podía escuchar el ulular del viento al pasar por entre las ramas de los viejos quenuales que crecían en la cima de la montaña.
Hasta el opa Inquicha, que nunca estaba quieto, escuchaba y miraba fascinado al Chullañahui.
–¿Y cuándo nos levantaremos en armas, compañero Quispe?
–En Huamanga hay un profesor que nos dirá cuándo –la voz del Chullañahui se tornó casi imperceptible, parecía que nos iba a revelar un secreto–. Se llama Abimael Guzmán o Puka Inti. Solo él sabe el día y la hora en que comenzará todo. Pronto lo conocerán.
Ya casi oscurecía.
–Es hora de volver –dijo el Chullañahui–. A ver, Valicha, que tu voz nos alegre el regreso.
Respiré hondo y solté mi voz para que también volara más allá del Razuwillca: No canta en vano el zorzaaaal / ni el más humilde gorrióóóón. / No canta en vano el que espera ver flores y da la tierra, / ver flores y da la arenaaa. / Que todo canto tiene sentido y sentimientooo / para anunciar la mañana / o para perfumar el vientooo…
Las explosiones empezaron a sucederse uno tras otro como un rosario.
–¡Arolchaaa! –esa era mi mamá.
–Me voy.
–¿Vuelves? –me preguntó Viejo.
–No sé… –los labios de Emperatriz, con un fuerte sabor a lápiz labial, sellaron los míos.
¡Mi primer beso!
–¡Arooolchaaaaa!
Salté la pared de la casa abandonada de don Navarro, crucé la calle de tierra y piedras y entré a mi casa. Juancho y Bibi, mis hermanos menores, lloraban, asustados. Mariana y Flora también estaban con miedo, abrazadas a papá. Todos estaban debajo del enorme molle que teníamos en el patio.
–Ojalá que Carolina esté bien –dijo mamá.
Carolina, mi hermana mayor, trabajaba en la hidroeléctrica donde sus padrinos.
–No creo que los terrucos se atrevan a atacar la central –dijo papá–. Está llena de repuchos.
–Quién sabe, esa gente es capaz de todo –dijo mamá. Y a mí–: Fíate dos velas y un fósforo.
En la puerta me encontré con Pelusa. Nos apuramos en ir a la tienda. En el camino nos cruzamos con sombras que iban de prisa. Parecía que llevaban escaleras, sacos. Los perros ladraban como si vieran fantasmas.
–¿Te besó Emperatriz?
–Casi… ¿Ya se fueron?
–Sí. La llamó la Pequeña Lulú.
Así le decíamos a la mamá de nuestra amiga porque era del tamaño de un duende.
El Zambito nos atendió por su ventana nomás. Aparte de las velas y el fósforo, nos fiamos un sol de galleta de agua para nosotros.
–Vayan con cuidado, vecinitos.
–Ya, don Ceferino. Gracias.
Otra sarta de dinamitazos. Los cerros se iluminaron con una luz azul acerada. Los perros aullaban como locos. Ojalá que no se cayeran las torres sobre La Realidad y nos achicharraran.
–¿Cachorro no los ha seguido? –nos preguntó Mariana, preocupada.
–No. Ni le hemos visto.
–De miedo se habrá escondido por ahí –dijo papá.
Cachorro era miedoso. Era un pastor alemán que don Caldas le había regalado a mamá. Se había llenado de garrapatas. A pesar que papá siempre lo bañaba con petróleo y Mariana lo limpiaba a diario, los bichos no lo dejaban.
–¿Quieres que lo vayamos a buscar, Mariana? –se ofreció Viejo, que acababa de llegar junto con Lube.
–Primero tomen un poco de sopa caliente –dijo mamá.
–Gracias, señora María.
Entramos a la cocina iluminada por una vela. Mamá nos sirvió un plato de sopa a cada uno. Papá hizo una oración. Él era Testigo de Jehová.
–Está rica la sopa, señora María –dijo Viejo.
–¿Te yapo?
–Claro, señora María. Gracias.
Sonaron más dinamitazos, pero esta vez lejos, por Chacrasana o Yanacoto.
–¿Es cierto que en la sierra hay guerra, don Juan? –preguntó Lube.
–Sí –dijo papá–. Los comunistas quieren tomar el poder para esclavizarnos.
–Cómo estarán mamacha, Anacleto, Susana, Teófilo –dijo mamá, preocupada.
Todos ellos vivían en Ayacucho. Yo solo conocía al tío Anacleto. Antes venía seguido y traía queso salado y duro y cancha blanquita que me gustaba bastante.
–Ojalá que no se metan en nada –dijo papá–. Esa gente es peligrosa.
–Pero el tío tiene tu escopeta, papá –dijo Mariana–. Sobrado puede defenderse.
La última vez que el tío Anacleto vino a visitarnos, se llevó la escopeta de papá para matar a un puma que estaba diezmando sus animales en Jiljarajay. A veces, cuando papá no estaba, nosotros jugábamos a la guerrita con esa escopeta, que era grande y pesada. Ojalá que un día el tío la devolviera.
–¿Qué va a poder defenderse con una escopeta contra esa gente fanática?
En Chaclacayo, al otro lado del río, empezó un tiroteo.
–Parece que los terrucos están atacando la comisaría –dijo papá.
–¡Miren, el cerro! –exclamó Mariana.
En el cerro del frente, donde minutos antes había sonado los dinamitazos, empezó a arder una antorcha en forma de la hoz y el martillo.
–Ese es el símbolo de los demonios –dijo papá.
Nos quedamos allí, contemplando cómo la antorcha se hacía cada vez más y más gigante.
***
–La única manera de acabar con la miseria en la que vivimos es levantándonos en armas –dijo el Chullañahui, con un tono grave en la voz.
Al profesor Quispe le falta un tornillo, decía mi papá, hace años, desde que llegó a Chincho, está con el cuento de la guerra popular. Se cree el Che Guevara. Mi papá era licenciado del ejército, había luchado contra la guerrilla de Luis de la Puente Uceda.
–¿Y qué es levantarse en armas, profesor Quispe? –preguntó Piquicha.
El Chullañahui lo miró con su único ojo, azul, rodeado por una tupida ceja oscura que le hacía parecer un manantial en medio del ichu quemado, parecía que le iba a llamar la atención por faltar demasiado a las reuniones, pero no lo hizo.
–Valicha, explícale al compañero Piquicha lo que significa levantarse en armas.
–Levantarse en armas significa acabar con la clase dominante que tiene sumido al campesinado en la más completa miseria desde los tiempos de la Conquista –empecé, tratando de repetir de memoria las palabras del Chullañahui–. La clase dominante es la que ostenta el poder. Sus representantes más visibles son los hacendados, las autoridades políticas, las fuerzas del orden, la iglesia. A todos esos hay que arrancarlos de raíz y prenderles fuego como a la malahierba para que no sigan creciendo pues, mientras lo hagan, en el Perú habrán explotadores y explotados.
El Chullañahui esbozó una sonrisa de complacencia, él que nunca sonreía así nomás.
–¿Algún otro compañero que quiera añadir algo más?
–Yo, profesor Quispe –Zenón levantó la mano. Tenía las uñas crecidas y sucias–. Levantarse en armas significa exterminar a todos los lacayos del gobierno.
–Y a sus perros guardianes –dijo Dionisio Ninanya.
–También significa –intervino Ernestina Paucarasto– distribuir las tierras de producción en forma equitativa entre todos para que unos no tengan más y otros menos, o nada.
–Eso solo será posible en la República de la Nueva Democracia –añadí.
–La que se instalará después de la victoria de la guerra popular –dijo Indalecio.
El Chullañahui sonreía, complacido. Hasta su único ojo parecía mirarnos con menos fiereza.
–¿Está clara la explicación de los compañeros, compañero Piquicha?
–Sí, profesor Quispe, pero tengo una duda todavía…
–¿Cuál es? Formúlala.
–¿Con qué nos vamos a levantar en armas si no tenemos armas?
El Chullañahui se puso serio otra vez. Este Piquicha es muy preguntón, pensaría.
Estábamos en Qqasi. Desde allí se veía Huanta, con sus techos de tejas y calaminas que reverberaban con el sol de la tarde, bajo el imponente Razuwillca, cuyo blanco penacho parecía la barba de Dios.
Debajo de nosotros, al final de Pauca, discurría el río Cachi que, desde donde estábamos, parecía el lomo dorado de una gran serpiente. Ese río lo había cruzado mi abuelo Ignacio llevando un fantasma en sus hombros. Sucedió muchos años antes que yo naciera. Era una madrugada y mi abuelo se dirigía a Huanta. Pasando por mama Bini, los burros se negaron a dar un paso más. El abuelo vio en la orilla a un hombre que iba y venía como tanteando el agua para ver si lo cruzaba o no. ¿Quién sería, algún borrachito? Allinllachu, taita, lo saludó. Allinlla, le contestó el otro con una voz que no era de este mundo. Al abuelo se le escarapeló el cuerpo. Fantasma, pensó. Los fantasmas le tienen terror al agua. ¿Me puede ayudar a cruzar al otro lado?, le pidió el fantasma. El abuelo aceptó. El fantasma, de un brinco, se le subió a los hombros. Parecía hecho de aire pues no pesaba nada. Pero cómo le castañeteaban los dientes cada vez que el abuelo Ignacio trastabillaba en una piedra resbalosa. Pobre fantasma. Era un fantasma bueno, sino, hace rato que hubiera crecido y se lo habría tragado. Hasta que por fin llegaron a la otra orilla. El fantasma saltó a tierra, le dio las gracias y marchó apuradito hacia el cementerio de Cascabel. El abuelo Ignacio era valiente, si hasta había atrapado a una uma, la cabeza voladora de una bruja.
–Armas hay en todas partes –la voz del Chullañahui me trajo de vuelta a Qqasi. Había fuego en su mirada–. Arma es un palo, una piedra, una soga. Nuestras manos son armas muy poderosas –extendió las manos: parecían garras, estaban crispadas.
Me miré las mías: eran tan grandes como las de mi padre de tanto trabajar la tierra, cortar la leña.
–¡Armas somos nosotros! –continuó el Chullañahui. Su voz era una hoguera que crecía y crecía hasta alcanzar las alturas del Razuwillca–. ¡Y nosotros somos cientos, miles, millones. Somos incontables como las estrellas que pueblan el universo!
Las lenguas de fuego cruzaban el río Cachi, arrasaban Huanta, continuaban hacia Huamanga, seguían a Cangallo, a La Mar, a Víctor Fajardo, a Paucar del Sara Sara.
–Arma es nuestro odio milenario a los mistis, a los hacendados, a los gamonales, al señor gobierno –el fuego cruzó montañas, abismos, lagunas, desiertos y llegó a Lima, la capital.
Miré los rostros de mis compañeros: todos miraban arrobados al Chullañahui.
–Nosotros tenemos un arma valiosa, un arma que no lo tienen esos miserables… –El Chullañahui hizo una pausa. Parecíamos figuras pétreas sembradas en medio de la puna. Continuó–: Tenemos nuestra sangre, tenemos nuestra vida. Y nuestra sangre y nuestras vidas son mucho más valiosas que las de esos perros miserables.
Silencio. Se podía escuchar el ulular del viento al pasar por entre las ramas de los viejos quenuales que crecían en la cima de la montaña.
Hasta el opa Inquicha, que nunca estaba quieto, escuchaba y miraba fascinado al Chullañahui.
–¿Y cuándo nos levantaremos en armas, compañero Quispe?
–En Huamanga hay un profesor que nos dirá cuándo –la voz del Chullañahui se tornó casi imperceptible, parecía que nos iba a revelar un secreto–. Se llama Abimael Guzmán o Puka Inti. Solo él sabe el día y la hora en que comenzará todo. Pronto lo conocerán.
Ya casi oscurecía.
–Es hora de volver –dijo el Chullañahui–. A ver, Valicha, que tu voz nos alegre el regreso.
Respiré hondo y solté mi voz para que también volara más allá del Razuwillca: No canta en vano el zorzaaaal / ni el más humilde gorrióóóón. / No canta en vano el que espera ver flores y da la tierra, / ver flores y da la arenaaa. / Que todo canto tiene sentido y sentimientooo / para anunciar la mañana / o para perfumar el vientooo…
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